28

Peter Flemming estaba en el muelle de Morlunde, viendo cómo el último transbordador llegaba de Sande mientras él esperaba a una mujer misteriosa.

Se había sentido bastante decepcionado, aunque no realmente sorprendido, cuando Harald no hizo acto de presencia en el funeral de su hermano el día anterior. Peter había observado minuciosamente a todos los asistentes. La mayoría eran isleños a los cuales conocía desde la infancia. Después del servicio, había hablado con todos los forasteros mientras tomaba el té en la rectoría. Había un par de viejos compañeros de la escuela, algunos conocidos del ejército, amigos de Copenhague y el director de la Jansborg Skole. Peter había ido marcando sus nombres en la lista que le había proporcionado el policía del transbordador. Y al final se fijó en un nombre que no estaba marcado: la señorita Agnes Ricks.

Volviendo al muelle del transbordador, le había preguntado al policía si Agnes Ricks había regresado al continente.

—Todavía no —dijo el hombre—. Me acordaría de ella. No está nada mal —añadió, sonriendo y curvando las manos encima de la pechera de su uniforme para indicar que Agnes Ricks tenía los senos bastante grandes.

Peter fue al hotel de su padre y descubrió que ninguna Agnes Ricks se había registrado en él.

Se sintió intrigado. ¿Quién era la señorita Ricks y qué estaba haciendo allí? El instinto le dijo que tenía alguna clase de conexión con Arne Olufsen. Peter quizá se estuviera dejando llevar por el deseo de que así fuera, pero no disponía de ninguna otra pista.

Su presencia en el muelle de Sande atraía demasiado la atención, por lo que fue al continente para pasar inadvertido en el gran centro comercial que había en el puerto de allí. Pero la señorita Ricks no apareció. Mientras el transbordador atracaba por última vez aquella mañana, Peter se retiró al hotel Oesterport.

En el vestíbulo del hotel había un teléfono dentro de una pequeña cabina, y Peter lo utilizó para llamar a Tilde Jespersen a su casa de Copenhague.

—¿Estuvo Harald en el funeral? —preguntó ella inmediatamente.

—No.

—Maldición.

—Hablé con todos los asistentes y no hubo suerte. Pero hay una pista más que estoy siguiendo, una tal señorita Agnes Ricks. ¿Qué tal te ha ido a ti?

—Me he pasado el día entero telefoneando a las comisarías locales de todo el país. Tengo hombres ocupándose de cada uno de los compañeros de clase de Harald. Mañana debería saber si han descubierto algo.

—Te fuiste sin hacer tu trabajo —dijo Peter, cambiando bruscamente de tema.

—Pero no era un trabajo normal, ¿verdad? —dijo Tilde, que obviamente ya estaba preparada para aquello.

—¿Por qué no?

—Me llevaste allí porque querías acostarte conmigo.

Peter apretó los dientes hasta hacerlos rechinar. Había ido en contra de su propio sentido de la profesionalidad manteniendo una relación sexual con ella, y ahora no podía sermonearla.

—¿Y esa es tu excusa? —preguntó con irritación.

—No es ninguna excusa.

—Dijiste que no te había gustado nada la manera en que interrogué a los Olufsen. Eso no es una razón para que una agente de policía salga huyendo porque no quiere hacer su trabajo.

—No salí huyendo. Simplemente no quería dormir con un hombre que era capaz de hacer eso.

—¡Yo solo estaba cumpliendo con mi deber!

—No del todo —dijo Tilde, hablando con una voz que había cambiado de pronto.

—¿Qué quieres decir?

—No me habría importado que te hubieras estado haciendo el duro porque se trataba de un trabajo y había que llevarlo a cabo. Pero a ti te gustaba lo que estabas haciendo. Torturaste al pastor y asustaste todo lo que pudiste a su esposa, y disfrutaste con ello. Su pena te hacía sentir una gran satisfacción. No puedo meterme en la cama con un hombre semejante.

Peter colgó.

Pasó una gran parte de la noche despierto, pensando en Tilde. Acostado en la cama y furioso con ella, se imaginó abofeteándola. Le hubiese gustado ir a su apartamento, sacarla de la cama en camisón y castigarla. En su fantasía Tilde rogaba clemencia, pero él hacía oídos sordos a sus gritos. El camisón se rompía mientras ella se debatía, y entonces Peter se excitaba y la violaba. Tilde gritaba e intentaba quitárselo de encima, pero Peter la inmovilizaba. Luego, ella le rogaba perdón con lágrimas en los ojos, pero él la dejaba sin decir palabra.

Finalmente se quedó dormido.

Por la mañana fue al muelle para ver llegar al primer transbordador procedente de Sande. Contempló esperanzadamente el vapor con su casco incrustado de sal mientras este iba avanzando hacia el atracadero. Agnes Ricks era su única esperanza. Si resultaba ser inocente, Peter no estaba muy seguro de qué haría a continuación.

Un puñado de pasajeros desembarcó del transbordador. El plan de Peter había consistido en preguntar al policía si uno de ellos era la señorita Ricks, pero no hubo necesidad de hacerlo. Peter enseguida vio, entre los hombres con ropas de trabajo que iban al primer turno de la envasadora de pescado, a una mujer alta con gafas de sol y un pañuelo en la cabeza. Cuando la tuvo un poco más cerca, se dio cuenta de que la conocía. Vio negros cabellos que asomaban desde debajo del pañuelo, pero fue la nariz larga y curvada lo que realmente la delató. Peter observó que caminaba con un paso seguro de sí mismo y un poco varonil, y recordó haberse fijado en aquellos andares la primera vez que la vio, hacía dos años.

Era Hermia Mount.

Se la veía más delgada y un poco mayor que la mujer que le había sido presentada como la prometida de Arne Olufsen allá en 1939, pero a Peter no le cupo ninguna duda.

—Ya te tengo, zorra traicionera —dijo con una profunda satisfacción.

Temiendo que ella pudiera reconocerlo, se puso unas gafas de gruesa montura y se echó el sombrero hacia delante para ocultar el rojo inconfundible de su pelo. Después la siguió hasta la estación, donde Hermia Mount compró un billete a Copenhague.

Después de una larga espera subieron a un viejo y lento tren que quemaba carbón y que fue serpenteando por toda Dinamarca yendo del oeste hacia el este, deteniéndose en los apeaderos de madera de puertos que olían a algas marinas y de tranquilas poblaciones del campo. Sentado en un vagón de primera clase, Peter se removía con nerviosa impaciencia. Hermia iba en el siguiente vagón, en un asiento de tercera clase. Mientras estuvieran en el tren no podría huir de él, pero por otra parte él tampoco podía hacer ningún progreso hasta que ella bajara del vagón.

Ya era media tarde cuando el tren entró en Nyborg, en la isla central de Fionia. Desde allí tuvieron que pasar a un transbordador que cruzaría el Gran Belt hasta Selandia, la mayor de las islas, donde subirían a otro tren para ir a Copenhague.

Peter había oído hablar de un ambicioso plan para sustituir el transbordador por un enorme puente de diecinueve kilómetros de longitud. A los tradicionalistas les encantaban los numerosos transbordadores daneses, diciendo que la lentitud con que se movían formaba parte de la actitud relajada ante la vida propia del país, pero a Peter le hubiese gustado convertirlos en chatarra a todos. Él tenía muchas cosas que hacer, y prefería los puentes.

Mientras esperaba el transbordador, encontró un teléfono y llamó a Tilde al Politigaarden.

Ella se mostró fríamente profesional.

—No he encontrado a Harald, pero tengo una pista.

—¡Bien!

—Durante el último mes visitó en dos ocasiones Kirstenslot, el hogar de la familia Duchwitz.

—¿Judíos?

—Sí. El policía local recuerda haberse encontrado con él. Dice que Harald tiene una motocicleta a vapor. Pero jura que ahora Harald no está allí.

—Asegúrate de ello. Ve allí personalmente.

—Estaba planeando hacerlo.

Peter quería hablarle de lo que ella le había dicho el día anterior. ¿Realmente iba en serio aquello de que no podía volver a acostarse con él? Pero no se le ocurrió ninguna manera de sacar a relucir el tema, así que siguió hablando del caso.

—He encontrado a la señorita Ricks. Es Hermia Mount, la prometida de Arne Olufsen.

—¿La chica inglesa?

—Sí.

—¡Buenas noticias!

—Lo son. —Peter se alegró de que Tilde no hubiera perdido su entusiasmo por el caso—. Ahora va a Copenhague, y la estoy siguiendo.

—¿No hay una posibilidad de que te reconozca?

—Sí.

—¿Qué te parece si voy a esperar el tren? Lo digo por si se da el caso de que ella intente despistarte.

—Preferiría que fueras a Kirstenslot.

—Quizá pueda hacer ambas cosas. ¿Dónde os encontráis ahora?

—En Nyborg.

—Estás a dos horas de distancia como mínimo.

—Más. Este tren va más despacio que un caracol.

—Puedo ir a Kirstenslot en coche, echar una mirada por allí durante una hora y aun así llegar a tiempo de que nos encontremos en la estación.

—Perfecto —dijo él—. Hazlo.