32
Karen movió bruscamente hacia la izquierda la palanca de control en forma de Y, que chocó con la rodilla de Harald. El Hornet Moth se inclinó hacia un lado mientras ascendía, pero Harald ya podía ver que el viraje no había sido lo bastante pronunciado y que el avión iba a chocar con el campanario.
—¡Timón de dirección izquierdo! —gritó Karen.
Harald se acordó de que él también podía pilotar el avión. Dejó caer el pie izquierdo sobre el pedal, y la inclinación del avión cambió inmediatamente para volverse más pronunciada. Aun así, Harald estaba seguro de que el ala derecha se incrustaría en los ladrillos. El Hornet Moth fue virando con una terrible lentitud. Harald se preparó para la colisión. La punta del ala pasó a unos centímetros de la torre.
—Oh, Cristo… —dijo Harald.
Las potentes ráfagas de viento hacían que el avión se encabritara igual que un pony. Harald tenía la sensación de que podían caer del cielo en cualquier segundo. Pero Karen siguió con el viraje. Harald apretó los dientes. El avión giró ciento ochenta grados. Finalmente, Karen lo enderezó cuando estaba pasando por encima del castillo. El Hornet Moth fue estabilizándose rápidamente conforme iban ganando altura; Harald se acordó de Poul Kirke diciendo que siempre había más turbulencias cerca del suelo.
Miró hacia abajo. Las llamas todavía temblaban encima del camión cisterna, y su claridad le permitió ver a los soldados saliendo del monasterio en su ropa de dormir. El capitán Kleiss estaba agitando los brazos mientras gritaba órdenes. La señora Jespersen yacía inmóvil en el suelo, aparentemente inconsciente. Hermia Mount había desaparecido. En la puerta del castillo, unos cuantos sirvientes permanecían inmóviles contemplando el avión.
Karen señaló un dial en el panel de instrumentos.
—No lo pierdas de vista —dijo—. Es el indicador de inclinación. Utiliza el timón de dirección para mantener la aguja en la posición de las doce.
La luz de la luna atravesaba el techo transparente de la cabina, pero no llegaba a ser lo bastante intensa para leer los instrumentos. Harald iluminó el dial con la linterna.
Continuaban subiendo, y el castillo fue empequeñeciéndose detrás de ellos. Karen no paraba de mirar a izquierda y derecha así como hacia delante, aunque no había mucho que ver aparte del paisaje danés iluminado por la luna.
—Abróchate la hebilla del cinturón —dijo Karen. Harald vio que ella llevaba puesto el suyo—. Eso evitará que te golpees la cabeza con el techo de la cabina si el viaje resulta un poco movido.
Harald se puso el cinturón. Empezaba a creer que habían escapado, y se permitió sentirse triunfante.
—Pensé que iba a morir.
—Y yo…, varias veces.
—Tus padres van a enloquecer de preocupación.
—Les dejé una nota.
—Eso es más de lo que hice yo —dijo Harald, al que no se le había ocurrido pensar en ello.
—Intentemos seguir con vida, ¿de acuerdo? Eso los hará muy felices.
Harald le acarició la mejilla.
—¿Cómo te encuentras?
—Tengo un poco de fiebre.
—La tienes. Deberías beber un poco de agua.
—No, gracias. Tenemos por delante un vuelo de seis horas, y ningún cuarto de baño. No quiero tener que hacer pipí encima de un periódico delante de ti. Eso podría ser el fin de una hermosa amistad.
—Cerraré los ojos.
—¿Y pilotarás el avión con los ojos cerrados? Olvídalo. Aguantaré.
Karen bromeaba, pero Harald estaba preocupado por ella. Los nervios de él todavía no se habían recuperado de la dura prueba por la que acababan de pasar, y Karen había hecho todas esas mismas cosas con un tobillo y una muñeca dislocadas. Harald esperaba que no perdiera el conocimiento.
—Mira la brújula —dijo Karen—. ¿Cuál es nuestro curso?
Harald había examinado la brújula mientras el avión estaba en la iglesia y sabía cómo leerla.
—Doscientos treinta.
Karen inclinó el avión hacia la derecha.
—Nuestro curso hacia Inglaterra debería ser doscientos cincuenta. Avísame cuando lo estemos siguiendo.
Harald iluminó la brújula con la linterna hasta que esta mostró el curso correcto, y luego dijo:
—Ya está.
—¿Hora?
—Las doce cuarenta.
—Deberíamos ir tomando nota de todo esto, pero no hemos traído lápices.
—No creo que se me vaya a olvidar nada de ello.
—Me gustaría subir por encima de estas nubes —dijo Karen—. ¿Cuál es nuestra altitud?
Harald dirigió el haz de la linterna hacia el altímetro.
—Mil cuatrocientos diez metros.
—Lo cual quiere decir que esta nube se encuentra a unos mil quinientos metros del suelo.
Unos instantes después el avión fue engullido por lo que parecía humo, y Harald comprendió que habían entrado en la nube.
—Mantén iluminado el indicador de velocidad aérea —dijo Karen—. Avísame enseguida si nuestra velocidad cambia.
—¿Por qué?
—Cuando estás volando a ciegas, resulta bastante difícil mantener el avión en la altitud correcta. Yo podría subir el morro o bajarlo sin darme cuenta. Pero si eso ocurre, lo sabremos porque nuestra velocidad aumentará o disminuirá.
La sensación de estar ciego era extrañamente inquietante. Así es como tienen que ocurrir los accidentes, pensó Harald. Un avión podía estrellarse contra la cima de una montaña si estuviera envuelto en nubes. Afortunadamente no había montañas en Dinamarca. Pero si diese la casualidad de que había otro avión volando dentro de la misma nube, entonces los dos pilotos no lo sabrían hasta que ya fuese demasiado tarde.
Cuando hubo transcurrido un par de minutos, Harald descubrió que la nube dejaba pasar suficiente luz de luna para que pudiera verla remolineando junto a las ventanas. Entonces, para el inmenso alivio de Harald, salieron de ella y pudo ver la sombra del Hornet Moth proyectada por la luna sobre la nube, debajo de ellos.
Karen movió la palanca hacia delante para nivelar el avión.
—¿Ves el contador de revoluciones por minuto?
Harald encendió la linterna.
—Pone dos mil doscientos.
—Ve cerrando la válvula poco a poco hasta que baje a mil novecientos.
Harald hizo lo que le decía Karen.
—Utilizamos la potencia del motor para cambiar nuestra altitud —le explicó ella—. Válvula hacia delante, subimos; válvula hacia atrás, bajamos.
—¿Y entonces cómo controlamos nuestra velocidad?
—Mediante la altitud del avión. Morro hacia abajo para ir más rápido, morro hacia arriba para ir más despacio.
—Ya lo he pillado.
—Pero nunca subas el morro demasiado bruscamente, o entrarás en pérdida. Eso quiere decir que pierdes altura porque el motor empieza a calarse, y el avión se precipita.
A Harald le pareció que era una idea realmente aterradora.
—¿Y entonces qué haces?
—Bajas el morro para incrementar las revoluciones del motor. Es fácil…, pero surge el pequeño problema de que tus instintos te dicen que subas el morro, y eso lo empeora todo.
—Lo recordaré.
—Coge la palanca durante un rato —dijo Karen—. Veamos si puedes volar siguiendo el curso y manteniendo nivelado el avión. Bueno, ya tienes el control.
Harald agarró la palanca de control con la mano derecha.
—Se supone que has de decir: «Tengo el control» —dijo Karen—. Eso sirve para que el piloto y el copiloto nunca lleguen a encontrarse en una situación en la que cada uno piense que es el otro quien está pilotando el avión.
—Tengo el control —dijo Harald, pero no sentía que lo tuviese. El Hornet Moth tenía una vida propia, se bamboleaba y caía con cada turbulencia, y Harald descubrió que tenía que recurrir a todos sus poderes de concentración para mantener las alas niveladas y el morro en la misma posición.
—¿Te has dado cuenta de que siempre estás tirando de la palanca hacia atrás?
—Sí.
—Eso es porque hemos gastado un poco de combustible, lo que modifica el centro de gravedad del avión. ¿Ves esa palanca que hay en la esquina superior derecha de tu puerta?
Harald echó un rápido vistazo hacia arriba.
—Sí.
—Es la palanca de ajuste del timón de profundidad. Yo la moví hacia delante hasta ponerla al máximo para el despegue, cuando el depósito estaba lleno y la cola pesaba mucho. Ahora el avión necesita volver a ser ajustado.
—¿Cómo hacemos eso?
—Muy fácil. Sujeta la palanca con menos fuerza. ¿Notas cómo quiere deslizarse hacia delante por sí sola?
—Sí.
—Mueve la palanca de ajuste hacia atrás. Descubrirás que ya no es tan necesario que ejerzas una constante presión hacia atrás sobre la palanca.
Karen estaba en lo cierto.
—Ajusta ese control hasta que ya no necesites seguir tirando de la palanca.
Harald fue tirando de la palanca, haciéndola retroceder gradualmente. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba sucediendo, la columna de control ya le presionaba la mano.
—Demasiado —dijo, desplazando unos milímetros hacia delante la palanca de ajuste—. Eso está mejor.
—También puedes ajustar el timón de dirección, moviendo el dial que hay dentro de esa rendija con salientes de la parte inferior del panel de instrumentos. Cuando el avión está correctamente ajustado, debería volar siguiendo el curso y manteniéndose nivelado sin que haya ninguna presión sobre los controles.
Harald apartó experimentalmente su mano de la columna. El Hornet Moth continuó volando nivelado.
Volvió a poner la mano sobre la palanca.
La nube que había debajo de ellos no era continua, y a intervalos podían ver el suelo iluminado por la luna a través de los huecos. No tardaron en dejar atrás Selandia y se encontraron volando sobre el mar.
—Comprueba el altímetro —dijo Karen.
Harald descubrió que le costaba bastante bajar la vista hacia el panel de instrumentos, porque sentía instintivamente que necesitaba concentrarse en pilotar el avión. Cuando apartó la mirada del exterior, vio que habían alcanzado los dos mil cien metros de altitud.
—¿Cómo ha ocurrido eso? —preguntó.
—Estás manteniendo el morro demasiado hacia arriba. Es natural. Inconscientemente, temes chocar con el suelo y por eso sigues tratando de ascender. Baja el morro.
Harald movió la palanca hacia delante. Mientras el morro del Hornet Moth estaba bajando, vio a otro avión. En sus alas había unas cruces muy grandes. El miedo se apoderó de Harald.
Karen lo vio al mismo tiempo que él.
—Infiernos. La Luftwaffe —dijo, sonando tan asustada como se sentía Harald.
Karen empuñó la palanca e hizo bajar el morro en un brusco descenso.
—Tengo el control.
—Tienes el control.
El Hornet Moth inició un rápido picado.
Harald reconoció al otro avión como un Messerschmitt Bf110, un caza nocturno bimotor con un inconfundible plano de cola formado por dos alerones y una larga carlinga de color verde invernadero. Se acordó de que Arne había hablado del armamento del Bf110 con una mezcla de temor y envidia: en el morro tenía cañones y ametralladoras, y Harald pudo ver las ametralladoras traseras sobresaliendo del extremo posterior de la carlinga. Aquel era el avión que se utilizaba para derribar a los bombarderos británicos después de que la estación de radio de Sande los hubiera detectado.
El Hornet Moth se hallaba completamente indefenso.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo Harald.
—Tratar de volver a meternos dentro de esa capa de nubes antes de que ese caza se encuentre lo bastante cerca para poder atacarnos. Maldita sea, no hubiese debido permitir que subieras tanto…
El Hornet Moth continuaba descendiendo. Harald echó una ojeada al indicador de velocidad aérea y vio que habían alcanzado los ciento treinta nudos. La sensación era como la de estar precipitándose por una montaña rusa. Reparó en que se estaba agarrando al borde de su asiento.
—¿No es peligroso hacer esto? —preguntó.
—Menos que el que te disparen.
El otro avión se aproximaba rápidamente. Era mucho más veloz que el Moth. Hubo un destello y un estruendo de disparos. Harald ya había estado esperando que el Messerschmitt disparara contra ellos, pero aun así no pudo reprimir un grito de conmoción y miedo.
Karen viró hacia la derecha, tratando de hacer que al artillero le resultara lo más difícil posible apuntar. El Messerschmitt pasó por debajo de ellos como una exhalación. Los disparos cesaron y el motor del Hornet Moth siguió zumbando. No les habían dado.
Harald se acordó de que Arne le había dicho que a un avión veloz le resultaba bastante difícil acertarle a uno lento. Quizá eso los había salvado.
Mientras viraban, Harald miró por la ventana y vio al caza perdiéndose en la lejanía.
—Creo que estamos fuera de su alcance —dijo.
—No por mucho tiempo —replicó Karen.
Y así era, porque el Messerschmitt ya estaba virando. Los segundos transcurrieron lentamente mientras el Hornet Moth se precipitaba hacia la protección de la nube y el veloz caza alemán describía un gran viraje. Harald vio que su velocidad había llegado a los ciento sesenta nudos. La nube se hallaba prometedoramente próxima…, pero no lo suficiente.
Vio los destellos y oyó las detonaciones cuando el caza volvió a abrir fuego. Esta vez el Hornet Moth se encontraba más cerca y el caza disponía de un ángulo mejor de ataque. Harald se horrorizó al ver aparecer un desgarrón en la tela del ala inferior izquierda. Karen empujó bruscamente la palanca y el Hornet Moth se ladeó.
Entonces, de pronto, se vieron sumergidos en la nube.
Los disparos cesaron.
—Gracias a Dios —dijo Harald. Aunque hacía frío, estaba sudando.
Karen tiró de la palanca y niveló el avión. Harald iluminó el altímetro con la linterna y vio que la aguja iba frenando poco a poco su movimiento antihorario y se detenía justo encima de los mil quinientos metros. La velocidad fue volviendo gradualmente a la velocidad de crucero normal de ochenta nudos.
Karen volvió a ladear el avión, cambiando de dirección para que el caza no pudiera alcanzarlos con solo seguir su curso anterior.
—Baja las revoluciones a mil seiscientas —dijo Karen—. Descenderemos hasta quedar justo debajo de esta nube.
—¿Por qué no nos mantenemos dentro de ella?
—Es difícil volar dentro de una nube durante mucho tiempo. Te desorientas, y no sabes distinguir el arriba del abajo. Los instrumentos te dicen lo que está sucediendo, pero tú no los crees. Así es como ocurren muchos accidentes.
Harald encontró la palanca en la oscuridad y tiró de ella.
—Fue mera casualidad que apareciera ese caza —dijo Karen—. Los alemanes quizá pueden vernos con sus haces de ondas de radio.
Harald frunció el ceño y empezó a pensar, alegrándose de tener un rompecabezas que apartara su mente del peligro que corrían.
—Lo dudo —dijo—. El metal interfiere las ondas de radio, pero no creo que el lino o la madera lo hagan. Un gran bombardero de aluminio reflejaría los haces mandándolos de vuelta a sus antenas, pero solo nuestro motor haría eso, y probablemente es demasiado pequeño para aparecer en sus detectores.
—Espero que estés en lo cierto —dijo Karen—. Si no, estamos muertos.
Salieron por debajo de la nube. Harald incrementó las revoluciones hasta mil novecientas, y Karen tiró de la palanca.
—No dejes de mirar alrededor —le dijo después—. Si volvemos a verlo, tenemos que subir lo más deprisa posible.
Harald hizo lo que le decía, pero no había mucho que ver. A un kilómetro y medio por delante de ellos, la luna brillaba a través de un hueco entre las nubes, y Harald pudo distinguir la geometría irregular de los campos y el terreno boscoso. Tenían que estar encima de la gran isla central de Fionia, pensó. Más cerca, una intensa luz se movía perceptiblemente a través del oscuro paisaje, y Harald supuso que sería un tren o un coche de la policía.
Karen inclinó el Hornet Moth hacia la derecha.
—Mira a tu izquierda —dijo. Harald no pudo ver nada. Karen inclinó el avión en la otra dirección, y miró por su ventana—. Tenemos que vigilar todos los ángulos —le explicó. Harald reparó en que estaba empezando a quedarse ronca con todo aquel constante gritar para hacerse oír por encima del ruido del motor.
El Messerschmitt apareció delante de ellos.
Salió de la nube a medio kilómetro enfrente del Hornet Moth, tenuemente revelado por la claridad lunar reflejada del suelo, y empezó a alejarse.
—¡Máxima potencia! —gritó Karen.
Pero Harald ya lo había hecho, y Karen se apresuró a tirar de la palanca para elevar el morro del aparato.
—Quizá ni siquiera nos ha visto —dijo Harald con optimismo, pero sus esperanzas se vieron desmentidas de inmediato cuando el caza alemán ejecutó un brusco viraje.
El Hornet Moth tardó varios segundos en responder a los controles. Finalmente empezaron a subir hacia la nube. El caza vino hacia ellos en un gran círculo y se elevó rápidamente para seguir su ascensión. Tan pronto como los tuvo enfilados, empezó a disparar.
Un instante después el Hornet Moth se encontró dentro de la nube.
Karen cambió de dirección inmediatamente. Harald soltó un grito de triunfo.
—¡Hemos vuelto a despistarlo! —dijo. Pero el miedo que estaba tratando de ocultar confirió un tono quebradizo al tono de triunfo que había en su voz.
Siguieron subiendo a través de la nube. Cuando la luna empezó a iluminar la neblina que giraba alrededor de ellos, Harald comprendió que se encontraban muy cerca del final de la capa de nubes.
—Reduce la válvula —dijo Karen—. Tendremos que mantenernos dentro de la nube todo el tiempo que podamos. —El avión se niveló—. Vigila ese indicador de velocidad —dijo—. Asegúrate de que no estoy ascendiendo o bajando.
—De acuerdo —dijo Harald, comprobando también el altímetro y viendo que se encontraban a 1.740 metros del suelo.
Entonces el Messerschsmitt apareció a solo unos metros de distancia de ellos.
Volando ligeramente por debajo del Hornet Moth y un poco hacia la derecha, seguía un curso que lo llevaría a cruzar el suyo. Durante una fracción de segundo, Harald vio el rostro aterrorizado del piloto alemán, con su boca abriéndose en un grito de horror. Todos se hallaban a un centímetro de la muerte. El ala del caza pasó por debajo del Hornet Moth, esquivando el tren de aterrizaje por un pelo.
Harald pisó el pedal izquierdo del control de dirección y Karen tiró de la palanca, pero el caza ya se había esfumado.
—Dios mío, hemos estado cerca… —dijo Karen.
Harald contempló la nube que se arremolinaba ante ellos, esperando ver aparecer el Messerchsmitt. Transcurrió un minuto, y luego otro.
—Creo que él estaba tan asustado como nosotros —dijo Karen.
—¿Qué piensas que hará?
—Volará por encima y por debajo de la nube durante un rato, con la esperanza de que volvamos a aparecer. Con un poco de suerte, nuestros cursos irán divergiendo y lo perderemos.
Harald comprobó la brújula.
—Estamos yendo hacia el norte —dijo.
—Me salí del curso con todo ese esquivar —dijo Karen.
Inclinó el avión hacia la izquierda, y Harald la ayudó con el timón de dirección. Cuando la brújula marcó cincuenta y dos, dijo: «Ya es suficiente», y Karen niveló el avión. Salieron de la nube. Ambos escrutaron el cielo mirando en todas direcciones, pero no había ningún otro avión.
—Me siento tan cansada… —dijo Karen.
—No me sorprende. Deja que tome el control y descansa un rato.
—No quites la vista de encima a los diales —le advirtió Karen—. Vigila el indicador de velocidad aérea, el altímetro, la brújula, la presión del aceite y el indicador del combustible. Cuando estás volando, se supone que debes estar pendiente de los instrumentos en todo momento.
—De acuerdo.
Harald se obligó a mirar el salpicadero cada par de minutos y descubrió, en contra de lo que le decían sus instintos, que el avión no se precipitaba al suelo tan pronto como él hacía tal cosa.
—Ahora debemos de estar sobre Jutlandia —dijo Karen—. Me pregunto hasta dónde nos habremos desviado en dirección norte.
—¿Cómo podemos saberlo?
—Tendremos que volar bajo mientras pasamos por encima de la costa. Deberíamos poder identificar algunos accidentes del terreno y establecer nuestra posición en el mapa.
La luna ya estaba bastante baja en el horizonte. Harald consultó su reloj y se asombró al ver que llevaban casi dos horas volando. Parecían unos cuantos minutos.
—Echemos un vistazo —dijo Karen pasado un rato—. Reduce las revoluciones a mil cuatrocientos y baja el morro. —Encontró el atlas y lo estudió a la luz de la linterna—. Tendremos que descender un poco más —dijo—. No puedo ver suficientemente bien.
Harald llevó el avión a los novecientos metros de altitud primero, y a los seiscientos después. La luna permitía ver el suelo, pero no había ningún elemento que pudiera distinguirse, solo campos. Entonces Karen dijo:
—Mira eso de ahí delante. ¿Es una ciudad?
Harald miró hacia abajo. Costaba saberlo. No había luces debido al oscurecimiento, que había sido impuesto precisamente para hacer que las poblaciones resultaran más difíciles de distinguir desde el aire. Pero el suelo visto bajo la luna ciertamente parecía tener una textura distinta por delante de ellos.
De pronto, unas lucecitas que ardían con un intenso resplandor empezaron a aparecer en el aire.
—¿Qué demonios es eso? —chilló Karen. ¿Estaría alguien lanzando fuegos artificiales al Hornet Moth? Los fuegos artificiales habían sido prohibidos después de la invasión.
—Nunca he visto balas trazadoras, pero… —dijo Karen.
—Mierda, ¿eso es lo que son?
Sin esperar instrucciones, Harald empujó la palanca de control hasta el límite y subió el morro para ganar altitud. Mientras lo hacía, los haces de unos reflectores surcaron el cielo. Hubo un súbito estruendo y algo estalló cerca de ellos.
—¿Qué ha sido eso? —gritó Karen.
—Creo que debe de haber sido un proyectil antiaéreo.
—¿Alguien está disparando contra nosotros?
De pronto Harald comprendió dónde se encontraban.
—¡Eso debe de ser Morlunde! ¡Estamos justo encima de las defensas portuarias!
—¡Vira!
Harald inclinó el avión.
—No subas demasiado deprisa —dijo Karen—. Se te calaría el motor.
Otro proyectil antiaéreo hizo explosión cerca de ellos. Los haces de los reflectores hendían la oscuridad alrededor del Hornet Moth, y Harald sintió como si estuviera haciéndolo subir con la fuerza de su voluntad.
Ejecutaron un viraje de ciento ochenta grados. Harald niveló el avión y continuó subiendo. Otro proyectil antiaéreo estalló, pero aquel ya lo hizo detrás de ellos. Harald empezó a tener la sensación de que aún podrían sobrevivir.
Las defensas dejaron de disparar. Harald volvió a virar, retomando su curso original y sin dejar de subir.
Un minuto después pasaron por encima de la costa.
—Estamos dejando atrás tierra firme —dijo.
Karen no dijo nada, y Harald se volvió para ver que tenía los ojos cerrados.
Contempló la costa que iba desapareciendo detrás de él bajo la luz de la luna.
—Me pregunto si volveremos a ver Dinamarca… murmuró.