25

Harald sabía que la policía lo estaba buscando.

Su madre había vuelto a telefonear a Kirstenslot, ostensiblemente para informar a Karen del día y la hora del funeral de Arne. Durante la conversación, dijo que había sido interrogada por la policía acerca del paradero de Harald. «Pero no sé dónde está, así que no pude decírselo», había añadido luego. Era una advertencia, y Harald admiró a su madre por haber tenido el valor de enviarla y la astucia de ocurrírsele pensar que Karen probablemente podría transmitirla.

A pesar de la advertencia, tenía que ir a la escuela de vuelo.

Karen cogió prestadas unas cuantas ropas viejas de su padre, para que Harald no tuviera que llevar su inconfundible chaqueta de la escuela. Se puso una chaqueta deportiva maravillosamente ligera traída de América y una gorra de lino, y llevó gafas de sol. Cuando subió al tren en Kirstenslot, Harald parecía más un playboy multimillonario que un espía fugitivo. Aun así se encontraba bastante nervioso. Estar en un vagón de tren hacía que se sintiera atrapado. Si un policía venía hacia él, no podría salir corriendo.

En Copenhague recorrió andando la corta distancia que había desde la estación suburbana de Vesterport hasta la estación de la línea principal sin ver un solo uniforme de la policía. Unos minutos después estaba en otro tren que iba a Vodal.

Durante el viaje, pensó en su hermano. Todo el mundo había pensado que Arne no era el hombre apropiado para el trabajo de la resistencia: demasiado descuidado, demasiado amante de la diversión, quizá no lo bastante valiente. Y al final había resultado ser el mayor héroe de todos. Pensarlo hizo que las lágrimas acudieran a los ojos de Harald ocultos tras las gafas de sol.

El jefe de escuadrón Renthe, comandante de la escuela de vuelo, le recordó a su antiguo director de escuela, Heis. Ambos eran altos y delgados, y tenían la nariz muy larga. El parecido hizo que Harald encontrara difícil mentirle a Renthe.

—He venido a, esto, recoger los efectos de mi hermano —dijo—. Las cosas personales. Si usted no tiene nada que objetar, claro.

Renthe no pareció notar su incomodidad.

—Claro que no —dijo—. Uno de los colegas de Arne, Hendrik Janz, ya lo ha recogido todo. Solo hay una maleta y una bolsa de viaje de lona.

—Gracias —dijo Harald.

En realidad no quería los efectos personales de Arne, pero necesitaba una excusa para ir allí. Lo que realmente buscaba era quince metros de cable de acero para sustituir los cables de control que faltaban en el Hornet Moth, y aquel era el único sitio en el que se le había ocurrido que podía conseguirlos.

Ahora que estaba allí, la tarea parecía más abrumadora que cuando estaba contemplándola desde lejos. Harald se sintió invadido por una tenue oleada de pánico. Sin el cable, el Hornet Moth no podría volar. Entonces volvió a pensar en el sacrificio que había hecho su hermano, y se dijo que debía mantener la calma. Si no perdía la cabeza, quizá pudiera encontrar una manera.

—Iba a enviárselas a tus padres —añadió Renthe.

—Yo lo haré —dijo Harald, preguntándose si podía confiar en Renthe.

—Claro que tenía mis dudas, porque también pensé que quizá deberían ser enviadas a su prometida.

—¿A Hermia? —exclamó Harald, muy sorprendido—. ¿En Inglaterra?

—¿Está en Inglaterra? Hace tres días estuvo aquí.

Harald se quedó asombrado.

—¿Qué estaba haciendo aquí?

—Supuse que había adquirido la ciudadanía danesa y estaba viviendo aquí. De otra manera, su presencia en Dinamarca habría sido ilegal y me hubiese visto obligado a comunicar su visita a la policía. Pero obviamente ella no habría venido aquí si ese hubiera sido el caso. Porque ya habría sabido que en tanto que oficial del ejército, yo estoy obligado a comunicarle a la policía cualquier actividad ilegal, ¿verdad? —Miró fijamente a Harald y añadió—: ¿Ves a qué me refiero?

—Creo que sí. —Harald comprendió que se le estaba enviando un mensaje. Renthe sospechaba que él y Hermia habían estado involucrados en alguna actividad de espionaje con Arne, y le advertía de que no le dijera nada al respecto. Obviamente simpatizaba con ellos, pero no estaba dispuesto a infringir ninguna regla. Harald se levantó—. Me lo ha dejado todo muy claro. Gracias.

—Haré que alguien te acompañe a los alojamientos de Arne.

—No es necesario. Conozco el camino.

Harald había visto la habitación de Arne hacía dos semanas, cuando estuvo allí para hacer un vuelo a bordo de un Tiger Moth. Renthe sacudió la cabeza.

—Mi más sincero pésame.

—Gracias.

Harald salió del edificio de los cuarteles generales y echó a andar por el camino que unía todos los edificios de escasa altura que componían la base. Fue lo más despacio posible, echando una buena mirada dentro de los hangares. No se veía mucha actividad. ¿Qué había por hacer en una base área donde los aviones no podían volar?

Se sintió frustrado. El cable que necesitaba tenía que estar allí, en alguna parte. Lo único que tenía que hacer era descubrir dónde, y hacerse con él. Pero no era tan sencillo.

Dentro de un hangar vio un Tiger Moth completamente desmantelado. Habían quitado las alas, el fuselaje estaba colocado encima de unos caballetes y el motor se hallaba sobre una plataforma. Aquello le dio nuevas esperanzas. Harald entró por la gigantesca puerta. Un mecánico vestido con un mono estaba sentado encima de una lata de aceite, bebiendo té de un gran tazón.

—Asombroso —le dijo Harald—. Nunca había visto uno desmontado de esa manera.

—Tiene que hacerse —replicó el hombre—. Las partes se van gastando, y no puedes permitir que se desprendan en pleno vuelo. En un avión, todo tiene que ser perfecto. De lo contrario te caes del cielo.

Harald se dijo que aquello era algo digno de ser recordado. Él estaba planeando cruzar el mar del Norte a bordo de un avión que llevaba años sin ser examinado por un mecánico.

—Así que lo sustituyen todo, ¿eh?

—Todo lo que se mueve, sí.

Harald pensó de forma optimista que aquel hombre quizá podría proporcionarle lo que quería.

—Tienen que utilizar un montón de repuestos.

—Exacto.

—Porque solo de cables de control, en cada avión habrá… ¿Cuánto, treinta metros?

—Un Tiger Moth necesita cuarenta y siete metros con setenta centímetros de cable del calibre mil.

Eso es lo que necesito yo, pensó Harald con una creciente excitación. Pero una vez más no se atrevió a pedirlo, por miedo a delatarse ante alguien que no compartiera sus opiniones. Miró en torno a él. Había imaginado vagamente que los componentes de un avión se encontrarían esparcidos a su alrededor esperando ser recogidos por cualquiera que pasara.

—¿Y dónde lo guardan todo?

—En los almacenes, naturalmente. Esto es el ejército. Todo tiene que estar en su sitio.

Harald soltó un gruñido de exasperación. Si pudiera haber visto un buen trozo de cable para cogerlo como si tal cosa… Pero desear soluciones fáciles no servía de nada.

—¿Dónde está el almacén?

—En el edificio siguiente. —El mecánico frunció el ceño—. ¿A qué vienen todas esas preguntas?

—Mera curiosidad. —Harald supuso que ya había llegado lo bastante lejos con aquel hombre, y que ahora debería irse antes de despertar serias sospechas. Agitó la mano en una vaga despedida y dio media vuelta—. Ha sido un placer hablar con usted.

Fue al edificio siguiente y entró en él. Un sargento estaba sentado detrás de un mostrador, fumando y leyendo un periódico. Harald vio una foto de soldados rusos rindiéndose, y el titular: STALIN ASUME EL CONTROL DEL MINISTERIO DE DEFENSA SOVIÉTICO.

Estudió las hileras de estantes de acero que se prolongaban al otro lado del mostrador. Se sentía como un niño en una tienda de caramelos. Allí estaba todo lo que quería, desde lavadoras hasta motores enteros. Podía construir un avión entero a partir de aquellas piezas.

Y había toda una sección asignada a kilómetros de cable de distintas clases, todas ellas pulcramente enrolladas en cilindros de madera como rollos de algodón.

Harald estaba encantado. Había averiguado dónde se encontraba el cable. Ahora tenía que pensar en una manera de hacerse con él.

Pasados unos instantes, el sargento levantó la vista del periódico.

—¿Sí?

¿Podría ser sobornado? Una vez más, Harald vaciló. Tenía un bolsillo lleno de dinero, que le había sido entregado por Karen precisamente con aquel propósito. Pero no sabía cómo expresar una oferta. Incluso un encargado de almacén corrupto podía sentirse ofendido si se le proponía directamente que aceptara dinero. Harald deseó haber pensado un poco más en aquella manera de resolver su problema. Pero tenía que hacerlo.

—¿Podría preguntarle una cosa? —dijo—. Verá, todos esos recambios y piezas de repuesto… ¿Hay alguna manera de que alguien, un civil quiero decir, pueda comprar, o…?

—No —dijo el sargento abruptamente.

—Aunque el precio no fuese, ya sabe, un factor a tomar en consideración…

—Absolutamente no.

Harald no sabía qué más decir.

—Si le he ofendido…

—Olvídalo.

Al menos el hombre no había llamado a la policía. Harald dio media vuelta y se fue.

Cuando salía, se fijó en que la puerta tenía tres cerraduras y estaba hecha de una madera muy sólida. Entrar por la fuerza en aquel almacén no iba a resultar nada fácil. Harald quizá no fuese el primer civil que se percataba de cuán pocos componentes podían llegar a encontrarse en los almacenes militares.

Sintiéndose derrotado, fue a los alojamientos de los oficiales y localizó la habitación de Arne. Tal como había prometido Renthe, una maleta y una bolsa de viaje estaban depositadas a los pies de la cama. Por lo demás, la habitación se hallaba totalmente vacía.

Harald encontró un poco patético que la vida de su hermano pudiera ser metida en aquel parco equipaje y que después de que se hubiera hecho aquello, su habitación ya no mostrara ninguna huella de su existencia. Pensarlo hizo que las lágrimas volvieran a acudir a sus ojos. Pero lo importante era lo que un hombre dejaba en las mentes de los demás, se dijo. Arne viviría por siempre en el recuerdo de Harald: enseñándolo a silbar, haciendo reír como una colegiala a su madre, peinándose sus relucientes cabellos delante de un espejo. Pensó en la última vez que había visto a su hermano, sentado en el suelo de baldosas de la iglesia abandonada de Kirstenslot, cansado y asustado pero resuelto a cumplir su misión. Y, una vez más, vio que la única manera de honrar la memoria de Arne era terminar el trabajo que él había empezado.

Un cabo asomó la cabeza por el hueco de la puerta y dijo:

—¿Eres pariente de Arne Olufsen?

—Soy su hermano. Me llamo Harald.

—Yo soy Benedikt Vessell. Llámame Ben. —El cabo tendría unos treinta y tantos años, y una afable sonrisa que mostraba dientes manchados por el tabaco—. Esperaba poder encontrarme con alguien de la familia. —Rebuscó dentro de su bolsillo y sacó un poco de dinero—. Le debo cuarenta coronas a Arne.

—¿De qué?

El cabo lo miró taimadamente.

—Bueno, no digas ni una palabra de esto, pero tengo un pequeño negocio privado con las apuestas en las carreras de caballos, y Arne eligió a un ganador.

Harald aceptó el dinero, no sabiendo qué otra cosa podía hacer.

—Gracias.

—Entonces todo queda arreglado, ¿verdad?

Harald realmente no entendió la pregunta.

—Claro.

—Bien —dijo Ben, adoptando una expresión furtiva.

Entonces a Harald se le ocurrió pensar que la suma adeudada podía haber excedido las cuarenta coronas. Pero no iba a discutir.

—Se lo daré a mi madre —dijo.

—Mi más sincero pésame, muchacho. Tu hermano era un buen tipo.

Estaba claro que el cabo no era de los que siguen las reglas. Parecía la clase de hombre que murmura «No digas ni una palabra» con bastante frecuencia. Su edad sugería que era un soldado de carrera, pero su grado era bastante bajo. Tal vez invirtiese todas sus energías en las actividades ilegales. Probablemente vendía libros pornográficos y cigarrillos robados. Quizá pudiese resolver el problema de Harald.

—¿Puedo preguntarte una cosa, Ben?

—Lo que tú quieras —dijo Ben, sacando una bolsita de tabaco de su bolsillo y empezando a liarse un cigarrillo.

—Si un hombre quisiera, por propósitos privados, hacerse con quince metros de cable de control para un Tiger Moth, ¿sabes de alguna manera en que pudiera conseguirlos?

Ben lo miró con los ojos entornados.

—No —replicó.

—Digamos que la persona tuviera un par de centenares de coronas para pagar ese cable.

Ben encendió su cigarrillo.

—Esto tiene que ver con el asunto por el que arrestaron a Arne, ¿verdad?

—Sí.

Ben sacudió la cabeza.

—No, muchacho, no puede hacerse. Lo siento.

—No te preocupes —dijo Harald en un tono muy jovial, aunque se sentía amargamente decepcionado—. ¿Dónde puedo encontrar a Hendrik Janz?

—Dos puertas más abajo. Si no está en su habitación, prueba en la cantina.

Harald encontró a Hendrik sentado detrás de un pequeño escritorio, estudiando un libro sobre meteorología. Los pilotos tenían que entender el tiempo, para saber cuándo era seguro volar y si se aproximaba una tormenta.

—Soy Harald Olufsen.

Hendrik le estrechó la mano.

—Lo de Arne fue una auténtica desgracia.

—Gracias por haber recogido sus cosas.

—Me alegré de poder hacer algo.

¿Aprobaba Hendrik lo que había hecho Arne? Harald necesitaba obtener alguna clase de indicación antes de decidirse a arriesgar el cuello.

—Arne hizo lo que creía era mejor para su país —dijo.

Hendrik enseguida se puso en guardia.

—Yo no sé nada de eso —dijo—. Para mí era un buen amigo y un colega en el que podías confiar.

Harald quedó consternado. Era evidente que Hendrik no iba a ayudarlo a robar el cable. ¿Qué iba a hacer?

—Otra vez gracias —dijo—. Adiós.

Regresó a la habitación de Arne y cogió la maleta y la bolsa de viaje. No sabía qué más podía hacer. No podía irse de allí sin el cable que necesitaba, pero ¿cómo podía cogerlo? Ya lo había intentado todo.

Quizá había algún otro sitio en el que podía conseguir cable, pero no se le ocurría dónde. Y además se le estaba acabando el tiempo. Faltaban seis días para que fuese luna llena, lo cual quería decir que ya solo disponía de cuatro días más para trabajar en el avión.

Salió del edificio y echó a andar hacia la puerta, cargado con el equipaje. Iba a volver a Kirstenslot, pero ¿con qué propósito? Sin el cable, el Hornet Moth no volaría. Harald se preguntó cómo iba a explicarle a Karen que había fracasado.

Estaba pasando por delante del edificio de los almacenes cuando oyó que alguien pronunciaba su nombre.

—¡Harald!

Había un camión estacionado al lado del almacén y Ben esperaba junto a él, medio escondido por el vehículo y haciéndole señas de que se acercara. Harald se apresuró a ir hacia allí.

—Toma —dijo Ben, y le tendió un grueso rollo de cable de acero—. Quince metros, y un poquito más.

Harald se estremeció de emoción.

—¡Gracias!

—Cógelo, por el amor de Dios, que pesa mucho.

Harald cogió el cable y se volvió para irse.

—¡No, no! —dijo Ben—. ¡No puedes pasar por la puerta con eso en la mano, por el amor de Cristo! Mételo dentro de la maleta.

Harald abrió la maleta de Arne. Estaba llena.

—Dame ese uniforme, deprisa —dijo Ben.

Harald sacó de la maleta el uniforme de Arne y lo sustituyó por el cable.

Ben cogió el uniforme.

—Me libraré de esto, no te preocupes. ¡Y ahora vete de aquí!

Harald cerró la maleta y se metió la mano en el bolsillo.

—Te prometí doscientas coronas…

—Quédate con el dinero —dijo Ben—. Y buena suerte, hijo.

—¡Gracias!

—¡Y ahora piérdete! No quiero volver a verte nunca más.

—Claro —dijo Harald, y se apresuró a irse.

A la mañana siguiente, Harald estaba esperando enfrente del castillo bajo la claridad grisácea del alba. Eran las tres y media. De su mano colgaba una lata de dieciocho litros, vacía y limpia. No había ninguna manera legítima de obtener combustible, así que Harald iba a robárselo a los alemanes.

Ya disponía de todas las otras cosas que necesitaba. El Hornet Moth solo requeriría unas cuantas horas más de trabajo antes de que estuviese listo para despegar. Pero su depósito de combustible se hallaba vacío.

La puerta de la cocina se abrió sin hacer ningún ruido y Karen salió por ella. Iba acompañada de Thor, el viejo setter rojo que hacía sonreír a Harald debido a lo mucho que se parecía al señor Duchwitz. Karen se detuvo en el escalón y miró cautelosamente en torno a ella, como hace un gato cuando hay desconocidos en la casa. Llevaba un grueso suéter verde que ocultaba su figura, y los viejos pantalones de pana marrón que Harald llamaba sus pantalones de jardinería. Pero tenía un aspecto maravilloso. Me llamó querido, se dijo Harald, acariciando aquel recuerdo. Me llamó querido.

Karen le sonrió con una alegre sonrisa que dejó deslumbrado a Harald.

—¡Buenos días!

Su voz pareció sonar peligrosamente alta. Harald se llevó un dedo a los labios para pedirle que no hablara, pensando que sería más prudente que guardaran silencio. No había nada que discutir: la noche anterior habían trazado su plan sentados en el suelo de la iglesia abandonada mientras comían pastel de chocolate sacado de la despensa de Kirstenslot.

Harald encabezó la marcha por el interior del bosque. Protegidos por la espesura, recorrieron la mitad de la longitud del parque. Cuando estuvieron a la altura de las tiendas de los soldados, atisbaron cautelosamente por entre los arbustos. Tal como había esperado Harald, vieron a un solo hombre montando guardia, inmóvil ante la tienda que servía como cantina mientras bostezaba. A aquellas horas, todos los demás estaban durmiendo. Harald se sintió muy aliviado al ver satisfechas sus expectativas.

El suministro de combustible de la compañía veterinaria provenía de un pequeño camión cisterna que se hallaba estacionado a unos cien metros de las tiendas, sin duda como una medida de seguridad. La separación ayudaría a Harald, aunque él habría deseado que fuera más grande. Ya había observado que el camión cisterna contaba con una bomba de mano, y que no había ningún mecanismo de cierre.

El camión se encontraba aparcado junto al camino que conducía a la puerta del castillo, para que los vehículos pudieran ir hacia él rodando por una superficie dura. La manguera estaba en el lado del conductor, para que fuese más cómodo repostar. Como consecuencia de ello, la mole del camión impedía que quienquiera que lo utilizase pudiera ser visto desde el campamento.

Todo estaba tal como esperaban, pero Harald titubeó. Robar gasolina delante de las narices de los soldados parecía una locura. Pero pensar demasiado era peligroso, porque el miedo podía llegar a paralizarte. El antídoto contra eso era la acción. Harald salió de la espesura sin pensárselo dos veces, dejando atrás a Karen y el perro, y anduvo rápidamente sobre la hierba húmeda yendo hacia el camión cisterna.

Descolgó la manguera de su gancho y la metió dentro de la lata, y luego extendió la mano hacia la palanca de la bomba. Cuando la hizo bajar, un gorgoteo resonó dentro de la cisterna y fue seguido por el sonido de la gasolina cayendo dentro de la lata. El bombeo parecía estar haciendo mucho ruido, pero quizá no el suficiente para que fuese oído por el centinela que se encontraba a cien metros de distancia.

Harald miró nerviosamente a Karen. Tal como habían acordado, ella estaba vigilando desde la pantalla de vegetación, lista para alertar a Harald si se aproximaba alguien.

La lata se llenó rápidamente. Harald enroscó el tapón y la levantó. Pesaba mucho. Volvió a colgar la manguera de su gancho y luego se apresuró a regresar a los árboles. Una vez que estuvo a cubierto, se detuvo para dirigir una sonrisa triunfal a Karen. Había robado dieciocho litros de petróleo y había logrado huir con ellos. ¡El plan estaba funcionando!

Dejando a Karen allí, Harald cogió un atajo por el bosque para ir al monasterio. Ya había dejado abierta la gran puerta de la iglesia para poder entrar y salir por ella. Pasar la pesada lata por el ventanal habría sido demasiado complicado y hubiese requerido demasiado tiempo. Harald entró en la iglesia y dejó la lata en el suelo con un suspiro de alivio. Luego abrió el panel de acceso y quitó el tapón del depósito de combustible del Hornet Moth. Estuvo luchando torpemente con él durante unos momentos porque tenía los dedos entumecidos de haber cargado con la pesada lata, pero finalmente consiguió abrirlo. Vació la lata dentro del depósito del avión, volvió a poner en su sitio los dos tapones para reducir al mínimo el olor del combustible, y salió de la iglesia.

Mientras estaba llenando la lata por segunda vez, el centinela decidió efectuar una patrulla.

Harald no podía verlo venir, pero supo que algo iba mal en cuanto Karen silbó. Levantó los ojos para verla salir del bosque seguida por Thor. Harald soltó la palanca de la bomba y se puso de rodillas para mirar por debajo del camión cisterna y a través del césped, y vio aproximarse las botas del soldado.

Ya habían previsto aquel problema y estaban preparados para hacerle frente. Todavía de rodillas, Harald vio cómo Karen echaba a andar por la hierba. Se encontró con el centinela mientras este todavía estaba a unos, cincuenta metros del camión cisterna. El perro olisqueó amistosamente la ingle del hombre. Karen sacó sus cigarrillos. ¿Se mostraría simpático el centinela, y fumaría un cigarrillo con una chica muy guapa? ¿O sería un fanático de la rutina, y le pediría a Karen que pasease a su perro por algún otro sitio mientras él continuaba con su patrulla? Harald contuvo la respiración. El centinela cogió un cigarrillo, y los dos encendieron sus pitillos.

El soldado era un hombre bajito de piel cetrina. Harald no podía oír sus palabras, pero sabía lo que estaba diciendo Karen: no podía dormir, se sentía sola, quería alguien con quien hablar. Mientras discutían aquel plan la noche anterior, Karen le había preguntado a Harald si no creía que el centinela podía sospechar. Harald le había asegurado que la víctima estaría demasiado encantada de poder flirtear con ella para dudar de sus motivos. En realidad no se sentía tan seguro como había pretendido, pero para su alivio el centinela estaba cumpliendo con sus predicciones.

Vio cómo Karen señalaba un tocón y luego llevaba al soldado hacia él. Luego se sentó, colocándose de tal manera que el centinela le daría la espalda al camión cisterna si quería sentarse junto a ella. Harald sabía que ahora Karen estaría diciendo que los chicos de por allí eran muy aburridos, y que a ella le gustaba hablar con hombres que hubieran viajado un poco y visto algo de mundo, porque le parecían más maduros. Karen palmeó suavemente la superficie del tocón para animar al soldado a que se sentara junto a ella. Como era de esperar, el soldado se sentó.

Harald reanudó el bombeo.

Llenó la lata y se apresuró a volver al bosque. ¡Dieciocho litros!

Cuando regresó, Karen y el centinela continuaban en las mismas posiciones. Mientras volvía a llenar la lata, Harald calculó cuánto tiempo necesitaba. Llenar la lata requería cosa de un minuto, el trayecto hasta la iglesia unos dos, echar el combustible dentro del depósito del Hornet Moth otro minuto, y el trayecto de vuelta otros dos. Seis minutos para cada viaje daban un total de cincuenta y cuatro minutos para nueve latas. Dando por sentado que iría cansándose hacia el final, podía calcular un total de una hora.

¿Se podía mantener charlando al centinela durante tanto tiempo? Aquel hombre no tenía nada más que hacer. Los soldados se levantaban a las cinco y media, y empezaban a cumplir con sus obligaciones a las seis. Suponiendo que los británicos no invadieran Dinamarca durante la próxima hora, el centinela no tenía ninguna razón para dejar de hablar con una chica bonita. Pero era un soldado, sometido a la disciplina militar, y podía parecerle que tenía el deber de patrullar.

Lo único que podía hacer Harald era esperar que las cosas fueran lo mejor posible, y darse prisa.

Llevó la tercera lata a la iglesia. Ya van cincuenta y cuatro litros, pensó con optimismo, más de trescientos veinte kilómetros…, una tercera parte de la distancia a Inglaterra.

Siguió con sus viajes. Según el manual que había encontrado en la cabina, el DH87B Hornet Moth debería poder volar un poco más de mil kilómetros con un depósito lleno. Esa cifra presuponía que no hubiese viento. La distancia hasta la costa inglesa, en la medida en que podía calcularla Harald basándose en el atlas, era de unos novecientos sesenta kilómetros. Aquello quería decir que el margen de seguridad distaba mucho de ser suficiente. Un viento de cara reduciría la velocidad y haría que terminaran cayendo al mar. Harald decidió que llevaría una lata de gasolina llena dentro de la cabina. Eso añadiría unos ciento diez kilómetros al radio de vuelo del Hornet Moth, siempre suponiendo que se le ocurriese alguna manera de llenar el tanque al máximo estando en el aire.

Harald bombeaba con la mano derecha y llevaba la lata con la izquierda, y en cuanto hubo vaciado la cuarta lata dentro del depósito del avión ya tenía doloridos ambos brazos. Cuando volvió a por la quinta lata, vio que el centinela estaba de pie, como preparándose para irse, pero Karen todavía lo mantenía hablando. Entonces rió de algo que había dicho el hombre, y le dio una juguetona palmada en el hombro. Era un gesto de coquetería que no resultaba nada propio de ella, pero aun así Harald sintió una punzada de celos. Karen nunca le había palmeado juguetonamente el hombro.

Pero lo había llamado querido.

Harald llevó a la iglesia la quinta y la sexta lata, y sintió que ya había recorrido dos terceras partes de la distancia hasta la costa inglesa.

Cada vez que se sentía asustado, pensaba en su hermano. Descubrió que le costaba mucho aceptar que Arne estuviera muerto. No paraba de pensar en si su hermano aprobaría lo que estaba haciendo, lo que diría cuando Harald le contara algún aspecto de sus planes, cómo se mostraría escéptico o divertido o impresionado. En ese sentido, Arne seguía formando parte de la vida de Harald.

Harald no creía en el fundamentalismo obstinadamente irracional de su padre. Todo aquel hablar del cielo y el infierno le parecía mera superstición. Pero ahora veía que en cierta manera los muertos vivían dentro de las mentes de aquellos que los habían querido, y que eso era una especie de otra vida. Cada vez que su resolución empezaba a flaquear, se acordaba de que Arne lo había dado todo por aquella misión, y entonces sentía un súbito impulso de lealtad que le confería nuevas fuerzas a pesar de que el hermano al cual le debía aquella lealtad ya no existiera.

Harald estaba regresando a la iglesia con la séptima lata cuando fue visto.

Mientras iba hacia la puerta, un soldado vestido con ropa interior salió de los claustros. Harald se quedó paralizado, con la lata de petróleo que llevaba en la mano, tan incriminatoria como un arma que todavía estuviera caliente después de haber sido disparada. El soldado, medio dormido, fue hasta un arbusto y empezó a orinar y bostezar al mismo tiempo. Harald vio que era Leo, el joven que se había mostrado tan entrometidamente amistoso con él hacía tres días.

Leo se dio cuenta de que lo estaban mirando, se sobresaltó al encontrarse observado y puso cara de culpabilidad.

—Lo siento —farfulló.

Harald supuso que iba contra las reglas orinar en los arbustos. Habían cavado una letrina detrás del monasterio, pero quedaba bastante lejos y Leo estaba siendo perezoso. Harald trató de sonreír tranquilizadoramente.

—No te preocupes —dijo en alemán. Pero pudo oír el temblor del miedo en su propia voz.

Leo no pareció percibirlo. Poniéndose bien la ropa, frunció el ceño.

—¿Qué hay en la lata?

—Agua, para mi motocicleta.

—Oh. —Leo bostezó, y luego señaló el arbusto con un pulgar—. Se supone que no debemos…

—Olvídalo.

Leo asintió y se fue trastabillando.

Harald entró en la iglesia. Se detuvo un instante, cerrando los ojos mientras esperaba a que se disipara la tensión que se había adueñado de él. Luego echó el combustible dentro del depósito del Hornet Moth.

Cuando se aproximaba al camión cisterna por octava vez, vio que su plan estaba empezando a desmoronarse. Karen se alejaba del tocón, dirigiéndose nuevamente hacia el bosque. Se despidió del soldado con un afable gesto de la mano, así que debían de haberse separado en buenos términos, pero Harald supuso que el hombre tenía algún deber que estaba obligado a cumplir. Aun así, se estaba alejando del camión cisterna para ir hacia la tienda que servía como cantina, por lo que a Harald le pareció que podía seguir adelante con lo suyo, y volvió a llenar la lata.

Mientras la llevaba al bosque, Karen se reunió con él y murmuró:

—Tiene que encender la estufa de la cocina.

Harald asintió y apretó el paso. Vació la octava lata dentro del depósito del avión y regresó para la novena. El centinela no era visible por parte alguna, y Karen le hizo el signo del pulgar hacia arriba para indicarle que podía seguir adelante. Harald llenó la lata por novena vez y regresó a la iglesia. Tal como había calculado, aquello llevó el nivel del combustible al borde del tapón, con un poco que sobró y se derramó fuera. Pero Harald necesitaba una lata extra para llevarla dentro de la cabina. Regresó por última vez.

Karen lo detuvo en el límite del bosque y señaló hacia adelante. El centinela se había detenido junto al camión cisterna del combustible. Harald vio con horror que, en su prisa, se había olvidado de devolver la manguera a su gancho, y el conducto del combustible colgaba descuidadamente. El soldado miró a uno y otro lado del parque con un fruncimiento de perplejidad en el ceño, y luego devolvió la manguera al sitio en el que debía estar. Después se quedó allí durante un rato. Sacó cigarrillos, se puso uno en la boca, abrió una caja de fósforos; y luego se alejó del camión cisterna antes de encender su fósforo.

—¿Todavía no tienes suficiente gasolina? —le susurró Karen a Harald.

—Necesito una lata más.

El centinela se estaba alejando con la espalda dirigida hacia el camión cisterna, fumando, y Harald decidió correr el riesgo. Cruzó rápidamente la extensión de hierba. Para su consternación, descubrió que el camión cisterna no lo ocultaba del todo desde el ángulo de visión del soldado. Aun así metió el extremo de la manguera en la lata y empezó a bombear, sabiendo que sería visto si al hombre se le ocurría volverse. Llenó la lata, volvió a poner la manguera en su sitio, enroscó el tapón de la lata y empezó a alejarse.

Ya casi había llegado al bosque cuando oyó un grito.

Harald fingió estar sordo y siguió andando sin volverse o apretar el paso.

El centinela volvió a gritar, y Harald oyó un ruido de botas que corrían.

Entró en la arboleda. Karen apareció ante él.

—¡Escóndete donde no puedan verte! —susurró—. Yo lo alejaré de aquí.

Harald se apresuró a esconderse entre unos matorrales. Tumbándose bocabajo en el suelo, se arrastró por debajo de un arbusto, llevando la lata consigo. Thor intentó seguirlo, pensando que aquello era un juego. Harald le dio un cachete en el hocico y el perro se retiró, sintiéndose muy ofendido.

—¿Dónde está ese hombre? —oyó decir Harald al centinela.

—¿Te refieres a Christian? —preguntó Karen.

—¿Quién es Christian?

—Uno de los jardineros. Estás terriblemente guapo cuando te enfadas por algo, Ludie.

—Olvídate de eso. ¿Qué estaba haciendo aquí?

—Tratar árboles enfermos con lo que lleva dentro de esa lata, algo que mata a esos horribles hongos que ves crecer encima de los troncos de los árboles.

Harald pensó que aquello era una buena muestra de inventiva por parte de Karen, incluso si se le había olvidado la palabra alemana para decir fungicida.

—¿Tan temprano? —dijo Ludie escépticamente.

—Me dijo que el tratamiento siempre surte más efecto cuando hace frío.

—Lo vi alejarse del camión cisterna del combustible.

—¿Combustible? ¿Qué iba a hacer Christian con el combustible? No tiene coche. Supongo que estaba tomando por un atajo a través del césped.

—Hum. —Ludie todavía no se había quedado del todo tranquilo—. Yo no he visto que haya ningún árbol enfermo.

—Bueno, fíjate en éste. —Harald los oyó alejarse unos cuantos pasos—. ¿Ves esa especie de enorme verruga que está saliendo del árbol? Pues si Christian no le aplicase su tratamiento, eso terminaría matándolo.

—Sí, supongo que lo haría. Bueno, haz el favor de decirles a tus sirvientes que se mantengan alejados del campamento.

—Lo haré, y te pido disculpas. Estoy seguro de que Christian no pretendía causar ningún daño.

—Muy bien.

—Adiós, Ludie. Puede que te vea mañana por la mañana.

—Aquí estaré.

—Adiós.

Harald esperó unos minutos, y luego oyó decir a Karen:

—Ya no hay peligro.

Harald salió de debajo del arbusto.

—¡Estuviste brillante!

—Estoy aprendiendo a mentir tan bien que empiezo a preocuparme.

Echaron a andar hacia el monasterio…, y se llevaron otra desagradable sorpresa.

Cuando estaban a punto de salir del amparo del bosque, Harald vio a Per Hansen, el policía del pueblo y nazi local, esperando delante de la iglesia.

Soltó una maldición. ¿Qué demonios estaba haciendo Hansen allí? ¿Y a aquella hora de la madrugada?

Hansen permanecía muy inmóvil con las piernas separadas y los brazos cruzados, contemplando el campamento militar al otro lado del parque. Harald puso la mano sobre el brazo de Karen advirtiéndole de que no debían moverse, pero no reaccionó lo bastante deprisa para detener a Thor, quien percibió al instante la hostilidad que estaba sintiendo Karen. El perro salió del bosque como una exhalación, corrió hacia Hansen, se detuvo a una distancia prudencial de él y volvió a ladrar. Hansen pareció asustarse y enfadarse al mismo tiempo, y su mano fue hacia la pistolera de su cinturón.

—Yo me ocuparé de él —murmuró Karen. Sin esperar a que Harald pudiera replicar, echó a andar hacia delante y llamó al perro con un silbido—. ¡Ven aquí, Thor!

Harald dejó en el suelo su lata de gasolina, se agazapó y miró por entre las hojas.

—Debería mantener controlado a ese perro —dijo Hansen a Karen.

—¿Por qué? Vive aquí.

—Es muy agresivo.

—Ladra a los intrusos. Es su trabajo.

—Si ataca a un miembro de la fuerza policial, podrían pegarle un tiro.

—No sea ridículo —dijo Karen, y Harald no pudo evitar darse cuenta de que estaba exhibiendo toda la arrogancia de su riqueza y su posición social—. ¿Qué está haciendo, husmeando por mi jardín al romper el alba?

—Estoy aquí por un asunto oficial, señorita, así que tenga un poco más de cuidado con sus modales.

—¿Un asunto oficial? —dijo ella escépticamente. Harald supuso que estaba fingiendo incredulidad para poder sonsacarle más información a Hansen—. ¿Qué clase de asunto oficial?

—Estoy buscando a alguien llamado Harald Olufsen.

—Oh, mierda —murmuró Harald, que no se esperaba aquello.

Karen se sobresaltó un poco, pero consiguió ocultarlo.

—Nunca he oído hablar de él —dijo.

—Es un amigo de la escuela de su hermano, y la policía lo está buscando.

—Bueno, no se puede esperar de mí que conozca a todos los compañeros de escuela de mi hermano.

—Ha estado en el castillo.

—¿Oh? ¿Qué aspecto tiene?

—Varón, dieciocho años de edad, un metro ochenta y dos de estatura, cabello rubio y ojos azules, probablemente con una chaqueta escolar azul con una franja en la manga —dijo Hansen, hablando como si estuviera recitando algo que se había aprendido de memoria de un informe policial.

—Suena terriblemente atractivo, aparte de la chaqueta, pero no me acuerdo de él.

Karen estaba manteniendo su aire de despreocupado desdén, pero Harald pudo percibir tensión y preocupación en su rostro.

—Ha estado aquí dos veces como mínimo —dijo Hansen—. Yo mismo lo he visto.

—Será que no habré coincidido con él. ¿Cuál es su crimen? ¿No devolvió un libro que había cogido prestado de la biblioteca?

—No tengo ni… Verá, el caso es que no puedo hablar de ello. Quiero decir que se trata de una investigación de rutina.

Hansen obviamente no sabía cuál era el delito, pensó Harald. Tenía que estar haciendo todas aquellas preguntas porque algún otro policía, presumiblemente Peter Flemming, se lo había ordenado.

—Bueno —estaba diciendo Karen—, mi hermano ha ido a Aarhus y ahora no tenemos a nadie por aquí…, aparte de cien soldados, claro está.

—La última vez que vi a Olufsen, llevaba una motocicleta que parecía muy peligrosa.

—Oh, ese chico… —dijo Karen, fingiendo acordarse—. Le expulsaron de la escuela. Papá no le permitiría volver nunca más.

—¿No? Bueno, creo que hablaré con su padre de todas maneras.

—Todavía está durmiendo.

—Esperaré.

—Como quiera. ¡Vamos, Thor!

Karen se alejó, y Hansen se quedó en el camino.

Harald esperó. Karen fue hacia la iglesia, se volvió para asegurarse de que Hansen no la estaba mirando y luego entró por la puerta. Hansen echó a andar por el camino que subía hacia el castillo. Harald esperó que no se detuviera a hablar con Ludie, y descubriese que el centinela había visto a un hombre alto y rubio sospechosamente cerca del camión cisterna. Afortunadamente, Hansen pasó de largo por el campamento y terminó desapareciendo detrás del castillo, presumiblemente para dirigirse hacia la puerta de la cocina.

Harald fue corriendo a la iglesia y entró en ella. Dejó la última lata de petróleo encima del suelo embaldosado.

Karen cerró la gran puerta, hizo girar la llave en la cerradura y puso la barra en su sitio. Luego se volvió hacia Harald.

—Tienes que estar agotado.

Lo estaba. Le dolían los brazos, y tenía las piernas doloridas de tanto correr por el bosque cargando con un gran peso. Tan pronto como se relajó, Harald se sintió ligeramente mareado por los vapores de la gasolina. Pero también se sentía inmensamente feliz.

—¡Estuviste maravillosa! —dijo—. Flirteaste con Ludie como si fuera el soltero más apetecible de Dinamarca.

—¡Es cinco centímetros más bajo que yo!

—Y engañaste por completo a Hansen.

—Cosa que no resultó muy difícil.

Harald volvió a coger la lata y la dejó dentro de la cabina del Hornet Moth, colocándola encima de la repisa para el equipaje que había detrás de los asientos. Luego cerró la puerta y se volvió para ver a Karen inmóvil justo detrás de él, sonriendo de oreja a oreja.

—Lo hicimos —dijo ella.

—Dios mío, lo hicimos.

Karen lo rodeó con los brazos y alzó la mirada hacia él con una expresión expectante. Era casi como si quisiese que la besara. Harald pensó en preguntárselo, y luego decidió actuar de una manera más resuelta. Cerró los ojos y se inclinó hacia delante. Los labios de Karen eran cálidos y suaves. Harald hubiese podido quedarse así, inmóvil y disfrutando del contacto de los labios de ella, durante mucho tiempo, pero Karen tenía otras ideas. Primero puso fin al contacto, y después volvió a besarlo. Besó el labio superior de Harald, luego el inferior, luego su barbilla, y luego volvió a besar sus labios. La boca de Karen estaba muy ocupada jugando y explorando. Harald nunca había sido besado de aquella manera anteriormente. Abrió los ojos y se sorprendió al ver que ella lo estaba mirando con un brillo de diversión en los ojos.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó Karen.

—¿Realmente te gusto?

—Por supuesto que me gustas, idiota.

—Tú también me gustas.

—Qué bien.

Harald titubeó y luego dijo:

—De hecho, te quiero.

—Lo sé —dijo ella, y volvió a besarlo.