26

Mientras iba por el centro de Morlunde bajo la intensa luz de una mañana de verano, Hermia Mount corría más peligro del que había corrido en Copenhague. La gente de aquella pequeña población la conocía.

Hacía dos años, antes de que ella y Arne se prometieran, él la había llevado a la casa de sus padres en Sande. Hermia había acudido a la iglesia, asistido a un partido de fútbol, visitado el bar favorito de Arne, e ido de compras con la madre de este. Recordar aquel tiempo tan feliz le rompía el corazón.

Aquella mañana llevaba un sombrero y gafas de sol, pero todavía se sentía peligrosamente reconocible. Aun así, tenía que correr el riesgo.

Había pasado la noche anterior recorriendo el centro del pueblo, con la esperanza de tropezarse con Harald. Sabiendo lo mucho que le gustaba el jazz, primero había ido al club Hot, pero estaba cerrado. No lo había encontrado en ninguno de los bares y cafés donde se reunía la gente joven. Había sido una noche desperdiciada.

Aquella mañana estaba yendo a su casa.

Había estado pensando en telefonear, pero era arriesgado. Si daba su verdadero nombre, corría el peligro de que la oyeran y la traicionaran. Si daba un nombre falso, o llamaba anónimamente, podía asustar a Harald y hacerlo huir. Tenía que ir allí en persona.

Eso sería todavía más arriesgado. Morlunde era un pueblo, pero en la pequeña isla de Sande cada residente conocía a todos los demás. Hermia tenía que aferrarse a la esperanza de que los isleños pensaran que había ido allí a pasar unos días de vacaciones y que no se fijaran demasiado en ella. No tenía ninguna opción mejor. Faltaban cinco días para la luna llena.

Fue hasta el puerto, cargando con su pequeña maleta, y subió al transbordador. Al final de la pasarela esperaban un soldado alemán y un policía danés. Hermia enseñó sus papeles a nombre de Agnes Ricks. Los documentos ya habían superado tres inspecciones, pero aun así Hermia sufrió un estremecimiento de temor mientras ofrecía las falsificaciones a los dos hombres de uniforme.

El policía examinó su tarjeta de identidad.

—Está usted muy lejos de su casa, señorita Ricks.

Hermia ya había preparado la historia que utilizaría como tapadera.

—Vengo por el funeral de un pariente.

Era un buen pretexto para un largo viaje. Hermia no estaba segura de cuándo iba a tener lugar el entierro de Arne, pero no había nada de sospechoso en el hecho de que un miembro de la familia llegara con uno o dos días de antelación, especialmente teniendo en cuenta los imprevistos de los viajes en tiempos de guerra.

—Supongo que habrá venido por el funeral de los Olufsen.

—Sí. —Lágrimas abrasadoras acudieron a sus ojos—. Soy prima segunda, pero mi madre estaba muy unida a Lisbeth Olufsen.

El policía percibió su pena a pesar de las gafas de sol, y dijo amablemente:

—Mis condolencias. —Le devolvió sus documentos—. Llega con tiempo de sobras.

—¿Sí? —Aquello sugería que el funeral se celebraría hoy—. No estaba segura, porque no pude telefonear para que me lo confirmaran.

—Creo que el servicio es a las tres de esta tarde.

—Gracias.

Hermia siguió andando y se apoyó en la barandilla. Mientras el transbordador iba saliendo del puerto, contempló la isla, llana y desprovista de accidentes geográficos, y se acordó de su primera visita a Sande. Se había quedado bastante sorprendida al ver las habitaciones, frías y carentes de adornos, en las que había crecido Arne y conocer a sus adustos padres. El cómo aquella solemne familia había producido a alguien tan divertido como Arne era un auténtico misterio.

Ella también era una persona un tanto severa, o eso parecían pensar sus colegas. En ese sentido, su presencia había desempeñado un papel similar al de la madre de Arne en la vida de este. Hermia había hecho que Arne se volviera puntual y lo había convencido de que no se emborrachara, mientras que él le enseñaba a relajarse y pasarlo bien. En una ocasión Hermia le había dicho: «Hay un tiempo y un lugar para la espontaneidad», y Arne había pasado el día entero riéndose de sus palabras.

Luego había vuelto a Sande una vez más, para las fiestas navideñas. Allí se parecían más bien a la Cuaresma. La Navidad era un acontecimiento religioso, no una bacanal. Aun así Hermia había encontrado la festividad agradable a su manera silenciosa y tranquila, haciendo rompecabezas de palabras con Arne, empezando a conocer a Harald, comiendo los sencillos platos de la señora Olufsen y paseando por la fría playa envuelta en un abrigo de piel, cogida de la mano de su amante.

Nunca había imaginado que regresaría allí para su funeral.

Anhelaba ir al servicio fúnebre, pero sabía que eso era imposible. Demasiadas personas la verían y la reconocerían. Incluso podía haber presente un detective de la policía, estudiando las caras. Después de todo, si Hermia podía adivinar que ahora la misión de Arne estaba siendo llevada a cabo por otra persona, la policía también podía llegar a la misma conclusión.

De hecho, Hermia cayó en la cuenta de que el funeral iba a retrasarla unas cuantas horas. Tendría que esperar a que hubiera terminado el servicio antes de ir a la casa. Antes habría vecinas en la cocina preparando comida, feligreses en la iglesia poniendo bien las flores, un agente de pompas fúnebres preocupándose por los horarios y decidiendo quiénes cargarían con el féretro. Sería casi tan terrible como el mismo servicio. Pero después, en cuanto quienes habían ido a dar el pésame hubieran tomado su té con smorrebrod, todos se irían, dejando que la familia más próxima se lamentara a solas.

Eso quería decir que ahora tendría que matar el tiempo, pero la cautela lo era todo. Si podía conseguir la película de manos de Harald aquella noche, luego podría tomar el primer tren a Copenhague por la mañana; partir hacia Bornholm por mar por la noche, cruzar hasta Suecia el día siguiente, y estar en Londres doce horas después, con dos días de tiempo antes de la luna llena. Valía la pena perder unas cuantas horas.

Desembarcó en el atracadero de Sande y fue andando al hotel. No podía entrar en el edificio, por miedo a encontrarse con alguien que se acordara de ella, así que fue a la playa. El tiempo no estaba para tomar baños de sol —había unas cuantas nubes, y una brisa fría llegaba del mar—, pero las casetas de rayas para bañistas al viejo estilo habían sido llevadas hasta allí sobre sus ruedas, y unas cuantas personas chapoteaban entre las olas o hacían un picnic sobre la arena. Hermia pudo encontrar una pequeña hondonada resguardada del viento entre las dunas y desaparecer de la escena vacacional.

Esperó allí mientras subía la marea y un caballo del hotel tiraba de las casetas con ruedas llevándoselas por la playa. Hermia había pasado una gran parte de las dos últimas semanas sentándose y esperando.

Vio a los padres de Arne una tercera vez, en el viaje que hacían a Copenhague cada década. Arne los había llevado a todos a los jardines del Tívoli y había mostrado su faceta más indolente y divertida, que dejó encantadas a las camareras, hizo reír a su madre, y consiguió que incluso su hosco padre recordara los días en la Jansborg Skole. Unas semanas después llegaron los nazis y Hermia abandonó el país de una manera que a ella le pareció bastante ignominiosa, en un tren cerrado junto con una multitud de diplomáticos de países hostiles a Alemania.

Y ahora había regresado en busca de un secreto letal, arriesgando su vida y las de otros.

Dejó su posición a las cuatro y media. La rectoría quedaba a unos quince kilómetros del hotel, una caminata de dos horas y media yendo a buen paso, con lo que llegaría sobre las siete. Estaba segura de que para aquel entonces todo el mundo se habría marchado y encontraría a Harald y sus padres sentados en la cocina sin abrir la boca.

La playa no se hallaba desierta. Hermia se cruzó con gente en varias ocasiones durante su largo paseo. Se mantuvo lo más alejada posible de ellos, dejando que la tomaran por una persona que no quería relacionarse, y nadie la reconoció.

Finalmente divisó los contornos de la iglesia y la rectoría. Pensar que aquel había sido el hogar de Arne la llenó de tristeza. No se veía a nadie. Cuando estuvo un poco más cerca, vio la tumba reciente en el pequeño cementerio.

Con el corazón lleno de pena, Hermia cruzó el patio de la iglesia y se detuvo junto a la tumba de su prometido. Se quitó las gafas de sol. Vio que había montones de flores: la gente siempre se sentía muy conmovida por la muerte de un hombre joven. El dolor se apoderó de ella, y empezó a temblar con violentos sollozos. Las lágrimas corrieron por su rostro. Cayó de rodillas y cogió un puñado de la tierra amontonada sobre la tumba, pensando en el cuerpo de Arne yaciendo debajo de ella. Yo dudaba de ti, pensó, pero eras el más valiente de todos nosotros.

Al cabo cesó el llanto y pudo ponerse en pie. Se secó la cara con la manga. Tenía trabajo que hacer.

Cuando se volvió, vio la alta figura y la cabeza en forma de cúpula del padre de Arne, inmóvil a unos metros de ella. Debía de haberse acercado silenciosamente, y esperado a que ella se pusiera en pie.

—Vaya, pero si es Hermia… —dijo—. Que Dios te bendiga.

—Gracias, pastor. —Quería abrazarlo, pero el pastor no era el tipo de hombre que da abrazos y por eso se limitó a estrecharle la mano.

—Llegaste demasiado tarde para el funeral.

—Eso fue intencionado. No podía permitir que me vieran.

—Más vale que entres en la casa.

Hermia lo siguió a través de la extensión de áspera hierba. La señora Olufsen estaba en la cocina, pero por una vez no se hallaba delante del fregadero. Hermia supuso que las vecinas se habrían encargado de poner un poco de orden después del velatorio y que habrían lavado los platos. La señora Olufsen estaba sentada a la mesa de la cocina con un sombrero y un vestido negro. Cuando vio a Hermia, se echó a llorar.

Hermia la abrazó, pero su compasión fue un poco distraída y distante. La persona a la que quería ver no se encontraba en la habitación. Tan pronto como pudo hacerlo decentemente, preguntó:

—Esperaba poder ver a Harald.

—No está aquí —dijo la señora Olufsen.

Hermia tuvo la horrible sensación de que aquel largo y peligroso viaje era en vano.

—¿No asistió al funeral?

La señora Olufsen sacudió la cabeza con los ojos llorosos.

Conteniendo su exasperación lo mejor que pudo, Hermia dijo:

—¿Y dónde está?

—Será mejor que te sientes —dijo el pastor.

Hermia se obligó a ser paciente. El pastor estaba acostumbrado a que lo obedecieran, y ella no llegaría a ninguna parte desafiando su voluntad.

—¿Tomarás una taza de té? —preguntó la señora Olufsen—. No es de verdad, claro.

—Sí, por favor.

—¿Y un bocadillo? Han sobrado muchos.

—No, gracias. —Hermia no había comido nada en todo el día, pero estaba demasiado tensa para comer—. ¿Dónde está Harald? —preguntó impacientemente.

—No lo sabemos —dijo el pastor.

—¿Cómo es eso?

El pastor pareció avergonzado, una expresión rara en su cara.

—Harald y yo nos dijimos cosas bastante duras. Yo estuve tan terco como él. Desde entonces, el Señor me ha recordado cuán precioso es el tiempo que un hombre pasa con sus hijos. —Una lágrima rodó por su rostro lleno de arrugas—. Harald se fue hecho una furia, negándose a decir adónde iba. Cinco días después regresó, solo por unas horas, y tuvimos algo parecido a una reconciliación. En esa ocasión le dijo a su madre que iba a alojarse en la casa de un compañero de la escuela, pero cuando telefoneamos, nos dijeron que no estaba allí.

—¿Cree que todavía está enfadado con usted?

—No —dijo el pastor—. Bueno, quizá lo esté, pero esa no es la razón por la que ha desaparecido.

—¿Qué quiere decir?

—Mi vecino, Axel Flemming, tiene un hijo que está en la policía de Copenhague.

—Me acuerdo de él —dijo Hermia—. Peter Flemming.

—Tuvo la desvergüenza de acudir al funeral —intervino la señora Olufsen, hablando en un tono lleno de amargura que no era nada propio de ella.

El pastor siguió hablando.

—Peter afirma que Arne espiaba para los británicos, y que Harald está continuando con su trabajo.

—Ah.

—No pareces sorprendida.

—No le mentiré —dijo Hermia—. Peter está en lo cierto. Le pedí a Arne que sacara fotografías de la base militar que hay en esta isla. Harald tiene la película.

—¿Cómo pudo hacer algo semejante? —exclamó la señora Olufsen—. ¡Arne está muerto a causa de eso! ¡Perdimos a nuestro hijo y tú has perdido a tu prometido! ¿Cómo pudo hacerlo?

—Lo siento —murmuró Hermia.

—Hay una guerra, Lisbeth —dijo el pastor—. Muchos hombres jóvenes han muerto combatiendo a los nazis. Hermia no tiene la culpa de lo que ocurrió.

—He de conseguir la película que Harald tiene en su poder —dijo Hermia—. Tengo que dar con él. ¿Me ayudarán?

—¡No quiero perder a mi otro hijo! —dijo la señora Olufsen—. ¡No podría soportarlo!

El pastor le cogió la mano.

—Arne estaba haciendo algo contra los nazis. Si Hermia y Harald pueden terminar el trabajo que empezó, entonces su muerte tendrá algún significado. Debemos ayudar.

La señora Olufsen asintió.

—Lo sé —dijo—. Lo sé, pero es que estoy muy asustada…

—¿Adónde dijo Harald que iba a ir? —preguntó Hermia.

—A Kirstenslot —respondió la señora Olufsen—. Es un castillo, el hogar de la familia Duchwitz. El hijo, Josef, estaba en la escuela con Harald.

—Pero ellos dicen que ahora no está allí.

La señora Olufsen volvió a asentir.

—Pero no anda muy lejos. Hablé con Karen, la hermana gemela de Josef. Está enamorada de Harald.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el pastor incrédulamente.

—Por la voz que ponía cuando hablaba de él.

—No me lo mencionaste.

—Habrías dicho que eso era algo que yo no podía notar.

El pastor sonrió con abatimiento.

—Sí, eso es lo que hubiese dicho.

—Así que usted piensa que Harald está en los alrededores de Kirstenslot, y que Karen sabe dónde se encuentra —dijo Hermia.

—Sí.

—Entonces tendré que ir allí.

El pastor sacó un reloj del bolsillo de su chaleco.

—Has perdido el último tren. Será mejor que pases la noche aquí. Mañana te llevaré al transbordador en cuanto amanezca.

La voz de Hermia se convirtió en un suspiro.

—¿Cómo puede ser tan bueno conmigo? Arne murió a causa de mí.

—El Señor da y el Señor quita —dijo el pastor—. Bendito sea el nombre del Señor.