10
—¿Muerto? —preguntó Herbert Woodie con un hilo de voz—. ¿Cómo puede estar muerto?
—Están diciendo que estrelló su Tiger Moth —replicó Hermia. Estaba furiosa y preocupada.
—Maldito imbécil —dijo Woodie sin demostrar ninguna clase de sensibilidad—. Esto podría echarlo a perder todo.
Hermia lo miró con disgusto. Le hubiese gustado poder abofetear su estúpida cara.
Estaban con Digby Hoare en el despacho de Woodie en Bletchley Park. Hermia había enviado un mensaje a Poul Kirke, dándole instrucciones de que obtuviera una descripción ocular de la instalación de radar de la isla de Sande.
—La respuesta fue enviada por Jens Toksvig, uno de los hombres que colaboraban con Poul —dijo, haciendo un esfuerzo para recuperar la calma y atenerse a los hechos—. Fue enviada a través de la legación británica de Estocolmo, como de costumbre, pero ni siquiera estaba cifrada: obviamente Jens no conoce el código. Decía que lo habían hecho pasar por un accidente, pero que de hecho Poul estaba intentando escapar de la policía y que dispararon contra su avión.
—Pobre hombre —dijo Digby.
—El mensaje llegó esta mañana —añadió Hermia—. Me disponía a venir a decírselo, señor Woodie, cuando usted me mandó llamar.
De hecho había estado llorando. Hermia no lloraba a menudo, pero se había sentido muy conmovida por la muerte de Poul, tan joven, guapo y lleno de energía. También sabía que ella era la responsable de que lo hubieran matado. Había sido ella la que le pidió que espiara por Inglaterra, y el que Poul accediera valientemente a hacerlo había conducido directamente a su muerte. Pensó en sus padres y en su primo Mads, y también lloró por ellos. Ahora lo único que quería era concluir el trabajo que había iniciado Poul, para que sus asesinos no terminaran saliéndose con la suya.
—Lo siento mucho —dijo Digby, y rodeó los hombros de Hermia con el brazo para apretárselos afectuosamente—. Ahora están muriendo muchos hombres, pero cuando se trata de alguien a quien conocías siempre te duele.
Hermia asintió. Las palabras de Digby no podían ser más sencillas y obvias, pero le agradecía que pensara así. Era un hombre muy bueno. Sintió una súbita oleada de afecto por él, y entonces se acordó de su prometido y se sintió culpable. Deseó poder volver a ver a Arne. Hablar con él y tocarlo hubiesen fortalecido el amor que sentía por Arne, y la hubiesen vuelto inmune al atractivo de Digby.
—Pero ¿en qué situación nos deja eso? —preguntó Woodie.
Hermia se apresuró a poner un poco de orden en sus pensamientos.
—Según Jens, los Vigilantes Nocturnos han decidido reducir al mínimo sus actividades, por lo menos durante un tiempo, y ver hasta dónde llega la investigación de la policía. Para responder a su pregunta, eso nos deja sin ninguna fuente de información en Dinamarca.
—Lo cual hará que parezcamos unos malditos incompetentes —dijo Woodie.
—Olvídese de eso —dijo Digby secamente—. Los nazis han encontrado un arma que puede permitirles ganar la guerra. Creíamos llevarles años de delantera con el radar, ¡y ahora nos hemos enterado de que ellos también lo tienen y de que el suyo es mejor que el nuestro! Me importa una mierda cómo vaya a quedar usted. La única pregunta que importa ahora es cómo podemos averiguar más cosas al respecto.
Woodie pareció ofenderse, pero no dijo nada.
—¿Y qué pasa con las otras fuentes de inteligencia? —preguntó Hermia.
—Estamos probando con todas, naturalmente. Y hemos descubierto una pista más: la palabra himmelbett ha aparecido en algunos desciframientos de las transmisiones de la Luftwaffe.
—¿Himmelbett? —dijo Woodie—. Eso significa cama en el cielo. ¿Qué puede querer decir?
—Es la palabra alemana para referirse a una cama de cuatro postes —le explicó Hermia.
—No tiene ningún sentido —dijo Woodie con voz malhumorada, como si ella tuviera la culpa.
—¿Algún contexto? —le preguntó Hermia a Digby.
—En realidad no. Parecería como si su radar operara en un himmelbett. No conseguimos entender qué puede significar eso.
Hermia llegó a una decisión.
—Tendré que ir a Dinamarca —dijo.
—No sea ridícula —dijo Woodie.
—No disponemos de agentes en el país, así que hay que infiltrar a alguien —dijo ella—. Yo conozco el terreno mejor que nadie en el MI6, por eso estoy al frente de la sección danesa. Y hablo el idioma igual que si hubiera nacido allí. He de ir.
—No enviamos a mujeres en misiones semejantes —dijo Woodie, rechazando la idea.
—Sí que lo hacemos —dijo Digby, volviéndose hacia Hermia—. Esta noche saldrá para Estocolmo. Yo iré con usted.
—¿Por qué dijiste eso? —le preguntó Hermia a Digby al día siguiente mientras cruzaban la sala Dorada del Stadhuset, el famoso edificio del ayuntamiento de Estocolmo.
Digby se detuvo a estudiar un mosaico de la pared.
—Sabía que el primer ministro querría que vigilara lo más de cerca posible el desarrollo de una misión tan importante.
—Ya veo.
—Y quería tener la oportunidad de tenerte toda para mí. Esto es lo más próximo a hacer un largo viaje contigo que se me ocurrió.
—Pero ya sabes que he de ponerme en contacto con mi prometido. Él es la única persona en la que puedo confiar para que nos ayude.
—Sí.
—Y en consecuencia probablemente tardaré todavía menos en verlo.
—Por mí estupendo. No puedo competir con un hombre que se encuentra atrapado en un país a centenares de kilómetros de distancia, heroicamente invisible y callado mientras te mantiene atada a su afecto mediante lazos invisibles de lealtad y culpa. Prefiero tener a un rival de carne y hueso con defectos humanos, alguien que se rasque el trasero, tenga caspa en el cuello de la camisa y pueda llegar a ponerse desagradable contigo.
—Esto no es ninguna competición —dijo ella con exasperación—. Amo a Arne. Voy a casarme con él.
—Pero todavía no estáis casados.
Hermia sacudió la cabeza como si quisiera alejarse de aquella conversación carente de relevancia. Antes había disfrutado del interés romántico que Digby mostraba por ella —aunque eso la hubiera hecho sentirse un poco culpable—, pero ahora solo representaba una distracción. Estaba allí para una cita. Ella y Digby solo estaban fingiendo ser viajeros con mucho tiempo libre.
Salieron de la sala Dorada y bajaron por la gran escalinata de mármol hasta llegar al patio adoquinado. Cruzaron una arcada de pilares de granito rosado y se encontraron en un jardín desde el que se divisaban las grises aguas del lago Malaren. Volviéndose para contemplar la torre de noventa metros de altura que se alzaba sobre el edificio de ladrillo rojo del ayuntamiento, Hermia comprobó que su sombra estaba con ellos.
Un hombre de aspecto aburrido con un traje gris y zapatos bastante gastados, apenas si se esforzaba por ocultar su presencia. Cuando Digby y Hermia se alejaron de la legación británica en una limusina Volvo con chofer que había sido modificada para que quemara carbón de leña, habían sido seguidos por dos hombres en un Mercedes 230 negro. Cuando se detuvieron delante del Stadhuset, el hombre del traje gris los había seguido al interior del edificio.
Según el enlace aéreo británico, un grupo de agentes alemanes mantenía bajo constante vigilancia a todos los ciudadanos británicos en Suecia. Era posible quitárselos de encima, pero no resultaba demasiado aconsejable hacerlo. Despistar al hombre que te seguía era considerado como una prueba de culpabilidad. Los hombres que habían logrado evadir la vigilancia, habían sido arrestados y acusados de espionaje, y los alemanes ejercían una considerable presión sobre las autoridades suecas para que los expulsaran.
Por consiguiente, Hermia tenía que escapar sin que la sombra se diera cuenta de ello.
Siguiendo un plan acordado de antemano, Hermia y Digby pasearon por el jardín y doblaron la esquina del edificio para contemplar el cenotafio de Birger Jarl, el fundador de la ciudad. El sarcófago dorado descansaba dentro de una tumba abovedada con pilares de piedra en cada esquina.
—Es como un himmelbett —dijo Hermia.
Escondida a la vista en el otro lado del cenotafio había una sueca de la misma estatura y constitución que Hermia, con cabello oscuro similar al suyo.
Hermia interrogó con la mirada a la mujer, la cual asintió resueltamente.
Hermia sufrió un súbito ramalazo de miedo. Hasta ahora no había hecho nada ilegal. Su visita a Suecia había sido tan inocente como aparentaba ser. A partir de aquel momento y por primera vez en su vida, estará moviéndose fuera de la ley.
—Deprisa —dijo la mujer en inglés.
Hermia se quitó la gabardina de verano y la boina roja que llevaba, y la otra mujer se las puso. Después Hermia sacó de su bolsillo un pañuelo de cabeza marrón oscuro y se lo ató, tapando su inconfundible cabellera y ocultando parte de su rostro.
La sueca cogió del brazo a Digby, y los dos se alejaron del cenotafio para volver a entrar en el jardín donde podrían ser vistos.
Hermia esperó unos momentos, fingiendo estudiar la elaborada barandilla de hierro forjado que rodeaba el monumento, temiendo que el hombre que los seguía sospechara y viniera a echar un vistazo. Pero no ocurrió nada.
Salió de detrás del cenotafio, medio esperando que él estuviera acechando allí, pero no había nadie cerca. Tapándose un poco más la cara con el pañuelo, dobló la esquina y entró en el jardín.
Vio a Digby y a la señuelo yendo hacia la puerta del otro extremo. La sombra los seguía. El plan estaba funcionando.
Hermia fue en la misma dirección, tras el seguidor. Tal como se había acordado, Digby y la mujer se encaminaron directamente hacia el coche, que estaba esperando en la plaza. Hermia los vio subir al Volvo y alejarse. El que los seguía fue tras ellos en el Mercedes. Digby y la mujer lo llevarían de regreso a la legación, y entonces él informaría de que los dos visitantes de Inglaterra habían pasado la tarde como un par de inocentes turistas.
Hermia quedó libre.
Cruzó el puente de Stadhusbron y se dirigió andando rápidamente hacia la plaza Gustavo Adolfo, el centro de la ciudad, impaciente por dar inicio a su labor.
Durante las últimas veinticuatro horas todo había ocurrido con una asombrosa rapidez. A Hermia solo se le habían concedido unos minutos para echar unas cuantas ropas dentro de una maleta; luego ella y Digby habían sido llevados en un coche muy veloz hasta Dundee, en Escocia, donde se registraron en un hotel unos minutos después de la medianoche. Aquella mañana al amanecer los habían llevado al aeródromo de Leuchars, en la costa del Fife, y una tripulación de la RAF que vestía los uniformes civiles de la British Overseas Airways Corporation los había llevado en un avión hasta Estocolmo, un vuelo de tres horas. Habían almorzado en la legación británica y luego habían puesto en marcha el plan que concibieron dentro del coche entre Bletchley y Dundee.
El hecho de que Suecia fuese neutral hacía que fuera posible telefonear o escribir desde allí a personas que vivían en Dinamarca. Hermia iba a tratar de llamar a su prometido, Arne. En el territorio danés, los censores escuchaban las llamadas y abrían las cartas, por lo que Hermia tendría que ser extraordinariamente cuidadosa con todo lo que decía. Tenía que organizar un engaño que le sonara inocente a quien estuviera escuchando y que sin embargo llevara a Arne a entrar en la resistencia.
Cuando creó los Vigilantes Nocturnos en 1939, Hermia había excluido deliberadamente a Arne. Eso no fue debido a sus convicciones: Arne era tan antinazi como ella, si bien de una manera menos apasionada porque pensaba que los nazis eran unos payasos estúpidos con uniformes ridículos decididos a hacer que la gente dejara de divertirse. No, el problema radicaba en su naturaleza inconsciente y despreocupada. Arne era demasiado abierto y afable para el trabajo clandestino. Hermia quizá tampoco había querido exponerlo al peligro, aunque Poul estuvo de acuerdo con ella acerca de que Arne no era un hombre apropiado para aquel trabajo. Pero ahora Hermia estaba desesperada. Arne seguía siendo tan despreocupado e inconsciente como siempre, pero ella no tenía a nadie más.
Además, en la actualidad todo el mundo veía el peligro de otra manera que cuando estalló la guerra. Miles de magníficos jóvenes ya habían dado sus vidas. Arne era militar, y se suponía que debía correr riesgos por su país.
De todas maneras, Hermia sentía que se le helaba el corazón cuando pensaba en lo que iba a pedirle que hiciera.
Entró en la Vasagatan, una calle muy concurrida, en la que había varios hoteles, la estación central y la oficina principal de correos. Allí en Suecia había locutorios especiales de teléfonos públicos. Hermia fue al de la estación.
Hubiese podido telefonear desde la legación británica, pero aquello casi inevitablemente hubiese suscitado sospechas. En el locutorio telefónico, no habría nada de insólito en el hecho de que una mujer que hablaba un sueco titubeante con acento danés entrara en una cabina.
Ella y Digby habían considerado la posibilidad de que la llamada telefónica fuera escuchada por las autoridades. En cada conversación telefónica que tenía lugar en Dinamarca, había al menos una joven alemana de uniforme escuchando. Los alemanes no podían escuchar todas las llamadas telefónicas, claro está. Sin embargo, era más probable que, prestaran atención a las llamadas internacionales y a las dirigidas a las bases militares, por lo que había una fuerte posibilidad de que la conversación que Hermia mantuviese con Arne fuese controlada. Tendría que comunicarse mediante indirectas y palabras de doble sentido. Pero eso debería ser posible. Ella y Arne habían sido amantes, por lo que Hermia debería ser capaz de hacerle entender lo que quería sin necesidad de mostrarse demasiado explícita.
La estación había sido construida imitando a un castillo francés. El gran vestíbulo de la entrada tenía arañas de cristal y el techo encofrado. Hermia localizó el locutorio y se puso en la cola.
Cuando llegó al mostrador, le dijo a la empleada que quería hacer una llamada de persona a persona a Arne Olufsen, y dio el número de la escuela de vuelo. Esperó impacientemente, llena de aprensión, mientras la operadora trataba de comunicar con Arne. Hermia ni siquiera sabía si su prometido se encontraba en Vodal. Podía estar volando, o lejos de la base durante la tarde, o de permiso. Podía haber sido transferido a otra base o haber dejado el ejército.
Pero ella intentaría seguirle la pista, dondequiera que estuviese. Podía hablar con su superior y preguntar adónde había ido, podía telefonear a sus padres en Sande, y tenía los números de algunos de sus amigos en Copenhague. Disponía de toda la tarde, y de montones de dinero para las llamadas telefónicas.
Sería extraño hablar con él después de más de un año. Hermia estaba emocionada, pero también nerviosa. La misión era lo importante, pero no podía evitar preocuparse cuando pensaba en cuáles serían los sentimientos de Arne acerca de ella. Quizá ya no la quería. ¿Y si se mostraba frío con ella? Eso rompería el corazón a Hermia. Arne podía haber conocido a otra mujer. Después de todo, ella había disfrutado de un pequeño flirteo con Digby. ¿Hasta qué punto le resultaría más fácil a un hombre encontrarse con que su corazón había cambiado de parecer?
Recordó cómo había esquiado con Arne, bajando rápidamente por una soleada ladera con los dos inclinándose primero hacia un lado y luego hacia el otro en un ritmo perfecto, transpirando en aquel aire helado y riendo por la pura alegría de estar vivos. ¿Volverían aquellos días alguna vez?
La llamaron a una cabina.
Hermia descolgó el auricular y dijo:
—¿Oiga?
—¿Quién es? —preguntó Arne.
Hermia se había olvidado de su voz. Era suave y cálida, y sonaba como si pudiera echarse a reír en cualquier momento. Arne hablaba el danés de quien ha recibido una buena educación, con una dicción precisa que había aprendido en el ejército y una sombra de acento de Jutlandia que era un vestigio de su infancia.
Ya había planeado su primera frase. Hermia tenía intención de emplear los nombres cariñosos que se daban el uno al otro, con la esperanza de que aquello advertiría a Arne de la necesidad de hablar discretamente.
Pero por un instante fue incapaz de hablar.
—¿Oiga? —dijo él—. ¿Hay alguien ahí?
Hermia tragó saliva y encontró su voz.
—Hola, Cepillo de Dientes, aquí tu Gata Negra.
Lo llamaba Cepillo de Dientes porque eso era lo que le hacía sentir su bigote cuando la besaba. El apodo de ella provenía del color de sus cabellos.
Esta vez le tocó el turno a él de enmudecer. Hubo un silencio.
—¿Cómo estás? —preguntó Hermia.
—Bien, bien —dijo Arne pasados unos instantes—. Dios mío, ¿realmente eres tú?
—Sí.
—¿Te encuentras bien?
—Sí. —De pronto Hermia se sintió incapaz de seguir hablando de tonterías, y le preguntó abruptamente—: ¿Todavía me quieres?
Él no respondió inmediatamente y eso hizo que Hermia pensara que sus sentimientos habían cambiado. Arne no se lo diría directamente, pensó; encontraría alguna excusa, y diría que necesitaban volver a repensar su relación después de todo aquel tiempo, pero ella sabría…
—Te quiero —dijo él.
—¿De veras me quieres?
—Más que nunca. Te he echado terriblemente de menos.
Hermia cerró los ojos. Sintiéndose un poco mareada, se apoyó en la pared.
—No sabes cómo me alegro de que todavía estés viva —dijo él—. Estar hablando contigo hace que me sienta muy feliz.
—Yo también te quiero —dijo ella.
—¿Qué pasa? ¿Cómo estás? ¿Desde dónde llamas?
Hermia hizo un esfuerzo para dominarse.
—No estoy muy lejos.
Él se dio cuenta de la cautela con que se expresaba y respondió en un tono similar.
—De acuerdo, entiendo.
Hermia ya tenía preparada la próxima parte.
—¿Te acuerdas del castillo?
En Dinamarca había muchos castillos, pero uno era especial para ellos.
—¿Te refieres a las ruinas? ¿Cómo iba a poder olvidarlas?
—¿Podrías reunirte conmigo allí?
—¿Y cómo vas a poder llegar a…? Olvídalo. ¿Lo dices en serio?
—Sí.
—Queda muy lejos.
—Es realmente muy importante. Yo iría mucho más lejos para verte. Sólo estoy intentando pensar en cómo hacerlo. Pediría un permiso, pero si se trata de algún problema entonces me escaparé de la base y…
—No hagas eso. —Hermia no quería que la policía militar empezara a buscarlo—. ¿Cuándo tienes tu próximo día libre?
—El sábado.
La operadora entró en la línea para decirles que les quedaban diez segundos.
—Estaré allí el sábado…, espero —se apresuró a decir Hermia—. Si no puedes ir, volveré allí cada día durante todo el tiempo que pueda.
—Yo haré lo mismo.
—Ten cuidado. Te quiero.
—Y yo a ti…
La línea se cortó.
Hermia mantuvo el auricular apretado contra su oreja, como si de esa manera pudiese retener un poquito más a Arne. Entonces la operadora le preguntó si quería hacer otra llamada, y ella dijo que no y colgó.
Pagó en el mostrador y luego salió del locutorio, sintiéndose mareada de felicidad. Se detuvo en el vestíbulo de la estación, debajo del gran techo curvo, con personas que pasaban apresuradamente junto a ella en todas direcciones. Arne todavía la amaba. Dentro de dos días lo vería. Alguien chocó con ella, y Hermia salió de la multitud para entrar en un café donde se dejó caer encima de un asiento. Dos días.
El castillo en ruinas al que ambos se habían referido enigmáticamente era Hammershus, que inducía a muchos turistas a visitar la isla danesa de Bomholm, en el mar Báltico. Ella y Arne habían pasado una semana allí en 1939, fingiendo que eran marido y mujer, y un cálido anochecer de verano habían hecho el amor entre las ruinas. Arne tomaría el transbordador a Copenhague, una travesía de siete u ocho horas, o volaría desde Kastrup, con lo que tardaría una hora. La isla quedaba a unos ciento sesenta kilómetros de la península danesa, pero a solo cuarenta kilómetros de la costa sur de Suecia. Hermia tendría que encontrar alguna embarcación de pesca que la llevara ilegalmente a través de aquella corta extensión de agua.
Pero lo que volvía una y otra vez a su mente no era el peligro que iba a correr ella, sino el que correría Arne. Él iba a encontrarse secretamente con una agente del servicio secreto británico. Hermia le pediría que se convirtiera en un espía.
Si Arne era capturado, el castigo sería la muerte.