CAPÍTULO 1

Withernsea, Inglaterra.

CHRISTIAN DE ACRE SE ENCONTRABA EN EL COMEdor de la única posada del pueblo, terminando su cena en solitario pero rodeado por el bullicio que hacían los demás huéspedes mientras comían y bebían. El interior estaba sumido en la penumbra; la única luz procedía de la chimenea, donde una corpulenta y robusta mujer asaba venado y cerdo.

Llevaba allí cuatro días, esperando al Pagano y a Lochlan MacAllister para unir sus fuerzas según lo planeado.

Todos estaban tras la pista del asesino de Lysander. Se decía que iba en esa dirección, junto con sus hermanos. Si estaba en la zona, Christian lo encontraría y le haría pagar por lo que les había quitado; y se sentiría aún más satisfecho si Lochlan lograba averiguar algo acerca de su hermano perdido. De todos modos, lo que más le importaba era darle descanso al alma de Lysander. Había sido un buen hombre, y como miembro de la Hermandad, inestimable. Su asesinato les había causado a todos un enorme pesar. Los miembros de la Hermandad no habían sobrevivido al infierno para regresar a casa y ser asesinados únicamente por simple mezquindad.

Apuró su cerveza, dejó el dinero sobre la mesa y se levantó para dirigirse al cuarto donde se hospedaba. En momentos como ése casi no soportaba viajar solo. Y esa noche fue aún peor, porque Nassir y Zenobia habían dejado el grupo el día anterior para regresar a Tierra Santa. Sin embargo, vivir en soledad había sido elección suya. Además, había pasado gran parte de su infancia aislado en la celda de un monasterio donde los monjes prohibían todo tipo de charla. Usaban las manos para comunicarse, nunca la voz: el silencio y la soledad no eran novedad para Christian.

Después de su estancia con los monjes, había pasado otros seis años encarcelado por los sarracenos en una miserable celda de escasos seis metros. No tenía el menor deseo de verse encadenado de nuevo, por nada ni por nadie.

Por primera vez en su vida era libre, y tenía intención de permanecer así.

No le importaba que la soledad y el aislamiento fueran el precio de su libertad. Era algo insignificante comparado con la sangre y el sufrimiento que había tenido que soportar.

Llegó al final del pasillo y abrió la puerta, pero se detuvo al ver una figura que lo esperaba dentro de la habitación. Era de escasa estatura y llevaba una larga capa de terciopelo negro, que no permitía distinguir sexo ni origen.

- ¿Os habéis equivocado de cuarto? -preguntó, creyendo que quizás se trataba de otro viajero.

La figura se volvió al escuchar la voz de Christian.

- Depende -contestó ella. La voz era suave y sensual, y tenía un acento sutil que Christian no podía identificar-. ¿Sois Christian de Acre?

Se puso tenso al oír la pregunta. Hacía poco que había regresado de Hexham, donde abundaban los asesinos que los buscaban a él y a sus hermanos de armas.

Y algunos de esos asesinos habían sido mujeres… -¿Quién lo busca?

La mujer avanzó con osadía y tiró de la fina cadena de oro que colgaba del cuello de Christian, donde llevaba el emblema real de su madre desde que había nacido. Le dio la vuelta para ver en el anverso otro grabado del escudo de un reino que él había visitado una sola vez, cuando era niño.

- Sí -afirmó ella, soltando la cadena y dejándola caer sobre la negra túnica monacal de Christian-. Os busco a vos.

- ¿Y vos quién sois?

Las elegantes manos de la mujer surgieron de entre los pliegues oscuros de su capa para soltar el broche que la mantenía en su lugar. Antes de que Christian pudiera reaccionar, la capa se deslizó desde los hombros de la mujer hasta el suelo, con un ruido veloz y seco.

Christian sintió que se le aflojaba la mandíbula al ver que ni un retazo de tela adornaba la belleza oscura de la mujer. El cabello negro y largo caía como una cascada sobre los hombros, dejando entrever los senos, y las puntas rozaban el triángulo negro que coronaba la unión de sus muslos.

Era hermosa y su cuerpo reaccionó salvajemente ante su atrevida desnudez.

- ¿Quién soy? -preguntó-. Soy vuestra esposa y vengo a reclamar lo que es mío, al menos por esta noche.

Él dio un paso atrás de inmediato.

- Os ruego que me disculpéis. Yo no tengo esposa.

Ella lo miró fijamente con sus oscuros y conmovedores ojos de largas pestañas negras.

- Cómo desearía que eso fuese cierto, pero, desgraciadamente, milord, la tenéis, y no tengo la menor intención de alejarme de vuestro lado.

Christian cerró la boca, que todavía permanecía abierta por la sorpresa. Era obvio que aquella mujer no estaba en sus cabales. Recogió la capa del suelo y, rápidamente, cubrió su cuerpo desnudo, aunque una parte de su ser le gritaba que era un estúpido al rechazarla.

¿Cuántas veces se encontraba un hombre a una mujer como aquélla ofreciéndosele de manera tan atrevida?

Decididamente, no muchas. -Milady, vuestro pa…

- Adara -le interrumpió ella-. ¿Me recordáis ahora?

Christian abrió sus labios para negarlo, pero antes de poder hacerlo, la imagen borrosa de una muchacha atravesó su mente. Todo lo que recordaba de ella eran dos grandes ojos castaños, como los de un cervatillo, que lo estudiaban con gran curiosidad. Entonces ella era tímida y callada, y no precisamente del tipo de mujer que se hubiese desnudado ante un completo desconocido.

Pero aquellos grandes ojos castaños…

Eran tan encantadores ahora como lo habían sido entonces. O quizás más.

- Por lo que veo, así es. -Su exótica voz lo atravesó con fuerza-. Y yo también me acuerdo de vos.

Adara guardó silencio mientras el recuerdo del joven Christian la invadía. La primera vez que lo había visto, había quedado fascinada por su hermoso aspecto. En su reino, los rubios eran muy escasos. Y los rubios apuestos todavía más.

El día de la boda, él había llegado a palacio con un traje de la más fina de las sedas, que flotaba en torno a su cuerpo como una oscura nube azul. Con apenas siete años, ella lo había contemplado desde su ventana, intrigada por la belleza del niño de ocho años que iba a convertirse en su esposo.

Ahora se sentía cautivada por el hombre que se encontraba ante ella. Era alto, apuesto y musculoso, y tenía el aspecto de estar acostumbrado a dominar a quienes lo rodeaban. Era exactamente lo que ella buscaba. Un hombre que consiguiera hacer frente al usurpador de su trono para que saliera de su reino con el rabo entre las piernas.

Además aparecía ante sus ojos mucho más amable de lo que había imaginado.

Su largo cabello dorado llegaba hasta sus hombros. Tenía una corta y bien cuidada perilla que le confería un fiero aire de masculinidad. Sus ojos azules eran penetrantes e inteligentes. Poseía un semblante impresionante por su belleza viril, capaz de causar en cualquier mujer admiración y deseo.

- Sólo fuimos prometidos en matrimonio -dijo él con una voz profunda y resonante, provocándole escalofríos cada vez que hablaba.

- No, Christian, nos casamos ese día. Tengo los documentos que lo prueban.

- Mostrádmelos.

Ignorando su tono desafiante, Adara se ajustó la capa antes de dirigirse al rincón donde había dejado su escaso equipaje que contenía dos sencillos vestidos y oro suficiente para llevarla de regreso a casa. En el fondo estaba el saquito de cuero que guardaba la prueba que necesitaba.

Lo sacó y se lo entregó al incrédulo hombre que parecía invadir toda la habitación con su regia presencia. Las cosas no estaban sucediendo como ella las había planeado. Lutian le había asegurado que, en el instante en que ella se desnudara ante su esposo, él caería de rodillas, admirado, y consumaría su matrimonio de inmediato.

Pero al mirar a Christian, dudó de que hubiera algo en este mundo que pudiera obligar a un hombre con semejante orgullo a postrarse de rodillas.

Seguramente se requeriría algo más que la simple desnudez de una mujer.

Los ojos de Christian se entrecerraron mientras abría y leía aquel documento de su infancia que apenas podía recordar. Había sido un cálido día de verano poco antes de la muerte de sus padres. Adara no le había dirigido la palabra mientras el padre la conducía al salón del trono para que los dos se pudieran conocer antes de firmar el contrato matrimonial.

Ella le había mirado de reojo y después de sonrojarse había firmado el documento en el pergamino y había salido corriendo, ocultándose durante los dos días en que él había permanecido en su palacio.

Ahora, mientras leía las palabras en latín y la infantil caligrafía, su visión se oscureció peligrosamente La reina estaba en lo cierto. Aquello no era un compromiso, sino un contrato matrimonial en toda regla.

- Me engañaron -dijo molesto, aunque no fuese del todo cierto. Si hubiese estudiado latín con mayor dedicación y prestado más atención cuando era niño, habría podido leerlo y negarse a firmarlo.

Incluso de niño, debería haber sabido que no podía confiar su futuro a otra persona.

Nunca podía confiar en nadie.

En el rostro de Adara apareció una mezcla de tristeza y confusión, dándole a su semblante una sombría expresión, que no le restó ni un ápice de su belleza.

- Comprendo -musitó-. Pero eso no cambia nada. Estamos legalmente casados y necesito que regreséis conmigo para ser coronado rey.

Él movió la cabeza, negando.

- Haré que este contrato sea disuelto inmediatamente.

- No -protestó ella-. No lo haréis.

Él frunció el ceño ante su insistencia en aquella cuestión imposible.

- ¿Estáis loca, mujer? No tengo la menor intención de volver a Elgedera. Nunca.

Ella se enderezó, lanzándole una mirada de fuego mientras sus mejillas enrojecían de furia.

- Y yo no tengo la menor intención de concederos vuestra libertad mientras necesite que seáis mi esposo. Todavía soy virgen, pero si llegáis a salir de este recinto encontraré al primer hombre que esté dispuesto y juraré por lo más sagrado que vos habéis sido el único hombre que he conocido, y os arrastraré de regreso a casa, aunque sea encadenado.

Él se enfureció ante la amenaza. Su audacia no tenía límites.

- ¿Arriesgaríais vuestra alma inmortal para conservarme a vuestro lado?

- No, pero venderé mi alma al mismísimo diablo para mantener a mi pueblo libre de las ambiciosas manos de vuestro primo, y si la única forma de salvar mi reino es mediante un falso testimonio, entonces haré lo que sea necesario.

Christian sintió que le faltaba el aire mientras la miraba. Aquella mujer era verdaderamente increíble.

- Pero si ni siquiera me conocéis.

- ¿Desde cuándo los hombres sois tan puntillosos? ¿Podéis decir honestamente que nunca habéis llevado a la cama a una mujer que apenas conocíais? Yo soy vuestra esposa y nuestra unión necesita ser consumada.

Christian no quiso responder a aquella pregunta.

Entonces, la mirada de Adara recorrió su cuerpo, fijándose en el hábito de monje benedictino que vestía. Su rostro palideció.

- ¿Has hecho los votos sagrados? ¡Te lo ruego, dime que no acabo de desnudarme ante un monje! Con seguridad arderé en el fuego eterno por ello.

Estuvo a punto de decir que sí, pero no soportaba las mentiras. Había sufrido las falsedades de otros en demasiadas ocasiones durante su vida como para pagarle con la misma moneda a otra persona.

Aunque fuera a alguien que no estaba en sus cabales. -No, no lo he hecho.

La expresión y el tono de Adara se suavizaron, mientras una sonrisa asomaba juguetona en el borde de sus bien formados labios.

- Sois un buen hombre, Christian de Acre, al no mentirme.

Él la miró fijamente.

- No os equivoquéis, milady, nunca he sido un buen hombre y no tengo intención de consumar este matrimonio.

Sus palabras la atravesaron. No era aquello lo que había planeado. Ella había esperado que su esposo fuera más colaborador.

En el fondo de su alma, se sentía profundamente decepcionada porque él no la recodaba, mientras que no había transcurrido ni un sólo día desde su matrimonio en que ella hubiese dejado de pensar en él, preguntándose dónde estaría, preocupada por su bienestar. Pero nunca se lo contaría. Podía ser una lánguida y estúpida sentimental por dentro, pero por fuera debía seguir siendo la reina con una pesada carga que soportar. Puede que no tuviera mucho, pero, al menos, le quedaba su dignidad.

- Tampoco es un matrimonio lo que quiero de vos. Sólo os pido algunas semanas de vuestro tiempo para afianzar mis fronteras. Después de ello, seréis libre para vivir vuestra vida como mejor os plazca.

Él ladeó su cabeza ante aquellas impertinentes palabras.

- ¿Cómo habéis dicho?

Ella respiró profundamente antes de dirigirse a él en un tono tranquilo y uniforme, tratando de ocultar la furia, el deseo y el temor que sentía.

- No necesito un esposo para gobernar mis tierras. Estoy suficientemente capacitada para cuidar de mis súbditos. Sólo necesito vuestra presencia para apaciguar a vuestro pueblo y que vuestro usurpador no pueda seguir intimidándome.

- ¿Mi usurpador?

- Si, Basilli. ¿Lo recordáis?

Él movió la cabeza negativamente.

- No conozco a nadie llamado así.

- ¿Recordáis, al menos, a su padre, Selwyn?

Christian recordaba bastante bien los duros rasgos de aquel hombre frío e insensible, que le había dado la noticia de la muerte de sus padres cuando era un niño. Lo había tratado de una forma cruel y despectiva, diciéndole que dejara de llorar y se portara como un hombre. La vida es una tragedia, muchacho, ya puedes ir aceptándolo y acostumbrándote a ello.

En aquel entonces, Christian no podía sospechar lo premonitorias que resultarían esas palabras. -Sí, lo recuerdo.

- Entonces os interesará saber que es una serpiente que persigue no sólo vuestro trono sino también el mío. Él y su hijo deben ser detenidos a toda costa.

Christian frunció el ceño.

- Si eso es cierto, y su hijo quiere casarse con vos, ¿por qué Selwyn me ha estado escribiendo, pidiéndome que regrese para cumplir nuestro acuerdo matrimonial?

Ella soltó un chasquido burlón.

- Rogándoos que volváis a casa para mataros, milord. Como me asesinarían a mí si fuese tan estúpida como para casarme con Basilli.

- Estáis mintiendo.

Ella lo miró inquisidora.

- ¿Eso creéis? Decidme, ¿habéis pensado alguna vez lo extraño que resulta que vuestros padres murieran juntos en un incendio mientras vos estabais seguro y a salvo? ¿No se os ha ocurrido que ellos pudieron esconderos para que no corrierais su misma suerte?

Christian se esforzó para poder respirar, tratando de asimilar aquella acusación. ¿Podría haber algo de verdad en ella?

De niño, su pena había sido demasiado grande como para poder pensar en ello. Al hacerse adulto, se había esforzado al máximo por no evocar ningún recuerdo del pasado.

- Es más, ¿nunca os habéis preguntado por qué el insignificante monasterio de Acre donde estabais recluido fue atacado y destruido por ladrones, y por qué nadie de vuestra propia familia fue nunca a comprobar si aún vivíais? Sois el único heredero de un trono importante y, sin embargo, os abandonaron para que os pudrierais. ¿Por qué nadie trató de encontraros? ¿No sería acaso porque deberíais haber muerto junto a los monjes y eso fue lo que dijeron a todo el mundo?

Christian se quedó paralizado ante sus palabras. Tenía razón. Nadie había preguntado por él, ni se había preocupado por su suerte mientras había estado encarcelado. Había sido él quien había enviado una carta a su casa contando lo que le había pasado cuando fue liberado.

Mientras se recuperaba de sus heridas en un monasterio italiano, había recibido una respuesta de Selwyn rogándole que regresara. Él se había negado, dirigiéndose a Francia con otros miembros de la Hermandad. En los años transcurridos desde entonces, él y su tío habían mantenido una breve correspondencia que llegaba a unos determinados monasterios algunas veces al año.

- Selwyn ha sabido durante años que estoy vivo y a dónde me dirigía.

Y durante todos esos años, había sufrido innumerables atentados contra su vida…

Su mirada oscura y sincera lo quemó.

- Selwyn puede ir más lejos de lo que te imaginas. Es un hombre malvado que gobierna a vuestro pueblo como un tirano. A diferencia de vos, yo no voy a permitir que mis súbditos sufran sin hacer nada para ayudarlos.

Las palabras de Adara retumbaron en sus oídos, despertando su ira. Había vivido toda su edad adulta en una cruzada para ayudar a los oprimidos, y ahora aquella mujer tenía la osadía de decirle que su propio pueblo estaba sometido y que él le estaba dando la espalda.

Era ridículo.

¿O no lo era?

- ¿Cómo sé que no estáis mintiendo? -le preguntó.

- Estoy aquí, ¿no es cierto? ¿Qué otro motivo podría haberme traído, atravesando tierras hostiles, para venir a un país tan lejano?

- ¿Y cómo habéis logrado encontrarme?

- He contratado a un rastreador.

Christian se sorprendió, aunque no sabía por qué aquella afirmación le causaba tanto desconcierto después de todas las absurdas acusaciones que acababa de oír.

- ¿Un rastreador? ¿Cómo puede haberme encontrado un rastreador si no teníais ni la menor idea de quién soy o a qué me dedico? Es más, ni siquiera sabíais cómo reconocerme.

Ella dudó, mostrando una ligera incertidumbre.

- Mi consejero más joven lo contrató y el rastreador aseguró que sabía quién erais vos, y que estaríais cerca de la abadía de Withernsea en Inglaterra en esta época del año.

Adara se detuvo mientras en su interior iba creciendo un mal presentimiento. Había estado tan concentrada en encontrar a su esposo que nunca se había hecho aquellas preguntas.

De hecho, el rastreador ni siquiera le había pedido una descripción de su esposo.

Pero antes de que aquel pensamiento tomara forma, la puerta de la habitación se abrió con gran estruendo.

Adara miró detrás de Christian, viendo a cinco soldados que entraban en la estancia con sus espadas desenfundadas.