CAPÍTULO IV
Senseneb se embarcó rumbo a la isla de los templos, para participar en la ceremonia en calidad de sacerdotisa de Isis. También partieron hacia allí varios miembros de la expedición, unos por obligación y otros movidos por la curiosidad. Tito se quedó en la margen occidental, pues conocía de sobra Filé y sus monumentos, y quiso aprovechar ese tiempo para pasar revista a los equipos y abastos. Emiliano, en cambio, no perdió la ocasión de acudir a esa isla que tanta fama tenía entonces en Roma.
No pensaba asistir a la ceremonia en honor de Isis. Ya había visitado varios templos egipcios durante el viaje río arriba, rumbo a Elefantina, y había presenciado oficios. De hecho, alguna vez había acudido a los cultos que, en honor a Isis, se celebraban en la Roma imperial, donde esa diosa estaba cada vez más de moda. Y si algo había sacado en claro, era que los ritos egipcios le resultaban largos y aburridos, ya que gran parte de la liturgia estaba reservada a los sacerdotes, que oficiaban ocultos a los ojos de los profanos.
Así que lo que hizo fue dirigirse en barca a la isla, pero con la intención de recorrer sus maravillas. Lo hizo en compañía de Basílides, el geógrafo, que se había ofrecido a enseñarle Filé con mucho gusto. Aquel Basílides era alto y fuerte, de rasgos toscos, cabellera espesa, aunque con grandes entradas, y un aspecto general que era más de luchador que de erudito. Era de humor variable, a veces huraño y a veces expansivo; un hombre de vasta cultura, entendido en muchas materias y capaz de trazar con aquellas manazas suyas unas caligrafías preciosas.
La barcaza, de gran vela triangular, zarpó de los arenales de la ribera occidental para costear la isla de Senemt y entrar en el canal que hay entre esta isla y la de Filé. Mientras bogaban por el canal, entre el susurro de las aguas y el zumbido de los insectos, Basílides había ido señalando al tribuno las construcciones que habían dado a Filé el apodo de la isla de los templos. La orilla oeste de la isla estaba cubierta por la columnata occidental y, más allá de la misma, descollaba la vegetación y unos edificios ciclópeos que mezclaban elementos egipcios y griegos, cosa que no hacía sino darle a todo el conjunto un encanto muy especial, perceptible aun de lejos. Basílides iba señalando y Emiliano asentía. Hablaban en griego, debido a que el erudito, como muchos griegos alejandrinos, ignoraba adrede el latín, en tanto que el tribuno conocía el griego, ya que había tenido tutores atenienses.
Las aguas del Nilo eran allí calmas y azules, llenas de reflejos dorados del sol. La barca fue costeando a fuerza de remos y, al llegar al extremo sur, dobló para arribar al pórtico de Nectanebos, que hacía las veces de entrada de la isla. El tribuno se sentaba en la barca con la cabeza cubierta por el manto blanco, y el geógrafo se situaba un poco más a proa, disfrutando del aire y el sol, algo que resultaba bastante insólito en alguien cuyo mundo eran los pasillos penumbrosos y los papiros de la Biblioteca.
Al tocar tierra, fue Basílides el primero en saltar a los escalones de piedra y, con un gesto algo grandilocuente, invitó al tribuno a seguirle. Los griegos de Egipto se enorgullecían de aquella isla y la sentían como algo propio. Porque, aunque existían allí templos desde tiempos muy antiguos, habían sido los Ptolomeos los que, al transformar la pequeña capilla de Isis en el gran templo actual, y al añadirle después nuevos monumentos, habían convertido Filé en un centro religioso de primer orden; y no parecía que su popularidad fuese a menguar bajo el imperio romano, sino más bien todo lo contrario.
Subieron los peldaños sin prisa, el tribuno con la cabeza aún cubierta por el manto, los ojos fijos en el obelisco allí plantado, y el alejandrino ansioso de mostrarle las maravillas de la isla. Pero ya en lo alto de la escalinata, el romano se detuvo y alzó una mano, pidiendo unos momentos de silencio a su acompañante.
Ante sus ojos se abría el gran patio columnado y, como ya otras veces ante monumentos así, Emiliano no podía por menos que sentirse pequeño y efímero. El patio era inmenso, rectangular, y las construcciones titánicas que lo formaban mostraban una mezcla de elementos egipcios, griegos y romanos que las hacían aún más imponentes a ojos del visitante. A los lados estaban las columnatas y allí al fondo, gigantesco, el pórtico de dos pilonos, adornado el de la izquierda con una escena del faraón triunfante, y el de la derecha con otra del mismo faraón y el dios Horus.
Por aquel gran patio deambulaban egipcios, griegos, romanos de la expedición y bárbaros etíopes de aspecto fiero y exótico. Emiliano se quedó allí plantado, contemplándolo todo a pleno sol. Zumbaban las moscas y sobre el patio, de derecha a izquierda, pasó un ibis como una flecha. El tribuno levantó la vista y se quedó mirando un instante con el ceño fruncido.
Se dirigieron a la margen occidental, a la gran columnata construida en tiempos de los césares Augusto y Tiberio, y allí Basílides, con una actitud muy propia de un sabio, que concede más valor a un logro técnico que a la religión o la belleza, no cejó hasta que pudo mostrarle y explicarle el Nilómetro, ese artefacto que sirve para calcular la intensidad que va a tener la crecida e inundación del gran Nilo.
Luego fueron paseando por entre las columnas y, desde la sombra, el griego le fue señalando el templo de Arennsnufis, el de Imhotep, las capillas, al tiempo que le abrumaba con toda clase de datos sobre cómo, cuándo o por orden de quién fueron levantados. El romano hablaba poco y escuchaba, unas veces con interés y otras por cortesía, y a menudo asentía con la cabeza.
Así llegaron hasta la gran fachada de dos pilonos, la puerta del complejo en el que se ubicaba el templo de Isis. Más allá se veía que el recinto estaba lleno de fieles, pero Emiliano no tenía ninguna intención de entrar allí dentro. En vista de aquello, Basílides, que sí pensaba meterse hasta la parte permitida a los profanos, le recomendó que visitase el templo de Hathor, en la parte oriental de la isla.
Emiliano se despidió del geógrafo y se dirigió hacia la zona este. Se detuvo a destocarse y después se echó el manto sobre el brazo izquierdo. Debajo vestía una túnica blanca sin gran adorno y ceñía espada. Algún romano le saludó y los blemios del desierto le vieron pasar sin hostilidad, porque aquel lugar era sagrado, él les observó con idéntica curiosidad y —aunque se detuvo a admirar la puerta construida en tiempos de Ptolomeo II—, en vez de dirigirse hacia el norte y el templo de Hathor, se acercó al borde del agua, saturado ya de tanta belleza arquitectónica.
La ribera oriental era salvaje, a diferencia de la occidental, que estaba llena de monumentos. Se llegó casi hasta el margen, a mirar cómo el sol centelleaba sobre las aguas azules. Al otro lado estaba la ribera del Nilo, accidentada, llena de verdor y rocas redondeadas por el agua. Hacía mucho calor y reinaba un gran silencio. El cielo era azul con unas pocas nubes blancas, los íbices pasaban volando sobre el río, y a veces se levantaba un soplo de aire cálido que estremecía las plantas acuáticas y agitaba la túnica del tribuno.
Se quedó un buen rato allí, con el manto colgado del brazo izquierdo y los ojos puestos en el fluir del agua. Aquel paisaje era de una belleza antigua que lograba tocar incluso a un hombre como Claudio Emiliano, que se jactaba de prosaico. Pero allí, en esa ribera acunada por el rumor de las aguas azules y el murmullo de la vegetación, no pudo evitar pensar con nostalgia en la lejana Roma, así como en las circunstancias que le habían conducido, en contra de su voluntad, hasta esa frontera remota.
Otro ibis pasó volando muy rápido, una flecha negra y blanca sobre el azul, de nuevo de derecha a izquierda. Salió de su ensimismamiento y se preguntó si ese ibis y aquel otro, el del patio, no serían malos augurios. Suspiró, hizo gesto de acomodar el manto sobre el brazo y entonces fue cuando oyó a sus espaldas el rechinar de la tierra bajo unos pies cautelosos.
Cualquier somnolencia se esfumó. El tribuno se revolvió como una serpiente, echando mano a la espada. Dos egipcios desarrapados, renegridos por el sol y con pelambreras enmarañadas, se le habían acercado por detrás con largos cuchillos puntiagudos. Retrocedió al tiempo que lanzaba una voz de alarma y tiraba de acero; pero los asesinos estaban ya demasiado cerca y le saltaron encima. Pudo estorbar a uno con un floreo del manto, pero el otro le agarró por la muñeca y le impidió que desenvainase la espada, a la vez que le lanzaba una puñalada. Emiliano logró recular y hurtar el cuerpo, de forma que la punta pasó rozando las costillas y le abrió una herida larga y superficial.
Volvió a molestar al de la izquierda con el manto, y la cuchillada de éste se perdió entre los pliegues de tela. Sin dejar de lanzar grandes gritos de auxilio, soltó el pomo de su espada para retorcer el brazo y liberar la muñeca, justo a tiempo de desviar, con la palma abierta, la hoja que ya le buscaba las entrañas. Luego, de un puñetazo, le rompió la nariz al asesino de la izquierda, que se retiró un par de pasos, rugiendo y sujetándose el rostro.
Pero ya el otro atacante cargaba como un toro furioso, bramando y con la cabeza gacha. Consiguió agarrar el manto del romano y asestarle dos puñaladas en vientre y costado. El tribuno, aullando de dolor y rabia, logró sacar su propia espada y le acuchilló a ciegas. El egipcio soltó un jadeo horrible, y se derrumbó llevándose el hierro clavado en el cuerpo. La sangre roja y caliente salpicó los brazos y el torso del pretoriano.
éste retrocedió ante el cuchillo del otro asesino, mojado en sudor frío, sintiendo cómo le corría la sangre por el cuerpo y con el manto como única arma. Su enemigo, con la nariz rota y la boca llena de sangre, titubeó al ver a su compañero caído, con la espada clavada y aún estremeciéndose. Observó al romano, le enseñó los dientes en una mueca que la sangre hacía espantosa y se adelantó de nuevo, el cuchillo por delante. Se trabaron otra vez, el egipcio tirando puntazos y el tribuno defendiéndose con manto y puñetazos. Dos pinchazos más recibió Emiliano antes de poder asestar otro golpe en las narices del egipcio, que brincó hacia atrás con un grito de angustia.
Se observaron sudorosos y resollando. El tribuno con el manto en la izquierda, como si fuera la red de un reciario, la palma de la derecha sobre las heridas, la túnica blanca manchada de rojo, pálido y sintiendo cómo le ganaba la fatiga. El egipcio greñudo y casi desnudo, la cara ensangrentada, los párpados entornados y el cuchillo destellando en el puño.
Se adelantó un paso y su víctima retrocedió, agitando el manto. Luego tomó aire e iba ya a arrojarse sobre el pretoriano para coserle a puñaladas, confiado en el cansancio de éste y aun a riesgo de recibir algún puñetazo más, cuando unos gritos destemplados le hicieron detenerse.
Se retiró unos pasos mirando alarmado. Emiliano apartó a su vez los ojos de él, por un parpadeo. Valerio llegaba corriendo, acompañado de tres esclavos de túnicas pardas. El rostro delgado y de barba larga del romano mostraba consternación, pero sus esclavos acudían ceñudos y enarbolaban bastones. El asesino se revolvió y quiso hacerles frente con el cuchillo, pero los tres —hombres grandes y fuertes— la emprendieron a palos con él, sin ponerse a tiro del cuchillo. Un golpe le descalabró y otro le quebró los nudillos, de forma que el puñal cayó en el polvo.
El egipcio, molido como un perro y lleno de sangre propia, se dio la vuelta y huyó aullando hacia el norte de la isla. Los esclavos de Valerio salieron detrás de él, agitando entre gritos bárbaros los bastones, y, como los tenía a los talones, el asesino frustrado se tiró de cabeza al río. Sus perseguidores se quedaron al borde de las aguas, insultándole en sus lenguas natales y blandiendo los báculos, antes de escupir en dirección al fugitivo, que nadaba con dificultad, y volver junto al herido y su amo.
Éste último había querido sostener al primero, pero fue en vano, porque no le sostenían las piernas. El tribuno se había sentado, pálido y cubierto de sudor, y le pidió jadeando a Valerio que le ayudase a recostarse en una piedra. Mientras lo hacía, llegó a ayudarle Merythot, el sacerdote egipcio, que había estado paseando con el romano cuando oyeron los gritos de la pelea.
Fue el egipcio el que le rasgó la túnica y el primero que atendió sus heridas, con rapidez aunque sin delicadeza, de forma que el pretoriano rugió de dolor.
—¿Estás seguro de que sabes lo que haces, sacerdote? —gruñó. Porque, aunque había oído hablar mucho y bien de él, a sus ojos no era más que otro buscavidas extranjero que había logrado ganarse un puesto en la mesa de Nerón.
—Que no se diga que un tribuno de Roma no ha podido soportar un poco del dolor.
—¿Dolor? Como me desgracies, hago que te crucifiquen cabeza abajo.
—Conozco mejores formas de dar las gracias a quien te ayuda. —El egipcio, enjuto y calvo, siguió hurgando inmutable en las puñaladas—. Estate tranquilo, que aprendí con grandes maestros hace mucho tiempo, en el Delta. Además, lo único que estoy haciendo es vendarte las heridas para detener la hemorragia. Hay en esta isla sacerdotes médicos, muy hábiles, que te atenderán enseguida.
Se volvió hacia Valerio, que observaba indeciso, sobándose la gran barba de filósofo.
—Envía a alguien en busca de ayuda.
El romano hizo una señal a sus esclavos y dos de ellos salieron a escape, mientras el sacerdote vendaba las heridas. Emiliano se revolvió gruñendo, pero Merythot le contuvo.
—Quieto, tribuno, que te han dado lo tuyo.
—¿Y me lo dices a mí, que me siento desangrar? Anda, hazme un favor y sécame la frente, que se me mete el sudor en los ojos y me pican. ¿Son graves mis heridas? Dime la verdad.
—Unas más que otras, pero no me parece que te hayan tocado ninguna víscera. El único problema es la hemorragia y ya me estoy ocupando yo de cortarla.
—Así que voy a salir de ésta.
—No lo dudes, tribuno. Los dioses de la isla se han puesto de tu parte.
—Sí tú lo dices…
El egipcio, ocupado en vendar, desvió los ojos por un momento y le sonrió.
—Es de humanos fijarse en lo que se ha perdido, y no en lo que se ha conservado —repuso luego sentencioso, con los dedos manchados de rojo—. Si el señor Valerio, sus esclavos y yo no hubiéramos estado paseando por las inmediaciones, y si no hubiésemos oído los gritos y venido a ver qué pasaba, ahora estarías muerto.
—Lo sé.
Dejó caer los párpados mientras Merythot le secaba el sudor de la frente con un jirón de su propia túnica.
—Abre los ojos, tribuno —dijo con suavidad el egipcio.
El aludido obedeció y, al hacerlo, se le vino una idea a la cabeza.
—¿Cómo es que no estás en la ceremonia, en el templo, con todos los demás? —preguntó con cierta sorna, porque siempre había dudado de la autenticidad de aquel sacerdote, que bien podía ser uno de tantos impostores que pululaban por Roma.
—Porque soy un hombre chapado a la antigua —repuso sin cambiar de color el otro, con una de sus sonrisas amables y distantes—. Lo cierto es que ofende a mi dignidad de sacerdote la idea de asistir a una ceremonia ordenada por el capricho de un gobernante extranjero. Y perdona que te sea tan sincero.
—Pero si tú estás aquí enviado por Nerón.
—Una cosa no quita la otra, tribuno.
Valerio seguía de pie y a pocos pasos, acariciándose la barba castaña, mientras que el único esclavo que se había quedado con ellos se apoyaba en su largo bastón.
Las moscas zumbaban en torno al herido, atraídas por la sangre, y Merythot desgajó unas ramas de una mata, para agitarlas a modo de abanico.
—¿Dónde está mi espada? —reclamó de repente el tribuno. Volvió la cabeza y quiso señalar al asesino muerto, pero el sacerdote le contuvo con suavidad el brazo—. Ahí está. Traédmela.
El propio Valerio Félix sacó el hierro del cuerpo y quiso limpiar la hoja, pero su esclavo se la arrebató, temeroso de que se cortase los dedos con el filo.
Empezaba a llegar gente, los egipcios llevándose las manos a la cabeza, los nubios y los blemios indignados ante el sacrilegio y los romanos consternados al ver al tribuno caído y ensangrentado. Y así fue como éste, recostado contra una roca, envuelto en vendas de fortuna, ya enrojecidas, entre el calor y las moscas, pudo ver por primera vez a Senseneb sin velos.
La sacerdotisa, al conocer la noticia, había bajado sin quitarse las ropas ceremoniales, compuestas de linos muy blancos, una estola roja y un gran collar pectoral de cobre bruñido y turquesas azules. Su piel era muy negra, los ojos oscuros y brillantes y, cuando se inclinó sobre él, Claudio Emiliano supo que, en efecto, era tan hermosa como decían los soldados romanos, pese a que ninguno de ellos había visto jamás su rostro. Estaba arropada por el olor a perfumes exóticos y, más de cerca, el pretoriano pudo ver tatuajes azules en sus mejillas.
Senseneb palpó con gran delicadeza las vendas sangrientas, y más de uno creyó ver cómo las yemas de sus dedos se demoraban sobre aquel pecho de músculos marcados. Y es que el tribuno, aun allí tendido, pálido y sudado, respirando con fatiga, seguía siendo aquel joven noble, ambicioso y mundano del que decían que podía servir de modelo para una estatua.
Ella cambió unas palabras con Merythot, pero hablaban en egipcio y el herido no pudo entender nada. Le examinó de nuevo, preguntó algo y el sacerdote contestó.
—Según dice Merythot, señora, no moriré de ésta —rezongó el pretoriano—. Puedes preguntarme a mí si lo deseas, que aún no estoy delirando.
Los ojos de una y otro se encontraron. Y allí, bajo la luz ardiente de Egipto, aunque la cabeza le daba vueltas, él no pudo dejar de fijarse en el contraste que ofrecían su piel negra, los linos blancos y el rojo sangre de la estola. Ella le sonrió.
—No era mi intención molestarte, tribuno —respondió con voz melosa, ahora en griego—. Parece que, aunque tus heridas no son graves, has perdido bastante sangre. Eres fuerte, pero necesitas que te atiendan.
—Ya han ido a avisar a los sacerdotes médicos —intervino Merythot, también en griego.
Senseneb volvió a sonreír al tribuno, con la boca y con los ojos, quizá para darle aliento. Su mano de dedos ágiles se posó por unos instantes sobre su pecho, para sentir con la palma la respiración rápida y agitada. De los que estaban allí, mirando y hablando en voz baja, unos creyeron ver en ese gesto un acto de magia curativa y otros, algo bien distinto.
—Ya lo has oído: los médicos de Filé van a cuidar de ti. En mejores manos no podrías estar, créeme.
Emiliano asintió con fatiga. Ella se levantó sacudiéndose con delicadeza las ropas, para aventar el polvo pardo que pudiera haberse adherido a ellas.
—Voy a rezar a los dioses para que te restablezcas, y haré que se ofrezcan sacrificios y se lean los conjuros curativos —le observó de nuevo con ojos brillantes, al tiempo que hacía una señal a sus servidores, para que supieran que iba ya a marcharse—. Espero que pronto estés repuesto.
—Gracias. Yo también lo espero —murmuró el tribuno con los párpados entrecerrados y el rostro reluciente de sudor.
Ella le miró por última vez, antes de darle la espalda, y el pretoriano se quedó mirando cómo se marchaba. Luego volvieron las moscas y Merythot agitó de nuevo la rama verde para espantarlas. Y, entre unas cosas y otras, y con los dolores de las heridas, al poco, Claudio Emiliano dejó de pensar en ella.