CAPÍTULO III
La expedición se demoró en aquel lugar varios días; tiempo que el prefecto aprovechó para hacer revisar las naves y los equipos, y ponerlo todo a punto antes de internarse en los inmensos y, a tenor de las informaciones, temibles pantanos del sur. No hubo descanso para nadie: se estableció una rutina y, al alba, las patrullas salían a la selva, en tanto que los centuriones, los praepositi y los optios llevaban a los soldados a los pastizales, para que se ejercitasen y desentumecieran los músculos después de tantos días en barco.
Los cazadores se internaban en las frondas en busca de carne fresca, y los exploradores iban aún más lejos en misiones de reconocimiento. Unos y otros volvían con animales extraños, e historias sobre bestias aún más raras columbradas a través del follaje, así como sobre encuentros con hombres negros de los bosques, que eran a un tiempo curiosos y desconfiados. Una de las naves de exploración, enviada río arriba, regresó con noticias sobre una población muy grande, situada en la margen norte y a no mucha distancia, habitada por gentes comerciantes, y en la que vivía un griego; un extremo este último que fue confirmado por un optio pretoriano, enviado al día siguiente con una segunda nave.
El prefecto mandó entonces a Salvio Seleuco con un puñado de soldados y un par de intérpretes, con el encargo de descubrir si allí había algo que pudiera serles de utilidad, bien fueran abastos o información, o incluso guías. Al grupo se unieron Agrícola y Valerio Félix, este último con sus bártulos de amanuense.
Partieron en una de las naves ligeras, no bien el sol naciente disipó los bancos de niebla que flotaban sobre el río, y que tan peligrosa hacían la navegación fluvial a primera hora. Y en efecto, aguas arriba, llegaron a un poblado grande; tanto que Basílides lo ubicó más tarde en su mapa con el título de ciudad. Ya antes de avistarlo se cruzaron con esquifes de pescadores, tripulados por hombres bajos y recios que pescaban mediante redes. Echaban mano a los remos al verlos y se les acercaban, dando voces y riendo, sin mostrar ningún temor, bien fuese porque eran una raza valiente o porque la llegada en paz de dos embarcaciones parecidas les había dado confianza.
La ciudad, cuyo nombre tanto Basílides como Valerio consignaron como Ambanza, ocupaba un lugar soleado y salubre de la orilla norte. Estaba protegida por empalizadas y, desde el río, se veía gran número de viviendas con paredes y techos de paja. Había muchas piraguas varadas en la arena, ante la ciudad, y Seleuco mandó poner su nave al pairo, tanto para evaluar la situación como para no sobresaltar a los habitantes con una arribada súbita, no fuese que empuñasen las armas creyéndose atacados. Pero no tardó en congregarse una multitud en el arenal que les llamaba con gritos y gestos, y señalaba embelesada a la gran vela triangular.
Luego, vieron como entre el gentío se abría paso un hombre de cabellos y barba abundantes, totalmente blancos, y andares reposados. Vestía una túnica colorida y empuñaba un báculo en la diestra, y en el acto comprendieron que aquél era el griego del que les habían hablado. Sólo entonces mandó Seleuco varar en el arenal.
Les recibieron unos cuantos personajes que debían ser notables o ancianos del lugar, con gestos de amistad. Seleuco bajó el primero, mostrando las manos desnudas. Las gentes del lugar les rodearon, curiosas como niños. Les palpaban, tiraban de sus ropas, les tocaban los equipos, les miraban asombrados, sobre todo a los rubios y a los de ojos azules o verdes, y les decían cosas que ellos, claro, no lograban entender.
Los romanos les contemplaban a ellos con no menos interés. Eran un pueblo de corta estatura y gran fortaleza, de un color muy negro, y si bien los pescadores del río iban desnudos, los que salieron a recibirles vestían telas de tacto fino y colores llamativos, de forma que les parecía estar rodeados por un océano de colores. El cobre y el marfil brillaban y tintineaban en muñecas y tobillos. Por eso y por el detalle de que pocos portaban armas, Agrícola llegó a la conclusión de que eran una nación opulenta y avanzada, con leyes y autoridad suficiente para proteger a sus súbditos y permitir que éstos pudiesen circular desarmados, al menos dentro del recinto de la ciudad.
Luego llegó a ellos el griego, que dijo llamarse Hesioco y al que el sol había vuelto muy blanca la barba, a la par que le había dado un color de piel casi tan negro como el de sus anfitriones. Les recibió con sonrisa amistosa y, por lo bárbaro de su acento, coligieron que debía llevar en aquellas tierras muchos, muchos años. Luego cambió unas pocas palabras con los notables y ellos mismos abrieron paso, con gran alharaca, entre la multitud de curiosos.
Los soldados se quedaron guardando la embarcación, y Hesioco se llevó al extraordinarius, a Agrícola y a Valerio a su propia casa, dando un paseo por la ciudad y seguidos en todo momento por una estela de ociosos. Aquel griego vivía como cualquier otro habitante de Ambanza, en una casa de paredes de paja trenzada, aunque su buena posición quedaba de manifiesto por lo grande de la misma, y la amplitud de su patio, cercado por un seto y con una higuera copuda en su centro mismo. Les invitó a sentarse allí debajo, al aire libre y a la sombra, en esterillas de paja.
Sus mujeres les sirvieron algún tipo de licor local al que él, por darle un nombre o por nostalgia, llamaba vino. Estuvieron conversando largo rato, entre el calor y las moscas, a pesar de lo incómodo que resultaba para los romanos estar sentados en el suelo. Pero aquel Hesioco era buen conversador y charlaba por los codos, como hombre que tiene mucho que contar y pocas oportunidades de hacerlo.
Respondió con gusto a todas las preguntas que Valerio le hizo sobre la geografía, los habitantes, las bestias, la política de aquellas tierras. Años después, al pensar en él, Agrícola no le recordaría de otra forma que no fuese así, sentado bajo su gran higuera, una taza de licor en la mano, la barba tan blanca y la piel tan oscura, con una túnica de vistosos estampados y una cantidad increíble de arrugas que se le formaban en los pliegues de los ojos al reírse.
Les habló de pueblos prósperos y pacíficos asentados a lo largo del río, donde el comercio era intenso y las piraguas iban de poblado en poblado cargadas de mercancías. Esas gentes practicaban la metalurgia, la talla de maderas, la cerámica. Tejían telas finas a partir de fibras locales, como la palma. No conocían la escritura, pero tenían poetas que transmitían las tradiciones, así como leyes orales que castigaban el crimen y el sacrilegio, y había jefes y ancianos que juzgaban y gobernaban, y establecían alianzas con los vecinos, para mantener la paz y asegurar el comercio.
Tierra adentro, empero, la situación era bien distinta y los hombres solían ser mucho más primitivos y hostiles. Había agricultores seminómadas que quemaban porciones de bosque y las cultivaban hasta que la tierra se agotaba; entonces partían en busca de otro emplazamiento y abandonaban ese campo a la selva. Ganaderos belicosos que vivían de la carne, la leche y la guerra. Pueblos errantes que sólo conocían la caza y la recolección de frutos, y que nunca salían de la sombra de los bosques.
Luego, animado por más tazas, habló acerca de gentes más remotas y de costumbres más exóticas. Comedores de reptiles venenosos, de insectos vivos, de carroña. Pueblos antropófagos que devoraban a sus enemigos o a sus propios muertos, o incluso que cazaban hombres para comérselos.
Les dio noticia sobre los pigmeos que vivían en las profundidades de la selva, y de gigantes pastores que apacentaban sus rebaños en grandes llanuras, muy lejos. De amazonas, de hombres con cabeza de perro y otros de piel roja, de hermafroditas albinos y cíclopes de piel negra. De serpientes gigantescas que se ocultaban en las honduras del bosque, y de víboras que escupían su veneno a veinte pasos. Lagos inmensos que eran como mares de aguas dulces, montañas humeantes y océanos de arenas barridas por vientos ardientes sobre los que hablaban de oídas los viajeros.
Todo cuanto dijo lo anotó Valerio, sin cansarse en ningún momento de preguntar. De vuelta al campamento, Agrícola le comentó todo aquello a Basílides, pero el geógrafo sufría uno de esos ataques que le volvían melancólico y amargo, y se había echado a reír con desprecio.
—¡Qué típico es todo eso! A la gente le gusta repetir lo que escucha de labios del primer vagabundo que pasa por su puerta, si es que no se lo inventan directamente, para llamar la atención. Y nunca han faltado incautos que les prestan oídos y lo ponen por escrito, sin contrastar nada, de forma que lo falso y lo incierto se convierten en real.
—¿Es que no crees…? —quiso preguntar el romano. Pero el otro le cortó con dureza.
—He leído periplos y relatos de viajes. He leído cientos. A veces me parece que no he hecho otra cosa en mi vida. He sabido por ellos acerca de monstruos, maravillas y reinos fabulosos de oro y miel. Y sin embargo, aunque he visto pieles de cebra, colmillos de elefante y plumas de avestruz, jamás nadie me ha podido mostrar nunca uno de esos diamantes, grandes como calabazas, que dicen que nacen de los árboles en las islas árabes, o la cabeza de un cíclope unicornio.
—Yo mismo he visto en Sicilia como unos campesinos, al arar, desenterraban huesos de gigantes.
—¿Y qué? Ya sé que los prodigios existen. ¿Pero cómo pueden algunos aceptar sin más las palabras de vagabundos y mercaderes que, a su vez, hablan de oídas? Las mentiras, las fábulas y las exageraciones vencen a las verdades por cien a uno. No se debe registrar como algo cierto lo que no se puede comprobar —se dio la vuelta sin más, y se marchó a su tienda, sin duda para regodearse en esa extraña melancolía que le acometía de tanto en cuanto.
él mismo, empero, partió al día siguiente con rumbo a Ambanza y, según le dijeron después los tripulantes de su nave a Agrícola, estuvo reunido largo tiempo con Hesioco. Así que, sin duda, pese a la violencia con que había refutado sus historias, debía pensar que sí merecía la pena conversar con aquel exiliado, aunque sólo fuese para separar el grano de la paja. O quizás había preguntas que quería hacerle sin que nadie estuviese presente, y repuestas que deseaba guardarse para él solo. Porque, en ocasiones, Agrícola tenía la sensación de que el geógrafo era un resentido, uno de ésos que se ha amargado con la idea, real o falsa, de que no se le han reconocido sus verdaderos méritos.
Cuando Hesioco se hartó de contar maravillas a Valerio Félix, fue el turno de Seleuco y Agrícola; y no bien el griego constató que los intereses de esa pareja eran bien distintos de los de su compañero, cambió de actitud y se dejó de relatos fabulosos. Tras apurar la taza de licor, se puso en pie e invitó a sus visitantes a salir con él del patio, hasta una construcción enorme, situada cerca de su casa. Una cabaña gigantesca, de paredes de madera y paja, adornada con fetiches y custodiada por guerreros de túnicas coloridas y armados hasta los dientes.
Precisamente de eso habría de hablar, días después, Basílides con Agrícola.
—Había guardias en ese almacén —comentó el geógrafo—, lo que indica que esas gentes están lo bastante civilizadas como para conocer el robo.
—Ladrones los hay en todas partes.
—Te equivocas. El robo es algo raro entre los pueblos sin civilizar. El bandidaje y el saqueo, ejercido contra otros pueblos, no; pero el apoderarse a escondidas de un objeto que pertenece a otra persona es patrimonio, sobre todo, de los pueblos civilizados. He leído numerosas observaciones al respecto y la deducción es clara. Sólo cuando se relajan los vínculos de sangre entre los miembros de una tribu, aparece el latrocinio.
En todo caso, aquellos centinelas tenían mucho que guardar. Dentro del almacén, que disponía de troneras altas para dejar pasar la luz, se acumulaban colmillos de elefante, pieles de fieras, eslabones y lingotes de cobre y hierro, grandes fajos de hierbas aromáticas y medicinales, plumas, huevos de avestruz, telas, canastas, cerámicas. Hesioco se lo mostró todo, y respondió con sumo gusto a las preguntas.
Así fue como Agrícola se enteró de que el comercio con el norte se hacía sobre todo de pueblo en pueblo, intercambiando productos. Ni las caravanas ni las flotas meroítas llegaban tan al sur, de forma que ese imperio era una leyenda lejana, al que la sabiduría popular y las historias de los vagabundos situaban a muchas jornadas de viaje, hacia septentrión. Hesioco no era agente de ningún mercader asentado en Meroe, como había supuesto Agrícola, sino que había llegado a esas tierras hacía décadas, y allí se había establecido y vivía del comercio, respetado por los lugareños y convertido en consejero de su rey.
El griego, empero, se mostró de lo más remiso a precisar su lugar exacto de origen, y cómo y por qué había llegado a ese país remoto, así como la razón que le había hecho instalarse allí, de lo que Agrícola coligió que debía ser un fugitivo o exiliado.
A Seleuco lo que le interesaba era, ante todo, lo que pudiera contar sobre los grandes pantanos del sur, y de lo que pudiera haber más allá de los mismos. Y, por supuesto, los abastos que pudiera venderles. Los tres se lanzaron a mirar, discutir y regatear, mientras Valerio deambulaba por la penumbra dorada del almacén. La luz se colaba por los resquicios de la paja y el romano se detenía de vez en cuando a admirar las telas y las tallas, sobándose la barba y dejando correr en ocasiones, soñador, los dedos sobre los colmillos de elefante.
Al final llegaron a un acuerdo sobre provisiones, y sobre telas que podían servirles para intercambiar con los pueblos que pudieran vivir al sur de los grandes pantanos. El griego les instó hasta lo indecible a que comprasen unas pipas de arcilla que almacenaban en gran número, así como ciertas hierbas secas. Según dijo, los indígenas tenían la costumbre de quemar esas hierbas en esas pipas, ya que su humo espantaba a los mosquitos que surgían en nubes espesas de las márgenes del río. Agrícola ya había visto aquellas pipas en las bocas de los ribereños, a lo largo del viaje, y más de una vez se había preguntado para qué podían servir.
Seleuco dudaba y Hesioco insistía, hablando de la gran cantidad de insectos que poblaban el río, de la tortura insoportable que suponían y de que eran sus picaduras las que trasmitían enfermedades terribles, propias de la región. Esa idea de que eran los aguijones de los insectos y no los miasmas vaporosos la fuente de las fiebres hizo reír a carcajadas a Basílides, cuando Agrícola se lo contó. En cambio anotó cuidadosamente otra información, según la cual había más mosquitos en esa época, que era la del final de la de las lluvias; porque en esas tierras no tenían cuatro estaciones, como en el norte, sino sólo dos: lluviosa y seca.
A Agrícola, que algo sabía de mercadeo y hombres, le pareció que el interés del griego era sincero, y que se preocupaba por la salud de sus visitantes, y no de endosarles un producto, y consiguió convencer de ello al extraordinarius. Convinieron en ir a recogerlo todo en un par de días y, con eso, los visitantes se marcharon, entre la algarabía de los lugareños en la orilla.
Mientras dejaban atrás el arenal, dando bordadas entre las piraguas que surcaban el río, Salvio Seleuco miró unos momentos atrás, y vio por última vez a aquel griego de manto estampado, barbas blancas y báculo, que les observaba alejarse cerca del agua entre una multitud de negros de túnicas verdes, amarillas y rojas.
—Me pregunto quién es ese hombre.
—Probablemente nos ha dicho la verdad —Agrícola también volvió la vista—. Un vagabundo que llegó aquí hace mucho y que ha logrado hacerse una posición. Los griegos son una raza emprendedora y comerciante, eso no lo puede negar nadie.
—Desde luego que no. ¿Pero qué le trajo hasta aquí?
—¿Quién sabe? La pobreza, un crimen de sangre, delitos políticos… puede que hasta el deseo de viajar y vivir aventuras. En todo caso, nunca lo sabremos: nos ha dicho lo que quería, y nada más.
Suspiró.
—Pero, desde luego, seguro que tiene toda una historia que contar: el viaje hasta aquí, y un montón de aventuras en el río y el interior. Pero no creo que se la cuente a nadie, ni que la ponga por escrito.
—Tú lo has dicho —aceptó el legionario, los ojos ahora puestos en la vegetación ribereña, en los hipopótamos que chapoteaban entre las plantas acuáticas y las aves multicolores que volaban de rama en rama—. Nunca contará su historia y ésta morirá con él, como sucede con tantos.
Se encogió de hombros, de repente un poco melancólico, y, encontrando una china en cubierta, la lanzó a las aguas. La piedra se hundió con un chapuzón sordo. Agrícola no dijo nada y los dos se quedaron en silencio ya, mirando el río y las orillas, mientras la nave se deslizaba con pereza a favor de la corriente.