CAPÍTULO V

La diplomacia, unida a la prudencia militar, había hecho que Tito y Emiliano acantonasen a su pequeño ejército a varias millia de la ciudad de Meroe; pero no tardaron en tener otros motivos para alegrarse de tal decisión. Aquella urbe era harto peligrosa para los extranjeros y, luego de unos cuantos incidentes sangrientos, el prefecto tuvo que tomar cartas en el asunto. Los ordinarii tenían orden de tener ocupados a los soldados y, bajo mano, casi se alentaba la presencia de prostitutas cerca del campamento, ya que eso mantenía alejadas a las tropas de la ciudad. Se necesitaba un permiso para ir a la misma y, en caso de obtenerlo, tenían que hacerlo armados y en grupos de no menos de tres. Al final, Tito acabó por prohibir la visita a ciertos barrios.

Eso no evitó muertes y desapariciones. No se podía esperar que los más inquietos, tras un viaje tan largo y árido, no tratasen de escaparse a una ciudad tan grande y tentadora, y las patrullas no conseguían interceptarlos a todos. Tito echaba espuma ante esas faltas de disciplina, pero sus oficiales inmediatos procuraban que los castigos no fuesen duros en exceso. Ni tampoco muy suaves, porque Meroe era de veras peligrosa. El mismo Agrícola, que no estaba sometido a la disciplina militar, acabó por comprobar en carne propia cuán inseguro podía resultar un paseo por esa urbe populosa.

Se había acercado una mañana a un mercado que se celebraba casi a los pies de la muralla de ladrillo de la Ciudad Real. Lo hizo solo y, durante largo rato, se entretuvo en deambular a pleno sol por entre la multitud, perdido por placer entre la mezcolanza de razas, en la babel de lenguas con la que comerciaban compradores, vendedores y esportilleros. Observaba también, con ojo profesional, los productos expuestos, desde los marfiles a las frutas, de las carnes a las maderas. A veces se detenía y palpaba la calidad de las telas en venta. El aire estaba lleno de gritos, todos regateaban con voces y aspavientos, y olía a muchedumbre, a frutas, a especias.

Mientras iba a la deriva por entre el gentío, fue abordado por una chica de mejillas tatuadas que se envolvía en un manto ocre, con los cabellos untados en grasa animal, y un sinnúmero de joyas de dorado y piedras en garganta, muñecas y tobillos. Comentándolo más tarde con Demetrio, Agrícola no supo decir qué le había hecho prestar atención a la que no era otra cosa que una más entre el sinnúmero de prostitutas que pululaban por Meroe, esquilmando a nómadas y caravaneros.

Quizá fue porque era muy joven y bien formada, o por sus dientes tan blancos al sonreír, o por el olor a mujer, algo extraño, que asaltó sus narices cuando ella se colgó de su brazo, riendo y parloteando en una lengua desconocida para el romano. Lo cierto es que éste no se deshizo de ella con gesto brusco y dejó incluso que le detuviese. Negociaron entre la multitud por señas, ella todo risas y zalemas, él más parco, meneando la cabeza, a veces con esa sonrisa cansada suya.

Ella le señaló con insistencia una de las calles que nacían de la explanada, si es que uno podía llamar calles a eso. Agrícola compuso una expresión interrogativa, queriendo saber si había que ir lejos, pero ella se echó a reír de nuevo, y negó con la cabeza, entre parloteos incomprensibles. El romano cedió, y se dejó llevar fuera del mercado.

La chica no había mentido y no tuvieron que andar largo trecho; de haber sido así, quizás Agrícola se lo hubiera pensado mejor. Pero no recorrieron más de doscientos pasos. Ella iba colgada de su brazo, hablando al tiempo que procuraba apretarse contra él. El mercader, que sentía el roce de la carne bajo la tela, respondía a aquella forma tan sencilla pero eficaz de encender el deseo, y se dejaba hacer.

Se detuvieron ante una casucha de paredes de barro, con símbolos bárbaros tallados en los muros, a ambos lados de la puerta, sin duda trazados con los dedos cuando la tierra estaba aún húmeda. Ella luchó un instante con el cordón de cuero que servía de cerrojo, mientras Agrícola echaba una mirada alrededor. La vecindad resultaba extrañamente vacía y silente, luego del bullicio del mercado, como abandonada al calor, el polvo y las moscas. Algunos hombres se acuclillaban ante sus casas, unos trabajando y otros ociosos. Pasaba una mujer, con un cántaro a la cabeza, vestida con sólo una falda azul.

La prostituta abrió la puerta y tiró de él. Agrícola se encontró en una estancia oscura, de suelo de tierra y paredes de barro, con un ventanuco alto y estrecho que servía de lumbrera y respiradero. Mientras él miraba, ella se quitó el manto ocre para mostrarse de repente desnuda, con sus cabellos largos y engrasados, y esa multitud de alhajas doradas sobre la piel negra. Agrícola, cogido casi por sorpresa, sintió una erección incontenible. La empujó contra una de las paredes, y con una mano le separó las piernas para introducirle dos dedos. La notó húmeda, pero ella se zafó riendo; le obligó a despojarse de la túnica y le llevó a una estera multicolor, en una esquina. Le arrastró al suelo y sus ajorcas metálicas tintinearon al recibir encima el peso del mercader.

Agrícola nunca tuvo muy claro qué fue lo que pasó de verdad aquel día. Si todo fue una celada para asesinarle, con la prostituta de gancho, urdida quizá por los mercaderes grecorromanos de la ciudad, que sabían de su relación con sus rivales alejandrinos. O si todo fue un golpe improvisado por unos granujas, que trataron de aprovechar la oportunidad de matar y robar a un forastero demasiado confiado.

Lo cierto es que acababa de penetrar a la pequeña prostituta nubia, que se había agarrado a él con los ojos entrecerrados, cuando la puerta de la casa se abrió a espaldas suyas, con gran estruendo, y dos hombres entraron en tromba.

Si hubieran esperado un poco más, puede que le hubieran sorprendido demasiado aturdido por el sexo, sin posibilidad de reacción. Pero, tal como sucedió, Agrícola —viajero veterano de tierras peligrosas—, apenas sentir la puerta echó mano al puñal, que estaba junto al cinturón y la túnica, antes de que la nubia pudiera sujetarle.

Uno de los ladrones se le echaba ya encima con las manos tendidas en busca de su cuello. Sin duda habían planeado cogerle desprevenido y estrangularle, para no derramar sangre. Pero ahora, al advertir el brillo apagado del acero en la penumbra, el asesino quiso recular y fue a chocar contra su compañero, que venía detrás. Agrícola le abrió la garganta de un tajo y, mientras éste se derrumbaba como un saco, con un gorgoteo y regándolo todo de sangre caliente, le tiró una puñalada al otro al pecho, y le dejó también malherido.

Todo fue en un suspiro, y de repente allá adentro ya no olía a sexo, sino a muerte y a sangre roja derramada. La putilla meroíta quiso huir chillando, pero el romano, seguro de que ella era el cebo de la trampa, logró asestarle una puñalada en la espalda cuando ya se escabullía por la puerta abierta. La nubia lanzó un alarido al sentir el beso del acero, pero consiguió escapar por la abertura.

Agrícola recogió túnica y cinturón, y salió a su vez, desnudo y salpicado por la sangre del hombre al que acababa de degollar. Los ojos se le llenaron de lágrimas, cegados por la luz del día. La nubia corría por la calle polvorienta, también desnuda, gritando como loca y con la sangre corriéndole roja por la espalda negra. Los vecinos miraban el espectáculo boquiabiertos pero, en cuanto vieron aparecer a ese extranjero desnudo, ensangrentado y con un puñal enrojecido en la mano, se pusieron en pie, gritando furiosos.

Puede que al verle de esa guisa creyeran que era él el ladrón y asesino, o tal vez fueran de esas gentes bárbaras en cuyo idioma extranjero y enemigo son una misma palabra. ¿Quién sabe? En todo caso, Agrícola no se quedó a razonar con ellos, sino que se dio la vuelta y echó a correr con las ropas en una mano y el puñal en la otra. Se desvió en la primera bocacalle, y así siguió, torciendo una y otra vez. Corrió sin mirar atrás, sin saber ya dónde estaba, preocupado sólo de huir de esa turba de perseguidores cuyo número, a juzgar por el griterío a sus espaldas, no hacía otra cosa que crecer.

Giró una vez más y, buscando escapatoria como rata acosada, llegó ante un gran edificio de aspecto abandonado, de muros de adobe y de estilo muy distinto al meroíta. Todo un palacio de muros de barro, semejante a las mansiones grecoegipcias de la época de los Ptolomeos. Había unas grandes puertas en la fachada principal, y hacía mucho tiempo que habían arrancado los portones de madera, así que él, sin detenerse siquiera a pensar, se lanzó por el vano.

Atravesó a la carrera el patio abandonado, con sus columnas pintadas, los frescos descoloridos y desconchados, las plantas secas y los estanques vacíos, y se zambulló en el interior del palacio abandonado, mientras sus perseguidores irrumpían en tromba, vociferando y blandiendo garrotes, por el hueco de la puerta principal.

Huyó de ellos a través de un laberinto de salas desnudas y oscuras, acuciado por los gritos de la turba, que reverberaban a lo largo de aquellos pasillos desiertos. Emergió por último a una estancia que daba salida al exterior, a través de otro dintel sin puerta. Aquella habitación era amplia, polvorienta y, como el resto del edificio, había sido desvalijada hacía tiempo. Los saqueadores sólo habían dejado una gran estatua de estilo griego; la efigie de un hombre grande y musculoso, de barba ensortijada, que se recostaba en un lecho sobre un codo, todo ello cincelado en mármol.

El fugitivo, sudado y jadeante, recurrió entonces a una estratagema antigua y sencilla, en vez de huir de nuevo al exterior. Sin pararse casi a pensar, sabiendo que le iban a alcanzar tarde o temprano, y que entonces su muerte sería horrible, se descalzó una sandalia y la arrojó al zaguán. Luego se lanzó detrás de la estatua y allí se quedó acurrucado, el puñal en la mano y muy quieto, tratando de sosegar el resuello y casi temiendo que el golpeteo agitado del corazón le delatase.

El ardid dio resultado. Los perseguidores entraron en tromba en la estancia y, en cuanto alguien reparó en la sandalia caída, aparentemente perdida al cruzar el fugitivo el umbral, se lanzaron en masa al exterior, como un torrente humano, entre gran algarabía. En pocos momentos, la sala volvió al silencio de antes.

Agrícola permaneció escondido largo rato detrás de la estatua, hasta que incluso los gritos en la calle se extinguieron. Luego se incorporó con cautela, el puñal siempre dispuesto. Pero todo estaba en calma y el polvo de años, agitado por la invasión de gente, danzaba con pereza en la penumbra. El romano se embutió en la túnica, ciñó el cinturón y arriesgó una ojeada cautelosa desde el zaguán. La calle estaba totalmente desierta.

Se volvió entonces y paseó la mirada, distraído, por los frescos que adornaban las paredes de la cámara. Sus ojos fueron a posarse en la gran estatua que tan buen servicio le había prestado. Los apartó tras un vistazo, porque tenía la cabeza puesta en cómo escapar de allí; pero al cabo de unos instantes los devolvió a esa efigie, como atraído por una piedra imán, para observarla ahora con mayor atención.

Se acercó poco a poco y se quedó contemplando largo rato, fascinado. Porque aquella estatua de un hombre grande y musculado, de proporciones clásicas y barba ensortijada, con cierto parecido a Poseidón, que se recostaba sobre un codo, en un lecho de mármol, era sin lugar a dudas una personificación del Nilo, convertido en un dios por los griegos de Egipto.

Agrícola era hombre supersticioso, como buen romano, y el darse cuenta de repente, en ese momento, en la penumbra de un antiguo palacio abandonado, que había sido precisamente una estatua del dios Nilo la que tan providencialmente le había ocultado de sus perseguidores, le tocó hasta lo más hondo. Aún en esa situación tan apurada, perdió unos instantes ante esa estatua. Como no veía mejor forma de mostrarle respeto, se cubrió la cabeza con un pliegue de la túnica, e hizo votos al Nilo de ofrecerle sacrificios si salía con bien de ese apuro. Luego se destocó y, tras girarse, corrió a ocultarse en algún recoveco del palacio.

Se quedó allí oculto hasta bien entrada la noche, y sólo entonces se atrevió a abandonar su escondrijo y probar fortuna por las calles, tratando de llegar a la Ciudad Real. Ya cerca de la explanada del mercado, fue donde le encontraron Demetrio y un optio de la legión que, escoltados por diez arqueros nubios, andaban buscándole. Porque el griego, alarmado por su desaparición, había recurrido a Tito y éste había conseguido que los meroítas mandasen una patrulla.

Los buscadores se llevaron no poca sorpresa cuando le vieron salir de repente, al resplandor de la oscuridad, manchado de sangre y con una sola sandalia. Pero mucho más asombrados quedaron cuando les contó la historia de la estatua del dios Nilo. Y el relato luego acabó corriendo de boca en boca, no sólo por el campo romano, sino también por la corte meroíta.

Los legionarios, la gente más supersticiosa del mundo, comenzaron a decir que el propio Nilo daba su favor a Agrícola y por tanto a la expedición. Rumores que por una vez Tito se ocupó cuanto pudo de alentar, por supuesto. Los reyes de Meroe mandaron buscar ese palacio abandonado y sus oficiales no tardaron en encontrarlo, así como a la estatua, que fue llevada con gran boato a la Ciudad Real.

En cuanto a Agrícola, habló muy pocas veces de todo ese asunto, pero no se olvidó del voto hecho al Nilo. Por eso, aún muchos años después, gentes de tierras lejanas se asombraban cuando aquel mercader errabundo se rascaba la bolsa, a veces más que magra, para pagar sacrificios a un dios que era un río y que estaba muy lejos, por lo que de poco podía ayudarle.

* * *

Para impresionarles, o puede que para tantear sus fuerzas, los meroítas organizaron una gran parada en honor a sus visitantes. Y empujados tal vez por iguales motivos a los de sus anfitriones, los romanos acogieron con entusiasmo ese desafío incruento, de forma que ambos bandos estuvieron de acuerdo en realizarla a medio camino del campamento y la urbe, en una llanura amplia y dotada de agua, pastizales y arboledas.

Romanos y nubios llegaron el día antes del evento para acampar frente a frente y a cierta distancia, como ejércitos enemigos antes de la batalla. Los meroítas montaron unos fastuosos reales de toldos, carpas y baldaquines, mientras que los romanos agruparon sus tiendas dentro de un palenque de estacas afiladas, en todo semejante a uno de sus campamentos de marcha, sólo que en miniatura.

El alarde tuvo lugar a la mañana siguiente, antes de que el calor fuese demasiado fuerte, y estuvo precedido de saludos e intercambio de regalos. Resultó un espectáculo brillante, en el que ambos bandos trataron de impresionarse mutuamente, y en el que los oficiales de unos y otros procuraron no perder detalle de cuanto veían. Empero, quizá tenía mucha razón Pomponio Crescens, praepositus de un numerus libio, al decir que aunque había allí muchos mirando, pocos llegaron a ver nada.

Los meroítas desplegaron lo que sin duda eran sus mejores tropas. Nubios altos y bien plantados, con arcos de madera endurecida al fuego, y guerreros del sur, más negros de piel y más fornidos, armados con escudos en forma de huso y lanzas de hoja ancha. Se veían pocas cotas de malla y sí lienzos anudados a las caderas, colas de león y pinturas guerreras. Evolucionaban en grandes masas por la llanura, cantando y bailando, de forma que a ojos de los espectadores eran como una marea humana, incontenible y poderosa, que se agitaba sin cesar.

Los romanos se quedaron con las ganas de ver a los mercenarios griegos que tan buenos servicios prestaban a los meroítas. El chasco fue sobre todo para Tito, que esperaba constatar ciertos rumores. Pues si bien algunos informadores le habían dicho que esos griegos egipcios no eran más que unas docenas de hombres, en funciones sobre todo de guardias de corps y asesores militares, otros le habían asegurado que había contingentes enteros de ellos en Meroe, armados a la macedonia.

A los que sí pudieron ver fue a los famosos elefantes de guerra nubios. Claudio Emiliano ya había visto paquidermos en Roma, puesto que se usaban con frecuencia en el circo. Pero estos elefantes nubios, al igual que aquel otro de parada empleado por Senseneb, eran de raza africana, mucho más grandes y fieros que los de la India, con enormes orejotas y largos colmillos. Sus anfitriones llevaron una veintena de ellos a esa llanura, engalanados con telas magníficas y defensas lustrosas, con barquillas en lo alto llenas de arqueros, y les hicieron maniobrar entre barrites y polvaredas, mientras los nubios les aclamaban.

Esos elefantes eran el orgullo de Nubia y los propios Ptolomeos de Egipto los habían empleado con frecuencia en sus guerras. En la teoría, no impresionaban gran cosa a los oficiales romanos, ya que todos conocían cómo la movilidad de las legiones había derrotado a los elefantes de Aníbal en las guerras p únicas. Pero otra cosa era verlos con los propios ojos y sentir lo que se sentía en las entrañas al ver a aquellas montañas de piel grisácea y ojillos iracundos mientras se desplazaban entre nubes de polvo, con gran estruendo, aplastándolo todo a su paso y trompeteando. Nadie, en su sano juicio, se hubiera puesto por propia voluntad enfrente de aquellas moles de largos colmillos de marfil, coronadas de arqueros cuya puntería era legendaria.

La parada de los romanos fue menos masiva, pero igual de vistosa a la de sus anfitriones. Primero salió una centuria pretoriana, con sus ropajes rojos, armaduras metálicas y escudos de motivos dorados sobre campo escarlata, tratando de impresionar a los espectadores con la precisión de sus movimientos. Y a ésa le siguió otra de legionarios y luego de auxiliares, aquéllos de blanco y con escudos cuadrados, y éstos de verde y escudos oblongos. Maniobraron adelante y atrás, se cubrieron con los escudos, formaron testudos, y por último saludaron al unísono al rey Amanitmemide, que les observaba atento, con un grito que resonó a lo largo de toda la llanura.

El plato fuerte de los romanos fue sin duda alguna la exhibición de caballería, y los nubios se quedaron ante ésta igual de maravillados que sus visitantes con los elefantes. Los jinetes hispanos se dedicaron a justar unos contra otros, cubiertos con cascos muy trabajados y máscaras de metal, que les protegían de lanzadas accidentales en el rostro. Los sencillos guerreros meroítas, que eran de sangre ardiente, se quedaron prendados de aquel espectáculo tan vistoso y no tardó aquella muchedumbre en aclamar rugiendo los mejores lances de varas.

Para el final habían dejado las competiciones. Hubo lanzamiento de jabalinas, y los lanceros del sur se midieron contra romanos e incluso algunos libios, elegidos por ser los mejores tiradores de toda la vexillatio. Y por último los arqueros nubios compitieron con los sirios, que llamaban la atención por sus largas faldas verdes y los cascos ojivales de bronce brillante.

Fue todo un espectáculo, en el que cada bando creyó aprender algo sobre el contrario. Pero Agrícola tendía a dar la razón a Crescens, cuando éste decía que allí nadie se había enterado de nada. Y sin duda, si alguien podía hablar con propiedad, era aquel veterano que había pasado muchos años como oficial de numen de bárbaros, así como de extraordinarius asignado a labores de información.

Crescens, que tenía el pelo casi blanco, más por culpa del sol y las privaciones sufridas durante sus aventuras en el desierto que por la edad, era de ésos que opinan que pocos hombres son capaces de superar sus propios prejuicios. Afirmaba que los principales romanos, con alguna excepción, no habían visto en los nubios otra cosa que bárbaros pintorescos, a los que, todo lo más, concedían un mínimo de disciplina luego de milenios de contacto con el Egipto faraónico y ptolemaico.

éstos, a su vez —y aquí al prepósito se le escapaba una sonrisa aviesa—, consideraban que las victorias romanas se debían a su armamento superior y, sin duda, esa precisión de maquinaria que habían mostrado las centurias no era para ellos más que algo curioso, una exhibición vistosa sin valor real.

Tras la parada, los meroítas ofrecieron un banquete fastuoso, digno de los de un déspota oriental. Colocaron a un lado a los guerreros meroítas, al otro a los romanos y, en el centro, grandes mesas bajo palio para el rey arquero, el tribuno y sus respectivos oficiales.

No faltó de nada en la mesa real, ni siquiera el vino de Egipto, que en esos lares era sumamente caro. Sin embargo, junto a la profusión de carnes, volátiles, pescados, frutas, miel, los romanos se encontraron con que les servían en fuente de oro manjares tales como lagarto o culebra, así como grandes insectos tostados al fuego. Esto último, según luego les dirían algunos residentes grecorromanos, no podía ser casual, ya que en la corte meroíta conocían de sobra las costumbres culinarias del norte, y el gesto suponía casi una ruptura de la etiqueta.

Pero tampoco cabía considerarlo como un insulto deliberado. Más bien debió ser una broma del rey Amanitmemide, que tenía un sentido del humor peculiar, o a una forma de los meroítas de comprobar el temple de sus visitantes.

Si era eso último, los embajadores supieron dar la talla. Mientras Emiliano miraba impasible las extrañas viandas que les ofrecían, Tito, como el que no se da cuenta siquiera porque tiene la cabeza puesta en otras cosas, cogió una gran langosta chamuscada y le dio un gran bocado, haciendo crujir el caparazón entre sus dientes. Claudio Emiliano a su vez, rechazando los insectos, hizo que le sirvieran serpiente, de la que después diría que estaba muy buena. Los principales que les acompañaban atacaron entonces aquellos platos de reptiles e insectos, mirándose entre ellos a hurtadillas, para más tarde poder reírse de las expresiones que tenían los demás.

Amanitmemide había sonreído de oreja a oreja, enseñando los dientes que le quedaban, como complacido por la reacción de sus invitados. Se llenó luego la boca de saltamontes y comenzó a masticar ruidosamente. Porque el rey arquero, cuando se libraba de los atributos y el protocolo egipcio, se volvía un personaje bien distinto. El faraón nubio daba paso al hombre del sur que fuera en tiempos guerrero y pastor. Reía a carcajadas, bromeaba, vociferaba en su dialecto natal, comía a dos carrillos, bebía sin medida. Ya antes, incluso, para celebrar el tiro de uno de sus arqueros, que había superado a uno anterior y excelente de un sirio, se había arrancado a bailar con sus hombres, olvidando la edad y los achaques.

Todos comieron y bebieron hasta hartarse, charlando unos con otros por medio de intérpretes. Y, quizá para aprovechar la situación distendida, ése fue el momento elegido por Claudio Emiliano para tantear al rey arquero de modo informal.

Años después, cuando Agrícola comentase la proposición del tribuno, tendría que explicar cómo era el reino nubio, y lo hacía siempre de igual manera:

Meroe, solía decir, era un reino inmenso, cuyos dominios iban de la primera catarata del Nilo por el norte, hasta la unión de los dos grandes afluentes del mismo, el Astapus y el Astasobas, por el sur, y su influencia llegaba por el este hasta el mar Eritreo. Un imperio gigantesco, pero cuyo territorio estaba ocupado en buena parte por desiertos y cuya población era escasa y desigual.

El corazón del reino estaba en la llamada isla de Meroe. A meridión de la misma estaban las provincias sureñas, que eran territorios tribales, y a levante las orientales, que tenían por eje el Astasobas y estaban pobladas por unas gentes que presumían de descender de egipcios, desertores del ejército del gran Cambises. En cuanto a los territorios del norte, iban de la tercera catarata a la frontera egipcia y eran sin duda los más extensos.

Ese país era la parte más antigua del reino, la Nubia clásica, en cuyas arenas dormitaban las antiguas capitales del reino, y sin embargo estaban desatendidas por la burocracia meroíta. Lo grande del territorio, lo escaso de sus habitantes y lo abierto que estaba a los desiertos hacía que el control real de Meroe llegase sólo hasta la ciudad de Kawa, que tenía un gobernador designado. El resto estaba abandonado en la práctica a su suerte.

La parte contigua a la frontera egipcia, sin embargo, era el territorio del Dodecasqueno que, siendo parte del reino meroíta, estaba bajo tutela militar romana, quienes mantenían guarniciones y custodiaban los caminos, asegurando así las cabeceras de las rutas de caravanas que iban de Egipto al sur. Y lo que el tribuno le propuso al rey nubio fue, en esencia, la posibilidad de que las legiones extendiesen toda esa tutela a la baja Nubia, hasta la tercera catarata.

Amanitmemide, aunque nacido entre pastores trashumantes, había pasado décadas en la corte, de forma que no mudó de color ni gesto, y nadie pudo saber, por su rostro, qué pensaba de tal ofrecimiento. Se limitó a llenarse la boca de más langostas y, con un gesto, invitó a su visitante a explicarse, éste lo hizo en forma tal que todos, incluido Tito, no tuvieron otro remedio que aprobar.

El tribuno puso sobre la mesa la inseguridad a la que se veían sometidos esos territorios, y que achacó a la escasez de población. Había dos rutas de caravanas que partían del Dodescasqueno rumbo a Meroe. Una cruzaba los desiertos orientales hasta llegar a la propia urbe, bordeando en su último tramo la ribera oriental del Nilo, más allá de las cuartas cataratas. La otra era la que había seguido la vexillatio buena parte del camino; bordeaba la margen occidental hasta llegar enfrente de Kawa, momento en el que cruzaba y entraba en tierras controladas efectivamente por los meroítas.

Primero Emiliano enumeró los males que provocaba la situación, porque las caravanas tenían que pagar tributos a los bandidos y se veían expuestas a ataques, con lo que de riesgo, escasez y encarecimiento de los productos tenía tal situación. Acto seguido, se lanzó a describir las ventajas de asegurar la segunda de las rutas mediante guarniciones y patrullas. Aunque más larga, era más fácil y surtida de agua, lo que permitiría el paso de caravanas más grandes y con mayor frecuencia, lo que sólo podía beneficiar a Meroe, que vivía del comercio. Además, el aumento del caravaneo y la seguridad, haría sin duda crecer la población nubia en esa área ahora tan castigada por la inseguridad.

Amanitmemide le escuchó con suma atención, antes de pedir más vino y manifestar solemne que agradecía al tribuno su oferta, y que él y sus consejeros analizarían el tema, para tal vez mandar soldados a guarnecer esa parte del territorio y quizá reocupar las viejas fortalezas, abandonadas —aunque esto último lo obvió— desde el desastre infligido por Petronio a los nubios.

A continuación instó al tribuno a ser más explícito en cuanto a las tropas y acantonamientos en los que pudieran haber pensado los romanos. Pero Claudio Emiliano escurrió el bulto alegando que no conocía detalles y que él simplemente le exponía una idea. De ser receptivos los reyes meroítas, Roma enviaría embajadores para negociar cláusulas y pormenores de un posible tratado.

Amanitmemide sonrió, dijo que lo pensaría y la conversación tomó por otros derroteros. Era fácil ver que, por un lado, las ventajas pintadas habían encendido su codicia, ya que Meroe se sostenía sobre los impuestos a las caravanas. Pero, por otra parte, no podía desear tener tropas romanas casi a la vista de Kawa, que era la puerta de la ruta que llevaba a la mismísima Meroe.

Emiliano no insistió más, ni sacó el tema en audiencias posteriores. La propuesta, eso sí, dio mucho de que hablar entre los expedicionarios y, sin duda, entre los cortesanos nubios, ya que parecía dar alas a la teoría de que el césar quería, cuanto menos, aumentar su influencia al sur de Elefantina. Pero algunos no estaban tan seguros de ese último extremo y achacaban la maniobra al gobernador de Egipto, porque Nerón no era de esos gobernantes que se preocupaban por la administración o el comercio, como bien demostraban las arcas imperiales.

Fuera lo que fuese, todo se quedó ahí y, si hubo alguna respuesta, o posteriores negociaciones, eso fue algo que nunca llegó a conocimiento de Agrícola.