CAPÍTULO IV

Nada de lo que los indígenas del norte pudieran haber contado a los romanos acerca de los grandes pantanos de papiro hubiera podido prepararles realmente para una realidad diez veces más temible y, en años por venir, Agrícola no podría recordar de ellos otra cosa que no fuese una pesadilla interminable de fatigas y peligros. Los pantanos eran inmensos, más allá de todo cuanto hubieran podido haber supuesto, y se extendían sin fin en cualquier dirección.

Allí no había tierra, ni agua, ni casi cielo, y el mundo se convertía en una confusión enmarañada de plantas, canales, fango, bajo un cielo plomizo. Las aguas bajaban crecidas, dado que era época de lluvias, y arrastraban enormes masas de vegetación que, con frecuencia, obstruían los canales. El olor a podredumbre vegetal lo llenaba todo y las plantas crecían en profusión tal que las naves romanas tenían que abrirse paso a golpes de hacha y hoz.

Los días eran allí interminables, perdidos en ese laberinto de verdor, los mosquitos les atacaban día y noche, zumbando enloquecidos, y el hedor era asfixiante. No había otra cosa que insectos, calor, sudores, fatigas. Los expedicionarios creían enloquecer, comidos a picaduras y atacados por fiebres, fruto de los miasmas pantanosos. A la lucha contra los elementos había que sumar la guerra contra los hombres; porque salvajes embadurnados de barro surgían como por arte de magia entre los papiros, en piraguas largas y estrechas, disparando largos arcos, y se producían feroces escaramuzas en el fango. Aun los mismos animales parecían querer cerrarles el paso: había serpientes venenosas entre las plantas acuáticas y los cocodrilos nadaban lentamente, siempre cerca, esperando una oportunidad de arrancar la pierna a alguno de los que trabajaban con hoces en las proas. A veces, los hipopótamos atacaban bramando a las naves.

Los guías les traicionaron y, tras alejarles con engaños de los canales principales, y llevarles hasta una laguna que era como un callejón sin fondo, huyeron todos juntos una noche. Los romanos tuvieron que buscar el camino por su cuenta. Las embarcaciones estaban llenas de enfermos, y los hombres sanos se afanaban colgados de las proas, casi desnudos y empapados en sudor pringoso, empuñando largas varas rematadas en hoces con las que iban segando las plantas que les cerraban el paso, mientras sus compañeros apartaban con pértigas las masas vegetales a la deriva.

A veces llovía de forma torrencial. Agrícola se recordaba a sí mismo durante esos diluvios en cubierta, sofocado de calor, con las ropas empapadas y el agua corriéndole por todo el cuerpo, ayudando a achicar a los legionarios, pero en esas tormentas caían tales trombas de agua que amenazaban con hacer naufragar a los barcos.

Recordaba también, sobre todo, una noche en compañía de Basílides; una de esas veladas de calor asfixiante, fondeados en alguno de los ramales navegables que entrecruzaban los pantanos. El cielo estaba nublado y rojizo, y ni un soplo de aire agitaba las plantas que les rodeaban por doquier. Todo estaba en calma. El agua golpeaba mansa los costados de madera, la nave se balanceaba con lentitud y, a menudo, oían el chapuzón de un pez en la oscuridad. Se veían las luces de las otras naves, los insectos chirriaban y los mosquitos acudían en número increíble. Se lanzaban contra las llamas de las lámparas y se achicharraban restallando, de forma que, entre el olor a corrupción vegetal, se colaba otro a chamusquina.

Basílides sufría de fiebre, estaba algo achispado y disertaba, o mejor dicho desvariaba, sobre filosofía, con una taza de licor en la mano. Estaba de pie junto a la borda, aureolado de mosquitos, con el sudor corriéndole por el rostro y la túnica empapada en axilas y espalda.

—Estamos en el reino de Caos —señaló con su taza, con ademán ampuloso, a la oscuridad circundante—. El Caos primigenio, la confusión de todo elemento y toda materia, a partir del cual los dioses, o el Azar, crearon el Cosmos.

Agrícola, sentado con otra taza entre las manos, le escuchaba en silencio. Se oyó ulular a un ave nocturna y, en algún lugar de las tinieblas, el salto de otro pez.

—Todos soñamos con reinos maravillosos, con países repletos de monstruos y maravillas. Pero ¿qué territorio hay más extraño que éste en el que nos encontramos? Aquí no hay agua, ni tierra, aire o fuego, sino muchos de estados intermedios. A veces tengo la sensación de que ni tan siquiera existe el Tiempo —se volvió con ojos encendidos por la fiebre, y el romano se percató en ese momento de que no estaba un poco, sino muy borracho—. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí?

—No lo sé: yo he perdido ya la cuenta de los días.

—El aire quema, la tierra es barro, el agua fango. Esto no es otra cosa que un resto del Caos, clavado como una espina en el costado del Cosmos.

Agrícola se dio un cachete en el cuello, y aplastó a un gran mosquito. Se miró fastidiado la palma de la mano, llena ahora de su propia sangre. Suspiró.

—A mí me parece más bien el propio Infierno.

—Y lo es. Lo es —Basílides bebió—. No hay un único infierno, sino que cada raza y región tiene el suyo propio. Los pueblos de oriente tienen uno subterráneo y llameante, y el de los germanos está hecho de nieve, hielo y rocas negras.

Apuró su taza y volvió a señalar con ella a lo que les rodeaba.

—Y éste es el Infierno del Sur.

Hubo un silencio. Agrícola se limpió el sudor que le cubría el rostro.

—Basílides. ¿Cómo es posible que precisamente tú no sepas decir cuántos días llevamos en estos pantanos?

—¿Saber? Cada mañana y cada tarde hago mis anotaciones, si es a eso a lo que te refieres. Pero cada día es igual al anterior y aquí no hay ningún punto de referencia; no hay más que agua, barro, plantas, y canales y lagunas que mañana ya no estarán. ¿Te extraña que me olvide de algo que en realidad no tiene significado, y que no es más que un simple número?

Se giró con pesadez.

—Tengo fiebre, me duelen los huesos. Es un gran invento la escritura.

Abandonó la penumbra de la lámpara, para tumbarse de cualquier manera entre hombres ya dormidos, y hundirse en el sopor del alcohol. Eran muchos los que esos días, agobiados por la humedad sofocante y las fiebres, bebían para poder dormir, aunque fuesen unas horas, antes de que la luz deslumbrante del sol, el calor y los olores a ciénaga les despertasen, molidos y con la cabeza embotada.

Razón no le faltaba a Basílides, ya que Agrícola no podía recordar aquella parte del viaje como una sucesión de jornadas, sino como un cúmulo de sucesos sueltos que no conseguía ubicar en el tiempo, de forma que no era capaz de decidir qué había sucedido antes y qué después. Eso podía achacarse a las fiebres, que le habían atacado a él, como al resto de expedicionarios, pero también podía deberse a la falta de referencias mencionada por el geógrafo, ya que los días no eran otra cosa que un continuo avanzar a través de un laberinto de aguas y vegetación.

Recordaba muy bien el día en que la piragua en que viajaba Valerio Félix fue atacada por un hipopótamo enfurecido. El bote, tripulado por dos hombres, se había destacado a explorar una de las porciones de tierra que emergían de aquellos pantanos para averiguar si era apta para montar un campamento. Porque en esos aguadales sin horizontes, todo era engañoso y el terreno que a simple vista parecía firme y seco se volvía apenas pisarlo un cenagal.

Valerio había subido a la piragua con la intención de examinar los árboles que crecían en aquel infierno pantanoso. Los dos exploradores, nubios de plumas azules en el pelo y colas de león colgando del taparrabos, se sentaban a proa y popa, manejando los remos con precisión. Navegaban por una laguna libre de plantas acuáticas, y Agrícola y Demetrio estaban acodados en la borda de su nave, viendo cómo ganaban la isla.

El sol se deshacía en miríadas de reflejos, en aquellas aguas tranquilas, y los observadores tenían que entornar los párpados para no quedar cegados. El día era despejado y muy caluroso. Los pantanos, en muchas partes, parecían humear con la evaporación y un número increíble de aves revoloteaba sobre las extensiones de papiros.

Sin aviso previo, un hipopótamo gigantesco emergió a un tiro de flecha, entre un estallido tremendo de agua y espuma. Cargó bramando, con las fauces abiertas de par en par. Nadie sabía de verdad por qué atacaban aquellas bestias salvajes; feroces por naturaleza, acosaban de continuo a las naves y eran un peligro mucho mayor que los cocodrilos, pese al aspecto más temible de estos últimos.

Estalló un gran griterío en las embarcaciones que estaban más cerca, mientras los remeros salían de su indolencia para palear con furia, tratando de esquivar al monstruo. Agrícola pudo ver a Valerio, cada vez más delgado y con la barba más larga, que se volvía aturdido a mirar con los ojos muy abiertos a la mole furiosa que se les echaba encima. Todo fue muy rápido: la bestia se estrelló contra la piragua y, con un estruendo y chascar de maderas, el bote saltó por los aires y los tres hombres salieron volando como monigotes, chillando y braceando.

Desde los barcos daban voces, señalaban y maldecían, mientras, entre las maderas rotas y surtidores de espuma, los náufragos braceaban con desesperación, tratando a ciegas de hurtarse a las mandíbulas del monstruo. Pero ya otras piraguas llegaban como flechas sobre las aguas, con lanceros de pie en proa. Nubios, negros y algún egipcio, expertos todos en alancear cocodrilos e hipopótamos, ya que el prefecto, tan atento siempre a los detalles, había mandado que estuvieran siempre alertas, en previsión de sucesos como ése.

Seguía el espumar, los gritos, los rociones. Oyeron con claridad un chillido, y el agua se tiñó de rojo de repente. Agrícola blasfemó. Pero ya el primero de los negros arrojaba una lanza larga y esbelta, con una gran hoja de hierro. El arma se hundió hasta la vara en el lomo de la bestia, que se revolvió bramando entre chapoteos y, con la boca abierta de par en par, mostrando los grandes dientes amarillos, cargó contra su atacante.

Llegó rompiendo las aguas estruendosamente, el asta de la lanza vibrando en el lomo; pero el negro, sin amilanarse, le tiró un segundo proyectil. Y ya desde otras dos piraguas le arrojaban también más lanzas, algunas de ellas con cuerdas, para impedir que se perdiesen, así como para gobernar a la presa.

Mientras los tres esquifes lidiaban con el monstruo herido, un cuarto se acercó a toda prisa al lugar del naufragio para recoger a los supervivientes, aunque sólo pudieron sacar con vida a Valerio Félix. Uno de sus acompañantes había muerto partido por un bocado del hipopótamo, eso seguro. En cuanto al otro, a pesar de que no estaban muy lejos, nadie pudo ver con certeza cuál fue su suerte; si tuvo el mismo fin o si se fue al fondo y se ahogó.

Entretanto, la bestia había sucumbido a la lluvia de lanzas, sin cesar de bramar y de revolverse con furia aterradora entre rociones de espuma, rojos de su propia sangre. Cuando dejó de debatirse, los lanceros jalaron el cadáver tirando de las cuerdas para, más adelante, hacer escudos con su pellejo grueso.

Valerio embarcó en la nave más próxima, que era la de Agrícola, en un estado lamentable. Llegaba chorreando agua, casi incapaz de articular palabra y dando diente con diente, no de frío, sino de miedo. Algo después, Demetrio le comentó esa circunstancia a Agrícola, un día que se sentaban cerca del agua, una de las veces en la que la expedición pudo encontrar tierra firme en la que desembarcar.

—Estaba muerto de miedo —el mercader se encogió de hombros.

—Está claro —el mercenario bruñía su espada con parsimonia—, y no me parece bien.

—¿Cómo? ¿Quién podría reprocharle que se asustase, con lo que pasó? —Agrícola se estremeció ante la idea de verse debatiendo en aguas pobladas por cocodrilos e hipopótamos.

—Yo no le reprocho que tuviese miedo. Eso es normal.

—¿Entonces?

—A mí lo que me parece mal es que no mantuviera la compostura. Tener miedo es humano; pero no debió dejar que todos le vieran así, temblando como un niño.

—Eres un hombre sensato, Demetrio. Pero, por una vez, tu juicio es demasiado duro —apuntó Merythot, que estaba también allí, con sus ropajes blancos, la cabeza afeitada, apoyado en su báculo y los ojos perdidos en las aguas.

—¿Por qué dices eso? —Demetrio alzó la mirada, ya que había llegado a sentir gran respeto por aquel sacerdote.

—Tú eres un soldado, pero Valerio no es más que un viajero ocioso, y todo ocurrió de repente. No esperes que ningún hombre, si no está entrenado para ello, reaccione bien ante una sorpresa. Te aseguro que el filósofo más templado perdería la compostura si un día, mientras diserta sobre las verdades del universo en su patio, la muerte le enseña de golpe las fauces.

—Tienes razón, como siempre —admitió Demetrio, que era de esa clase tan escasa de hombres que son capaces de escuchar y aceptar argumentos ajenos.

Eso ocurrió quizás un poco antes de que se perdiera una barcaza entera de provisiones. Cierta noche, mientras estaban fondeados en una laguna, cuyas márgenes no eran tierra, sino masas apretadas de vegetación, se despertaron con los gritos y, al incorporarse alarmados, la mano en la espada o la lanza, vieron cómo uno de sus barcos se hundía envuelto en llamas.

En mitad de la negrura, pudieron ver poco más que una gran hoguera que parecía ir siendo tragada, poco a poco, por las aguas oscuras. El reflejo del fuego danzaba en rojo sobre la superficie del lago, y se oían gritos y chapoteos. Algunos creyeron oír incluso el siseo de los maderos ardientes, al contacto con el agua. Ellos no pudieron hacer otra cosa que asomarse a la borda, impotentes, en medio de la noche y las nubes de mosquitos, mientras se consumaba el desastre. Gritaban de frustración, maldecían y, desde las naves más cercanas, botaron piraguas para intentar, al menos, salvar a los supervivientes, que no fueron muchos.

Ni siquiera éstos pudieron decir qué había ocurrido. Se supuso que debía de haberse abierto una vía de agua en el casco y que, al inclinarse la nave, la lámpara de popa se había volcado en cubierta y prendido en las provisiones, de forma que la nave había naufragado entre la oscuridad, el agua y el fuego. No quedó muy claro qué podía haber causado esa vía, aunque se aventuró la posibilidad de que un tronco a la deriva pudiera haber golpeado el casco, aunque nadie se había apercibido de algo así.

El misterio pareció quedar resuelto un par de días más tarde. Aunque Agrícola, de nuevo, no estaba muy seguro del tiempo transcurrido entre uno y otro incidente, pero sí de cuál fue primero y cuál segundo.

Fue otra noche, una más de atmósfera quieta y sofocante, martirizados por los mosquitos y la humedad, cuando les despertaron gritos de guerra y toques de cuerno, que transmitían la alarma de nave en nave. Se pusieron en pie, a toda prisa. Los vigías se gritaban a través de las aguas y el resonar de los cuernos despertaba largos ecos sobre las extensiones de papiros. Nadie sabía qué estaba pasando y los había que arrojaban lanzas incendiarias, tratando de descubrir algo a su luz llameante.

Estaban atacando la nave del prefecto; poco a poco se corrió la voz. Sus tripulantes lanzaban jabalinas, entre un gran clamor. Algunas naves zarparon a toda prisa para ir en su auxilio; pero el combate fue muy breve y al poco los cuernos avisaron que los enemigos se habían retirado, así que los socorros interrumpieron las maniobras de acercamiento, siempre peligrosas en plena noche.

Luego se supo que no se había tratado de un ataque masivo, sino más bien de un intento de golpe de mano, ejecutado por hombres de los pantanos, éstos se habían acercado a la nave de Tito, amparados por la oscuridad, en piraguas casi planas, remando muy despacio, y habían tratado de abrir una brecha en el casco. Los centinelas les habían descubierto; fue entonces cuando se produjo la escaramuza y, en las tinieblas, creyendo que les atacaban en gran número, habían tocado los cuernos.

Al día siguiente, Agrícola pudo ver el cuerpo de uno de sus atacantes, que era de piel marrón y pequeño de estatura. Pero mucho más interés despertó en él la barrena con la que había querido abrir una vía de agua en el casco. El propio prefecto fue con ella en la mano, a la nave del tribuno, y este último, sentado en cubierta bajo un toldo, estuvo contemplando meditabundo cómo su visitante jugueteaba con la herramienta.

El prefecto a su vez guardó silencio un buen rato, sin hacer otra cosa que acariciar la espiral de acero de la barrena y cruzar miradas con el tribuno. Luego se volvió a Merythot, que estaba también a bordo, apoyado en su báculo, con sus linos blancos destacando aún más en aquel paisaje primitivo de aguas y verdor.

—Dime tú, que eres un sabio —le mostró el instrumento—. ¿Es normal que encontremos una herramienta así en poder de un hombre de los pantanos?

—Por supuesto que no. Estas pobres gentes llevan una vida mísera y precaria. En este país es imposible la agricultura y sus habitantes subsisten gracias a la caza, la pesca, las raíces y las bayas. Visten cueros de animales o van desnudos, y no creo que conozcan ninguna industria. La poca que tienen, sin duda, la consiguen gracias al trueque con otros pueblos.

—¿Y tú qué dices, Agrícola?

El aludido tendió la mano sin despegar los labios, y el prefecto puso en ella la barrena. La examinó apenas un instante.

—ésta es una herramienta de carpintero y me apuesto lo que quieras a que ha sido fabricada en Egipto. En Egipto o por un artesano nacido allí.

—Tú lo has dicho —aprobó con satisfacción hosca Tito que, debido a su cargo de praefectus castrorum, sabía de útiles y herramientas tanto como el mercader—. Y está nueva, así que no hacía mucho que la tenía.

—Entonces ¿alguien se la ha dado recientemente? —el tribuno puso en él unos ojos azules muy claros.

—En efecto —recobró el instrumento de las manos de Agrícola.

—¿Se la entregaría ese alguien para que dañase nuestros barcos?

—¿Para qué otra cosa si no? Ya has oído a Merythot: en estos pantanos no hay más que proscritos, caníbales y tribus primitivas que no conocen ningún tipo de industria o manufactura. ¿Para qué puede querer un cazador errante una barrena, si no es para abrir agujeros en el casco de una nave grande? Nave grande que ha de ser de las nuestras, claro; porque no creo que se vean muchos barcos de gran porte por estas aguas.

Siguió un silencio, mientras los presentes mascaban las implicaciones de su afirmación. No se trataba entonces de tribus hostiles a los invasores sino de, una vez más, guerreros empujados contra ellos por terceros, para impedir u obstaculizar su avance. Los hombres se miraban entre ellos y a la barrena que el prefecto sujetaba con la diestra, en la que relucía el anillo de oro de caballero. Emiliano se pasó una mano por el cabello rubio y lo sintió mojado en sudor.

—¿Aristóbulo? —preguntó al cabo—. ¿Es posible que nos haya seguido tan al sur?

—No lo sé.

Se miraron desalentados. Un cuerno resonó desde una de las naves de proa, pero sólo estaban avisando de la presencia de un tronco flotante. Luego una bandada de aves, de apariencia fabulosa, pasó volando a estribor, por encima de las aguas centelleantes. Se la quedaron mirando; Emiliano se agitó en su silla y miró a Merythot.

—¿Qué significa eso? ¿Cuáles son los presagios?

—Yo no soy uno de vuestros augures, tribuno —contestó con sonrisa amable.

—Ya les preguntaré a ellos después. Pero ahora quiero saber tu opinión. ¿Cuáles son los augurios?

—Están muy claros. Esas aves vuelan rumbo al sur —señaló a meridión con su báculo—. Al sur, tribuno, al sur, sobre la faz de las aguas.

El prefecto, alto y oscurecido, con su túnica blanca y la espada en la cadera izquierda, pareció sacudirse las aprensiones como un búfalo, y exhibió una sonrisa deslumbrante.

—Sí. Tú lo has dicho. Al sur. No hay más que hablar.

Se ladeó y, en un arranque repentino, lanzó al río la barrena. Se hundió con un chapoteo y los que estaban junto a la borda se quedaron mirando las ondas en la superficie. El tribuno mayor, sentado bajo el toldo, le observó sorprendido. Luego se puso en pie, y se acercó al costado de la nave, a mirar el laberinto verde circundante.

—Sé más explícito, Merythot.

—Esos pájaros, les guste o no, lo sepan o lo ignoren, se ven arrastrados por su naturaleza, cuando llega el momento, a volar hacia el lejano sur. Y ya nosotros somos un poco así: nuestro destino, más que nuestra voluntad, nos empuja en esa dirección.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que encontremos esas dos grandes rocas de las que el gran padre Nilo nace a chorro, ése es nuestro destino.

El tribuno le miró. Luego sus ojos cambiaron de tono y se echó a reír. Estaba más delgado, y su túnica roja ajada y sudada; pero en aquel momento volvió a ser el pretoriano rubio y apuesto cuyos ojos, de un azul cambiante, encandilaban a las mujeres de Roma.

—De acuerdo. Al sur. Que cada cual suba a su nave y zarpemos sin más demora.

* * *

Noches después, la misma nave del prefecto sufrió otro sobresalto, aunque éste de naturaleza algo distinta. Porque, aprovechando la oscuridad y el sueño fatigado de los aventureros, un solo hombre se acercó en piragua al barco y subió a bordo con sigilo de serpiente. Desnudo y pintarrajeado, se arrastró por entre los durmientes y después sabrían que había tratado de robar el vexillum.

Fracasó, aunque logró acercarse bastante a la enseña. De alguna forma, sabía que estaba precisamente en esa nave; porque confesó haber seguido a la embarcación desde hacía días, oculto tras el marasmo de helechos y papiros. Tuvo la mala suerte de rozar el brazo de un legionario; éste abrió los ojos para ver, en la penumbra de las lámparas, a alguien que se escurría como una culebra entre los hombres, y saltó sobre él con un grito de alarma. El ladrón quiso debatirse, pero en un instante le habían inmovilizado entre una docena de hombres.

Le arrastraron a presencia del prefecto, que le observó con ojos turbios por el sueño y la fiebre. No era un hombre de los pantanos, eso se veía en su estatura y rasgos y, cuando llamaron a los intérpretes, supieron que era nativo de las tierras situadas al norte. No hicieron falta torturas, ni siquiera amenazas, para que hablase, y admitió que había abordado la nave para robar el vexillum. Cuando los legionarios que sabían griego se lo dijeron a los demás en latín, un rugido pareció sacudir a los hombres. Pero Tito alzó la mano, casi con fatiga, y pidió a los intérpretes que siguieran interrogándole.

El prisionero, que iba embadurnado en barro para protegerse de los mosquitos, puso unos ojos tristes en los enrojecidos por la fiebre del tribuno, antes de responder. Meneó la cabeza y, en su lengua resonante, admitió saber desde un principio que aquello era un acto suicida y que sin duda le esperaba el fracaso, la captura y puede que una muerte horrible. Dijo que los hombres de su tribu le habían enviado a robar a los extranjeros su gran insignia, que era una roja que mostraba a una mujer sobre un globo, con una corona de hojas en una mano y una rama en la otra.

Tito, pensativo, quiso saber más. Los ancianos de la tribu sabían que aquella insignia era el dios de los extranjeros y que, si lo perdían, quedarían desmoralizados y sin protección mágica. ¿Qué motivo podían tener los jefes de una de las tribus de la ribera sur, desconocida para los expedicionarios, para querer perjudicarles? Eso el prisionero no lo sabía.

A la luz temblona de las lámparas, el prefecto observó al cautivo, al que sus hombres tenían de rodillas, con el filo de una gladio en el cuello. Reparó en sus ojos cansados, y en las arrugas del rostro, visibles pese al barro y las pinturas. Aquel ladrón frustrado no era ya ningún muchacho y Tito, acariciándose el mentón, mandó preguntarle por qué se había prestado a ese golpe suicida.

El otro sacudió de nuevo la cabeza, antes de hablar. No lo había hecho buscando fama como guerrero, ni por ninguna recompensa. No era más que un exiliado de su propia tribu, un desterrado que malvivía desde hacía años en aquellos pantanos terribles, en completa soledad. Unos emisarios de su tribu le habían ofrecido el perdón si lograba apoderarse de la enseña mágica. Y él, aun sabiendo que iba a la muerte, había aceptado, porque anhelaba un lugar al sol y unos parientes, gente con la que poder hablar y fuegos ante los que sentarse en compañía de amigos.

Tito se quedó tan sorprendido por esa explicación que le vieron rascarse perplejo la cabeza. Estuvo un rato en silencio, los ojos puestos en el prisionero. Los mosquitos revoloteaban alrededor y, más allá de los círculos de luz de las lámparas, la oscuridad estaba llena de sonidos nocturnos. Por último, se pasó la mano por el rostro y dio la orden de soltar a ese hombre y de dejarle ir en su piragua, sin daño alguno. Los rostros de los soldados mostraban toda clase de expresiones, asombro mayoritariamente, pero nadie dijo nada. Tan sólo el legionario que tenía puesta la espada en la garganta del prisionero la retiró lentamente, y la enfundó en la vaina que pendía de su cadera derecha.

El incursor volvió a su piragua y, a remo, se alejó sin mirar atrás. La noche de los pantanos se lo tragó en un parpadeo, y nunca supieron más de él. Pero ese acto de clemencia fue muy comentado y, si unos lo aplaudían, conmovidos por la historia de aquel desgraciado, otros lo reprobaban, ya que un acto tan grave como el intento de robo del vexillum no debía dejarse impune.

Llamó sobre todo la atención lo insólito del gesto, ya que el prefecto era bien conocido por su dureza, y su gusto por los castigos ejemplares. Pero no faltaron los que, como Flaminio, atribuyeron esa decisión a cualquier cosa menos a la misericordia. Como le comentó en una ocasión a Antonio Quirino, mientras ambos vagabundeaban por una franja de tierra firme y boscosa, jabalina en mano, con la esperanza de cazar algo:

—Ese infeliz estaba dispuesto a morir despellejado con tal de tener una posibilidad, muy remota, de robar el vexillum y llevárselo a los de su tribu. ¿Qué mayor castigo que devolverle a su vida de exiliado, con la carga añadida de saber que tuvo y desperdició la oportunidad de volver a casa?

—Qué retorcido eres, Flaminio —se rió con la boca pequeña Quirino, al tiempo que se detenía a secarse el sudor—. ¿Crees a Tito capaz de eso?

—¿Quién sabe? —repuso el otro meditabundo—. A menudo las cosas no son lo que parecen. La buena y la mala suerte, los golpes y los favores. Todo es relativo.

—Muy filosófico —sonrió su interlocutor, que luego alguna vez habría de pensar en ese comentario.

Sin embargo, allí ya no discutieron más de ese tema, ni de ningún otro, ya que encontraron huellas recientes de unos pies descalzos y, temerosos de un encuentro con indígenas hostiles, o incluso con caníbales, huyeron a toda prisa, de vuelta a sus barcos.

* * *

El que sí le dio vueltas, y mucho, a ese incidente, fue el tribuno Emiliano, y no precisamente preocupado por los motivos que pudiera tener el prefecto para soltar al ladrón. Emiliano, como el resto de los expedicionarios, sufría de fiebres intermitentes, lo que no hacía más que ahondar ese pozo en el que se hundía más, hecho de melancolías rotas por estallidos de actividad. Y, con el cerebro algo nublado por las calenturas, no podía dejar de pensar en que, no hacía mucho, había sido él quien le había hablado a Senseneb acerca del significado y la importancia del vexillum.

Volvían a él, con los ataques de fiebre, las sospechas sobre las intenciones últimas de los meroítas, y el papel que la propia sacerdotisa tenía en la expedición. Se preguntaba incluso si no habría sido alguno de los acompañantes de Senseneb el que habría incitado a los indígenas a robar el estandarte.

Desde que habían entrado en aquellos pantanos sin direcciones ni tiempo, Emiliano había compartido tienda con Senseneb sólo un par de veces, aunque otro tanto podía decirse de Tito. Porque la sacerdotisa había sucumbido también al mal de esas tierras y sufría ataques periódicos de fiebre, lo que, unido a que en muchas noches no podían acampar por falta de tierra firme, y pernoctaban fondeados, y eso les había dejado pocas ocasiones de estar juntos.

La separación era para él dolorosa, ya que se había acostumbrado a refugiarse de los malos tragos en la meroíta. La tienda de Senseneb era para el tribuno una especie de nido nocturno, cálido y penumbroso, donde podía abandonarse, libre de las obligaciones del cargo y de tener que mantener la compostura delante de unas tropas que —como tanto insistía el prefecto— estaban muy lejos de sus bases, en mitad de tierras desconocidas y, por tanto, necesitaban la seguridad de estar mandados por jefes sólidos.

Emiliano envidiaba la fortaleza de Tito y a menudo se preguntaba si éste mantendría el ánimo intacto o si, tan sólo, aplicaría con rigor el consejo que le había dado; si mantendría una apariencia inmutable en público, para derrumbarse quizá luego, cuando estuviese a solas en su tienda.

Aunque eso último lo dudaba el tribuno. Cuando pensaba en ello, envuelto en la niebla roja de la fiebre, le parecía que seguían procesos opuestos. A veces le parecía que él mismo se estaba derritiendo y diluyendo, según avanzaba la expedición, y a Tito, en cambio, el viaje le estaba destilando. El prefecto era cada vez más laborioso, más imparable y decidido, descuidado progresivamente de todo lo que no fuese avanzar hacia esa meta que tan quimérica le había parecido al comienzo, tan lejos y hacía tanto tiempo, en el campamento situado en el camino que iba de Syene a Berenice Pancrisia.

Sospechaba además, por algunos detalles sueltos, que la relación entre Tito y Senseneb era la contraria a la que ésta mantenía con él mismo. Que era Senseneb la que buscaba refugio en aquel veterano terco y voluntarioso al que nada parecía afectar. Y ese último pensamiento le roía las entrañas. Le recomía a la vez que tenía que admitir para sus adentros que tal comezón era ridícula.

Por un lado no conocía mayor paz que refugiarse en la sacerdotisa, dejarse acunar por sus caricias y aplacar en ella sus miedos. Pero al mismo tiempo envidiaba la entrega de Senseneb al prefecto, y que éste fuese el depositario de sus temores y esperanzas, como ella lo era de los de él. Y así, muchas veces, en la soledad de esas noches asfixiantes, basculaba entre sentimientos confusos y encontrados, producto de las fiebres y los celos.

Ahora además recordaba cómo había hablado también de la imago y de su importancia. Y, como este último estaba a bordo de su nave, le daba por pensar que era la mano de la sacerdotisa la que estaba detrás de los últimos sucesos. Que era ella la que había enviado primero a barrenar la nave del prefecto y luego a robarle el vexillum. En cambio, no había habido intentos parecidos contra él. Se preguntaba, amodorrado por las calenturas, si no era ésa una prueba de que ella, puesta en la disyuntiva, le prefería a él antes que a Tito, y había mandado a los hombres de los pantanos contra el último para tratar de salvarle a él de una posible muerte.

Pero luego, el curso de sus pensamientos cambiaba de golpe, casi como las mismas aguas por las que navegaban, y entonces se preguntaba si acaso Senseneb no le veía a él como poco más que un niño, comparado con el prefecto. Quizás ella había enviado a barrenar la nave de Tito no por salvarle a él, Emiliano, sino porque tenía al prefecto por un hombre más entero y pensaba, por tanto, que tenía más posibilidades de salir con vida de un trance apurado.

Y así, cubierto de sudor, se daba la vuelta una y otra vez en su lecho de cubierta, martirizado por los mosquitos, y los dolores de cabeza y en articulaciones, tan propios de la fiebre, hasta que le llegaba un sueño que era niebla o inconsciencia, y se hundía en un sopor intranquilo del que ya no salía hasta el amanecer.