CAPÍTULO IV

La llamada isla de Meroe es un territorio de extensión considerable; un triángulo situado entre el Nilo por el oeste, que forma la base del mismo, el río Astaboras al norte y el Astasobas —que, de los dos grandes afluentes que formaban el Nilo, era el más oriental— al este. Estos dos últimos ríos, aunque luego se van distanciando, nacen relativamente cerca en una misma área montañosa, que formaba el vértice del triángulo. Se trata de una tierra más fértil que las circundantes, en la que abunda la vegetación y toda clase de animales salvajes, relativamente más protegida de las incursiones de los nómadas gracias a la barrera que suponían los tres ríos. La ciudad más importante de todo ese país es, claro, Meroe, capital de todo el reino nubio.

Y Agrícola, que tantas tierras visitó, y visitaría, a lo largo de su vida, aún diría muchos años más tarde que pocas ciudades debían haber en el mundo comparables a Meroe. No por la cantidad y lo grandioso de los monumentos, ni por la cantidad de habitantes, sino por lo heterogéneo de estos últimos. Porque aunque había urbes en las que la mezcolanza de razas era mucho mayor —baste citar a Roma como ejemplo—, pocos viajeros podían hablar de haber visto una metrópolis en la que sus gentes fueran de orígenes tan distintos y se mezclasen tan poco entre ellos.

La capital nubia tiene como núcleo la Ciudad Real, una ciudadela rectangular, de unos trescientos pasos de largo por ciento cincuenta de ancho, que contiene el palacio, templos y edificios públicos, y cuya muralla está adjunta, por el este, al gran templo de Amón. Extramuros a la misma es donde uno encontraba los distintos barrios, que habían crecido sin plan establecido, como frutos del árbol, y que parecían casi ciudades en miniatura más que ninguna otra cosa.

El más grande y populoso era el barrio nubio, por descontado, y había otro muy grande de egipcios, asentados allí desde tiempos muy remotos. Luego estaban las barriadas de las gentes de razas sureñas, muy negros de piel y sólidos de osamenta, cuyos antepasados habían llegado a Meroe como mercenarios o esclavos. Había también una gran colonia de griegos y romanos, que controlaban el comercio con Egipto, y una bastante más pequeña de judíos, muy relacionada con la de Elefantina. Y mucho más, porque Agrícola llegó incluso a conocer a un grupo de mercaderes de un lugar tan lejano como la India, morenos y exóticos, que se ocupaban del tráfico de mercancías entre Meroe y su país.

Y, entre toda aquella babel de gentes, se alzaban los templos y monumentos meroítas, sin orden ni concierto, surgiendo como islas de piedras ciclópeas en un mar caótico de casas de adobes y cañizos.

Aquella urbe, que vivía por y para el comercio, trepidaba de vida y actividad y, sin embargo, flotaba sobre ella un aura de decadencia —como no dejaría de comentarle en su momento Agrícola a su anfitrión Africano—; una atmósfera casi palpable que trasmitía la sensación de que Meroe, pese a que no hacía un siglo que se había convertido en la capital absoluta de Nubia, había conocido tiempos mejores. No era fácil atribuir eso a una causa determinada —no con los almacenes llenos de mercancías y los mercados de gente, y las caravanas entrando y saliendo desde los cuatro puntos cardinales—, y sí a ciertas señales aquí y allá, que iban desde el descuido en la conservación de ciertos monumentos a la existencia de no pocas casas vacías, ruinas de techumbres hundidas y muros de barro que se deshacían lentamente en polvo pardusco.

Quizá contribuía a trasmitir esa sensación de decadencia el hecho de que esa capital hervía de intrigas y conjuras, frutos del rencor entre raza y las pugnas comerciales. Era un dicho popular que era fácil cruzarse con la Muerte en las calles de Meroe, y los viajeros romanos pudieron comprobar que el asesinato y la magia negra eran moneda corriente allí. Esa metrópolis sureña se cocía al sol entre odios antiguos, secretos y conspiraciones a las que nadie, desde los nobles de la ciudadela al último de los aguadores, parecía ser capaz de sustraerse. Ni siquiera el trono estaba a salvo de ese mal intestino, ya que en la época de la llegada de la expedición romana lo ocupaban dos gobernantes: el rey Amanitmemide y la candace Amanikhatashan, consortes y rivales, cada uno apoyado por sendas facciones palaciegas, que luchaban en las sombras por colocar a los suyos en los puestos de poder.

La llegada de la embajada parecía haber revuelto aún más las aguas, y los romanos se sentían vigilados en todo momento. Aunque los meroítas les habían dado libertad para instalarse donde quisieran, Emiliano había aceptado la sugerencia de Tito de acampar lejos de la ciudad. El praefectus castrorum le había dado dos razones incontestables. Una era una cuestión de orden; pues si los soldados tenían demasiado fácil acercarse a la urbe, iba a relajarse la disciplina y a producirse altercados con los indígenas. Lo segundo, que la llegada de ese pequeño ejército, que había derrotado a uno mucho más grande de nómadas, no podía sino despertar temores entre los meroítas, y que era mejor no avivarlos situándose demasiado cerca.

Y en efecto, algo debían recelar los nubios porque, por boca de romanos y griegos instalados en Meroe, supieron que había más tropas que de ordinario en la ciudad, más puestos de vigilancia en el campo y que habían doblado la guardia a las puertas de la Ciudad Real. Como bien había apuntado en voz alta el geógrafo Basílides, ése era un motivo más de hostilidad por parte de la colonia grecorromana contra la embajada. Porque, si las legiones invadían el reino, podía producirse una matanza de ciudadanos romanos en la capital, a manos del populacho o por orden real, y no era de extrañar que los afectados estuvieran llenos de incertidumbre.

Tales ciudadanos romanos, empero, se cuidaron mucho de demostrar el más mínimo desagrado hacia los enviados imperiales y, de hecho, como comerciantes que eran, les recibieron con los brazos abiertos. Además Quinto Crisanto, por su parte, no perdió un instante en comenzar a comprar y vender, y en entablar toda clase de negociaciones con los mercaderes locales.

—Acabamos de llegar y ya se han asociado… —comentaba atónito Basílides—. ¿Nos habremos equivocado al pensar que eran ellos los que estaban detrás de Aristóbulo Antipax?

—No, qué va —se sonreía a su manera cínica y cansada Agrícola—. Pero ya sabes cómo somos los comerciantes: hay que aceptar lo inevitable, poner al mal tiempo buena cara y de lo perdido sacar lo que se pueda. Han hecho todo lo posible, si no para impedir, si para dificultar nuestra llegada a Meroe. Pero, puesto que ya estamos aquí, todos tratan de pactar con Crisanto, para quedar en la mejor situación posible, ésas son las reglas del juego.

—Muy racional lo pintas todo.

—Es parte del negocio: si las cosas se ponen feas, aceptas perder una parte para salvar el resto.

—¿Y la soberbia humana? Ellos consideran que el comercio entre Meroe y Egipto es un coto privado suyo, y me cuesta creer que vayan a rendirse con tanta facilidad.

—No. Si la situación vuelve a cambiar, tratarán de recuperar lo que creen que es suyo; eso por descontado. En cuanto a la soberbia, eso es para los reyes, Basílides, que sólo tienen que llamar a sus funcionarios para que consigan más hombres y dinero para nuevas guerras. Los mercaderes, como juegan con su propia fortuna, nunca la malgastan en vano. Si los comerciantes mandasen, habría muchas menos guerras.

—Puede ser, pero no creo que por eso el mundo fuera mucho mejor.

—Puedes jurar que no —de nuevo aquella sonrisa de hastío—. Pero sí al menos más pacífico.

* * *

Uno de los barrios menos inseguros para un transeúnte era, sin lugar a dudas, el que ocupaban los griegos y romanos, y a Agrícola le gustaba pasear por el mismo. Había allí una parte más antigua, la de las grandes casas de los griegos instalados en Meroe desde hacía siglos, y otra más nueva con las viviendas de los que habían llegado tras la conquista romana de Egipto. Unas y otras estaban construidas con ladrillos y adobes y, aunque se basaban en diseños indígenas, había siempre multitud de detalles en ellas que recordaban quiénes eran sus moradores, como no podía ser menos en dos razas como la romana y la griega, que con tanta tenacidad se aferraban a sus señas de identidad.

Esa bastardía arquitectónica había fascinado a Agrícola, que había ya visitado varias veces el barrio, sólo para estudiar las fachadas. Esa fue la razón también que le llevó a dar un paseo por ahí una tarde tranquila, en compañía de Valerio Félix y el praepositus Flaminio. El mercader fue mostrando al primero los detalles en las casas y el otro asentía, al tiempo que se manoseaba la barba de filósofo y trataba de recordar para después cuanto veía y oía. El legionario, por su parte, había escuchado al principio en un silencio entre respetuoso y reservado, para acabar por entusiasmarse con ese juego, de forma que él también señalaba de vez en cuando a las fachadas con su vara de centurión, y comentaba con Agrícola haber visto elementos parecidos en las casas de los griegos egipcios, en la frontera.

—Los hombres se agarran más a sus raíces cuanto más lejos están de su tierra natal —afirmaba sentencioso.

—Pero griego, en Egipto, es un término de lo más ambiguo —protestó Valerio—. Los egipcios llamaban así a toda esa gente que vino con Alejandro y muchos de ellos no eran griegos, empezando por Alejandro y los suyos, que eran macedonios.

—¿Y qué? Eran extranjeros en territorio conquistado, cogieron el nombre que les daban y lo hicieron suyo, no importa lo que ese nombre significase en otro tiempo y lugar.

—Sí, es cierto.

La tarde estaba ya entrada y el sol comenzaba su declinar, aunque el calor no parecía remitir. Ellos caminaban por las sombras, ya largas, de las tapias y las casas. Las calles estaban desiertas y en silencio, bañadas de luz deslumbrante y entreveladas por el polvo suspendido en la atmósfera inmóvil. Mientras deambulaban ociosos, un portillo en una tapia de barro —el muro de una casa que, a juzgar por los detalles, debía ser de romanos—, se abrió para dar paso a un individuo gigantesco; un soldado de túnica verde, con espada y daga al cinto, la piel oscurecida y largas trenzas rubias que los soles etíopes habían vuelto casi blancas.

Aquel hombre, un auxiliar romano, se quedó de piedra por un momento al verles. Agrícola le reconoció como uno de los tres guardaespaldas germanos del tribuno; pero lo que le llamó la atención fue la expresión de su rostro, porque durante un instante fue de azoramiento. Los ojos azules del bárbaro se fijaron un poco confundidos en los oscuros del praepositus, que le devolvió una mirada imperturbable, antes de saludarle de manera informal, con un floreo de bastón. El germano devolvió la cortesía, esbozando el gesto de la mano en alto; luego, al ver que el oficial no le decía nada ni le reclamaba, se dio la vuelta y se alejó, para perderse por una calle lateral.

—¿No era ése uno de los guardaespaldas de Emiliano? —preguntó sorprendido Valerio Félix.

—Sí. Lo era —Flaminio reanudó el paseo, azotando el aire polvoriento de la tarde con su bastón.

—¿Está entonces el tribuno en esa casa?

—Lo dudo. Incluso los guardaespaldas tienen días libres —sonrió—, y ése estaba ahí por un asunto privado, seguro.

—Pues, sea el que sea, no parece que le haya hecho mucha gracia encontrarse con nosotros —apuntó pensativo Agrícola.

—Se ha llevado una sorpresa al salir y vernos, sin duda.

—¿Pues qué es esa casa? —Valerio, intrigado por esas observaciones, se pasó la mano por la barba, al tiempo que buscaba con los ojos algún signo que delatase la ocupación de la vivienda—. ¿Un burdel?

—¿Desde cuándo un soldado se avergüenza de que le sorprendan yendo de putas? —el prepósito volvió a sonreír.

—¿Entonces? ¿Estará ese germano metido en algún asunto turbio?

—No, yo no diría tanto —la sonrisa del oficial se volvió ahora un tanto torva—.ésa es una de esas casas en las que la gente se reúne, pero a escondidas; entran y salen de uno en uno, y espaciados en el tiempo.

Sus compañeros de paseo se le quedaron mirando, Agrícola intrigado y Valerio aturdido. Pero el primero no tardó en darse una palmada teatral en la frente.

—¡Por Serapis! ¡No me digas! —se carcajeó con franqueza—. ¡No me digas que ese gigantón es cristiano!

El otro asintió con sonrisa torcida, en tanto que Valerio Félix miraba de uno a otro.

—¿Cristiano? ¿Cristiano ese germano?

—Tanto él como sus compañeros lo son —Flaminio se golpeó en la palma de la mano con el bastón, con sonido resonante, al tiempo que seguían su paseo—. Y ésa es una casa de cristianos, donde se reúnen para sus ceremonias secretas.

—¿Quién hubiera dicho que esos tres bárbaros…? —comentó asombrado Valerio.

—Pues es justo entre los bárbaros del ejército donde los cristianos, los mitraicos y demás plagas consiguen muchos de sus adeptos. La gran baza de esas sectas orientales es que cualquiera de sus miembros, allá a donde vaya, es recibido con los brazos abiertos por sus correligionarios. Los soldados son hombres que están lejos de sus casas y, si son bárbaros, perdidos entre gentes de idioma y costumbres distintas. No es de extrañar que caigan en las redes de esa gente.

Anduvieron unos pasos antes de que Valerio le preguntase, curioso:

—¿Y qué vas a hacer al respecto?

—Nada. Ya sabíamos que son cristianos. Y no son los únicos, ni mucho menos, en esta vexillatio. Pero Tito tiene cierto criterio al que yo me adhiero: mientras no nos lleguen órdenes directas, los soldados pueden adorar a los dioses que les dé la gana, siempre que cumplan con sus obligaciones.

—Sois hombres tolerantes —observó Agrícola.

—No. O yo al menos no lo soy. Yo me ocupo de lo mío, eso es todo. A mí, personalmente, todas estas sectas mistéricas me parecen basura; pero allá cada cual.

—Por eso decía lo de tolerante —el mercader meneó sonriente la cabeza—, porque ya veo que no sientes aprecio por los cristianos.

—¿Aprecio? ¿Qué hombre de bien podría sentirlo? —se golpeó de nuevo en la palma con la vara, ahora con algo parecido a la indignación.

Valerio carraspeó, como si quisiera manifestar de esa forma disconformidad. Flaminio le miró casi receloso.

—¿No estás de acuerdo conmigo?

—Creo que exageras, praepositus —se paseó la mano por la larga barba castaña—. Después de todo, los cristianos predican una serie de valores, una ética…

Su voz se apagó, viendo cómo le miraba el legionario, éste último hizo girar la vara en el aire, en lo que no era más que un floreo; aunque alguien que mirase desde el fondo de la calle bien pudiera llegar a pensar que iba a descargarla sobre el cráneo de su interlocutor.

Agrícola sonrió para sus adentros, notando la turbación del filósofo, que sin duda tenía que conocer a cristianos de familia acomodada, ya que la clase alta de Roma prestaba muchos oídos a toda clase de cultos extranjeros. El mismo Valerio Félix, dado su carácter, tenía que haber coqueteado con las religiones orientales, antes de partir hacia Grecia a estudiar filosofía.

—Yo en lo que prediquen no entro. Ni tampoco en cómo puedan comportarse algunos —gruñó Flaminio—. ¿No dicen que no es justo condenar a muchos inocentes por unos pocos culpables? Pues tampoco debe serlo salvar a muchos culpables por unos pocos inocentes. A mí, todos esos me parecen poco más que delincuencia organizada.

—¿No es eso excesivo?

—No. Forman grupos muy cerrados, se relacionan entre ellos, se protegen y apoyan los unos a los otros. Allá donde llegan, tratan de monopolizar ciertas profesiones mediante prácticas que, para decirlo de forma suave, son de lo más sucias. Y lo peor de todo es que, en el fondo, no se consideran súbditos romanos y no sienten la menor lealtad por Roma.

—En eso puedes tener razón… —el filósofo se manoseó la barba.

—Debieran impedir que gentes así, que no admiten deber nada a nadie que no sea de los suyos, y que no sienten el menor respeto por las creencias ajenas, acumulasen demasiado poder.

—Tengo que darte la razón en una cosa: son gente sumamente intolerante.

Discutir de religión con ellos es como hablar con un sordo. Su única obsesión es convencerte de su verdad.

—Yo nunca discuto de religión —el praepositus volvió a voltear la vara en el aire y sonrió—; ni con cristianos, ni con mitraicos, ni con isíacos, ni con nadie. Tengo cosas mejores en las que perder el tiempo.

Agrícola soltó una carcajada ante ese cambio de humor tan brusco.

—Pues entonces no discutamos de religión con los cristianos de Meroe. Esto está lleno.

—Lo sé —Flaminio se encogió, ahora fatalista, de hombros—. Ya sabes que allí donde llegan diez cristianos acaban echando a todos los que no lo son.

—¡Exagerado! —Agrícola le dedicó una sonrisa socarrona—. Yo diría que más bien puede deberse a que Meroe no pertenece al imperio y, por tanto, los cristianos pueden medrar con mayor libertad.

—Cierto —convino Valerio—. Tampoco hay por qué buscar conjuras, ni razones tenebrosas, a algo que puede explicarse con facilidad.

—Entonces, peor para los meroítas.

—Los comerciantes griegos y romanos de aquí son los únicos que pueden suministrarnos todo lo necesario para seguir hacia el sur y llegar a las fuentes del Nilo.

Y la mitad son cristianos, así que no nos queda otro remedio que tratar con ellos.

—Uf. Peor entonces para nosotros —zanjó con mueca estoica el prepósito, haciendo menear la cabeza al filósofo, y reír al mercader.

* * *

Un jefe tribal del sur o un nómada, de visita en la corte, hubiera quedado tal vez deslumbrado por la riqueza palaciega, la rigidez del protocolo egipcio o los modales pomposos de los cortesanos, y no hubiese visto más allá.

Y puede que a un viajero de tierras lejanas le cegase el colorido, puesto que la Ciudad Real era un hormiguero de aristócratas locales, eunucos, sacerdotes de cabezas rapadas, sacerdotisas veladas y aventureros de la más diversa procedencia.

Pero Senseneb no era ni una cosa ni otra.

Cuando deambulaba por palacio, casi podía oler la ambición y los miedos, que se pegaban como camisas sudadas a la piel de los cortesanos. Casi podía ver la trama de las alianzas, tan cambiantes como las mareas de esos mares azules que sólo conocía de oídas. Flujos y reflujos de poder que arrastraban como maderos a la deriva a cuantos frecuentaban la Ciudad Real, lo quisieran ellos o no, y cuyos reflujos dejaban con frecuencia una muerte no aclarada, una ejecución pública o un destino en puestos fronterizos y remotos.

En la penumbra de las salas interiores, cubiertas de frescos, los rituales palaciegos, las posturas hieráticas de los reyes y las actitudes solemnes de los funcionarios eran como máscaras brillantes y calmas que lo ocultaban todo. Pero Senseneb, arrodillada ante los dos tronos, casi podía palpar las intrigas que espesaban la misma atmósfera del palacio real, ya de por sí cálida y estancada.

No había escribas que rasguñasen con sus cañas sobre los papiros, de forma que, aparte de las voces, sólo se oía en aquel interior los tintineos de los adornos, al cambiar alguno de postura, además del vuelo de las moscas. Estaban presentes no pocos cortesanos, unos adictos del rey y otros de la candace, pero nunca quedaría constancia por escrito de lo que allí se hablaba, y unas palabras mal elegidas por parte de alguien podían traerle malas consecuencias.

Senseneb había estado explicando los pormenores del viaje Nilo arriba en compañía de los romanos, sin que los dos reyes, sentados en sus respectivos tronos a la egipcia, mudasen en momento alguno de postura o expresión. Amanitmemide y Amanikhastashan, padre e hija, consortes según las costumbres egipcias de la realeza meroíta, y también enemigos mortales.

Amanitmemide, avejentado por la enfermedad, había escuchado impasible el relato, aunque a sus ojos asomaba a veces un fuego salvaje, porque había nacido en los desiertos y no en Meroe, y se había criado entre arqueros, aunque con los años había aprendido a adoptar una postura tan estatuaria como la de un faraón. Y Amanikhatashan, amamantada en las intrigas cortesanas, joven, hermosa en esa manera rotunda tan común entre las nubias, de poder creciente en la corte, a costa del de su moribundo progenitor y esposo.

Una vez que Senseneb hubo concluido su relato, se quedó prosternada ante los reyes, la cabeza gacha. Pero hubo de transcurrir largo rato antes de que nadie despegase los labios. Según la etiqueta de la corte meroíta, los reyes no hablaban en las audiencias, dejando las preguntas, opiniones y discusión a sus cortesanos de confianza, que se alineaban al lado de los respectivos tronos. Por fin, un eunuco situado muy cerca de Amanitmemide —que tenía el arco sobre las rodillas, sujeto a dos manos, puesto que ése era su atributo real preferido— fue el primero en hacer una reverencia, pidiendo así la palabra. Y el sacerdote de Anión, muy alto y de piel muy negra, cubierto de linos muy blancos, invitó con un gesto de su báculo a Senseneb a levantarse, puesto que ya no iba a hablar con dioses, sino con hombres. Luego, de nuevo con su vara, dio la palabra al eunuco.

—Sacerdotisa. ¿Qué intenciones tienen los romanos?

—Dudo mucho que ellos sepan qué pretende exactamente su emperador —

contestó ella sin comprometerse, como era costumbre en la corte.

—No han venido desde tan lejos por el simple gusto de viajar.

—No, desde luego. Se les han encomendado dos misiones, en apariencia. La primera es llegar aquí en calidad de embajadores de su césar. La segunda es seguir hacia el sur, hasta encontrar el lugar en el que nace el Nilo.

—¿Y tenemos que creernos eso? —dijo burlón un segundo eunuco, éste alineado en las filas de la candace.

—Yo estoy convencida de que ambas misiones son verdaderas, y no simples excusas. Otra cosa es que luego haya algo más oculto detrás.

—Ese Emiliano… —apuntó un sacerdote, también situado al lado de la candace.

—Es un noble romano, de familia influyente. Es miembro de la guardia del emperador, aunque se rumorea que ha caído en desgracia ante éste.

—¿En desgracia? ¿Ya un hombre así nos mandan los romanos como embajador?

—Sólo es un rumor. Y es posible que le den así la oportunidad de redimirse —replicó con prudencia Senseneb—. No trae tratados, sino regalos y saludos. Su misión es de cortesía, quizá para allanar el camino a otros embajadores.

—¿Y esos embajadores vendrían ya con tratados? —inquirió un guerrero de pelo ya entrecano, de la facción del rey.

—Es posible.

—¿Tratados sobre qué?

—Eso no he conseguido averiguarlo. Es todo una suposición. Pero insisto en que ese tribuno está más que curtido en la política de Roma, y sabe guardarse lo que le interesa.

—¿Tenemos que creernos que Nerón ha mandado a tantos soldados, a un viaje tan largo y lleno de riesgos, sólo por saber donde nace el Nilo? —apuntó sarcástico el segundo eunuco de antes.

—Los romanos no son como nosotros. Los reyes Ptolomeos construyeron el Museo y la Biblioteca, y gastaron oro a manos llenas, sólo por atesorar todo el saber posible. Los romanos parecen tener esos mismos gustos y, además, Nerón es un dios caprichoso. Pretende ser el primer romano en llegar a las fuentes del Nilo y por eso ha mandado su propia efigie, fundida en oro y escoltada por pretorianos, que son los que guardan al emperador cuando éste sale de Roma.

Hubo un silencio. Luego, un sacerdote de la facción del rey Amanitmemide hizo a su vez una reverencia, y el maestro de ceremonias le dio la venia.

—Dices que, aunque esas dos misiones sean verdaderas, puede haber otros motivos ocultos.

—Puede, en efecto. No digo que los haya seguro. Pero los romanos se han mostrado de lo más interesados en averiguar cuanto han podido sobre nuestro reino.

Otro cortesano, situado prácticamente al lado del trono de la candace Amanikhastashan, se inclinó.

—Son espías —dijo con pasión, dentro de lo que permitía el ritual de toma de palabra.

—Tratan de conocer las fuerzas de nuestro reino —respondió sin comprometerse Senseneb.

El cortesano la observó con intensidad, por un instante, y ella le devolvió la mirada. Aquél era Dakka, la estrella del momento. Un hombre joven y apuesto, de hombros macizos y piel clara, pues era hijo de un noble local y una esclava árabe. Un personaje turbulento y arribista, del tipo en que solía apoyarse la Candace para ganar ascendencia entre los soldados meroítas.

—Te pido tu opinión. ¿Crees que están planteándose la posibilidad de invadir nuestro reino, madre? —le dio el tratamiento de cortesía, ya que era sacerdotisa de Isis.

—O tal vez teman que nuestro reino invada Egipto, tal y como sucedió en tiempos de la candace Amanishakhete.

—No respondes de forma clara, madre —repuso el otro con suavidad.

—Sí lo hago. Pero el centinela debe vigilar, no juzgar. Es al timonel de la nave sagrada al que le corresponde decidir hacia qué lado gobernar —se zafó ella con una cita.

Hubo un largo silencio. Luego, el propio sacerdote de Amón que hacía las veces de maestro de ceremonias, viendo que nadie hablaba, tomó la palabra.

—Bien dicho —aprobó—. Pero los vigías son los ojos de la nave. ¿No tienes tu propia opinión?

—Creo que las aguas son turbulentas y que lo mejor es situar la nave en medio del río. Llevarla demasiado cerca de una orilla, sea la que sea, es ponerla en peligro de hundirse o embarrancar —hizo una pausa para medir sus palabras, antes de proseguir—. Egipto no es una provincia más del imperio. Es el granero de Roma y sus emperadores le dan tanta importancia que son ellos, en persona, los que nombran a sus gobernadores, y no permiten que los jefes de sus legiones sean miembros de la alta nobleza.

—Eso ya lo sabemos —apuntó con ligero tono de aburrimiento el segundo de los eunucos, el del bando de la candace.

Senseneb, de pie ante los dos tronos, con los cortesanos a derecha e izquierda, se permitió un gesto muy leve, capaz de trasmitir su desprecio por ese interlocutor sin violar el protocolo. Luego, con la cabeza descubierta, aunque tocada con una gran peluca a la egipcia, sacó su jugada maestra.

—Pero hay algo que no sabes, hombre impaciente. La situación en la provincia de Judea se envenena cada vez más; se habla de levantamientos y corre un rumor según el cual los romanos pueden retirar parte de sus legiones de Egipto, para reforzar a las de esa zona. Si tal cosa sucede…

Eso sí que produjo una agitación visible entre los cortesanos. El sacerdote de Amón, más que ducho en intrigas, se le quedó mirando con una luz de aprobación en los ojos oscuros. Habló de nuevo Dakka, otra vez con pasión en la voz.

—Eso dejaría las puertas de Egipto abiertas a nuestros soldados —sus ojos centelleaban en la penumbra de la sala.

—No lo sé —disintió con prudencia la sacerdotisa—. Pero por lo menos alejaría de nosotros la posibilidad de una invasión.

—Confórmate con que no nos ataquen ellos a nosotros y deja de soñar —le recriminó áspero el capitán del pelo entrecano que, como muchos, no podía sufrir a Dakka.

Éste quiso replicar, pero el sacerdote de Anión no le dio la palabra, aunque se inclinó por dos veces. A la tercera reverencia, el sacerdote giró hacia él la cabeza calva y le contempló como un dios a un insecto. Y Dakka no se atrevió a insistir. Entonces aquel maestro de ceremonias puso sus ojos de nuevo en Senseneb.

—¿Tiene algún consejo el vigía para los timoneles de la barca sagrada?

—Aunque el vigía no tiene ni la sabiduría ni la experiencia de los timoneles, recomendaría recibir con los brazos abiertos a los romanos y esperar acontecimientos. No decir a nada ni que sí ni que no, y ayudarles en todo lo posible en su expedición en busca de las fuentes del Nilo, con provisiones e incluso hombres si fuera necesario. Es mejor que se alejen de nuestro reino cuanto antes, para que no puedan establecer contactos ni buscar apoyos o agentes.

Se quedó en silencio un momento, pero el sacerdote de Anión, adivinando que tenía algo en la punta de la lengua, la instó a seguir con un gesto del bastón.

—Además —concluyó entonces—, el césar no nos podrá culpar a nosotros si fracasan en su misión.