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CLAUDIA no volvió al estudio de la calle del Ángel hasta finales de agosto. Lo hizo uno de esos días extraños que marcaron a aquel verano, cuando el otoño asomaba de repente para cubrir Madrid con cielos oscuros, chaparrones y vientos. Tras otra madrugada en vela por culpa del dolor de espalda, la primera claridad le sorprendió asomada a las ventanas de su casa, con los ojos puestos en las torres de viviendas del barrio de Vallecas contra un cielo nublado y dando vueltas en la cabeza a qué iba a ser de su vida. Y de nuevo, reacia a quedarse en casa vegetando entre pensamientos negros y calmantes, tomó el metro muy temprano, rumbo a la estación de La Latina.

Lo hizo caminando aprisa, como si así pudiese dejar atrás las molestias de columna y sólo ya a la altura de la estación de Sol se le ocurrió comprobar si llevaba encima las llaves del estudio. Sí, ahí estaban. Las había guardado en ese mismo bolso, el que llevaba el día de su primera visita, y ahí las había dejado, fuese por olvido o intención inconsciente.

Caían gotas sueltas cuando salió del metro, ésta vez a una calle de Toledo abarrotada de vehículos y gente que se apuraba en todas direcciones. Muchos echaban ojeadas inquietas al cielo, temerosos de que el chaparrón les pillase en plena calle. Claudia se apresuró por aquellas calles antiguas, recelando lo mismo. Trasteaba ya en la cerradura del portal cuando se desató la tormenta. El aguacero comenzó a azotar aceras y asfalto con rugido sordo mientras ella entraba a toda prisa, salvada de calarse por los pelos.

Por segunda vez invadió el estudio casi de puntillas, a sabiendas de que no tenía derecho a estar en aquel lugar ajeno. Y otra vez volvió a atraparla esa sensación falsa de algo familiar y recuperado. Abrió la cortina de la claraboya, pero la luz en esa ocasión fue la plomiza de los días de lluvia, acompañada por el tamborileo de gotas sobre el cristal.

Se sentó en el sofá, vencida un instante por el dolor de columna. El resonar del agua sobre las tejas convertía al estudio en algo aún más cotidiano, quizá porque su relación con Jacobo tuvo lugar durante el invierno y la primavera. Y sus encuentros allí estuvieron acompañados con frecuencia por el frío exterior, la calefacción encendida, el silbido del viento en los aleros y un golpeteo de lluvia como el que ahora escuchaba.

Cuando el dolor remitió en parte, se puso en pie y encendió la música. De nuevo los boleros de los Panchos llenaron esa estancia de paredes color salmón. Se sentó en el sillón de oficina ante el escritorio, para comenzar a revolver entre aquella balumba de folios, carpetas, libretas que cubría el tablero. Dejó a un lado el cuaderno de viaje, ese de tapas imitación cuero, para centrarse en los papeles. Había tacos de fotocopias, hojas impresas, folios manuscritos, fotos, bocetos a lápiz del propio Jacobo.

Fue ojeando al azar, al tiempo que se preguntaba cómo conseguía Jacobo organizarse entre tanto desorden. No consiguió encontrar ningún documento sobre alcaloides exóticos ni experiencias místicas inducidas. Casi todo era sobre arquitectura y simbolismo, material sin duda del proyecto en el que participaba. También había documentos sobre algunos otros temas y unos pocos manuscritos de carácter personal. Y Claudia no pudo evitar centrarse en esos últimos.

Eran textos de longitud variable, tal vez fruto de impulsos súbitos. Al leerlos, casi daba la impresión de que Jacobo se había sentado de repente a volcar en papel lo que le pasaba por la cabeza en esos momentos. Buena parte le resultaron a Claudia poco menos que ininteligibles. Reflexiones sobre la meditación, la trascendencia, la compasión. Ninguna referencia concreta a grupos místicos. Había una larga disquisición casi filosófica sobre qué debía entenderse por simbólico, y sus diferencias con lo figurativo y lo decorativo. Aquello último lo había escrito, según indicaba el propio Jacobo, tras una conversación con un tal Carlos Bassano, un nombre que a ella le sonaba de algo.

De entre el mar de hojas rescató un boceto. Una cruz de brazos iguales, en cuyo centro había un disco del que partían ocho rayos triangulares, como un solo o una estrella esquemáticos. Debajo, Jacobo había escrito: «estoy seguro de que la iconografía de los agápetos tardíos nada debe a los nestorianos. Pese a la coincidencia temporal y geográfica, las similitudes han de achacarse al contacto de ambos grupos con la cultura y la religión persas, y no a un préstamo entre ellos. Por eso cabe preguntarse si esos mismos agápetos tardíos no tomarían de los mazdeístas la ceremonia del Haoma, adaptándola a sus creencias».

Claudia, tras leer dos veces aquella nota incomprensible, sacó una libreta de su bolso para anotar palabras clave: agápetos tardíos, nestorianos, mazdeistas, Haoma. Luego la dejó de lado para seguir revolviendo. No sabía muy bien qué buscaba y estar sentada en ese asiento de oficina hacía que cada vez le doliese más la espalda. Así que acabó por desistir y, con el cuaderno de viaje en la mano, fue a instalarse en el sillón verde.

Arrullada por el son de la lluvia sobre el tejado, fue curioseando entre las páginas, dejando aletear la mirada sobre esa maraña de anotaciones y bocetos que tan bien reflejaban la estructura mental de Jacobo. Recordó los temores de Eduardo. Con cierto desasosiego, volvió a preguntarse si de verdad Jacobo dejaría atrás, de forma voluntaria, algo tan íntimo como ese cuaderno que era su compañero inseparable.

Unas anotaciones eran unas pocas líneas, como ideas al vuelo. Otras llegaban a las dos páginas. Muchas estaban fechadas. Todas eran de tipo personal: reflexiones, recuerdos, anécdotas.

Cuando las entradas eran más largas de una cara, comenzaban siempre en página par. Era como si Jacobo hubiera querido tenerlo todo en el futuro a un golpe de vista. Pasar los ojos por esos escritos era un placer, dado el amor de Jacobo por la caligrafía. Claudia le había visto escribir tan absorto como un pintor en su lienzo. Enlazaba las letras de las palabras, creaba párrafos como todos; casi obras de arte diminutas en sí mismos. Y otro tanto ocurría con sus dibujos. Porque Jacobo, además de su formación como arquitecto, gozaba de un talento que asomaba en cada boceto.

Y había no pocos bocetos. Desde edificios a detalles. Algunos ocupaban una esquina de una hoja y otros una cara entera. Al pasar las hojas se topó con un rostro de mujer a lápiz, en página completa. Se recostó en el sillón para examinarlo. El retrato lo era de una mujer hermosa y en sí era buen reflejo de cómo era Jacobo. Porque si el lado derecho del rostro mostraba minucia y sombras, el izquierdo era poco más que bosquejo. Como si el dibujante, tras trabajar con ahínco en el retrato, hubiese perdido el interés de golpe y hubiera abandonado sin terminarlo. Buena metáfora de lo que había sido la vida del propio Jacobo.

Fuera quien fuese, la mujer del retrato frisaría los treinta. Rasgos finos, fríos, ojos oscuros, cabellos lisos y negros a juzgar por la intensidad del trazo. No había pie de página ni pistas sobre su identidad. Un rostro sin nombre flotando entre notas personales. Por fechas contiguas, Jacobo debió dibujarlo a comienzos del 2005. Claudia pasó página con los labios fruncidos, molesta al darse cuenta de que había sentido comezón, ya que por esa época ellos dos salían juntos.

Algo más adelante, había dibujado un edificio imponente, en escorzo desde abajo. «Pasaje Barolo, Buenos Aires» decía. Lo estudió con la mano sobre el cuaderno abierto, como para impedir que un viento imaginario pasase las páginas. Ese edificio no le decía nada. Pero la anotación le había hecho recordar cuándo había oído aquel nombre, Carlos Bassano, mencionado en el texto sobre simbolismo que leyó un rato antes.

En abril del 2005, Jacobo hizo un viaje de dos semanas al cono Sur. Nunca fue muy explícito sobre sus motivos y Claudia no quiso preguntar mucho, suponiendo que podía tener que ver con sus experiencias con alcaloides. Y sí. Aquel Bassano era un argentino radicado en España que algo había tenido que ver con ese viaje.

Trató de hacer memoria con la mano aún sobre esa página, con la música de fondo. No pudo recordar detalles. Dejó de lado el cuaderno de viaje para buscar en el cajón superior derecho del escritorio. Allí estaba: la agenda. Y dentro ese nombre: Carlos Bassano, con un número de móvil pero sin dirección alguna.

Antes de que pudiera arrepentirse, Claudia llamó con su propio móvil. Arrepentirse de remover aguas pasadas, no de llamar a un desconocido. Dos años como reportera la habían curtido y dado soltura en ese campo. El número estaba operativo. Contestaron a la tercera llamada.

—¿Señor Carlos Bassano? Me llamo Claudia Ugarte. Era amiga de Jacobo Artola, al que supongo que recordará...

—Claudia. Pero sí. Jacobo me habló en alguna ocasión de vos. —Tenía voz de barítono, cultivada, más agradable aún gracias a un deje argentino suavizado por tal vez décadas lejos de su patria—. ¿Qué se le ofrece?

—Hace dos años, ayudó a Jacobo en un viaje que hizo a Argentina.

—Ayudar, ayudar... digamos que le di una mano.

—Me gustaría hablar con usted sobre eso. Supongo que le sorprenderá, pero...

—Con gusto. Conversamos cuando quiera. —Se le escuchaba mal, ya que había mucho ruido de fondo. Debía estar en la calle o en lugar concurrido.

Resultó que se encontraba de viaje en Barcelona, aunque no tardaría en regresar a Madrid. Acordaron verse el viernes 31 en la cafetería del Círculo de Bellas Artes, a sugerencia del propio Bassano, a las once y media de la mañana. Cuando Claudia preguntó cómo se podrían reconocer, él se permitió cierta ironía.

—No se preocupe. Sólo busque a alguien con más de sesenta años y barba blanca, sentado solo, si es posible junto a los ventanales. Tomo café con leche y acostumbro a leer El País y El Mundo para cotejar noticias. Si hubiese en la cafetería del Círculo más de una persona que encaje con esa descripción vamos a estar en un pequeño apuro. Pero lo dudo mucho.