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LOS hermanos Buenaventura y Salvador Jordán llegaron a la República Argentina en 1895, en alguno de los vapores que zarpaban en esas fechas de puertos españoles, atestados de emigrantes, rumbo a las Américas. Desembarcaron en el puerto de Buenos Aires, fueron inscritos en la aduana y tras eso su rastro se perdía durante más de dos años. La siguiente prueba documental de sus actividades era la concesión de tierras que obtuvo Buenaventura Jordán en 1898 en el Chaco argentino, una región selvática del norte en esas fechas aún casi sin explorar. Salvador constaba en 1899 como propietario de una estancia en la Pampa Húmeda, al sur de Buenos Aires.
El primero prosperó con la explotación de maderas y tanino, y el segundo con la de ganado. Buenaventura fundó incluso una población cerca de la frontera con Paraguay, en unos territorios llenos todavía de indios. Pozos Jordán, que así se llamó, llegó a tener algo más de un centenar de habitantes, pero su existencia fue efímera. El clima era húmedo e insalubre, y las enfermedades tropicales mataron a muchos de los vecinos de esa ciudad en embrión. El propio Buenaventura perdió allí a su esposa y dos hijos, y tuvo que ser evacuado al sur, muy enfermo. Antes de 1910, Pozos Jordán había sido abandonado a las malezas.
Tras ese fracaso y con la salud quebrantada, Buenaventura se radicó en Buenos Aires y dirigió desde allí sus negocios en el norte. En 1910 se construyó en Mar del Plata la villa que tanto interés había despertado en Jacobo, ya que pasaba largas temporadas en la costa, por prescripción médica. Murió en 1921, sin recuperar su antigua fortaleza física ni engendrar más hijos. Casi toda la herencia fue a manos de su hermano Salvador, aunque la villa quedó en usufructo de una peña, un grupo de amigos que durante años se habían reunido allí, alrededor de Buenaventura.
Salvador acrecentó en grado sumo su fortuna durante la I Guerra Mundial, como muchos ganaderos argentinos, gracias a la exportación de carne y cuero a los contendientes. Pero no se tenían más noticias sobre él, excepto que murió en 1949. Su dinero y negocios pasaron a su único hijo, que falleció a su vez en 1972 sin descendencia. La villa fue vendida y demolida no mucho después de la primera de esas fechas. Para entonces, hacía tiempo que la antigua peña de Buenaventura ya no se reunía allí, quizá porque se había disuelto.
Eso fue, a grandes rasgos, lo que le pudo aportar Carlos Bassano a Claudia, a la vuelta de ésta del Perú. Fue casi un cruzarse, porque él estaba en vísperas de viajar a Argentina, donde tenía pensado pasar la Navidades, por primera vez desde hacía diez años. Así que, puestos ante la disyuntiva de tener que esperar a después de Año Nuevo, hicieron un hueco para verse.
Bassano invitó a Claudia a acompañarle el 22 de noviembre por la tarde al Teatro Español, aunque no a ninguna función. Acababa de fallecer el gran actor Fernando Fernán-Gómez, habían organizado en ese recinto el velatorio y el argentino, tan amante de la escena, no podía por menos que pasarse por allí a rendirle homenaje. Quedaron pues en las inmediaciones del teatro y, juntos, desfilaron como otros muchos por delante del escenario, sobre el que ahora había veladores de café, de mármol blanco y hierro negro, así como sillas tapizadas de rojo oscuro. Había gran número de coronas de flores y como telón de fondo una foto gigantesca del actor, tomada un día de sol en alguna terraza. Le habían retratado con gorra, gafas y barba blanca, con un periódico abierto entre las manos y los ojos puestos en una paloma que había ido a posarse en su mesa.
Había también en el escenario un atril para los espontáneos que quisiesen leer o recitar. Justo al pasar ellos, alguien estaba cantando una versión del tango Caminito, una de las muchas que, como más tarde sabría Claudia, se interpretaron a lo largo de todo el velatorio, ya que al parecer era la canción favorita del difunto.
—Algo de porteño tenía —comentó Bassano cuando salían del teatro—. Después de todo, nació oficialmente en Buenos Aires.
—¿Buenos Aires? Pero si leí que fue en Perú.
—Sí, allí le dio a luz su madre. Pero, por algún motivo, no le inscribió hasta pasados unos días, ya en Buenos Aires. Ambos lugares son pura circunstancia. Su madre estaba de gira en esos momentos por América y por eso nació allá.
Se ciñó el abrigo, porque hacía frío en la calle.
—No puedo dejar de acordarme ahora del Teatro Cervantes de Buenos Aires. Es bellísimo, pero se está cayendo a pedazos. Una pena. Se me vino ahora a la cabeza porque lo construyó María Guerrero, que dicen que era abuela de Fernán-Gómez.
—Algo leí al respecto... —Claudia ladeó la cabeza, tratando de hacer memoria.
—Sale hoy en todos los diarios, aunque ya había aparecido en algún libro. Por eso me he acordado. Parece que el gobierno español va a dar algo de dinero para restaurarlo.
Caminaron unos pasos en silencio por la plaza de Santa Ana, mucho más diáfana que en verano, ya que habían desmantelado las terrazas de las cervecería. Una ráfaga de aire frío agitó los faldones del abrigo de Bassano y los cabellos rubios sueltos de Claudia, obligando a ésta a arrebujarse en su cazadora. Nubes pesadas corrían por el cielo, de forma que la plaza tan pronto se inundaba de luz como quedaba en sombras. Él cambió de golpe de tema.
—Hay muchas incógnitas en la historia de los hermanos Jordán.
—¿Como cuáles?
—Se amasaron fortunas inmensas en Argentina, en aquellos años. Pero no hasta el punto de que alguien pudiera desembarcar en Buenos Aires con lo puesto y, sólo dos años más tarde, obtener una concesión en el Chaco.
—Si le fue bien...
—No es sólo cuestión de dinero, aunque dudo que lograse reunir el suficiente en un periodo tan corto de tiempo. No sé si nos estamos enredando con el significado de las palabras. —Bassano sonrió de una forma muy suya—. Cuando hablo de concesión no me estoy refiriendo a un ranchito. Hablo de extensiones grandes. Grandes de verdad. Por aquellas fechas otro español, Carlos Casado, obtuvo, también en el Chaco, una concesión de unos 90.000 km2. Eso, para que te hagas una idea, es más o menos el doble de lo que ocupan Cataluña o Galicia. La concesión de Jordán era mucho más modesta, claro, pero aún así inmensa para los parámetros europeos. Para lograr una explotación de esa clase hacía falta tener no sólo mucha plata, sino también excelentes contactos políticos. ¿Cómo iba a reunir todo eso alguien que era un desarrapado dos años antes?
—¿Y qué explicación le das?
—Ninguna. Aprovecharé la estancia en mi país para chusmear un poco por mi cuenta. Mi primo Horacio está ya buscando información.
—Ten cuidado. —le advirtió Claudia, de repente inquieta.
—Eso mismo podría decirte a vos. Que tengas cuidado. —Volvió a sonreír—. Pero no te preocupes, que sé guardarme las espaldas. Ya te tendré informada de cuanto descubra, si es que averiguo algo.
* * *
A partir de las notas dispersas de Jacobo, Claudia comenzó a reconstruir sus vagabundeos arquitectónicos. En los días siguientes y provista de un par de guías básicas, fue de un lado a otro por Madrid para visitar aquellas fachadas, detalles, estatuas que en su día llamaron la atención de Jacobo. Recorrió la obra de distintos arquitectos y circuitos de diversos estilos —ecléctico, nacionalista, modernista, racionalista, Art Decó— a lo largo y ancho de toda la ciudad. No tardó en darse cuenta de que las pesquisas de Jacobo se habían estructurado según sus propios patrones mentales, amalgamando investigación con mera curiosidad. Así por ejemplo, cierto día su deambular a partir de una nota le llevó desde la fachada y las vitrinas del Banco de España a la esquina de Mayor con Milaneses para contemplar, en una azotea, la estatua de un ángel cayendo en picado con las alas extendidas. Una efigie de factura muy moderna, que Jacobo había visitado y fotografiado por simple gusto.
Tal mescolanza no le importó en absoluto. Descubrió que disfrutaba de esos recorridos que la llevaban por una ciudad muy distinta, hecha de detalles que siempre habían estado ahí y junto a los que había pasado toda su vida sin reparar siquiera en su existencia. Y de hecho, en esos días, fue cuajando cada vez más en ella la idea de hacer un documental sobre ese Madrid visible y sin embargo oculto a fuerza de tenerlo ante los ojos todos los días.
Ya con esa intención en la cabeza, se llegó un domingo hasta el Parque del Capricho, en la zona norte de la capital. Jacobo había visitado aquellos jardines al menos en dos ocasiones, a juzgar por sus escritos, sin que en ellos aclarase cuál era el motivo. Acudió a la tarde y, como había estado diluviando en las horas previas, el parque estaba casi desierto, aunque en esos momentos se habían apaciguado tanto el agua como el aire. Pudo así pasear en soledad, abrigo negro y paraguas largo, a través de un pequeño universo otoñal de árboles altos, setos, estatuas románticas. En el aire quieto de la atardecida, llovían mansas las hojas muertas y ella, sin prisa alguna, fue deambulando por paseos y vericuetos, observando con ojos de cámara los detalles que surgían a cada revuelta del parque.
Se entretuvo en la Plaza de los Emperadores, circundada por bustos romanos, para, paraguas en mano, contemplar largo rato la exedra; un templete circular sobre plataforma de gradas, rodeada de esfinges protectoras. Otra vez las esfinges. Paseó la mirada, cavilosa, por ese templete de gusto grecorromano y aquellas figuras mitológicas que tanto habían interesado en su día a Jacobo, antes de reanudar la caminata por paseos cubiertos de hojarasca.
El Capricho, paradigma de parque romántico, se construyó por orden de una duquesa de Osuna a finales del XVIII, que lo convirtió en una fantasía de fuentes, canales, estatuas clásicas, puentes, edificaciones, arboledas. Claudia fue por los vericuetos, tomando nota mental de todo y, al tiempo, abandonándose poco a poco a la belleza del sitio, tan ajena a los tiempos que le habían tocado vivir. Se detuvo a contemplar el Laberinto, formado por setos de laurel. La hojarasca ocre, roja, marrón, seguía cayendo en la atmósfera sin viento, entre susurros muy quedos. Se llegó hasta el fondo del parque, al palacio de los duques, de pórtico columnado, antes de girar para remontar las cuestecillas e ir visitando lugares como el Casino de Baile o la Casa de las Cañas, construido en su día con bambús, en un estilo anglo-chino muy en boga a finales del XVIII.
Llegó a una rotonda, confluencia de varias sendas, con una columna muy alta en el centro. Había un hombre sentado en uno de los bancos laterales, con anorak y con un libro entre las manos. Ni siquiera levantó la vista y Claudia, tras valorar de un vistazo la buena imagen que sacaría en cámara de él ahí, en el banco de piedra, leyendo entre el caer de hojas muertas, volvió toda su atención a la columna. En lo más alto, había una estatua de Saturno devorando a uno de sus hijos. Estudió más que fascinada esa figura de piedra. Goya había frecuentado El Capricho durante casi treinta años y, ante el obvio parentesco entre la efigie de piedra y la famosa Pintura Negra, era inevitable preguntarse cuál habría inspirado a cuál.
Se levantó de repente viento. Una ráfaga llegó silbando por las sendas, arrastrando hojarasca, de forma que la columna se vio envuelta en un tornado de hojas. Claudia, tras una mirada aprensiva a aquel cielo de otoño, muy azul y cargado de nubes de tormenta, reanudó su paseo, porque no podía quedar mucho para el oscurecer y, por tanto, para que cerrasen el parque.
Observó a lo lejos el Templo de Baco, en un cerrillo de laderas suaves. Un templete de piedras blancas sobre césped muy verde; más aún en esos instantes, tras las lluvias y sembrado de hojas muertas. Jacobo había mencionado en sus papeles a aquella construcción y, aunque su comentario había sido sobre arquitectura —sobre lo singular que era, a caballo entre el barroco final y el neoclásico—, a Claudia no le costó nada imaginárselo allí parado, contemplando absorto todo aquello. El templete de planta ovalada a cielo abierto, con sus columnas de estilo jónico. La estatua blanca del dios, representado como un joven desnudo, con racimos en ambas manos y hojas de parra en cabellos y sobre el sexo, con un perro a los mismos pies.
Se llegó hasta allí para circundar muy despacio el templo, lamentando no tener una cámara porque, aunque el templete se alzaba bajo pinos altos, la ventolera arrojaba lluvias de hojas muertas que revoloteaban entre las columnas jónicas y la efigie del dios. Acarició distraída las estrías de una de esas columnas. Observó atenta el rostro de Baco, al tiempo que recordaba el gran interés de Jacobo por el paso de lo simbólico a lo decorativo. Porque era de suponer que aquellos españoles dieciochescos no habían levantado ese templo para rendir culto a una antigua deidad pagana y sí por motivos estéticos.
De tal reflexión saltó a Carmen Silva, puede que por los contactos con el mundo del arte de los que ésta alardeaba. Justo antes de visitar el Capricho, había tenido una conversación telefónica con ella. Habían hablado un par de veces, siempre por móvil, y Claudia no podía evitar darle vueltas y vueltas en la cabeza a esa mujer que cultivaba de forma obvia un halo de misterio. Especulaba sobre la relación que pudo tener con Jacobo, sobre cuánto pudo durar y también sobre hasta dónde podía fiarse de ella. Después de todo, la había abordado un día en el cementerio de Carabanchel, sin más aval que su propia palabra. Y, por más que había rebuscado, Claudia no había encontrado entre el marasmo de papeles de Jacobo ni una línea dedicada a ella. Sólo aquel boceto a medias.
En esas cavilaciones estaba, la mano sobre una columna, los ojos puestos en la estatua de Baco y con la cabeza muy lejos, cuando algo la hizo brincar de sobresalto. Nunca pudo precisar qué fue en concreto lo que la asustó. Tal vez un destello captado de reojo, un susurro de tela o la intuición de que había alguien a su espalda. Pero lo que fuese le salvó la vida, porque el bote la apartó un paso. Lo justo para que algo afilado que pasó cortando el aire errase por dedos su garganta. Soltó un grito, sin saber ni qué ocurría, mientras ya un nuevo tajo de acero afilado no le abría el cuello por poco. Descargó a ciegas el paraguas y el golpe echó atrás a su agresor, lo que le dio al menos un instante para hacerse cargo de qué estaba ocurriendo.
Pese a estar el templete en alto y abierto, su agresor se había acercado sin que ella se diese cuenta, tal vez porque estaba absorta en sus pensamientos, o porque fuera él muy sigiloso. El caso era que un hombre había surgido a su lado como un espectro, con abrigo negro y guantes, empuñando un cuchillo de aspecto atroz, con la hoja ancha, curva y de filo interno como las hoces. Se cubría con un máscara que Claudia, al hacer luego memoria, recordaría como de regusto clásico, casi acorde con la estatuaria del parque. Un semblante joven, de belleza fría, forjado en un metal como plata antigua, manchado por el tiempo. Recordaría también los ojos tras las ranuras. Ojos muy claros. Y sobre todo recordaría el terror que causó en ella esa aparición súbita de ropas negras y hoja afilada, entre las columnas griegas del templete.
El viento arrojó sobre ellos una lluvia de hojas muertas y, entre el revuelo, el Ángel atacó de nuevo, buscando siempre con su arma la garganta de su víctima. Claudia interpuso el bolso. En la época en que vivía amenazada, tomó clases de defensa personal y ahí la enseñaron a defenderse con lo que más a mano tiene una mujer: bolso, móvil. Paró el golpe, pero la cuchillada, aparte de rasgar el bolso, se lo arrancó de la mano, de forma que se le fue dando tumbos cuesta abajo, desparramando su contenido por el césped.
Pero eso le dio el respiro que necesitaba para refugiarse entre las columnas del templo. El espectro de negro y máscara volvió al ataque. Le lanzó dos, tres tajos. Ella hurtaba el cuerpo, interponiendo las columnas, moviéndose por los peldaños, sin poder pensar en nada que no fuese salvar la vida un instante más. Nunca supo cuánto duró todo eso, si segundos o minutos. Sí que en ningún instante apartó la vista de aquella hoja afilada que cortaba silbando el aire. Esquivaba o interponía el paraguas, casi hipnotizada por esa máscara a la que las manchas del metal daban un aire trágico, y por esos ojos tan claros que ardían tras las hendiduras.
Tal vez mientras se movía entre las columnas y la estatua, sorteando cuchilladas, llegó a oír cómo gritaban abajo, entre el silbo del filo y sus propios resuellos. Tal vez. Su atacante se detuvo de repente, las ropas negras aleteando en el viento, esa hoja tan filosa destellando a un sol de última tarde que se colaba entre las nubes y las frondas de otoño. Claudia vio cómo volvía la cabeza para observar ladera abajo, antes de mirarla de nuevo a ella, en guardia, el pelo rubio caído sobre el rostro, el paraguas adelantado. Él se apartó dos pasos y sin transición se dio la vuelta para huir a la carrera.
Sólo entonces se dio cuenta ella con seguridad de que estaban gritando. Se acercó al borde del templete, entre las columnas. Había gente abajo. Un puñado de personas, atraídas sin duda unas por los gritos de otras. Dos guardias de seguridad subían la cuesta porra en mano, secundados por un hombre de aspecto resuelto que, a falta de algo mejor, había echado mano a un pedrusco. Aturdida, jadeando, se fijó en el paraguas que empuñaba. La tela colgaba rasgada y, sin poderlo evitar, al pensar que eso mismo podía haber hecho ese filo temible en su estómago o cuello, sintió cómo le flaqueaban las piernas.
Dejó caer el paraguas. Se apoyó en una de las columnas, tratando de no llorar. Al apartar los cabellos del rostro, su mirada se cruzó con la del dios y, por alguno de esos absurdos que tiene la mente humana, recordó otra vez las disquisiciones de Jacobo sobre lo simbólico y lo decorativo. Se preguntó si el haber estado dentro de un templo le habría salvado la vida. Si tendría que dar gracias a una deidad pagana por haber evitado aquel cuchillo. Y, sin atreverse a confiar en sus piernas, aún apoyada en la columna, se giró para encarar a los que habían hecho huir a aquel espectro de máscara y negro, que ya llegaban al templete de Baco.