31

NO mentía Pastor. La senda iba a morir a no muchos pasos, a la boca de una mina —se notaba a simple vista el origen artificial de la abertura— cerrada con cancela. Uno de los compañeros de Pastor sacó un manojo de llaves del bolsillo y, mientras abría, Claudia examinó con algo más de atención al par de más edad. Rondarían ambos los sesenta antes que los cincuenta, vestían ropas cómodas y sobadas, y el aspecto de los dos era el de hombres acomodados que hubieran salido a pasar el fin de semana en la sierra. No tenían aspecto de locos, alucinados o de fracasados captados por una secta. Pero justo por eso mismo, por su aspecto tan normal, causaban en Claudia más inquietud.

Abrió el de las llaves y la mente de Claudia se alejó de esos pensamientos. Al otro lado de la cancela, arrancaba un túnel de no más de siete u ocho metros, de suelo cochambroso, paredes rezumantes de humedad y sin más iluminación que la claridad que se colaba por la boca de mina. Claudia, no bien pisó esa galería malsana, se encrespó.

—¿Habéis encerrado al chico aquí?

—Por favor, Claudia. —Pastor se permitió un ademán casi regio—. Está bien. No puedes pensar en serio que yo sería capaz de meter a Mihái en una especie de calabozo.

Al fondo de ese túnel había una segunda puerta, ésta de hierro, pesada y antigua, de bordes remachados y con picaduras de óxido sobre la superficie.

—Esto fue en tiempos una mina. —Explicó Pastor mientras su compañero abría—. Hubo algunas explotaciones mineras por la zona, hace décadas. Al otro lado del valle se conserva una mina de plata y cobre que lleva muchos años abandonada. Ahora la quieren convertir en museo. Ésta tuvo menos éxito y la abandonaron al poco de abrirla. Por la longitud total de las galerías, me parece que no debieron pasar de los trabajos iniciales.

»Estuvo abandonada durante años hasta que, al poco de acabar la Guerra Civil, algún grupúsculo de los vencedores quiso acondicionarla como refugio o base, o algo así. Fascistas, carlistas, apostólicos, qué se yo. No conozco los detalles, pero esa ocupación tampoco duró mucho. El grupo no tardó en desaparecer y esto volvió a quedarse vacío.

Más allá de la puerta remachada, que a Claudia le trajo a la cabeza viejas películas bélicas, proseguía el túnel, aunque ahora las paredes estaban revocadas de cemento y con algunos plafones en el techo, lo justo como para alumbrar de forma mortecina el camino. Fueron a desembocar en una caverna amplia, de suelo nivelado y paredes también de cemento. Había luces bastantes como para mantener aquella gruta en una penumbra amarillenta y los muros de cemento gris estaban adornados con trofeos de caza, varios armeros con escopetas y rifles, y un par de panoplias repletas de sables largos y curvos, supuso Claudia que antiguos. Hacía mucho frío, la sensación que daba el lugar no podía ser más desangelada y, pese a su amplitud, parecía no ser sino un nudo de galería, ya que desde allí partían otros tres túneles.

—Esto data de finales de los años 30. Hicieron obra aquí y ensancharon ese túnel —señaló hacia una de las bocas— para convertirlo en galería de tiro. Para eso mismo lo usamos nosotros. Somos un club de caza y eso es la excusa perfecta para tener abierto todo esto sin que nadie se extrañe de ello.

Claudia había puesto los ojos en la galería que le indicaba Pastor pero, como sus luces estaban apagadas, no pudo ver más que una boca negra. Supuso que, más allá de ella, habría un túnel ancho y recto, con blancos contra los que disparar al fondo. Pastor hizo otro gesto.

—Nosotros vamos por aquí.

Tomaron por otro de los túneles. Cada nuevo tramo parecía más cuidado, ya que las paredes de esa galería estaban pintadas de gris claro y la luz era más limpia. El pasadizo era esta vez largo, de unos veinte metros de longitud por unos dos de ancho, y se veía que al fondo estaba cerrado con una cancela.

—Esta parte la abrimos ya nosotros. Uno de los nuestros compró los terrenos a mediados de los cincuenta y años después se los vendió a mi padre. Él construyó el chalé y mandó poner ese dintel de granito. —Sonrió casi nostálgico—. En realidad, lo rescató de una vivienda anterior, edificada por el que compró la finca. Cuando los visitantes ven las esvásticas, basta con explicarles esa circunstancia y sacar a relucir cuantos partidarios de los nazis había en la España de los años 30 y 40. Con eso se conforman todos.

Se detuvo más o menos a mitad del túnel, y, sólo entonces, advirtió Claudia que había allí otra puerta, ésta de madera, encastrada en la pared. Pastor fue quien abrió, no tenía cerradura, y fue tanteando hasta dar con el interruptor. Del otro lado había una estancia pequeña y tan sobria como una celda monástica: paredes blancas y desnudas, un lecho, una mesilla, una silla, un calefactor eléctrico para mantener tibio el lugar. Mihái estaba dormido en esa cama. Claudia, tras un primer suspiro de alivio, se revolvió furiosa contra Pastor, al darse cuenta de que no era normal que siguiese durmiendo, luego del ruido de la puerta y las voces.

—¿Qué le habéis hecho? —Casi chilló—. ¿Qué le habéis hecho?

—Por favor, Claudia. Serenidad. Está sedado. Es lo mejor.

—¿Lo mejor? ¿Para quién?

—Para todos. Ya te dije que tuvimos que ocuparnos de su madre.

—Ocuparos... —Bufó, harta ya de tanto eufemismo.

—Sí. Ocuparnos. Al principio, todo fue como la seda. Fue una jugada maestra y no lo digo con orgullo. Conseguí que la idea de marcharse saliese de ella. Yo sólo tuve que sembrar, alentarla y, llegado el momento, ofrecerle alojamiento por unos días. Con la excusa de un fin de semana en Córdoba, cogió al chico y se vino sin decírselo a nadie.

—Lo tenías planeado todo desde el principio.

—No. Pero, cuando Gustavo se dio cuenta de que le seguían, cambié de planes y cacé la oportunidad al vuelo.

—Pensabas hacer secuestrar al chico.

—Más o menos. —No parecía ni avergonzado ni ufano de ello—. En fin. El carácter inestable de Ofelia, que tan útil me fue al principio, hizo que las cosas se torcieran luego. Le di todo el carrete que pude. Yo mismo la llevé un par de veces en mi coche, hasta algún punto del valle con cobertura, para que telefonease a sus padres o a alguna amiga. Nunca me alejé de ella y por eso estoy seguro de que no reveló dónde estaba a nadie. Pero era cuestión de tiempo que se le escapase algún dato, o que cambiase de opinión y quisiera volver a casa.

—Y la mataste.

—No se enteró. Uno de los nuestros, que es médico, la estaba suministrando ansiolíticos. No tuvo más que darle ración extra de calmantes. Se durmió para siempre. Un tránsito sin dolor. Al chico le dijimos que su madre había salido a buscar unas cosas que necesitaba, pero era un engaño que no podía durar. Le sedamos. Tenía pensado mantenerle así hasta la ceremonia. De esa forma, ni se enteraría. Ya te lo dije: era lo mejor para todos.

Ella ni contestó a eso y él, tras echar otra ojeada al niño dormido, se dirigió a uno de sus acompañantes.

—Despabílale lo suficiente para que pueda andar y lo traes. —Se encaró luego con Claudia—. Sigamos. No nos sobra el tiempo.

Más allá de la cancela se abría una gruta irregular, de paredes de roca viva, sin otro mobiliario que un gran retablo dorado de tres cuerpos, con una Virgen sobre lienzo en el central. Sin cruzar palabras, los dos acompañantes que le quedaban a Pastor, se adelantaron a tantear por los bordes del retablo, cada uno en un lateral. Pastor, al advertir la curiosidad con que Claudia seguía esos manejos, asintió como para sí mismo, como uno que de repente cayese en la cuenta de algo.

—Sé que hay una cuestión que te intriga sobremanera. Por qué los Elegidos, que hemos hecho todo lo posible, durante siglos, para mantenernos en las sombras, hemos ido dejando huellas en la arquitectura y la decoración.

—Arquitectura, decoración... apellidos.

—¿Has descubierto eso? Felicidades. —Ahora Pastor sí parecía de veras sorprendido—. Pero nunca has llegado siquiera a intuir el motivo de esa aparente incongruencia.

—Es algo que no puedo entender.

—Sin embargo, la explicación no puede ser más sencilla. Hay una razón psicológica, antropológica también. Somos el Pueblo Elegido: aquellos de entre los Espirituales que, por la gracia del Primer Maestro, somos conscientes de nuestra dualidad divina-humana. Y, pese a ser los más elevados, nos vemos obligados a escondernos como los más bajos de los criminales. Nosotros, como cualquier otro grupo humano, sufrimos de un anhelo básico e irrenunciable de identidad. Identidad. Sí.

—No entiendo.

—Un colectivo sin símbolos no es nada. Es un fantasma transparente, condenado a desvanecerse. Y nosotros hemos luchado durante siglos por mantener nuestras señas de identidad, lo mismo que cualquier otro grupo humano.

—¿Hasta el punto de poner en peligro vuestra existencia?

—Claudia. Sin identidad no hay existencia. Ésa es una verdad universal. ¿Por qué los cristianos primitivos, sometidos a persecución en la vieja Roma, grababan sus símbolos en las catacumbas? Preservaban su identidad aun a riesgo de perder por ello la vida. Podría darte miles de ejemplos y la razón es siempre la misma. Antes muertos que perder la identidad.

Mientras ellos hablaban, los otros dos habían dado con los resortes que habían estado buscando. Sonaron varios chasquidos metálicos, tal vez de frenos al quedar sueltos porque, luego, uno empujando y el otro tirando, comenzaron a desplazar con suma lentitud el retablo, como si hubiesen liberado ruedas ocultas.

—Ya te dije que esta parte la excavamos nosotros. Esta capilla falsa es un artificio sencillo. Efectivo. Y, además, todo esto refleja muy bien nuestra visión del Cosmos. Se hizo así a conciencia.

»Las galerías exteriores son como el mundo de los hombres materiales: frío, árido, sin alma. Esta capilla sería la esfera intermedia de aquellos que, al menos, han sido rozados por el soplo divino. También simboliza la mentira en la que nos vemos obligados a camuflarnos para sobrevivir. Más allá de ese retablo, simple fachada, hay una cámara llena de frescos que representan el mundo de los espirituales. Y, después de ella, salas sagradas donde celebramos nuestros ágapes y la ceremonia del joma. Esas salas últimas son lugares secretos, reservados sólo a los nuestros. Aún más, representan también los lugares secretos del alma. Nuestra arquitectura es el reflejo de lo que los Elegidos somos. Lo mismo que edificios, en apariencia vulgares, han ocultado durante siglos nuestros sagrarios, así nuestros cuerpos, simple barro, son la morada oculta del soplo divino.

De golpe, cambió de discurso.

—En cuanto despabilen lo bastante a Mihái, entraremos con él a nuestras cámaras más secretas. Tú tendrás que quedarte aquí. No puedes pasar. Esos lugares están vedados a los profanos.

—¿Y por qué me habéis traído entonces?

—Cuando entraste en la finca, decidí que no saldrías viva de ella. Puedo explicártelo ahora, sin rodeos. Iba a dejarte marchar y, cerca de la verja, uno de los míos iba a pegarte un tiro. Ya te dije que, si uno entra en un coto de caza sin ser invitado, puede recibir un disparo por accidente. Y eso es lo que iba a ocurrir.

—¿Y crees que la policía iba a aceptar sin más esa explicación?

—No. Pero no podrían probar nada y, después de todo, fuiste tú la que entró donde no debía. Por desgracia, esa solución ya no es posible.

—¿No? —Sintió cómo se le encendía una llama muy leve de esperanza.

—No. Han llegado dos personas más y, lo mismo que tú, se han colado por la cerca. Supongo que vienen buscándote. Seguro que a su vez hay otros que saben que ellos han venido y, de todas formas, no podemos preparar un accidente para tres. —La observó como un profeta antiguo—. Es hora de encarar lo inevitable. Que, una vez más, hemos sido descubiertos.

Hizo una pausa larga, como hombre que reflexiona.

—Hace meses que veo aproximarse el desastre, paso a paso, sin que mis esfuerzos hayan podido evitarlo. Me duele haber causado la muerte de varias personas para nada. Todo ha sido en vano. Quizás estaba escrito. Tal vez así es como debía ser. Pero, al menos, me dio tiempo de tomar mis medidas, por si todo se venía abajo.

»Hace tiempo que ungí a un nuevo Maestro y que le trasmití todas las tradiciones de nuestro pueblo. Puedo por tanto irme en paz. Y eso es lo que va a ocurrir. Antes de que acabe el día, habré vuelto al Creador. Mi cuerpo morirá y, con esa muerte, se borrarán todas las huellas. Guardo en estos túneles unos cuantos cartuchos de dinamita viejos, de los de antes. Viejos, caducados, peligrosos. Los haremos estallar y todo se vendrá abajo. Los profanos no hollarán esta vez nuestros lugares sagrados. Ni tan siquiera pondrán sobre ellos sus ojos. Y nuestro secreto quedará a salvo.

—Pero quedarán restos —quiso refutar Claudia que, aunque sentía la cabeza clara, tenía que hacer esfuerzos para que no le temblasen las piernas—. Encontrarán...

—No conoces los efectos de una explosión en una mina. —Sonreía casi paternal—. Le llaman efecto túnel. Se propagan con efectos catastróficos; lo arrasan todo porque la onda expansiva, constreñida por todos lados por millones de toneladas de piedra, sólo puede descargarse a lo largo de las galerías, de forma que su fuerza destructiva se multiplica. No quedará nada, las galerías se vendrán abajo. Será un accidente fruto de la imprudencia, la consecuencia de guardar dinamita de forma ilegal, algo que tampoco es tan raro en nuestro país, sobre todo entre gente relacionada con la minería.

»No moriré solo. Esos amigos se quedarán conmigo, por propia decisión. El número dará credibilidad a la hipótesis del accidente desgraciado. Y tu camino también acaba aquí. Serás una visita que tuvo la mala suerte de presentarse en el peor de los momentos posibles. —Sacudió la cabeza—. Claudia. No te cuento esto por crueldad. Al contrario. Creo que todos tenemos derecho, de ser posible, a saber que vamos a morir, para poder así prepararnos para el tránsito.

—Manuel, habrá una investigación.

—Adelante. Sospecharán, sin duda. Pero no encontrarán nada, porque nada quedará. Dudo incluso de que se planeen siquiera excavar para llegar al foco de la explosión. Eso supondría mucho tiempo y dinero, sin contar con el riesgo de nuevos derrumbamientos.

—¿Y Mihái?

—También acabará aquí. Pero nunca nadie sabrá que su madre o él estuvieron en este lugar.

—¿Cómo puedes condenar a un niño de nueve años a una muerte así? —Le espetó son súbita pasión Claudia, sin reparar en que, de haber sucedido todo de otra forma, hubiera muerto bajo un cuchillo empuñado por el propio Pastor—. Es horrible, horrible.

—Así te lo parece a ti. Tu óptica, tu forma de entender la Creación, no tiene nada que ver con la de los Elegidos. Para nosotros, la vida y la muerte son muy poco, por no decir nada. La propia existencia no es más que un ir y venir, como el de las olas del mar. Ese mar, que es el Thelema, deja, al retirarse, charcos en la arena. Y esos charcos pueden creer que tienen existencia separada, que son algo. Pero no son sino escisiones transitorias del gran mar, y a él regresan con el siguiente golpe de olas.

—Mis amigos no se van a conformar. Removerán Roma con Santiago...

—Y los míos harán cuanto esté en su mano para que nada se mueva. —Sonrió—. Y no hablo necesariamente de devotos. Por este coto de caza ha pasado mucha gente, una importante, otra no tanto. Aquí, en el transcurso de las monterías, se han cerrado muchos negocios. Aunque la policía pudiese reunir todos los nombres de los que han estado en estos terrenos, pegando escopetazos, no podrían distinguir quiénes son de nuestro círculo y quiénes no. Pero te aseguro que todos, sin excepción, harán lo indecible para que esto se tape. Cierta clase de personas tiene horror a que su nombre salga a la luz pública, sobre todo mezclado con incidentes desagradables.

Los otros habían, por fin, desplazado el retablo para revelar una entrada oculta detrás. Claudia llegó a entrever, en la penumbra provocada por las luces de la capilla al colarse, una sala con paredes cubiertas de frescos. Pastor se la indicó con un ademán, para cambiar una vez más de tema.

—La misma disposición de las cámaras y túneles refleja también nuestra idea de la Existencia. Desde cada área es posible entrever la siguiente, de igual forma que cada uno de los pueblos inferiores no puede tocar, pero si intuir, al que le es superior en la escala de lo espiritual. Pero, en fin, el tiempo corre y no veo que mi buen amigo traiga a Mihái. Supongo que le estará costando despabilarlo. Quizás hubiera sido mejor no hacerlo. Traerlo dormido. Total... —Se dirigió al más joven—. Entremos. Vamos a prepararlo todo. Claudia, te veo más tarde.

Se colaron los dos por la entrada tras el retablo. El otro hombre se llegó a la cancela ignorando a Claudia, al tiempo que se frotaba las manos, para librarlas de la suciedad cogida al trastear entre el muro y la madera. Ésta reparó en lo sereno de su actitud, casi demasiado. Cayó en la cuenta de que ni a él ni al otro hombre de su misma edad les había oído articular palabra. O habían tomado algo —lo que tampoco era tan descabellado, visto el gusto de aquella gente por los alcaloides y sedantes— o estaban en una especie de trance, tras haberse preparado mentalmente para una muerte próxima.

Con el rabillo del ojo, advirtió que el tercer hombre llegaba al fin por el pasillo, conduciendo a Mihái del brazo. Lo había vestido de forma desmañada y los faldones de la camisa le salían al chico por debajo del jersey. Aunque le habían sacado de la inconsciencia de los sedantes, era obvio que seguía en estado de estupor. Llevaba el cabello en desorden, el rostro sin expresión y la mirada tan vacía como la de un sonámbulo.

En cuanto cruzaron la cancela, Claudia se echó sobre el chico y el que lo llevaba del brazo reculó un par de pasos, pillado por sorpresa. Le miró al fondo de los ojos azules, ahora enrojecidos. Ni siquiera parecía haberla reconocido. Al advertir que los dos Elegidos iban de un momento a otro a separarlos, aprovechó sin pensar aquella oportunidad única. Se giró de improviso y con el espray de pimienta, que ocultaba en la palma de la mano desde hacía rato, roció en abanico a la altura de los ojos.

El sosiego casi místico en el que parecían instalados aquellos dos se quebró. Se llevaron las manos a los ojos, al tiempo que gritaban y se retrocedían a ciegas. Uno tropezó con los pies de otro y cayó de espaldas, de forma aparatosa. En el suelo quedó revolcándose de dolor, porque Claudia les había rociado a menos de dos palmos de distancia del rostro. Aprovechando esos primeros instantes de dolor ardiente e indefensión, de un salto, se llegó hasta el de las llaves y se las sacó del bolsillo. Como el otro hiciese amago de defenderse, tratando de atraparla a ciegas, le derribó de un empellón sin miramientos.

Tomó luego por los hombros a Mihái y, jadeando de angustia, lo sacó de allí, sin demorarse más que lo preciso para echar la llave a la cancela. Luego se apresuró a alejarse de aquel lugar, con el chico del brazo. Aquellos dos estaban fuera de combate para un buen rato, porque la pimienta dejaba ciego hasta dos horas. Pero aún quedaban Pastor y el asesino de ojos claros, que debían haber oído los gritos de dolor y que tal vez tenían llaves. Podían perseguirles. O hacer estallar la dinamita.

Había subestimado el estupor en el que se encontraba Mihái. Se le cayó cuan largo era, a los pocos pasos. Agobiada, temiendo oír en cualquier instante cómo se abría la cancela a sus espaldas, o sentir el golpe ardiente de la explosión, lo incorporó de un tirón para seguir alejándose lo más rápido que permitiese el estado del chico, que casi no coordinaba los pies.

Un paso detrás de otro, hasta llegar al final de ese túnel. Allí, ya en la boca, sintió un hormigueo en la nuca, una comezón. Se dio la vuelta y, al resplandor de los plafones, vio a Pastor al fondo, tras los barrotes de la cancela, vuelto hacia ella e ignorando a los dos que se revolcaban aún rugiendo de dolor en el suelo de la capilla. Se observaron un instante muy largo pero, como estaban lejos y las luces eran tenues, Claudia no pudo leer qué había en sus ojos. Fue él quien dio primero la espalda, para volver a sus cámaras secretas, y ella, comida de ansiedad, abandonó el pasadizo remolcando del brazo al chico, aterrada ante la idea de que había ido a hacerlo estallar todo.

Cruzó la gruta de paredes de cemento desnudo con sus armeros, panoplias de sables y trofeos, envuelta en el vaho de su respiración, oyéndose respirar con fuerza. A punto estuvo varias veces Mihái de caerse de nuevo, porque tropezaba cada dos por tres. Cada paso era una lucha contra el pánico y tenía que obligarse a no ir demasiado rápido. Así cruzaron esa sala y enfilaron la galería que conducía al exterior. Paso a paso. Un pie detrás de otro. Atravesaron por fin la puerta de bunker, sin detenerse.

Claudia sólo respiró de veras cuando salieron al aire libre. En ese preciso instante, se disipó buena parte del terror. Entre el suspiro el viento y el rumor de ramajes agitados, cerró la cancela exterior. Tuvo que correr acto seguido en pos de Mihái que, como un zombi, ya se iba dando traspiés cuesta abajo.

No estaban todavía a salvo. Así que, tras inspirar un par de veces con avidez de ese aire fresco, tomó a Mihái por el codo y, siempre atenta a que no tropezase, comenzó a apartarle de la boca de la mina. Fueron ganando un metro detrás de otro. La entrada quedó atrás, oculta tras los pinos. Claudia había optado por una senda que bajaba y no por la que iba hasta el chalé. Lo único que tenía en la cabeza era alejarse, alejarse de ahí. Llegar a las puertas del coto de caza, subir al Terrano y salir a escape. Llegar a algún lugar con cobertura de móvil y llamar a la policía, a Gustavo, a Alejandra.

En esas ideas iba embebida cuando la sorprendió un fragor sordo, al que siguió un temblor leve de tierra. Se detuvo desconcertada. Tardó varios segundos en comprender que Pastor debía de haber detonado por fin la dinamita en el corazón de la mina. Que el temblor tenía que ser consecuencia del derrumbe de galerías y cámaras.

Manuel Pastor y los suyos habían muerto. La certeza le llenó de alivio y ahora sí que se permitió hacer un alto, respirando agitada, más por el miedo pasado que por la fatiga física. Se quedó en mitad del sendero, una mano sobre el hombro de Mihái, casi agradeciendo el azote del viento. Se arrodilló luego junto al chico, que parecía no percatarse de nada. Fuera lo que fuese que le habían dado, se comportaba como un zombi. Tenía un codo del jersey roto y los vaqueros manchados por las caídas. Pero aparte de eso, algunos arañazos y ese estado de estupor que sin duda era pasajero, se encontraba en buen estado. Claudia le acarició la mejilla, le llamó por su nombre sin obtener reacción alguna.

Desistió por último, con un suspiro. Se puso en pie y, como se le habían escapado mechones de pelo, se quitó la goma para volver a hacerse la coleta. Un gesto pequeño, cotidiano, que la devolvía a la normalidad. En ello estaba cuando, al abrirse las nubes, captó un destello entre los pinos, cuesta arriba.

Giró la cabeza, intrigada, con la goma del pelo entre los dientes y las manos sobre los cabellos, en la nuca. Por entre los árboles de troncos rugosos y rectos, bajaba el más joven de los acompañantes de Pastor, el de los ojos claros, con el rostro ahora oculto tras una máscara de rasgos clásicos que Claudia recordaba demasiado bien y con uno de aquellos sables de las panoplias en la diestra. Había sido esa hoja larga y curva la que centellease al roce del sol, un momento antes.

La goma se le cayó de los labios. De nuevo al borde del pánico, casi más aterrada por verse otra vez ante aquella máscara que por el propio sable, tomó a Mihái de los hombros y lo arrastró sendero abajo con la mayor rapidez posible. Y aún eso fue apurarse demasiado, porque se le desplomó antes de una veintena de pasos. Rodó un trecho cuesta abajo y ella, que llegó corriendo detrás, lo levantó sin dilación, todo lleno de tierra y rasguños.

Las nubes se cerraron, se oscureció todo. Una mirada a la espalda le mostró que aquel espectro de máscara y sable ya no estaba a la vista, lo que la llenó aún más de pavor, porque ya ni sabía por dónde podía aparecer. Siguió el descenso, sujetando con fuerza a Mihái, que ni siquiera se había quejado de esa última caída por la cuesta. Su perseguidor surgió de improviso entre los pinos, más cerca. Era obvio que, puesto que conocía aquellos andurriales, iba atajando para ganar terreno. Ahora Claudia podía apreciar cómo sus cabellos negros se agitaban a impulsos de las ráfagas de viento, y ver esos ojos tan claros que, desde las ranuras de la máscara, parecían mirar a través de ella. Llevaba el sable como si estuviese acostumbrado a blandirlo y su abrigo, desabotonado, se abría mientras corría por el pinar, de forma que los faldones aleteaban a sus espaldas provocando casi una ilusión de alas.

Todo eso lo advirtió ella con una ojeada fugaz, un instante, antes de tomar a Mihái por los sobacos y echar a correr, llevándolo medio en volandas. Sabía que era inútil, que le fallarían las fuerzas al cabo de unas docenas de pasos y que el otro les alcanzaría mucho antes de que pudiesen llegar al Terrano. Era consciente también de que su espray de poco iba a servirla contra esa hoja afilada.

Y así fue como la divisaron Marfil y Fernando Balbuena, mientras subían por un sendero colateral. Habían salido de la pista forestal, alertados por los ecos de una explosión que parecía subterránea, el temblor de tierra y una columna de humo que vieron alzarse arriba entre pinos, producto de la salida de polvo a través de la boca de mina. Boquiabiertos, vieron cómo una mujer corría a través de los árboles llevando a un niño casi en vilo, y cómo, a pocos metros por detrás, bajaba un hombre con abrigo negro abierto y aleteando, y una máscara como de plata vieja sobre el rostro, con un sable de aspecto atroz en el puño. Los dos policías, tras cambiar una mirada estupefacta, sacaron sus pistolas y echaron a correr también por el pinar, para atajar y salir a la otra senda.

Desembocaron a sólo unos metros por delante de Claudia, dando voces de aviso. Ella se paró por un instante desesperada, al creer que se trataba de otros dos Elegidos. Pero luego recordó lo que dijese Pastor acerca de dos visitantes que habían llegado a las puertas de la finca. Se acordó también de que los Elegidos no iniciaban a mujeres y, con un esfuerzo final, volvió a tomar en volandas a Mihái para correr hacia ellos. Como acudían a la carrera, se encontraron en cuestión de segundos y, estando ya casi al alcance de la mano, reparó Claudia en que traían pistolas. Los rebasó tan desfallecida que Mihái se le volvió a caer. Se arrodilló a su lado, antes de girarse a medias para ver qué ocurría, al tiempo que se apartaba los cabellos del rostro.

No bien pasó Claudia con el niño por su lado, los dos policías se detuvieron, quitando los seguros de las armas. Como el hombre de la máscara y el sable no parecía haberse amilanado al verlos, ni mostraba intención de detenerse, gritaron el consabido «¡Alto, policía!», acompañado de un par de disparos al aire. Fue como si el otro no los hubiese visto, ni oído. No redujo la velocidad de su carrera y Marfil comprendió que no iba a parar. En aquellos instantes fugaces, reparó en el semblante bello y trágico de la máscara, y en los ojos claros que había detrás. Oyó que Fernando Balbuena gritaba.

—¡Hostia! ¡Tira! ¡Tira!

Comenzó a disparar una fracción más tarde que él. Ninguno de los dos era un devoto de las armas, así que ambos portaban las HK reglamentarias del cuerpo. Suficiente. Disparaban a bulto, sin atender a otra cosa que a esa hoja curva y filosa. Dos, cuatro, siete disparos cada uno, entre detonaciones que reverberaban a lo largo del bosque. Alguna bala debió perderse, pero casi todas le dieron. Marfil, que jamás había disparado contra nadie de esa forma, cerca estuvo de sucumbir al pánico, porque parecía que dos cargadores completos no iban a bastar para detener a esa aparición. Que llegaría hasta ellos para despedazarles con el sable.

Lo tenían casi encima cuando se desplomó de repente; no abatido por ningún tiro en concreto, sino como si el alma se le hubiese escapado por tantas heridas. Dio un traspié y se fue de bruces al suelo. Llegaba corriendo con tanto impulso que el cuerpo derrapó sobre la tierra varios palmos, para quedar muy cerca de los policías.

Marfil bajó despacio su arma. Cambió una mirada anonadada con Fernando Balbuena, que parecía perplejo pero algo más sereno. Observaron los dos el cadáver, aturdidos por el hecho de haber tenido que vaciar la mitad de sus cargadores sobre un hombre. Más tarde lo racionalizarían. Argumentaría el propio Balbuena que ése era el defecto de las balas blindadas, que atraviesan los cuerpos de lado a lado, con mucha menos capacidad de parada que los proyectiles blandos. El precio a pagar para que no se encasquille un arma, como suele ocurrir cuando se usan balas de plomo.

Pero, en esos momentos, en el bosque, Marfil sólo atinó a echar el seguro del arma con dedos torpes. Se pasó la mano por el rostro como si quisiera despejarse, al tiempo que se preguntaba cuántas veces había tenido que disparar.

El hombre de negro y máscara estaba bien muerto, sin duda. Fernando Balbuena le alejó el sable con el pie, antes de guardar su arma. Marfil contempló al caído, que tenía la cabeza vuelta de medio lado. La máscara era de belleza notable, con un toque terrible y, sin motivo aparente, imaginó que el rostro bajo la misma debía de ser igual de hermoso. Recordó después esos ojos claros que parecían mirarlos sin verlos, mientras los atacaba. Se estremeció y se apartó de ahí para atender a la mujer y al niño.

Claudia, entretanto, se había despojado de su anorak para abrigar con él a Mihái, temerosa de que cogiese frío. Marfil se llegó a ellos.

—Tú eres Claudia.

La aludida asintió. Fernando Balbuena también se acercó, intrigado.

—Oiga. ¿Le pasa algo al chico?

—Le han dado una droga. Está ido. Pero, por lo demás, creo que está bien. —Volvió a apartarse el pelo de la cara—. Hay que atenderle. Y tengo que llamar a su padre. Que sepa que está bien...

—Sí, sí. Pero cálmese, mujer. Vamos abajo, a llamar. Deje. Ya lo llevo yo en brazos. ¿No quiere mi anorak?

Sobre sus cabezas se había nublado del todo. Retumbó un trueno, con un eco que se alargó de montaña en montaña. Marfil echó una mirada a lo alto, luego al cadáver caído en el sendero.

—Vamos a darnos prisa, no sea que nos pille tormenta. —Se dirigió a Claudia, que se incorporaba, mientras Fernando Balbuena tomaba al chico en brazos—. ¿Puede haber alguien más por las proximidades?

Claudia observó el cadáver, caído a unos pasos. Meneó despacio la cabeza.

—No creo. Ya no.