2007 anno Domine (1853 anno Magistri)

AQUÉL a quien los suyos llamaban el Ángel acompañó al Maestro en su visita a lo que para él no era más que otra vetusta iglesia del centro. Pudieron deambular por ella a solas y a sus anchas, pues los contactos del segundo habían hecho posible el acceso a ese lugar cerrado al público. Aquellas viejas piedras, toda esa imaginería religiosa, nada despertaban en el Ángel. Pero el Maestro lo había recorrido todo con suma lentitud y expresión solemne, atento a cada detalle, envuelto en esa aura que para el Ángel resultaba casi tangible.

El Maestro se había detenido ante el gran retablo dorado, antes de pasar a examinar dos grupos escultóricos en sendas tumbas, a ambos lados del presbiterio. Particular atención pareció prestar a la sepultura de la derecha. A la estatua de un varón barbado en actitud orante, de rodillas y con las manos juntas, con una cofia de soldado sobre la cabeza y ropas talares de aire medieval. El Maestro estuvo largo rato con los ojos puestos en ese rostro de piedra que a su vez, al estar a medias vuelto, parecía devolverle el escrutinio, igual de meditabundo.

Más tarde, tras cambiar el silencio y la penumbra del templo por la luz y el bullicio de la plaza de la Paja, el Maestro se había parado a observar la fachada. Hacía ya calor y la plaza estaba llena de turistas y ociosos sentados en las terrazas. El Maestro recorría con la mirada las viejas piedras como si buscase algo en ellas, mientras el Ángel aguardaba inmutable. Cuando habló, lo hizo con esa voz grave y modulada que tanto cautivaba a sus oyentes.

—Ésta es la capilla de San Juan de Letrán, aunque todos la llaman la capilla del Obispo. La mandó construir Francisco de Vargas. —Sonrió de forma enigmática—. Vargas el Averiguador, así le llamaban. Él es el hombre representado en esa tumba que hemos estado viendo.

El Ángel —un hombre de físico escultural que frisaba los treinta, con el pelo muy negro y unos ojos claros, entre azules, verdes y grises que más que atraer inquietaban— asintió sin palabras.

—Ya sé que a ti no te interesa la historia, ni el arte, ni nada mundano. Pero ese Vargas fue alguien digno de ser recordado.

—¿Uno de los nuestros?

—No. Todo lo contrario. Fue un azote para los nuestros, peor que una plaga bíblica, en tiempos de los Reyes Católicos. A punto estuvo de borrarnos de la faz de la Tierra.

—¿Y a alguien así debemos rendir homenaje?

—Hablo de recordar, no de celebrar. Fue un hombre notable.

—Un verdugo de los nuestros...

—¿Acaso no cumplían los verdugos de Jesucristo su papel, asignado por Alguien más alto que ellos?

Dio por fin la espalda a la fachada de la capilla para echar a andar cuesta abajo, muy cerca de los árboles plantados en el centro de la plaza.

—He venido aquí en busca de una señal, de una clave del futuro. —Hablaba despacio, con los ojos puestos por algún motivo en una fachada ocre de balcones estrechos, al otro lado de la plaza—. Busco el futuro en el pasado, ya que éste vuelve una y otra vez para condicionar el futuro. La existencia es como un libro y, aunque lo leamos hacia delante, a veces parece como si una mano más fuerte quisiera volver páginas hacia atrás, para hacernos revivir letras ya pasadas.

—¿Y eso es bueno o malo?

—Malo. Revivimos viejas vicisitudes. Nuestro pasado regresa para perturbar al presente y amenazar al futuro. —Volvió la vista a la derecha, a la fachada del palacio de los Vargas con su pórtico de medio punto, portón de madera y balcones de hierro—. Ese pasado cerrado en falso se llama esta vez Jacobo Artola. Le recuerdas, supongo. Un amigo suyo le anda buscando.

—No le encontrará.

—No. Pero si lo busca es porque algo sospecha.

—¿Quién es él?

—Alguien sin importancia por sí mismo. Un hombre del Segundo Pueblo. Pero es inteligente, se está haciendo preguntas y, si comienza a ver todo este asunto con otros ojos, acabará por intuir nuestra existencia.

Se detuvo a la sombra de un árbol de gran copa verde para sacar un papel doblado.

—Aquí está cuanto necesitas saber de ese hombre. Estate atento y si llega el caso obra en consecuencia. —Le observó con ojos de profeta—. Actúa como creas más correcto aunque te ruego que no hagas nada a la ligera.