12

ANA MARFIL llamó a Carlos Rubio, un antiguo compañero de la academia de policía de Ávila, para tomar una copa cualquier noche después del trabajo. Rubio era inspector en Personas Desaparecidas y, como suele suceder con casi todo en España, cuando uno quiere algo concreto es mejor recurrir a un contacto que perderse en burocracias. También a veces más vale no andarse con rodeos y, cuando Marfil le pidió por teléfono que le buscase información acerca de las desapariciones de dos personas, su interlocutor no objetó nada. Tampoco dijo que sí, pero eso en él implicaba aceptación.

Se encontraron así en un local nocturno, esquinados en la barra, con copas de balón entre las manos, discutiendo en voz baja el tema que le interesaba a Marfil. El problema era que al parecer había bien poco que contar. Desaparecen en España cientos de personas todos los años y de muchas de ellas no se vuelve a saber jamás. Como se suele decir, casi siempre son desapariciones voluntarias; pero «casi siempre» es distinto de «siempre». La cuestión final es que el trabajo es ingente y el personal escaso. Se habían seguido todos los trámites de rigor en el caso de Eduardo Regalado y, vistas las evidencias, se había abierto también una investigación sobre el paradero de Jacobo Artola.

Acerca de ese último, Rubio —que era flaco, moreno de pelo pese a su apellido, y con un bigote muy poblado — había sido categórico.

—No se marchó por propia voluntad, desde luego.

—¿Seguro que no está en Myanmar?

—No ha hecho falta ni ir a buscarle ahí. Nuestra embajada en Tailandia ha confirmado con las autoridades que nunca entró en ese país, al menos con su nombre. Tampoco compró ningún vuelo, con su tarjeta de crédito, desde Roma a ninguna parte de Extremo Oriente.

—Ah, sí. ¿Qué hay de sus cuentas bancarias?

—Están intactas. Si alguien le hizo desaparecer, no fue para robarle, desde luego.

—¿Ha habido algún movimiento? ¿Algún reintegro desde España o el extranjero?

—Ninguno desde el día que supuestamente se marchó de Roma a Bangkok.

—Ese está muerto —rezongó ella, al tiempo que echaba mano a su Matusalén con Coca-Cola.

—Claro que lo está.

—Si le hubieran desvalijado las cuentas, tendríamos un caso. Pero no. No falta ni un euro. Y, por cierto, que ese tipo tenía un montón de dinero ahorrado.

—Ganó bastante en Estados Unidos. Era experto en seguridad informática.

—Habría que tantear por ahí, no sea que andemos dándole vueltas al asunto y su desaparición tenga que ver con su antiguo trabajo. En esos temas de informática, y más cuando hablamos de seguridad, a veces la gente se mete sin darse cuenta en terrenos peligrosos, sobre todo si se mueven a cierto nivel.

—No hay que descartar nada. —Aceptó precavida Marfil—. Así que nunca salió de Italia. ¿Qué tenemos por ese lado?

Cuando alguien desaparece en un país de la Unión Europea que no es el suyo de origen, entran ya en juego la Interpol y los sistemas policiacos supranacionales europeos. Y eso, en el caso de personas desaparecidas, significa que se recurre a la Base Central de Sengen y al Servicio de Información Sirene (SIS) que es un sistema centralizado donde se acumula toda la información sobre los desaparecidos en el espacio común europeo. La policía española había recurrido al SIS y la italiana había hecho algunas indagaciones sobre el terreno.

—Nada de nada. —Rubio se pasó el índice por el bigote, antes de dar él un trago a su ginebra con tónica—. Uno y otro, con dos años de distancia, llegaron a Roma y ahí se los tragó la tierra.

Marfil dejó a un lado la copa. Estaban arropados por una marejada de conversaciones y soniquete de copas, entre el humo de tabaco que se arremolinaba en la penumbra amarillenta del sitio, con esa privacidad paradójica que da estar en un local nocturno casi abarrotado, donde nadie se ocupa de nadie. Sacó un cigarrillo del paquete de Marlboro que tenía sobre la barra de madera. Lo encendió pensativa.

—Qué mala pinta tiene esto...

—Muy mala.

—¿Me harás un favor?

—¿Cuál? —El otro volvió a pasearse el dedo bajo el bigote, receloso.

—El embarque de los pasajeros en el vuelo que tomó Eduardo Regalado... ¿estará grabado?

—Supongo que sí. Ahora todo está lleno de cámaras y los aeropuertos más.

—¿Podrías conseguir que revisasen esas grabaciones?

—¿Para qué?

—Para comprobar si de verdad tomó ese vuelo a Roma.

El otro se quedó un momento en silencio. Luego, sin mirarla, alargó la mano hacia el paquete de Marfil y se apoderó de un cigarrillo.

—A ver. ¿Hay algo que yo no sepa?

—Hay algo que yo no sé. Ni siquiera sé qué es lo que no sé. Dos personas han desaparecido, con un intervalo de dos años, y estoy tratando de averiguar qué ocurre.

—¿Hay alguna trama detrás?

—No lo sé tampoco. No sé nada.

Rubio encendió el cigarrillo con su zippo, lo cerró con chasquido metálico, dio una primera calada con verdadera fruición.

—Vamos a ver qué puede hacerse —aceptó por último, entre las volutas de humo blanco.

* * *

La siguiente parada para Claudia en aquella investigación extraña y a saltos fue un nuevo encuentro con Gustavo Ungría. Y, como para continuar con la tónica, tuvo en un lugar en principio tan atípico que Claudia incluso notó la perplejidad de su interlocutor a través del móvil cuando le propuso visitar el cementerio de San Justo. Hubo un silencio tan desconcertado que ella se apresuró a aclarar que la visita tenía relación con lo que estaban investigando. No era que le disgustase descolocar a la gente, más bien lo contrario, pero tampoco quería que justo aquel hombre sacase de ella una impresión equivocada.

Quedaron el sábado 9 de diciembre a las diez de la mañana y, para casi su irritación, Claudia se descubrió la tarde antes probándose ropa en el espejo, sin acabar de decidir qué ponerse para ese encuentro. Se encontró también examinándose con mirada crítica: el cabello rubio oscuro, el rostro de rasgos finos, esos ojos verdosos de los que unas veces estaba tan orgullosa y otras tan disgustada, según los estados de ánimo. Se había quedado un poco demasiado delgada para su gusto tras el accidente y, pese a todos sus esfuerzos, no había logrado ganar ese par de kilos que pensaba que la sentarían mejor. Las contadas amigas con las que seguía tratándose le decían que no, que así estaba muy bien. Pero ella, de alguna forma, sentía que así trasmitía una imagen algo frágil con la que no acababa de sentirse cómoda.

Se acercó a San Justo en taxi, rehuyendo cualquier conversación con el taxista y mirando pasar la ciudad por la ventanilla. Materia para pensar tenía. Los minutos posteriores a la huída del hombre de la máscara los guardaba en la cabeza como entre nieblas. Creía que había estado llorando unos instantes y que luego uno de los guardias de seguridad, una mujer, la había ayudado a recoger el contenido de su bolso, que estaba desparramado por toda la cuesta. Los guardas no se habían animado a perseguir a aquel espectro. Normal, después de todo estaban armados y entrenados para contener gamberros, no para enfrentarse a sujetos como aquel. Habían avisado a sus compañeros, pero nunca pasó por los torniquetes de entrada. Debía haber saltado las tapias, pese a las alambradas de espino que las coronan. Luego había llegado la policía nacional, la municipal, hasta una UVI móvil del SAMUR. Y aún después tuvo que prestar declaración, dar explicaciones a Alejandra, que había acudido corriendo a su llamada...

Cuando se fue a Perú, el otoño y el verano aún se disputaban el clima, ya que el buen tiempo, pese a que algunos lo negasen con ferocidad, se alargaba de año en año. Pero, mientras estaba en América, la estación natural se había impuesto por fin, tiñendo las copas de los árboles de amarillos, pardos, rojos, ocres, e inundando las aceras de hojas muertas. Claudia era de los que sienten pena al ver cómo los barrenderos retiran por cubos esa hojarasca otoñal, porque es como si robasen encanto a la ciudad, por más que no dejase de reconocer que no podían dejar las calles cubiertas de toneladas de follaje marchito.

Se alegró de haber elegido falda marrón, jersey negro de cuello vuelto, botas altas de cordones y chaquetón pesado, porque hacía un frío de mil demonios. Tres grados bajo cero marcaba el termómetro de una parada cercana a las puertas del cementerio. El aire era gélido, escarcha blanca cubría grandes zonas aún intactas por el sol y el sábado prometía ser uno de esos días de cielos muy azules y atmósfera transparente, de los que no templan hasta pasado el mediodía.

La Sacramental de San Justo, el cementerio más antiguo de Madrid, está en la ribera sur del Manzanares, frente al estadio del Atlético de Madrid, separada del río por una hilera de edificios. Antes del soterramiento de la M-30, cuando pasaba por allí en coche, Claudia lo había visto muchas veces de lejos sin reconocer lo que era. No pocas veces, de hecho, se había preguntado qué sería aquello, ya que, como habían modificado toda la ladera mediante muros y refuerzos para albergar patios de enterramiento y galerías de nichos, desde lejos tenía cierto parecido a un estrambótico estadio de futbol.

No llevaba ni dos minutos a las puertas —tiritando, porque ahí aún no llegaba el sol—, cuando se presentó un Nissan Terrano. Al volante iba Gustavo, que tocó con prudencia el claxon para llamarle la atención, antes de invitarle por señas a entrar. Claudia ocupó el asiento del copiloto mientras Gustavo, con una sonrisa, señalaba hacia arriba con el dedo, indicando que iban a subir en coche. Sólo al ocupar el asiento, al ir a cruzar dos besos de saludo con el conductor, Claudia reparó en que había un chico de nueve o diez años sentado en los asientos de atrás, con el cinturón puesto y mirándola muy serio. Gustavo señaló hacia atrás con el pulgar.

—Claudia, te presento a mi hijo: Mihái. Saluda a Claudia, Mihái.

Al primer vistazo, el chico era alto para su edad, más bien delgado, rubio y de ojos muy azules y algo almendrados que le daban un aire exótico. Por su nombre y ese físico tan distinto del de su padre, debía de ser adoptado en algún país del este.

—Este fin de semana no le tocaba estar conmigo —se explicó Gustavo, mientras conducía por la carretera que se recurvaba a la derecha, subiendo entre los patios de enterramiento más modernos—. Pero su madre tuvo que salir de viaje de repente y cambiamos lo turnos. Espero que no te moleste que le haya traído.

—Por favor. Encantada. —Claudia echó una segunda mirada por entre los asientos al chico, que tenía los ojos puestos en ella con idéntica curiosidad. Desde luego, no podía negarse que eso era casi lo que menos esperaba y se dijo que al final todos igual de sorprendidos.

Desvió luego la vista. No le había contado a Gustavo nada del ataque sufrido en el parque del Capricho. No tenían aún bastante confianza y ella era dada al secretismo. Ahora, al ver que se había presentado con su hijo pequeño, se recriminó por no haberlo hecho. Pero ya no tenía remedio.

Fundada en 1845, la Sacramental de San Justo es uno de los cementerios más nobles y bellos de la capital, al menos en lo que a sus partes viejas toca. Una tapia lo separa de la Sacramental de San Isidro —otro de los antiguos de la capital— y se estructura en patios de enterramiento escalonados a lo largo de toda la ladera. En ellos descansan, a la sombra de cipreses y monumentos funerarios, artistas, políticos, militares y prohombres de los siglos XIX y XX.

Dejaron el Terrano en el estacionamiento de las oficinas y, luego de que Gustavo se preocupase de que Mihái se colocase gorro y guantes, subieron las escaleras para sumergirse, a través del patio de San Justo, en la parte más antigua del cementerio. Claudia llevaba entre las manos algunos esquemas que había dibujado para ella Alejandra, aunque en seguida se despistó del objetivo que la había llevado hasta allí, fascinada por aquel océano de viejos sepulcros, en los que estaban inscritos docenas de nombres protagonistas de la historia contemporánea española.

Mihái, con impaciencia de niño, se había adelantado para curiosear junto a un monumento de columnas que tenía en lo alto un ángel con una antorcha levantada. Claudia se llegó también allí, atraída tanto por la escultura en sí como por la forma en que el chico leía la inscripción. Éste volvió hacia ella su rostro serio, ahora rosado por el frío.

—Ayala —dijo, el aliento formando vaho.

Ella asintió, turbada por cómo había pronunciado el nombre, pues no era normal que un chico de sus años conociese al gran autor. Gustavo, que se había acercado también, puso una mano en el hombro de su hijo.

—¿Te apetece mirar las estatuas? Pues ve por ahí. Pero no te pierdas de vista, ¿eh? No me hagas llamarte a gritos, que esto es un cementerio y hay que respetar el descanso de los muertos.

Mihái Ungría —Claudia supuso que se llamaría así— no necesitó dos invitaciones y se adelantó para cruzar la arcada que separa el patio de San Justo del de San Millán, no sin antes pararse unos momentos a leer las lápidas encastradas en las paredes de ese pasadizo. Claudia y Gustavo le siguieron más despacio. El segundo, con los ojos puestos en el niño, se sintió obligado a aclarar.

—El chico tiene una peculiaridad. Yo no lo llamaría problema, aunque sí que causa no pocos problemas. Tiene lo que se llama sobredotación.

—¿Quieres decir que es un superdotado?

—Antes se decía así. Sí. Ahora los llaman sobredotados. Es muy inteligente y cuando sea adulto estará bastante por encima de la media. Pero no. No es un genio, si es eso lo que estás pensando. —Meneó la cabeza, las manos metidas en los bolsillos del anorak y el aliento formando nubecitas blancas—. No sé muy bien cómo explicarlo. Mira que lo he hecho veces y siempre me cuesta. Su edad intelectual no coincide con la real, lo que hace que haya una disincronía, un desfase, entre algunos aspectos de su desarrollo.

—No sé si te he entendido.

—Su inteligencia es superior a lo normal y además está más desarrollada de lo que debiera a su edad. Ahí está el quid. Asimila con gran rapidez lo que le enseñan. Tiene grandes dotes de observación...

—Pero eso no es ningún problema.

—Lo es, porque sigue siendo un niño de nueve años. Se aburre cuando está con los chicos de su edad. Procura frecuentar la compañía de los adultos, pero con ellos tampoco está a gusto del todo porque, como te digo, en lo emocional sí es un niño. —Torció el gesto—. En fin, que al final los chicos sobredotados no encajan del todo con nadie y hay que estar muy atentos a ellos, porque si te descuidas tienden a encerrarse en sí mismos.

Habían cruzado ya la arcada que daba al patio de San Millán, desierto a esa hora y día. Claudia no pudo por menos que detenerse unos instantes a contemplar aquel recinto que, al resplandor de un sol de sábado que no había aún deshecho la escarcha, se mostraba umbrío y tranquilo, con lápidas cubiertas de líquenes, cruces rotas o caídas, ángeles de piedra con el rostro surcado por churretes oscuros de humedad.

—Supongo que no es hijo biológico tuyo —apuntó, mientras le observaba corretear entre tumbas.

—No me gusta esa expresión. Pero sí, es adoptado.

—¿Lo adoptasteis conociendo su peculiaridad? —Claudia hablaba con cautela, consciente ahora de que en realidad nada sabía de Gustavo ni de su situación personal.

—No. —El se echó a reír de una forma que la cautivo, porque era una risa abierta, sin gota de crispación o amargura—. No soy tan buena persona, me temo. Mihái estaba en un orfanato, en condiciones no muy buenas, la verdad. Pero en apariencia era un chico de lo más normal.

—¿Os lo dieron en adopción ocultándoos su problema?

Recordaba ella haber oído sobre casos de muy mala fe en adopciones en países del este. Parejas ingenuas, o demasiado ansiosas de adoptar, muchas veces dispuestas a sortear los cauces legales españoles. No tomaban precauciones ni se hacían asesorar por expertos. Unos conocidos suyos habían adoptado en Rusia una niña preciosa, normal, algo más tranquila que de ordinario para su edad. Ya en España, la niña entró en agitación, convulsiones y, al hacerla examinar por los médicos, se destapó el engaño: sufría de hiperactividad y crisis violentas, y su tranquilidad se debía a que en el orfanato la tenían siempre sedada. La adopción se convirtió en infierno, ya que a los problemas de su dolencia hubo que añadir que la pobre cría se había vuelto adicta a los narcóticos, de tanta sedación. Pero Gustavo Ungría estaba negando con la cabeza.

—Mihái era muy pequeño cuando le adoptamos. No era más que uno entre docenas de chicos, en un orfanato superpoblado. Problemas como el suyo afloran con el paso del tiempo. Nosotros tardamos en darnos cuenta.

—Supongo que fue todo un golpe.

—Te cambia la vida. Sí.

Se encogió de hombros. Tras consultar con la mirada a Claudia, indicó a Mihái que por la derecha.

—Uno cree va a llevar una vida tranquila y corriente, con un hijo, y de repente descubre que no va a ser posible. Pero yo no me quejo. Es mi hijo y no lo cambiaría por nadie en este mundo.

Bajaron por las escalinatas hacia los patios de Santa Gertrudis. Cruzaron en silencio los números 2 y 3 para luego ascender hacia el 4 con la atención puesta en los panteones monumentales y las estatuas. Claudia no pudo por menos que detenerse ante el monumento de la tumba de Campoamor, coronado por un medallón con el perfil del poeta y con la efigie de una musa doliente en la base, con una lira sobre el regazo y una mano sobre el pecho, en gesto de pesar. Reparó luego en un pilón de cemento y grifo industrial. Había muchos por todo el cementerio, quizá para que los parientes tuviesen con qué regar las plantas de las tumbas. Pero lo que llamó la atención de Claudia fue que había un gorrión posado justo al borde y que se las ingeniaba para beber entre las grietas del hielo superficial.

El patio nº4 de Santa Gertrudis le pareció el más bello del cementerio. Gozaba de la misma belleza sombría que los demás, con sus estatuas viejas, cruces quebradas y lápidas mohosas, pero había mayor abundancia de cipreses por todo el recinto, lo que lo hacía aún más hermoso. Entre que no entendía muy bien las instrucciones garabateadas por Alejandra en los papeles y la profusión de cruces y ángeles, titubeó buscando el camino hacia la tumba que habían ido a buscar.

—Estoy algo desorientada. No acabo de aterrizar.

—¿El jet lag?

—No exactamente.

Agitó la cabeza disgustada consigo misma. No sabía cómo explicar que ese asunto fantasmal de círculos filosóficos y rastros en la piedra se había difuminado para ella durante su estancia en Perú. Todo seguía allí destruido meses después del seísmo, con la población sin ayudas, víctima de la desidia gubernamental, la corrupción, la ineficiencia. Trató de explicarse. Gustavo la escuchó con simpatía mientras erraban por entre tumbas y árboles, envueltos en un silencio que parecía imposible en mitad de la vorágine madrileña.

Una de las veces que ella se atascó, dejó escapar una sonrisa.

—Te entiendo. Yo también he visto mucha miseria. Hace unos años, me buscaba la vida haciendo negocios en África Occidental. Ya puedes imaginarte lo que uno llega a ver en esos países...

—¿Negocios? ¿África Occidental?

—Soy economista. En algunos de esos países, aunque estén en situación de pobreza extrema y se corran riesgos, hay oportunidad de hacer buenos negocios, si se está atento y está uno dispuesto a apostar. Comprar, vender, llevar a ciertos sitios productos que escasean por culpa de las malas comunicaciones y lo inestable de la situación. —Cambió luego de golpe, con tanta brusquedad como el que cierra un libro—. ¿Tan mal está la cosa en Perú?

—Peor. Es un desastre total y ni siquiera sale en la tele. Aunque también es verdad que hay un montón de gente arrimando el hombro y haciendo lo que puede.

—Ya imagino.

—Estuve a punto de unirme a un grupo que va con un autocar por los pueblos más castigados de la zona. Van con un proyector, una pantalla y se dedican a echar cine ambulante, para levantar un poco la moral. No veas cómo agradece la gente eso, en medio de tanta destrucción.

—Si te apetecía, ¿por qué no te fuiste con ellos?

—Me tentaba mucho. A punto estuve. Pero en mi situación actual hubiera sido una forma de huir de mí misma. Y eso es algo que no debo permitirme ahora. —Calibró la expresión entre atenta y precavida de Gustavo, antes de cambiar ella también de golpe el tema—. Ahí está la tumba.

Aquel sepulcro en concreto era tan bello que se olvidaron de conversar para observarlo. La lápida era sobria y, como las inscripciones habían sido devoradas por los líquenes, de no ser por las indicaciones manuscritas de Alejandra, Claudia no hubiera podido saber quién estaba allí enterrado. Era imposible leer nada, pero en la cabecera de la tumba había una cruz ahora algo torcida, con un disco en su centro del que surgían ocho triángulos como rayos de sol. Y, en el lateral izquierdo se encontraba un angel de hermosa talla, con las alas plegadas, la cabeza y los ojos vueltos a lo alto, que sujetaba a dos manos un cáliz semiesférico. Justo tras esa estatua se alzaba un ciprés muy alto, sin duda plantado allí a propósito, ya que la impresión que trasmitía era que el ángel se respaldaba en el árbol.

—Ahí debiera poner: Nazario Santos. 1882-1918.

—No vivió mucho.

—Murió en París durante la epidemia de gripe del 18. Lo que luego llamaron gripe española.

—¿Era alguien importante en su tiempo? Veo que aquí está enterrada la flor y nata de los dos últimos siglos.

—No lo era. No hay muchos datos sobre él de todas formas. Parece que tenía dinero y le gustaba frecuentar ambientes artísticos. Se codeaba con escritores, actores, dramaturgos y, como invitaba siempre, era un hombre popular. Pero luego murió y nadie se acordó de él.

—«Murió y nadie se acordó de él». Buen epitafio. Suele ocurrirles a los que compran amigos.

Gustavo sonrió con un ojo siempre puesto en Mihái, que iba de acá para allá observando estatuas. Se acarició la barba corta, al tiempo que estudiaba la cruz y el motivo central.

—Así que este es el sol mazdeo. No llama mucho la atención.

—No. Si no se está buscando, puede pasar desapercibido. Quizá pretendían justo ese efecto.

Gustavo lanzó una mirada distraída hacia el lateral al tiempo que asentía. Luego echó otra más alerta, con el ceño fruncido. Claudia, al seguir sus ojos advirtió, con un vuelco de corazón, que Mihái no estaba a la vista. Su padre paseó la mirada por entre las efigies, las cruces, los cipreses. Luego se adelantó unos pasos en ángulo para tener mejor visión del patio.

Un golpe de aire hizo oscilar las copas puntiagudas de los cipreses con rumor sostenido. Gustavo recorrió de nuevo con los ojos las tumbas. Se acarició la barba corta y abría ya la boca para decir algo cuando apareció el chico, correteando por las hileras de sepultura. Claudia dejó escapar muy por lo bajo un suspiro de alivio, mientras el padre le reclamaba con gestos irritados.

—¿Qué te he dicho? No te apartes demasiado, no te salgas de la vista.

Era obvio que intentaba no demostrar enfado. Quizá por eso, al ver que su hijo se mostraba contrito, se volvió de nuevo al sol mazdeo.

—Así que éste es el símbolo de los agápetos.

—Uno de ellos.

—¿Tienen esos agápetos algo que ver con los cristianos asirios? —Preguntó de repente Mihái.

Claudia contuvo un respingo.

—No. Pero vivieron en el mismo lugar y quizá tuvieron contacto.

Tras el primer sobresalto, había tratado de contestar con seriedad pero sin salirse del tono que se supone que debe emplearse con los niños. Turbada, se giró hacia Gustavo.

—Jacobo anotó que los agápetos tomaron el símbolo de los adoradores de Ahura-Mazda. Los cristianos de Irak lo adoptaron en tiempos modernos, como una forma de recalcar la antigüedad de su iglesia.

Gustavo asentía. Su hijo señaló al recipiente que sostenía el ángel de piedra.

—Eso no es un cáliz, ¿verdad?

Claudia movió la cabeza, casi estupefacta.

—Pues no. Lo más seguro es que no sea un cáliz. Al menos, no como nosotros lo entendemos.

Gustavo largó una colleja cariñosa al chico.

—¿Siempre tienes que acertar, sabihondo?

Se estaba riendo con esa misma risa franca que encantó antes a Claudia.

—Largo. Vete a mirar por ahí y luego me cuentas qué has visto. Claudia y yo tenemos que hablar. Pero no corras ni montes jaleo. Respeta al lugar. Y ni se te ocurra volver a perderte de vista.

Le observó corretear entre las lápìdas, con su anorak rojo y el gorro de lana.

—Qué capacidad tiene este chico para deducir. A partir de cuatro datos hila resultados sorprendentes...

Se encaró con Claudia.

—¿Cómo que eso no es un cáliz?

—Una buena amiga estuvo investigando mientras yo estaba en Perú. Este ángel tiene su misterio. Se le atribuye a un imitador de Agustín Querol; un escultor muy famoso que por cierto también está enterrado aquí.

Gustavo se acercó más al ángel, a estudiarlo de cerca.

—¿Un imitador? ¿Algún discípulo?

—Un falsificador. Un discípulo trabaja según las pautas del maestro. Pero el que esculpió este ángel mimetizó el estilo de Querol. No se sabe ni su nombre.

—¿Y eso es raro?

—No lo sé. No soy experta en arte. Pero por lo visto esta imitación es perfecta. Hay expertos que incluso la atribuyen al propio Querol, pero él jamás asumió su autoría.

—Entonces no será suya. Es una estatua muy bella. No es algo de lo que un artista se avergonzaría.

—La autoría no es su único misterio. A simple vista parece normal, ¿no?

—Normal para una estatua de tumba, sí.

—Pues no lo es. Ahí está el truco; la maestría de la talla. Su postura es distinta pero de una forma sutil. Tiene los brazos en alto. Es como si estuviera consagrando el cáliz. Fíjate cómo mira a lo alto.

Gustavo, con las manos en los bolsillos del anorak, observó con el ceño fruncido.

—¿Y qué significa eso?

—No lo sé. Pero hay algo más.

Se arrimó al ángel. Como su tamaño era el de un hombre pequeño, la copa resultaba accesible. Se asomó por encima del hombro para examinar la cara interna, sabiendo gracias a las notas de Alejandra lo que iba a ver.

—Como te vea algún empleado, nos vamos a ganar una bronca.

—Procuraremos que no nos vean. Mira.

El se acercó, intrigado por el tono de voz. Pese a los mohos, allí, en la parte interior del cuenco era visible un símbolo en altorrelieve.

—¿Una esvástica?

Se le veía tan desconcertado que Claudia se sintió obligada a aclarar.

—Las esvásticas son muy antiguas. La gente lo asocia al nazismo porque Hitler lo adoptó, pero...

—Sé todo eso. ¿Pero qué pinta una esvástica en esta estatua?

—No tiene nada de raro. Los cristianos primitivos usaban cruces gamadas y esvásticas en los primeros siglos, aunque luego desaparecieron de su iconografía.

—¿Ah, sí?

—Por lo visto, para ellos eran símbolos de resurrección. Cruces giratorias, ya sabes.

—¿Y qué sacamos en claro de todo esto?

—Nada. Son datos sueltos que de momento no nos dan pistas de por qué desapareció Jacobo. Tal vez esperabas algo más espectacular.

—No. Este cementerio es un lugar precioso. Gracias por dármelo a conocer. —Sonrió—. Y la compañía no lo desmerece.

Sonrió ella a su vez y él, tras un instante, puso los ojos en ese ángel de piedra a la sombra del ciprés.

—¿Sabes? Fui al estudio de la calle del Ángel. Cuatro ojos ven más que dos.

—¿Encontraste algo?

—Se me ocurrió buscar por los cajones papeles menudos. La gente como Jacobo, que tiene muchas cosas en la cabeza, va anotando en papelitos, post-it y cosas así... y no suele tirarlos, sino olvidarlos por los cajones.

—Es verdad. —Claudia a punto estuvo de morderse el labio, molesta por no haber buscado por ahí.

—He encontrado varios nombres en trozos de papel. Un experto de arte y tres de historia de las religiones. He quedado con uno mañana a tomar café. He empezado por el que más veces vio, si hacemos caso a la cantidad de anotaciones que he encontrado.

—¿Me tendrás al tanto?

—Vente conmigo. Así podremos hablar con él los dos. Tú puedes sacarle más jugo que yo. ¿Vienes?

—Claro. Encantada.

De un vistazo, se cercioró de que me Mihái estaba lejos.

—Pero, ya puestos, creo que debo contarte algo que me ocurrió el otro día...