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SILVERIO RIBAS nunca acabó de caerle simpático a Gustavo y sospechaba éste que el sentimiento era mutuo, pese a los favores que en tiempos hizo al viejo, cuando el asunto de su hijo Alfonso. Hacía el personaje tal alarde de desapego, de una actitud tan distante hacia el resto de la humanidad, que era enervante y le enajenaba la simpatía de muchos. Era sin embargo amigo de las buenas formas y, cuando Gustavo le telefoneó, se mostró, si no cordial, al menos atento. Se interesó por su salud, la familia, los negocios y luego, cuando Gustavo mencionó a Jacobo y a aquel cuadro del siglo XVIII, le invitó a su casa de San Rafael, a comer y a charlar en persona sobre el asunto.
Así fue como al domingo siguiente, ya 23 de diciembre, Gustavo se acercó en coche hasta el Espinar de Segovia, en compañía de Claudia. Quería ésta aprovechar para visitar al amigo que le prestaba su dirección como domicilio fiscal y postal, pues vivía éste justo en ese término municipal segoviano, al que también pertenece San Rafael.
Gustavo había insistido en recogerla en casa, pero ella se negó en redondo, porque veía de tontos que tuviese que ir hasta Vallecas a buscarla y luego tener que volver a cruzar toda la ciudad hasta la salida de la A VI. Así que le esperó en la boca del metro de Moncloa y, cuando subía al coche, a él no se le pasó por alto la mirada apreciativa que dirigió a su Terrano.
—¿Te gusta conducir? —bromeó.
—Me encanta. Pero no he vuelto a hacerlo desde el accidente.
—¿Le has cogido miedo al coche?
—Me he quedado sin coche, que no es lo mismo. Aquel día, íbamos en el mío. Ya puedes imaginar como quedó.
—Siniestro total.
—Y tan total. Era un Ford K que a lo mejor a algunos no les parece gran cosa, pero que para mí era ideal.
—¿Conducías tú?
—No. Patricia.
Torció el gesto, porque acababa de volver a ese recuerdo postrero en el que las dos iban charlando, cansadas pero contentas. Lo más seguro era que jamás recuperase esos diez o quince minutos de memoria previos al choque en cadena.
—¿Cómo es que no te has comprado otro?
—Hasta hace poco tenía unos dolores terribles de espalda. Casi no podía aguantar viajes de más de una hora en coche, y eso de pasajera. Imagina el suplicio que hubiera sido hacerlo conduciendo.
—Pero ya no te duele. ¿No?
—Muy de vez en cuando.
—¿Quieres llevar tú el coche hasta el Espinar?
—¿Yo?
—Claro. —Sonreía al dirigir ya el 4 × 4 hacia el bordillo, el intermitente puesto y buscando un hueco en el que detenerse para un intercambio de asientos.
Y así fue cómo Claudia, casi un año después de aquella colisión catastrófica al sur de Pamplona, se encontró con 150 caballos de potencia entre las manos, conduciendo por una carretera que a esa hora estaba libre de retenciones. El día era además limpio, de cielos azules y fríos, casi sin nubes, lo que les permitía divisar robledales y pinares en las laderas a lo lejos, mientras hacían kilómetros hacia el norte por una autovía flanqueada por series y más series de adosados, a cada cual más horrible.
Tras cruzar el túnel de Guadarrama, Claudia hizo una llamada perdida al móvil de su amigo Lorenzo, para que supiese que estaban llegando. Habían quedado en un bar del pueblo que Gustavo recordaba de visitas hechas tiempo atrás a un cliente de allí. Fue él quien guió a Claudia hasta el aparcamiento que llaman de Las Escuelas, frente al Palacio del Esquileo.
Claudia bajó mirando esas ruinas de piedra ahora coronadas de nieve, con gran escudo labrado en los restos de la fachada, de forma que el golpe del frío la cogió por sorpresa. Se abrochó el anorak y buscó los guantes, mientras Gustavo, que descendía por el otro lado, soltaba un resoplido.
—Abrígate, que aquí el clima es duro.
Ella asintió, porque había nieve por doquier, aunque no tanta como para cubrirlo todo de blanco. La atmósfera era ésa clara y gélida de las tierras altas. Bajaron dando un paseo hasta la plaza del ayuntamiento, esquivando el goteo con el que la nieve de los tejados se derretía despacio al sol, y allí torcieron a mano derecha para llegarse a Casa Manso.
Hasta allí les siguió el Ángel, que había ido tras ellos en la moto desde Madrid. Y antes de eso había aguardado horas, rondando la casa de Gustavo con la esperanza de que ese día se reuniera con la mujer, que era quien de veras le interesaba. El Ángel sabía ser paciente y también pasar desapercibido, lo que a veces no era fácil. Después de todo, era un hombre que llamaba la atención: alto, bien plantado, de rasgos armoniosos, cabellos muy negros y ojos claros.
Pero ni Claudia ni Gustavo se percataron de su presencia, y eso que la barra de Casa Manso no es grande. El local es antiguo, al punto de que uno de los mosaicos que decoran una de las paredes es la reproducción de una vieja fotografía en sepia de la propia calle en la que está el bar. Vigas de madera vistas, mesas pequeñas, clientes de siempre. Gustavo pidió dos tés de la casa, hechos en tetera grande, con un golpe de anís.
El Ángel estaba en la barra de enfrente, con el casco sobre la barra y sin poner los ojos en ellos. Entró un hombre grande, bigotudo, cojeando, con chaquetón de pana y gorro de lana. Echó una ojeada y se fue derecho a cambiar besos con Claudia.
Lorenzo, su amigo del Espinar. Gustavo y él estrecharon manos con miradas de curiosidad mutua. Se cayeron bien y tenían además cosas en común. Los dos habían trabajado en África Occidental. Gustavo por negocios y Lorenzo en agencias ONU de gestión de recursos hídricos. El segundo se pidió otro té y no tardaron en enfrascarse en recuerdos de lugares comunes.
Fue gracias a esa conversación que Claudia se hizo una idea algo más clara de a qué se dedicaba Gustavo en esos años. Al parecer a la caza de negocios y oportunidades. A exportar lo que fuese rentable en cada momento, de maíz a leche en polvo.
Ella no despegó los labios hasta que tuvo que indicarle a Gustavo que llegaba tarde. El otro asintió con una ojeada al reloj. Trató en vano de impedir que Lorenzo pagase y se separaron en la puerta. Gustavo se fue a buscar su Terrano mientras que Lorenzo se llevaba a Claudia a su propio coche, junto a la plaza de la Corredera.
El Ángel que salió detrás, optó por seguir al primero. Tarde o temprano tendrían que reunirse para bajar a Madrid.
—¿Estáis liados? —Preguntó de sopetón.
—No. —Le miró entre sorprendida e irritada—. ¿A qué viene eso?
—A que, si no lo estáis, lo estaréis.
—Porque tú lo digas...
—Tiempo al tiempo.
Ajeno a esa conversación, Gustavo conducía ya hacia San Rafael. Poco le costó encontrar la casa del viejo Ribas. Era una típica de la localidad, de un estilo híbrido entre la arquitectura de la zona y la de montaña centroeuropea. Muros de piedra, tejados de tejas rojas más inclinados de lo normal. Le abrió una criada de rasgos orientales y ropas negras que hablaba el español justo para entenderse. Pero en seguida apareció el dueño con la mano tendida.
Hacía años que no se veían; desde que asumieron el fracaso de las gestiones de Gustavo para localizar a Alfonso Ribas, el padre de Jacobo. El viejo Ribas era de ésos que se marchitan con el tiempo, de forma que acaban por parecer pajaritos secos. Y en los años sin verle el proceso se había acelerado. Se movía despacio y con recelo, como el que teme caerse. Un lustro antes vestía trajes caros y ahora pantalones de pana y jersey, lo que acentuaba el contraste con la imagen que guardaba de él su visitante. Daba la impresión de anciano en su última etapa vital y no costaba nada imaginarle dando caminatas por el campo, con chaquetón grueso y bastón de montañero.
Pero mantenía sus modales de siempre. Ni en ese primer momento ni durante la comida sacó a relucir el tema que había llevado a Gustavo hasta su casa. Hablaron de economía y de la crisis que se avecinaba. También de las elecciones próximas y de la crispación que para la política española era como una bronquitis crónica.
El viejo Ribas tuvo dos hijos. Ninguno le dio alegrías. El mayor se enganchó a la heroína en los ochenta y murió a comienzos de los noventa. Alfonso, el menor y padre no reconocido de Jacobo, era lo que se llamaba antes un bala perdida y tuvo enfrentamientos con su padre toda su vida. Mal estudiante, se dedicó a toda clase de negocios de posible ganancia rápida, algunos poco claros.
Gustavo le conoció en África e hicieron algún negocio. No le caía mal el personaje, típico buscavidas simpático, pero era poco de fiar. Si al final dejó de trabajar con él fue porque gastaba de más y eso le llevaba cada vez a apuestas más arriesgadas.
Alfonso se metió por su cuenta en asuntos ruinosos y, con el agua al cuello, apostó por colocar productos de primera necesidad en zonas en conflicto de Mozambique, contra los consejos de Gustavo. Allí desapareció en uno de sus viajes. Gustavo hizo gestiones para localizarle, pero en vano. Nunca se supo más de él. Se suponía que fue asesinado por algún capo y señor de la guerra local.
Fue en esa época cuando Gustavo contactó con el viejo Ribas. Le conoció ya jubilado. Antiguo ingeniero de caminos que había trabajado en las grandes obras públicas del franquismo y luego para las multinacionales españolas en Sudamérica, era también otro negociante. Prueba de ello era que, cuando se convenció de que no volvería a ver a su hijo Alfonso, tramitó que le declarasen muerto. Vendió la casa del barrio de Salamanca, que debiera haber sido su herencia, y sacó buen provecho de la inflación de los precios de la vivienda.
Ahora estaba retirado en esa casa de San Rafael, lejos de todo, atendido por internas asiáticas que le suministraba una agencia.
—Casi ni saben español —comentó mientras retiraban los platos—. Así no se enteran de lo que no deben. En cuanto aprenden demasiado, mando que la empresa me envíe otras.
—¿Y las comidas?
—Las encargo en restaurantes locales. Cocinan bien y puedo permitirme el capricho.
Les trajeron cafés, copas, una botella de Cardenal Mendoza, una caja de Partagás 898. Ribas se encendió el suyo con cerilla de madera. Entre el humo, observó a su visitante con ojos de mercader que desmentían su aspecto de viejecillo venerable.
—Íbamos a hablar del cuadro.
—Del cuadro, del personaje que aparece en él, de su historia...
Gustavo estaba cortando la punta del puro con cuidado. Eran las únicas ocasiones en las que fumaba. No en momentos especiales como otros, sino cuando le ofrecían un puro de verdad bueno.
—La policía habló conmigo hace poco. Me informaron de que un amigo de Jacobo Artola ha desaparecido en Italia. Y parece que el propio Jacobo Artola no llegó a viajar a Birmania.
Lanzó una gran bocanada de humo blanco.
—Me quedé muy sorprendido.
Gustavo asintió educado. El tono de su anfitrión era el que uno usa para comentar que se acaba de enterar de que un conocido ha muerto fulminado de un ataque cardíaco. Igual de chocante era que llamase a Jacobo con su apellido, como si fuera un compañero de trabajo y no su propio nieto.
—Poco pude ayudar a la policía y poco podré ayudarte a ti, me temo.
Otra calada honda.
—Tuve poco trato con Jacobo Artola. Me pareció un chico inteligente. Desde luego, era un espécimen humano mucho mejor que su padre, mi hijo Alfonso que en paz descanse.
Le miró entre el humo.
—¿Te choca que hable así de mi nieto?
—Un poco, la verdad.
—Era mi descendiente biológico, nada más. No le vi crecer. No tuve contacto con él. Puede que otro al envejecer, habiendo perdido a los hijos, se hubiese ablandado y tendido la mano a alguien que después de todo podía perpetuar su linaje. Pero a mí todo eso me parecen pamplinas.
Gustavo capeó con un asentir de cabeza. El viejo era un personaje singular y los años no habían hecho más que acentuar sus excentricidades.
—Vi un par de veces a Jacobo Artola. Tuvimos conversaciones interesantes. Pero nunca le consideré uno de los míos. Me hubiera gustado, porque lo tenía todo. Era inteligente, educado, laborioso. Justo todo lo que Alfonso no era.
Hizo una pausa para beber brandy. Alzó el puro, casi como un predicador levanta el índice para advertir acerca del Fuego Eterno y las Penas del Infierno.
—Para mí la sangre por sí sola significa muy poco, por no decir nada. Ya me costaba ver a mis propios hijos como algo mío, así que figúrate. Hay quien pensará que soy un descastado. Pero yo digo que si uno no logra trasmitir a sus descendientes su escala de valores, su visión de la vida, sus creencias, es como si no los tuviera. Y eso fue lo que me ocurrió a mí.
Agitó luego, apaciguado, el brandy en su copa.
—Al menos, Alfonso tuvo el buen gusto de desaparecer cuando su madre ya había fallecido. Mi esposa era muy sentida y no sabes cómo sufrió durante los últimos meses de vida de nuestro hijo mayor. —Volvió a agitar el puro en el aire—. Pero no divaguemos, que no has venido a escuchar historias familiares y menos de las sórdidas. A ver. ¿Qué pasa con el cuadro ese de marras?
Gustavo se echó atrás en el respaldo. Había estado maquinando estrategias para, sin mentir, no levantar todas las cartas, no fuese que el viejo Ribas, por una u otra razón, se retrajese de hablar.
—No sé. Pero a Jacobo le interesaba mucho.
—Más bien el personaje retratado.
Ahora Gustavo asintió con los codos sobre la mesa y la copa en la diestra, el puro entre el índice y el corazón. Había sido él quien puso en contacto a Jacobo con su abuelo biológico, por si el segundo pudiera suministrar alguna información sobre el retrato.
—¿El cuadro es valioso?
—No demasiado. Me ocupé de comprobarlo. Sólo es viejo. Es de autor desconocido, pintado en el último cuarto del siglo XVIII. Su valor rondará los dos millones... de las antiguas pesetas claro. Diez o doce mil euros, no más.
—¿Está en tu poder?
—No, por Dios. Gabriel Ribas, el personaje del cuadro, tuvo tres hijos y yo, y por tanto Jacobo, descendemos del menor de los tres. El cuadro debió pasar en herencia al primogénito, supongo.
—¿Y quién lo tiene ahora?
—Está en los fondos del Louvre. He indagado a tal respecto pero no hay datos. Es de suponer que fuese uno de tantos tesoros artísticos robados por los franceses durante la Guerra de Independencia. Saquearían la casa de aquel antepasado y se lo llevarían a Francia cuando la retirada napoleónica.
Se acercó la copa a los labios.
—Aunque lo de tesoro artístico es un decir. Tiene algo de valor por lo viejo, nada más. He sacado fotocopias de toda la documentación que en su día reuní para Jacobo. Que no se me olvide dártela. No te vayas a ir sin ella.
—Te lo agradezco. ¿Qué me puedes decir del retratado?
—Se llamaba Gabriel Ribas, como te he dicho, y hay poco sobre él. Reconozco que el interés de Jacobo despertó el mío y pagué de mi bolsillo una investigación. Pero tampoco consiguieron tanto. Fue un ilustrado del XVIII, uno de esos hombres empeñados en modernizar España, como Floridablanca, Jovellanos o el Conde de Aranda. Ocupó cargos menores en la Administración, se dedicó a sus negocios y fue un progresista interesado en los avances técnicos aplicados a la producción industrial.
Gustavo se acarició la barba corta y castaña. Ribas le observó entre el humo, antes de añadir.
—Pero sigo sin ver qué pasa con el cuadro.
—Ni yo. Esto es un palo de ciego. Busco cualquier pista posible que me pueda indicar cómo desapareció.
—¿No sería mejor dejar todo esto a la policía? En fin. Veo difícil que un interés pueril por los antepasados propios pueda ser peligroso. En cuanto al cuadro en sí, como te digo, no sólo carece de valor, sino que además está en el Louvre.
—Jacobo estaba investigando sobre arquitectura y simbolismo...
—Hablamos largo y tendido sobre ese tema. Era un placer conversar con él, de veras. Era un alma sensible. Un curioso impenitente. Fíjate que de inmediato se interesó por la arquitectura de las casas de por aquí... pero bueno, dudo yo que ese tema pueda costarle a nadie un disgusto. Mejor sería apuntar hacia otro lado.
—¿Cuál?
—Andaba mezclado con sectas y cosas así.
—¿Te refieres a que practicaba yoga, meditación y cosas así?
—Exacto.
—Eso es inocuo.
—A nivel de calle, sí. Pero me da que Jacobo estaba muy metido. Andaba con gurús, maestros, grupos y cosas por el estilo. Y en todo eso hay mucha gente rara. A lo mejor habría que buscar por ahí.
De nuevo Gustavo optó por calar. El viejo Ribas parecía tener una opinión curiosa sobre las disciplinas orientales. Contravenirle podía llevar a una disputa, porque era tozudo a la manera de los viejos.
—Es algo a investigar, sin duda. Pero, volviendo al cuadro, Jacobo se dio cuenta de que el retratado lleva una medalla y una cruz que...
—Una venera y una cruz. Sí. Hablamos de eso. Yo no le veo nada tan excepcional. La cruz con un sol en el centro es algo bastante común en España, si te fijas. Y la venera no es tan distinta a muchas que se pueden ver en retratos de la época y del XIX. Y, aunque no sea así, tampoco hace falta buscar explicaciones tan retorcidas como las suyas.
—¿Cómo por ejemplo?
—¿No era Gabriel Ribas un ilustrado? Pues, como muchos iguales de su época, viajó al norte de Europa y bien pudo entrar en contacto con sociedades secretas de corte masónico. En esa época eran una plaga en Francia, Inglaterra, Alemania. Esa famosa venera no es más que un emblema masónico, o más bien paramasónico. Eso es todo.
—Es una posibilidad —concedió Gustavo, prudente.
* * *
Claudia y Lorenzo subieron a comer hasta la casa de este último, en Aguas Vertientes. La gente del lugar llama así a cuatro laderas de la sierra de Guadarrama por lo empinado de las cuestas y la profusión de arroyos que bajan por las mismas. O más bien bajaban, habida cuenta de que el cambio climático ha llegado también a esas tierras altas de Segovia.
Eso comentó Lorenzo con algo de nostalgia mientras subían en su Land Rover amarillo, dando tumbos por el Camino de las Lanchas, primero a través de robledales pelados y ya más arriba entre pinos altos y oscuros. Había parches de nieve al pie de los árboles, entremezclada con barro y pinaza. Cuando ella se lo señaló, la contestación fue que sólo diez años atrás era impensable que todo eso no estuviera ya sepultado por las nevadas.
Ahora los tramos de hielo y nieve entre pasturas verdes daban idea de lo que se había suavizado el clima en esas tierras otrora duras. Aún así, el aire era frío y Claudia disfrutó del viaje por un camino en el que no se veía otra cosa que árboles. Casi perpleja de que no le doliese la espalda por tanto brinco, no pudo evitar hacer mención al Land Rover, vehículo que recordaba de su infancia y al que creía tan fuera de circulación como los Simca 1000 o los Seat 127.
—¿Obsoletos? ¡Pero qué dices! —Se había reído Lorenzo con rudeza—. La gente de campo adora a los Land Rover. Hace años que no se fabrican, pero todavía hay bastantes en circulación... y aún los verás muchos años más. Son una especie de icono. Tan duros como las peñas.
El suyo lo había comprado hacía menos de un año a un campesino y no escatimaba para mantenerlo. Confesó que echaba horas trasteando en el motor. Algo sabía de mecánica y no era tiempo lo que le faltaba viviendo allí, en Aguas Vertientes, entre pinares y alejado de todo.
Esas tierras son comunales, propiedad del concejo, y está prohibido edificar en ellas. Son todo bosques con alguna que otra excepción, como un par de construcciones levantadas durante los años 50, en plena dictadura, que más tarde decidieron respetar. Es el caso de la antigua factoría de visones, la más antigua de España. Al clausurarse en los 70, reconvirtieron la casa del guarda en vivienda y las naves de visones en refugio de perros abandonados.
Igual ocurrió con la finca que ocupaba Lorenzo.
Entre pinos, se dedicaba al pupilaje de caballos: cuidaba a una docena de equinos, propiedad casi todos de madrileños que acudían fines de semana a montar. Los cuidaba, alimentaba, sacaba a pasear y, lo que era más importante, impedía que, por la falta de monta, perdiesen la doma. Claudia ya había estado antes en esa finca, de tapia de ladrillo, picadero de arena, establos y casa de piedras sin labrar, en la que Fernando vivía casi como un ermitaño, con sus libros, su música y su conexión a Internet.
Otro de sus placeres era la cocina. Antes de bajar a buscarla, había estado guisando lentejas con rabo de toro que ahora solo tenía que calentar. La mesa estaba puesta y, mientras él trasteaba en la cocina, Claudia se entretuvo en el salón. Rascó la cabeza al perro bodeguero, jugó luego con un gato grande y atigrado que señoreaba el sofá. Fernando tenía a ese can para cazar ratas y un par de gatos para que se ocupasen de los ratones. A los tres los dejaba entrar en la casa, para que se resguardasen del frío.
Observó las fotos de su etapa africana, que cubrían todas las paredes. Ella le había conocido ya después, en su época de reportera, y le hizo un favor al que luego él supo responder con creces. Era una de las pocas amistades que conservaba, además de Alejandra —aunque mantuviese cierto contacto con otra media docena de personas— y, si no se trataban más, era por la distancia.
Lorenzo mismo, cuando Claudia se vio obligada a tomar precauciones y casi desaparecer tras destapar un fraude de seguros, le ofreció su casa como domicilio fiscal y dirección postal, para hacerla más difícil de localizar.
Ya en la comida, ella se explayó acerca del asunto de Jacobo y en algún pormenor sobre el mal trago pasado en los jardines del Capricho, incidente del que ya le había hablado por teléfono días antes. Él la escuchó en silencio, casi hosco, escanciando de vez en cuando vino.
—No me gusta —dijo tan sólo cuando ella acabó.
—¿Por qué?
—Porque está claro que te has enredado en algo peligroso.
—Ya no tiene remedio. Lo que necesito es tu consejo.
—Voy a hacer café.
Se levantó de golpe y Claudia, irritada, hubo de aguardar hasta que regresó con una jarra de café de máquina porque, al revés que con la comida o los vinos, Lorenzo no era ningún exquisito en ese sentido. Sí en el de los licores. Se sirvió un Glengoyne de 12 años en vaso bajo, con dos hielos y, sólo después de que su invitada rechazase una copa, se sentó de nuevo a la mesa.
—Yo también he sufrido un incidente. He estado dudando entre contártelo o no, pero creo que lo mejor es hacerlo.
—¿Qué?
—Hará cosa de una semana, alguien anduvo rondando por aquí de noche, supongo que con malas intenciones.
—¿Tuviste problemas?
—Yo no. Al revés. Quien casi los tuvo fue mi visita nocturna. —Sonrió con rudeza—. No tengo media docena de pastores alemanes por amor a los animales, ni seis escopetas cargadas en casa por coleccionismo.
—No me asustes.
Ya en su día, ella había aceptado el ofrecimiento de Lorenzo entre agradecida y reacia. Reacia por temor a que él se llevase un buen susto. Y ya entonces él se había reído, aduciendo justo eso, que tenía gatos para los ratones, un perro bodeguero para las ratas de cuatro patas, y pastores alemanes y escopetas para las de dos patas.
—No pensaba decirte nada porque hay muchos asaltos en esta zona. Son bandas del este de Europa. Ya sabes. Entran por la noche en las casas y, si los ocupantes se resisten lo más mínimo, les dan una paliza de muerte.
—Ya lo sé.
—Lo más probable es que fuesen eso: ladrones, gentuza. En cuanto vieron que había toda una reala de fieras guardando la finca, desistieron para irse en busca de víctimas más fáciles. Pero, con esto que me has contado, es mejor que lo sepas. Por si acaso. Es de tontos descuidar las posibilidades.