1506 a. D.
JUAN GATO, años atrás guarda de confianza de Vargas el Averiguador, se decidió por fin, cierta tarde de invierno, a enviar una carta detallada a su antiguo patrón. No la redactó sin embargo de su puño, aunque sabía leer y escribir. Pero era invierno, había ya oscurecido y la vista de Gato no hacía honor a su apellido. Por eso fue un amigo el que se sentó a la luz de un velón para poner por escrito a su manera, según las formalidades de la época, lo que el otro le iba dictando.
Lo mismo que algunos dan muchas vueltas a las conversaciones, demorando el momento de entrar en materias escabrosas, así Juan Gato, mientras iba de un lado a otro por el cuarto, se explayó al comienzo en cortesías; en interesarse por la salud, familia, negocios de Vargas. Y luego aún se entretuvo en narrar qué había sido de su propia suerte en esos años que llevaba ausente de Madrid.
Gracias a esa misiva, supo Vargas que Gato se había embarcado en la Segunda Expedición Italiana de Gonzalo Fernández de Córdoba, al que llamaban el Gran Capitán. Que bajo su mando, en los Tercios, había participado en todos los hechos de armas importantes, en la victoria sobre los franceses y en la anexión a España del reino de Nápoles. Aún luego narraba también cómo había entrado en la administración, ganándose la confianza del virrey gracias a lo puntilloso que era a la hora de realizar las tareas que se le encomendaban.
Tras haber relatado todo eso aún dudó largos instantes mientras su amigo aguardaba paciente, cálamo en mano. Por fin reanudó sus paseos, para volver a dictar frases un tanto artificiosas que su amigo trasladaba en forma más convencional.
—Pero el motivo principal de escribiros no es nada de lo anterior —comenzó—, por más que mi interés por vuestra salud y asuntos es sincero, y ruego a Dios que todo os marche bien. Pero deseo daros cuenta de una circunstancia que a mí me inquieta desde hace tiempo y que, sin duda, ha de ser de vuestro interés.
»Ya os he contado que don Gonzalo me honra con su confianza y me ha encomendado misiones por todo el reino, algunas harto delicadas. En cumplimiento de las mismas, he tenido ocasión de viajar a lo largo y ancho de Nápoles, de visitar muchas poblaciones y conocer a gente muy diversa. Y fue viajando como, en una pequeña población próxima a Salerno, que a su vez no está lejos de Nápoles, vi una casa noble, de las que por aquí hay muchas, cuya fachada me llamó mucho la atención, ya que sus escudos lucen símbolos que a ambos nos resultan familiares, y no precisamente para bien.
»Esa fachada luce un castillo, un dragón, un sol y una cruz girante. Ya podéis imaginaros cómo me sentí al ver esos dos últimos juntos. Por separado, nada tienen de especial pero, unidos, me hicieron recordar de inmediato los sucesos que vivimos en la falsa ermita de la cueva. Sucesos que, según las instrucciones que en su día me disteis, me guardo mucho de contar en esta carta, como también me guardo de poner por escrito lugares y apellidos, en espera de vuestra respuesta.
»Comencé a indagar de forma discreta sobre el linaje dueño de esa casa noble. A la par de eso, presté más atención durante mis viajes. Como vos bien decíais, cuando el ojo sabe lo que busca, encuentra detalles que de otra forma le hubieran pasado desapercibidos. Y así yo, sabiendo lo que buscaba, fui descubriendo más casas, todas nobles, en cuyos escudos de armas aparecen soles y cruces girantes. No son muchas, pero todas tienen algo en común. Todos esos linajes son de origen español.
»Eso tiene explicación fácil. Durante los desórdenes interminables que asolaron los reinos de Castilla, antes de la llegada al trono de nuestra señora Isabel, que vino a pacificar y a poner en su sitio a los poderosos, hubo muchos nobles que huyeron del reino. Eran banderizos de facciones derrotadas que, temiendo por su vida, partían a otras tierras. Algunos de esos derrotados fueron a Aragón y, al servicio de su rey, vinieron luego a instalarse a Italia, donde fundaron linajes nobles. En muchos casos, sus descendientes se consideran a sí mismos españoles y lo cierto es que se pusieron con rapidez al servicio de don Gonzalo, apenas desembarcamos en Nápoles para combatir a los franceses. Sirvieron con valor en las campañas y en estos momentos son valiosos agentes y un puente nada desdeñable entre los nuestros y la población napolitana.
»Todos los linajes que he encontrado con esos símbolos lo son de españoles llegados en el último siglo a Nápoles. Todos proceden de Castilla.
»Y éste es el motivo de mi carta, señor. Temo que aquellos herejes y asesinos de la gruta no fuesen un grupo aislado. Que no fuesen exterminados por nuestra acción porque, ya antes de eso, habían lanzado su semilla al sur de Italia, donde ha debido arraigar y crecer tan oculta como lo hizo en Castilla. Es más. Tengo la sospecha de que, aquellos que lograron escapar de vuestra justicia, bien pudieron cruzar el mar para refugiarse con estos sus correligionarios. Sin embargo, este último extremo es sólo una suposición porque, aunque he indagado de forma discreta, nada he podido descubrir a tal respecto.
»Largo tiempo me he retraído de escribiros, buscando siempre antes de hacerlo alguna prueba definitiva. ¿Qué tengo sino un puñado de símbolos que, por separado, no pueden ser más inocentes? Conjeturas, sospechas. Bien poco. Por eso no sabía qué hacer. Pero al fin me he decidido. Pienso informar esta misma noche al Virrey sobre toda esta cuestión y que él decida qué se debe hacer. Os envío además esta carta para que estéis al tanto de lo que sucede, pues sois hombre influyente en el reino y gozáis de la mayor confianza de don Fernando, y nadie vivió más cerca que vos aquel episodio de los crímenes de la gruta.
Y nada más supo qué contar, con lo que aquel amigo que ejercía de escriba esa noche añadió unas fórmulas finales de cortesía, antes de secar la carta. Aún sin embargo le pidió Juan Gato que se la leyese. Luego, casi como si temiera cambiar de parecer, la cerró, selló y entregó a un hombre de confianza, con orden de que se despachase de inmediato a España. Luego de eso y de un vaso de vino, se armó y echó la capa por encima para, en compañía de dos hombres de confianza y un paje con una lámpara, dirigirse a la residencia del virrey, a cuya mesa estaba invitado a cenar, circunstancia que pensaba aprovechar para explicarle lo mismo que le acababa de contar a Vargas por carta.
Las investigaciones de Juan Gato no debían haber sido empero tan discretas como él creía. De camino al palacio del virrey, mientras atravesaba por las callejas napolitanas, estrechas, sinuosas, oscuras, una banda de hombres armados cayó de improviso sobre él y los suyos. Los habían estado aguardando en las tinieblas de unos soportales, silentes como fantasmas, por lo que sus víctimas no tuvieron la menor oportunidad. El paje, que iba delante, tiró la lámpara y huyó dando voces, pero nadie se atrevió siquiera a asomarse. En cuanto a Gato y sus dos amigos, no pudieron ni desenvainar espadas o cuchillos. El lugar era angosto y se desplomaron en seguida bajo los hierros de los asesinos, que se desvanecieron tras darles muerte, como si nunca hubieran estado ahí.
Cuando llegaron soldados españoles, alertados por el paje, los cadáveres aún calientes habían sido desvalijados, pero no pudieron precisar si por sus asesinos o por gentuza del vecindario. Nunca se supo quién lo había hecho o instigado. Pudieron ser esbirros de los franceses, napolitanos que tenían alguna pendencia con uno o todos los muertos, o incluso españoles, que se ajustaban a menudo las cuentas, haciendo correr la sangre por las calles de Nápoles.
Uno de los dos amigos que murió con Juan Gato era justo aquel que le hizo de amanuense. Pero la carta salió para España y, en su momento, llegó a manos de Francisco de Vargas, al que llamaban el Averiguador, que la leyó con sumo detenimiento. Más tarde supo de la mala muerte sufrida por Juan Gato, la misma noche en que le remitió esa misiva. Mandó entonces emisarios de confianza al virrey de Nápoles que, tras escucharles perplejo, prometió tomar cartas en el asunto. Por desgracia, muy poco tiempo después, el rey don Fernando le reclamó a España para rendir cuentas. Nombraron a otro virrey para Nápoles y de esa forma el asunto se fue atascando, hasta quedar por fin en nada.