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Algunas personas, cuando están nerviosas, se comen las uñas. «Caripela» Smith prefería derretírselas con un encendedor. En eso estaba cuando llegué a su despacho, aquella cálida mañana del sexto martes de noviembre.
—¿Qué pasa? —dijo al verme entrar.
—Buenos días —contesté—. ¿Puedo sentarme?
Smith asintió; pero un examen del espacio circundante no me aportó ninguna impresión sensorial correspondiente a silla alguna, a excepción de la ocupada por el propio Smith. De todas maneras tomé asiento.
—Ahí no —dijo él, y agregó:
—Ahí.
—Señor Smith —dije acomodándome—. Quiero un presupuesto por una investigación.
«Caripela» Smith hurgó en su escritorio hasta hallar una hoja de papel. La puso frente a mis ojos, y vi que estaba en blanco.
—¿Qué significa esto? —le pregunté.
—Nada. No significa nada.
Lo miré interrogativamente.
—Dígame qué es lo que quiere que investigue —requirió.
—No quiero que investigue nada —le zampé yo.
Esta vez fue él quien me miró interrogativamente. Yo lo miré de modo aseverativo, pero eso no le bastó. Sirviéndose de mis solapas como apoyo, me sacudió, instándome a una aclaración verbal.
—QUIERO UN PRESUPUESTO —recalqué— por una investigación acerca de Lucy. Se trata de una amiga mía en cuya casa suceden cosas muy raras.
—¿Lucy? —Una especie de mueca de simpatía iluminó las toscas facciones del detective—. ¿Vive por el Paso Molino?
—No —le corté el mambo.
Smith sacó un trapo de su escritorio y limpió los pequeños charcos de uña derretida que había sobre el pupitre; la sustancia no se había vuelto a solidificar.
—¿Qué pasa en lo de Lucy? —preguntó.
—Nada muy especial —dije—; o mejor dicho, sí, en realidad sí pasó algo… un poco especial.
—¿Qué pasó? —dijo Smith.
—No fue nada demasiado especial —contesté, pero recapacitando, agregué:
—Pensándolo bien, sí fue bastante especial lo que ocurrió.
—¿Qué ocurrió? —insistió Smith.
—Se lo voy a decir —dije.
—Abrigo la esperanza de que así sea.
Sonó el teléfono. Yo iba a hablar pero preferí esperar a que Smith atendiera la llamada, cosa que no hizo. En lugar de eso, consultó su reloj.
—¿No atiende? —le pregunté.
—¿Le molesta si me tomo mi tiempo?
—Algo de eso hay en el problema de Lucy —dije.
—Siempre hay algo de eso —replicó él, y añadió:
—Algo de eso y un poco de sexo. Eso es todo.
—Bueno —retomé yo—, el caso es que en la casa de esta muchacha Lucy están pasando cosas extrañas.
—Mmmm, qué raro, ¿no? —Smith pareció acongojado.
—Sí. Lo que está sucediendo no es normal.
—Eso me figuraba.
—Sí; es un poco preocupante.
—Para usted —dijo el detective—; no para mí.
—Es posible que a usted también le preocupen estas cosas en algún momento.
—No creo, no creo —dijo él, cambiando de posición con respecto a su silla—. Ni siquiera creo que llegue a enterarme jamás de los problemas de Lucy.
—¿No? Por qué.
—Porque dudo de que usted me los cuente.
—Guarde sus dudas —dije—, porque voy a contarle todo.
—No creo —perseveró él—. No creo.
—¿Por qué?
—Porque usted va a salir ahora mismo por esa puerta.
En el preciso instante en que Smith señaló la abertura, el teléfono dejó de sonar.