19
Mi despertador sonó a las ocho de la mañana; sin embargo, la aguja roja que indicaba la hora de sonar apuntaba hacia el número tres. Al salir, llevé conmigo mi reloj, para hacerlo ver por un especialista.
—¡Hey! —dijo alguien en la calle mientras yo, recostado contra la puerta del edificio, me ponía los calcetines que generalmente llevo en los bolsillos del saco por si hace frío. Dije «generalmente» porque esta afirmación no tiene un valor del todo general, ya que cuando hace frío esos calcetines no los llevo en los bolsillos del saco, sino puestos en los pies.
Cuando levanté la vista vi a una joven y muy exuberante mujer. Era Ceci, y estaba mucho más buena que la única vez que yo la había visto, unas semanas antes.
—¿Cómo andás? —dije.
Ceci estalló en una lluvia de improperios, dirigida a mí. Me recriminaba el hecho de que Sartre había aparecido fotografiado en el diario, con un balazo en la mejilla.
—¿Así apreciás un regalo? —me preguntó.
Me deshice en disculpas. Le dije que la noche en que lo encontré no tenía fuerzas para entrarlo, y que a la mañana siguiente el inspector Banegas me había enterado del crimen.
—Pero él no sabe que Sartre ya estaba muerto; no fue crimen —agregué.
Ceci me pegó una cachetada. Sinceramente, no esperaba eso. Se la devolví, y enseguida le dije que había sido un reflejo involuntario.
—¿Por qué le cambiaron el nombre? —preguntó ella entre sollozos, pero a los gritos—. ¿Por qué pusieron en el diario que se llamaba Karl Uris Orejea?
—Nunca compro diarios —dije—. ¿Quién es Karl Uris Orejea?
—Yo qué sé. Algún muerto sin cadáver. Ahora que encontraron uno, se lo encajan a él.
—¿A quién? —pregunté.
—A Sartre, nabo. No, perdoná, digo, a Karl Uris Orejea.
—¿Cómo lo conseguiste?
—¿A quién?
—A Sartre, boluda.
—Lo compré.
—¿Dónde?
—En una librería.
Le pedí la dirección de esa librería. Ella no tenía papel y lápiz. La invité a pasar a mi apartamento, y fuimos.
Cerré la puerta y me abalancé sobre Ceci, envolviéndola en mordiscones y besuqueos de diversa índole. Ella me correspondió a pleno, mostrando que no esperaba otra cosa.
Intercambiamos órganos sexuales y partes allegadas. Luego conversamos sobre economía doméstica y sobre el tiempo.
—¿No sabés nada de Lucy? —me preguntó ella en cierto momento, cambiando de tema.
—Recibí una postal. Está en Punta del Este —dije.
—Sí, ya sé. Hace como un año que está en Punta del Este, pero ¿cómo anda?
—Un año no —enmendé—. A lo sumo una semana, o un poco más.
—Bueno —admitió ella—, quizá no sea tanto como un año, pero estoy segura de que Lucy se fue antes de quedar embarazada, y de eso hace más que nueve meses.
—¿Pero no te acordás de que hace menos de un mes yo fui con Lucy a tu casa a llevar a Sartre?
—¿Te referís a Karl Uris Orejea?
—No. A Jean-Paul Sartre.
—Es que estoy pensando que en esa librería quizá me hayan engañado. Es posible que el que me vendieron nunca haya sido otra cosa que el cadáver de Karl Uris Orejea.
—Puede ser. Pero lo contrario es igualmente probable.
—¿Qué es lo contrario?
—Que se tratara de Sartre.
—O de Simone de Beauvoir. Eso también sería lo contrario.
—No, Ceci. No te olvides de que estamos hablando de Karl Uris Orejea.