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No me fue permitido regresar a mi domicilio (a ninguno de los dos), pero me otorgaron un certificado de libertad condicional, a condición de quedar bajo la custodia del doctor Cabral, y este me dio albergue en su residencia. Allí pasé unas semanas no demasiado agradables, pues no me resultó grato acostumbrarme a ser un minusválido. Pero el resto de mis lesiones sanaron, y me dejé crecer la barba, para impresionar a los integrantes del coro de Santa Barbarroja cuando los tuviera frente a frente.
Ese día no tardó en llegar. Pero para mi desilusión, casi todos los coreutas masculinos tenían barba. No así las mujeres, por suerte.
Este primer ensayo tenía lugar en las aulas de un instituto de enseñanza, y solicité a sus autoridades un salón especial para entrevistarme uno a uno con los cantantes, planeando conocerlos bien y asignarles las partituras más acordes a sus posibilidades.
Para empezar dispuse que me enviaran a las sopranos, y cuál no sería mi sorpresa al ver que la primera en entrar al salón no era otra que la señora de Bonino. Pero ella, quizás a causa de mi barba, no me reconoció. La hice cantar durante unos minutos y luego le pedí que respirara profundamente, poniéndole mi mano sobre el abdomen a la altura del estómago. Ella hizo cuanto le decía.
—Bien, ahora cante de nuevo —le ordené, esta vez asiendo uno de sus prominentes senos.
Su primera reacción fue apartarse y sacar un revólver de su cartera de mano (no creo mentir si digo que era el mismo revólver con que me había disparado antes), pero cuando enseguida puso sus ojos en mí, me reconoció.
—Ahora sí estoy en condiciones de hacer el amor —le dije.
—¿Piensa hacerlo con todas las coreutas? —me preguntó—. ¿Para eso solicitó estas entrevistas personales?
—No —contesté—, pero ahora que me lo sugiere, no sería mala idea. Haga pasar a la que sigue, por favor.
—La haré pasar, sí, pero para que vea su cadáver —dijo, y volvió a dispararme.