29
—Otra vez en problemas —dijo el inspector Banegas sentándose sobre un costado de la cama donde me habían depositado.
—Yo no tengo nada que ver —le contesté.
—Está equivocado, amigo. Esta vez está involucrado.
—¿En qué?
—Eurídice Pérez presentó cargos contra usted.
Me restregué los ojos.
—Homicidio —agregó Banegas.
—De qué me está hablando —le pregunté—. ¿Y la señora de Bonino?
—La señora de Bonino fue quien tuvo la gentileza de informarnos que usted estaba tendido en la calle, con un balazo en las costillas.
—Sí, realmente fue muy gentil. Cuando pueda levantarme voy a ir a agradecerle esa gentileza.
—El doctor Cabral dijo que usted no podrá levantarse a menos por dos semanas.
—¿Él fue quien me extrajo la bala?
—No, pero instruyó a uno de mis agentes sobre cómo hacerlo.
El inspector Banegas se puso de pie. Yo le pedí que no se fuera hasta aclararme a quién se suponía que había matado yo.
—Usted mató de un puntapié en la cabeza al hijo del patrón de Eurídice Pérez —me informó.
—Si lo hice fue en defensa propia —argüí.
—Entonces quizá la sentencia no exceda los veinte años de prisión —dijo él, y se retiró.
Yo traté de incorporarme y, para mi sorpresa, no experimenté ningún dolor. Pero tampoco pude moverme. Sentí la contracción de mis músculos abdominales, pero de mis piernas no obtuve respuesta alguna.
En eso entró Ceci a la habitación. Traía un cuerpo humano al hombro, y lo dejó caer en la cama, junto a mí.
—Hola —dijo—. Te traje esto para entretenerte mientras convalecés.
Vi que el cuerpo era el de Karl Uris Orejea.
—¿Cómo lo recuperaste? —pregunté a Ceci.
—Fui a la morgue y me lo dieron. Les mostré la boleta de compra.
—¿Dónde estoy, Ceci? ¿Sabés qué hospital es este?
—El hospital policial —dijo ella.
—Estoy en problemas —le dije yo—. Van a condenarme por un asesinato que no cometí.
—¿Estás seguro?
—No. Pero no creo haber matado a ese idiota. Solo le pateé la cabeza. Quizás Eurídice o su patrón tenían motivos para matarlo, y me usan como chivo expiatorio. Es necesario investigar. ¿Podrías llamar a «Caripela» Smith?
—¿A quién? —preguntó Ceci.
Y aquí se impone una aclaración, sin la cual el resto de este relato parecerá completamente absurdo: «Caripela» Smith jamás existió, ni como detective privado, ni como pretendiente de Lucy, ni nada. Mis disculpas al lector, pero es que de no haber recurrido al artificio de este personaje, no habría podido arribar a este punto de la historia que nos ocupa. Y ahora ocurre que para poder continuar es necesario librarse de él, porque de aquí en más constituiría una traba que constantemente se estaría interponiendo entre el lector y la estricta verdad de lo acontecido.
—A nadie, a nadie —me excusé frente a Ceci—. No sé quién puede ayudarme.
—Bueno —dijo ella—, yo ya hice lo que pude. Espero que disfrutes de Karl. Adiós.
Y se fue.