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Antes de seguir con este relato, es necesario que aclare una cosa: en ningún momento ninguna aguja ni tirita lumínica desapareció de ninguno de los relojes de Lucy ni de los míos. Poco importa, además, por qué inventé esa historia; puede haber sido por requerimientos técnicos propios del oficio de narrador, o para encubrir la mención de otros hechos, o simplemente por decir algo, lo cual se conoce habitualmente como «literatura». Bien; ahora puedo, sin cargos de conciencia, continuar con la relación de lo que acontecía en ese hospital. Yo había vuelto a dormirme, y la enfermera me despertó para anunciarme la presencia del inspector Banegas, de la policía. El inspector entró y se sentó en mi cama.

—¿Qué le pasó, amigo?

—Aquí me ve.

—Lo escucho. Tome su tiempo.

—Quizá la clave de todo esté en los papelitos del piso —dije.

Él revisó las baldosas con la vista.

—¿Qué papelitos? —gruñó.

—¿No hay nada en el piso? Deben de haber barrido mientras yo dormía.

Le conté, sin mucha verborragia, la razón de mi internación.

—La señora Fechner trabaja en el Departamento. ¿Conoce las implicaciones de acusar a un miembro de la policía? —me preguntó.

—No es mi intención acusar a nadie —dije—. Solo que no quisiera condenar al anonimato al autor de esta obra de arte —le mostré la herida en mi pecho.

—Su versión atenta contra la fuerza moral de la policía —dijo Banegas.

—La policía no tiene fuerza moral —contesté—. Tiene moral y tiene fuerza, pero no tiene fuerza moral.

La conversación se extendió unos minutos más. Hablamos sobre economía doméstica y sobre el tiempo. Luego Banegas dijo que buscaría a Lucy para interrogarla sobre el contenido de la carta perdida.

—Apresúrese —le dije—. La memoria de Lucy es muy endeble.