15
Mi pleno empleo peligraba. La visita del burócrata así me lo hacía sospechar. Por consiguiente, esa tarde me presenté a trabajar. Pero la picadura del dardo aún me dolía, y se lo dije sin tapujos al jefe de personal.
—Eso no importa. Lo importante es que usted ya se ha reintegrado a su trabajo. Ah, mire, hay una carta para usted —dijo, dándomela—. Hace días que llegó.
—¿Por qué está tan arrugada? —Osé preguntarle.
—La estuve usando estos días para abanicarme.
—¿Quiere quedársela unos días más? Hoy también hace calor.
—Gracias, pero… tengo mi propia correspondencia. Y tengo también aquí su carpeta de conducta.
Me retiré y abrí el sobre. Contenía una postal. Era de Lucy, y la había enviado desde Punta del Este. «Te extraño», decía, «aunque no tanto como podrías pensar». No decía nada más, ni indicaba fecha de regreso.
Cuando salí de trabajar y caminaba hacia la parada de ómnibus, mi mano en el bolsillo izquierdo del pantalón descubrió el billete de veinte dólares. Comprendí que esa mañana me había ido del bar sin pagar. Nadie lo había notado, quizás a causa de la naturalidad con que abandoné el lugar, inconsciente de mi infracción.
Caminé hacia el centro, a la zona de las agencias de cambio. Comparé la cotización de varias agencias y no quedé conforme. Sabía que Marchesi podía ofrecer mejor precio.
Entré a un restorán, me senté y pregunté al mozo si podía comer con dólares. Me preguntó cuántos y esta vez le dije la verdad: tenía cincuenta dólares (también engañé al lector a este respecto, unas líneas atrás; vuelvo a pedir las disculpas del caso). El mozo dijo que sí y le pedí una omelette de pavo. Pero mientras me la comía comprendí que me había equivocado fiero: al pagar la comida con los cincuenta dólares, me darían seguramente el vuelto en pesos, y a una tasa de cambio mucho más desventajosa que la de Marchesi, y quizá también peor que la de las agencias. Cuando terminé con la parte del moco (que había dejado para el final, pues es la parte del pavo que más me gusta) llamé al mozo para aclarar el asunto.
—¿Vuelto? —me dijo él—. ¿Qué vuelto? Usted dijo que pagaría con cincuenta dólares. Nadie habló de que habría ningún vuelto.
—Pues acá te dejo yo un vuelto, aunque nadie haya hablado de eso —le contesté, y vomité todo lo que pude sobre su chaqueta y su camisa, echándome enseguida a correr, no sin manotear toda la comida que pude de los platos que había en las mesas por las que pasé en mi huida, como forma de compensar la pérdida de la omelette.
La gente en la calle me miraba pero nadie se metió conmigo. No sé si lo habrán hecho entre sí.
Llegué a casa y entre el piso y la puerta se filtraba un hilo de luz. No quería más líos por esa jornada, así que no entré. Quise volver a la calle con sigilo, pero el intruso ya me había oído; abrió la puerta y me llamó.
No necesité darme la vuelta para identificar a la esposa de Fechner. Me di vuelta, pese a todo. No quería morir de espaldas, y menos de espaldas a una mujer, y menos que menos de espaldas a una mujer policía. Pero ella no disparó. Ni siquiera me estaba apuntando.
—Hola —dijo.
Me acerqué un poco.
—¿Qué querés? —pregunté con cautela.
—Hablar contigo —respondió suavemente—. Quiero disculparme por lo del otro día.
—¿Qué pasó el otro día?
—Vamos, vení —susurró ella, y entró en el apartamento. Yo la seguí y cerré la puerta, desde adentro.
—¿No tenés nada para tomar? —preguntó.
—Mirá, vieja —dije, cortándole el rollo—, las mujeres tienen una sola forma de disculparse, así que andá pelando esas tetas.
—Todavía no. Primero quiero pedirte un favor.
—Ya sabés cuál es el único favor que estoy dispuesto a hacerte —le contesté, bajando la cremallera de mi bragueta.
—Quiero a «Caripela» Smith —dijo ella, ignorándonos a mí y a mi bulto.
—¿Lo amás?
—No, imbécil. Lo quiero muerto. Quiero tenderle una trampa, y ya que no pude matarte a ti, quiero que me ayudes en esto. Que sirvas de señuelo.
—No cuentes conmigo para eso. Vamos, quiero ver tus carnes.
—No puedo liquidar a Smith ni en su casa ni en su despacho —siguió ella— porque soy policía y mucha gente me conoce. Tampoco puedo citarlo ni llamarlo porque huiría de mí. Pero sé que vos andás en algún negocio con él. Quiero que lo llames y le digas que esté mañana por la mañana a las siete en el quilómetro veinticuatro de la ruta de los balnearios. Yo lo voy a estar esperando detrás de unos arbustos.
—¿Desnuda?
—No, estúpido. Bien vestida y bien calzada también.
Me saqué los pantalones y le hablé con gran severidad. Le dije que ella estaba en deuda conmigo y que hasta tanto no la saldara no podría pedirme absolutamente nada. Ella se me acercó y creí que iba a besarme. Me abrazó pero, sin que yo supiera muy bien cómo, me retorció los brazos y me inmovilizó de cara contra la alfombra turca.
—Hacé lo que te digo o la próxima vez que te vea te voy a hacer comer tu propia pija —me dijo al oído. Luego me golpeó en la cintura y se dirigió hacia la puerta.
—¿Qué decía la carta de Maciel? —le pregunté—. Nunca pude leerla.
—No sé —contestó ella—. Creo que algo relacionado con una milanesa.