EN DIRECCIÓN A MONCEAU

A la mañana siguiente regresó a la oficina de correos, aunque en esta ocasión ya no buscaba a nadie. Tan solo fue a visitar el lugar. Era un turista. Estaba comprando sellos. Entabló una larga con versación con un empleado acerca de los sobres del primer día y seleccionó algunas postales que después cambió. Hablaba un francés pésimo, pero estaba decidido a emplear este idioma para conversar. Cuando no conseguía hacerse entender, se expresaba en su propia lengua, despacio y alzando la voz. Les escribía largos mensajes a amigos inexistentes, garabateándolos en tarjetas postales, inclinado sobre el mostrador, y le decía a todo el mundo lo hermosa que le parecía la ciudad. No tardó en convertirse en un cliente molesto de los que (como todo el mundo podía ver) esta rían encantados de pasarse el día allí.

Por suerte para todos, el chico llegó apenas una hora y cuarto después de que la oficina de correos abriese sus puertas.

Joe se fijó en él casi por casualidad. El chico tenía el pelo castaño y la tez morena, era bajito y pasaba desapercibido entre los adultos que habían ido a revisar su correo. Llevaba un pequeño bolso marrón sujeto a una correa que cruzaba su hombro. Joe apenas si prestó atención a aquel muchacho menudo y tímido que se abría paso por la sala cavernosa de apartados de correos que aguardaban a los destinatarios, en dirección a un extremo de una hilera de cajas.

Allí estaba.

Por un momento vio el correo en las manos del chico. Sobres. Un paquete no muy grande. Un par de folletos de una sola hoja. Todo desapareció rápidamente en el interior del pequeño bolso marrón, cuyo dueño se dio media vuelta dispuesto a marcharse. Nadie habría reparado nunca en su presencia.

Y, para alivio de los empleados de la oficina de La Poste situada en la avenida Hausmann, el molesto turista de francés lamentable y aires parisienses perdió de repente todo interés por la vitrina donde se exponía una colección de sellos argelinos anteriores a la independencia, y por la que tanto alboroto había montado durante el último cuarto de hora. Así pues, se despidió con un escueto «merci» y, sin más, salió de las instalaciones.

Joe también respiró aliviado. El convertirse en el centro de atención se le hacía muy cuesta arriba. Le parecía una especie de castigo físico, un malestar extenuante, como si al llamar la atención de los demás los agarrase y tirase de ellos por un pantanal de aguas viscosas y gelatinosas que dificultasen y limitasen sus movimientos. Era una sensación extraña que le hizo sentirse mareado y perdido mientras conseguía alejarse de allí. Todo le parecía irreal mientras avanzaba por la amplia avenida: los coches que parecían arrastrarse a modo de escarabajos translúcidos; los árboles, que se abrían como manos y se alzaban hacia el cielo formando puños que se abrían y se cerraban, y mientras los miraba podía ver sus venas, un mapa de vasos sanguíneos que surcaban aquellos tocones de dedos. Intentó librarse de aquella sensación. Pensó que necesitaba ingerir azúcar. Se sintió como quien acaba de donar sangre: se sentiría mejor una vez que se tomase un café y un trozo de pastel. En lugar de eso, encendió un cigarrillo, tosió y mantuvo la mirada fija en el chico, extremando precauciones para no acercarse en exceso, y se preguntó si habría alguien siguiéndolo a él.

Porque se le ocurrió que quizá no estaba solo. En Vientián había alguien (tal vez más de una persona) vigilándolo. En París también tenía esa sensación. No se trataba de nadie en concreto, ni de nada en especial, sino de pequeños detalles apenas sugeridos: un tono de voz, o el modo en que alguien elaboraba una respuesta (demasiado directa o demasiado rápida, como si la persona interrogada hubiera tenido tiempo de ensayarla). Podría haber alguien más tras la misma pista... o quizás incluso lo estuvieran utilizando. Aquella posibilidad no le gustaba, pero la tenía presente, y lo hacía sentir inquieto. Por eso continuó fumando y siguiendo al chico, a distancia, sin dejar de comprobar al mismo tiempo si alguien lo seguía a él. No vio a nadie, lo que le hizo pensar que su comportamiento era ridículo, y sin embargo...

Le habían disparado. Tal vez no fuese más que un simple disparo de advertencia, pero lo estaban vigilando. Debía dar por hecho que lo hacían, se tratara de quien se tratase, quisieran lo que quisiesen. Así pues, decidió que tarde o temprano debería averiguarlo. Mientras tanto, el muchacho caminaba sin preocupación alguna. El chico menudo y anónimo de tez morena se alejó del bulevar Hausmann, en dirección norte, seguido de Joe, por un camino cada vez más estrecho y tranquilo, y cuando se fijó en los reflejos que proyectaban los escaparates de los comercios siguió sin ver nada ni a nadie tras él. Hacía calor. Cuando se quemó los dedos con el cigarrillo, tiró la colilla. Ahora sudaba, y el muchacho seguía adelante con el correo cuyo destinatario era otra persona, hasta que por fin cruzó una calle y se perdió en una zona alfombrada de césped, momento en que Joe se detuvo. Era la parte de atrás del parque Monceau.

Antes de entrar titubeó, aunque sin saber muy bien por qué. Nunca antes había visitado aquel lugar, y sin embargo le resultaba familiar. Más que el recuerdo en sí, lo que lo fastidiaba era sentir que tenía aquel recuerdo. Conocía aquel parque, pese a que no sabía ni cómo ni por qué.

Siguió adelante por la avenida Ruysdaël, a cuyos lados se alzaban sendas cortinas de árboles, en dirección a Monceau.