HOMBRES COMO NUBES

MADRUGADA. Habitación a oscuras. Un arañazo en la puerta. Debajo de Joe, la cama fría, como si no la hubiera usado. Él, suspendido en el espacio entre el sueño y la vigilia, despierto pero poco dispuesto a moverse. Alguien intentaba abrir la puerta con discreción. Joe ya no soñaba nunca. Algo hizo clic al otro lado. La mano le latía. El dolor era tan real que lo tranquilizaba. La puerta se abrió, despacio, y dejó entrar un haz de luz. Una silueta incierta en la entrada, un rostro enmascarado por las sombras; pero Joe alcanzó a ver los zapatos negros y una camisa a cuadros de manga corta que le hicieron pensar en Vientián... Tuvo la impresión de que hacía una vida de aquello.

Luz eléctrica. El brillo repentino le hizo pestañear para contener las lágrimas. La silueta se movía con ligereza a grandes zancadas, le puso una mano en la cara, le tapó los ojos con algo y lo apretó contra el colchón. Joe no se resistió, no le veía sentido. Oyó un susurro junto a su oreja. La voz tenía algo de acento.

—Está ciego, como gusano.

Joe no respondió.

—¿Por qué sigue adelante? —preguntó la voz—. Incluso con los ojos abiertos, está ciego. ¿Por qué andar a tientas en la oscuridad —tap, tap, tap —como ciego con bastón? Lamento lo de su amigo.

¿Su amigo? Joe pensó en Mo: el tufillo persistente a puros baratos, el «sobre todo, llevo divorcios», su nombre en una guía telefónica... Todo fue real por un instante, hasta que recordó el estruendo de los disparos.

—¿Por qué no se da por vencido? —insistió la voz, que sonaba perpleja—. Vivía bien, antes. Tomar café, sentarse en oficina, es agradable, ¿no?

Por alguna razón, Joe no estaba asustado. Pensó que era como un sueño, lo más parecido a un sueño que podría vivir. La pregunta «¿Va a matarme?» brotó poco a poco en su mente, pero se quedó allí, como el diálogo no pronunciado de una película muda.

—No deseo matarlo —dijo el visitante—. Muerte tan solo es entrada a otro lugar. Antes creía que era paraíso, pero no es. —Soltó una risa, breve como una tos, amarga como el café—. Al demonio con eso.

Ambigüedad. Al demonio ¿con qué? La cama era una nube sólida y él flotaba en ella. El hombre que estaba inclinado sobre él no tenía rostro, ya no le cabía duda. Un hombre sin rostro. La idea le hizo reír, pero para sus adentros. Solo para sus adentros.

—Es valiente —observó el visitante—. Pero también estúpido. Sí, creo que es muy estúpido. —Aún mantenía una mano sobre su cara, tapándole los ojos con un paño; capullos de gusanos transformados en seda y teñidos de negro—. Se queda aquí —continuó el hombre—. Para usted, paraíso ahora. Todo bien, ¿no? ¿Qué le falta? ¿Por qué causa problemas?

No esperaba ninguna respuesta. El visitante hablaba para sí, no para Joe.

—De niño —dijo el hombre de pronto —asomaba por ventana, veía nubes... Nubes siempre son distintas. Veo rostros en nubes. Orejas, ojos, bocas... —Esta última palabra la pronunció acentuando la última sílaba—. Ojos, veo ojos, muchos ojos. Veo rostros sonrientes. Veo rostros tristes. En nubes. Por ventana de dormitorio. ¿Entiende?

Joe no lo comprendía.

El hombre acarició el pelo de Joe con la otra mano. Sus dedos se deslizaban con pesar.

—Después llegan vientos. Nubes se marchan, cambian. Unas veces forman rostros nuevos. Otras, se van. Hombres como nubes. ¿Alguna vez piensa en Dios?

Continuó acariciándole el cabello. No esperaba respuesta.

—Anciano de larga barba, ¿sí? —prosiguió—. Arriba entre nubes. Dios; para niños es Dios. A veces también para mayores. ¿Entiende?

Joe realizó un movimiento casi imperceptible con la cabeza.

No.

—No se busque problemas —dijo el hombre—. Vuelva a su café, su sol, su rutina. Es más bueno.

Más bueno que ¿qué?

—O irá a otro paraíso —continuó el visitante, que había retirado la mano de su cabeza—. Quédese, o váyase: es lo mismo. Si causa problemas, lo enviaré. ¿Acuerdo?

Joe quiso reír, Pero aunque su voz sonase frágil, el visitante seguía siendo peligroso. Joe movió la cabeza, de manera casi imperceptible, para responder con un sí que podía ser un no, y oyó suspirar al hombre.

—Es lo mismo —lo oyó decir con un hilo de voz antes de que le quitase con cuidado el paño negro de los ojos. En ese momento pudo ver la espalda del hombre de camino a la salida. Cerró la puerta, que emitió un leve clic, y la habitación quedó de nuevo a oscuras.