EL ÁNGEL DE LA CARIDAD CRISTIANA

LOS turistas se arremolinaban alrededor de la estatua de Anteros, en Piccadilly Circus. El sol zigzagueaba entre los nubarrones plomizos y depositaba gotas de sudor sobre el labio superior de las chicas y la frente de los hombres. Los coches daban vueltas por la plaza como manadas de herbívoros primitivos y en la parte más alta de la fachada del Café Monico, situado frente a Anteros, unos inmensos carteles sostenidos sobre hierro forjado anunciaban Lipton, Wrigley's y Siempre Coca-Cola. Un reloj enorme marcaba la Hora Guinness. Joe se detuvo debajo de la estatua. El dios del amor correspondido y vengador del despreciado era un muchacho dotado de alas que recordaba a las palomas que revoloteaban por la plaza. Se sostenía sobre una sola pierna, la cual mantenía apoyada sobre el plinto que coronaba la fuente, con el arco en ristre y los ojos vidriosos. Construido en aluminio, fue moldeado tomando como inspiración a un chico italiano de dieciséis años, Angelo Colarossi. Con el tiempo el joven envejeció y murió. Anteros permanecía siempre lozano. Un grupo de turistas pasó por delante de Joe y se detuvo junto a la fuente. El guía, un hombre calvo al que el ambiente húmedo y nublado hacía sudar, dijo, como si prosiguiera con un monólogo que ya hubiera iniciado:

—Y este es el famoso ángel de la caridad cristiana, erigido aquí en 1892, y trasladado de nuevo a este mismo lugar después de la Segunda Guerra Mundial...

—Creía que era Eros —comentó uno de los integrantes del grupo. Tenía un marcado acento holandés, y el pelo rubio trigo. El guía sonrió y se enjugó el sudor de la frente.

—Se trata de un dato erróneo muy extendido, señor —dijo—. Aunque, en efecto, en un principio se pretendía que personificase al hermano del dios del amor sensual...

Un autobús de dos pisos pasó por la plaza. Los ocupantes contemplaban la multitud de personas a través de las ventanillas. Joe vio una pareja joven que se besaba en los escalones de la fuente, ajenos al grupo de turistas y al resto de transeúntes. La chica tenía una larga cabellera morena y el chico llevaba el pelo cortado al rape; ninguno de los dos superaba por mucho la edad que el querúbico Angelo Colarossi tenía cuando posó para modelar la estatua.

—¡Ah, el Criterion! —exclamó el guía con cierto tono de alivio a la vez que le volvía la espalda a la fuente—. Un teatro maravilloso. Spiers y Pond lo construyeron en el recinto de la White Bear Inn... ¡Vamos, síganme, todos juntos! Y fue inaugurado con la ópera Desorden, de W. S. Gilbert, una obra prácticamente desconocida... Adelante, continuemos...

Joe sonrió mientras encendía un cigarrillo. En cierto modo, la plaza de Piccadilly Circus bien podría servir como escenario de aquella ópera. Entre los turistas, los estudiantes que por alguna misteriosa razón no se habían presentado en clase, los artistas callejeros, los carteristas, los camellos, las gitanas que vendían flores de papel, los músicos jóvenes que tocaban con sus guitarras de segunda mano, los viajeros que iban a la estación de metro situada justo debajo o venían de ella... Entre todos ellos, el mundo parecía hallarse sin duda en un invariable estado de agitación. Joe permaneció debajo del ángel de la caridad cristiana y esperó, oliendo el sudor de la gente, el humo de los coches, el de la marihuana, el aroma de los perfumes, el tufillo de la cebolla y las salchichas fritas, el de la cerveza derramada y, por último, el humo de un puro barato, que le llegó al ver al hombre que esperaba a la entrada del teatro, de donde el grupo de turistas ya se había marchado. Se acercó al tipo.

—¿Usted es Joe? —le preguntó. Joe asintió. Se dieron la mano. El hombre, de cuerpo rechoncho, estaba calvo. Tenía los ojos hundidos y pequeños. Vestía una gabardina pardusca y le daba chupadas a su puro marrón y delgado mientras hablaba. Siguió la mirada de Joe y dijo—: Hamlet.

—¿Hamlet?

—La marca del puro. Ser o no ser, ya sabe.

—Claro. Shakespeare.

—Eso es.

—¿Y cuál elige? —preguntó Joe.

—¿Cuál de qué?

—¿Ser o no ser?

—Ah —dijo el hombre con una sonrisa que dejó entrever unos dientes manchados de nicotina—. Esa es la cuestión, ¿no?

El hombre se llamaba Mo, y Joe lo había encontrado en la guía que acompañaba al teléfono de su hotel, en la sección de «agentes de investigación privados». Debía admitir que Mo se ajustaba al perfil. Su aspecto era el de un hombre mugriento y hecho polvo, como un libro en rústica que llevase demasiado tiempo de aquí para allá en una mochila. Al mismo tiempo, nada en él llamaba la atención. Ninguno de los transeúntes que pasaron junto a ellos apenas les dedicó más que alguna mirada superficial. Parecían dos sombras incorpóreas detenidas a la entrada del teatro mientras la multitud iba y venía a su alrededor.

Joe se alojaba en el hotel Regent Palace, situado al otro lado de la calle. El edificio cubría sus necesidades. Su habitación, ubicada en la quinta planta, era pequeña y no tenía ventanas. Las duchas se encontraban al final de un pasillo amplio y vacío. El Regent Palace era tan inmenso que un ejército entero podría perderse dentro de sus paredes. Cuando Joe recorrió sus pasillos interminables, no se cruzó con nadie, y el único sonido que oyó fue el de sus pasos, que marcaban un ritmo similar al de los latidos de un corazón, como si pretendieran contar los segundos, los minutos y el transcurso del tiempo. Cuando se registró, el conserje recordó épocas pasadas y le dijo:

—¿Sabe? Antes, si quería una chica para pasar la noche, tenía que llamar a recepción y pedir otra almohada.

—¿Y cómo funciona hoy? —le preguntó Joe. Pagó en metálico. El conserje se encogió de hombros y lo miró a los ojos.

—Pide una chica y ya está —contestó—. Me llamo Simón. Avíseme si necesita cualquier cosa.

—Gracias —dijo Joe. A continuación tomó el ascensor para subir a su habitación. A partir de ese momento no vio a ningún otro cliente del hotel.

A Joe le gustaba Londres. Le gustaban su bullicio, su agitación constante, y su frenesí. En Londres uno se sentía solo y pasaba desapercibido de otra manera. En aquella ciudad resultaba muy sencillo desaparecer, convertirse en un rostro más entre la multitud al que nadie le dedicaría una segunda mirada.

—¿Le apetece que vayamos a algún sitio donde podamos hablar más cómodamente? —propuso Mo. Joe siguió la mirada del agente de investigación, que apuntaba hacia el gran reloj de Guinness, el cual coronaba los carteles de enfrente. Acababan de dar las doce en punto—. ¿Qué tal un pub?

—¿Tiene la información que necesito?

El hombre se llevó un dedo a la sien.

—La traigo aquí —confirmó.

Joe consultó el reloj de nuevo. Todo el mundo sabía que pasa das las doce ya era por la tarde...

—Claro —dijo Joe.