PUÑALES, CADÁVERES, JARRONES Y DIOSES
UN hombre vendía perritos calientes a la entrada del Museo Británico, donde flotaba un olor a cebolla frita que despertó el apetito de Joe. Se detuvo a comprar uno.
—¿Le gusta Londres? —dijo el hombre bajito que atendía el puesto.
—Me estoy divirtiendo como nunca —respondió Joe.
Le dio un bocado a la salchicha envuelta en pan pastoso mientras accedía al patio. No tardó en terminarla. Se limpió las manos lo mejor que pudo con la fina servilleta que acompañaba al perrito, pero no consiguió librarse de cierta sensación de desaseo. La boca le sabía a cebolla y mostaza barata. Hizo una pelota con la servilleta, la tiró a una papelera y subió las escaleras del museo. En ese momento le pareció ver un familiar par de zapatos negros entre la multitud, pero, cuando se giró para fijarse mejor, ya no estaban. Llevaba el recibo del guardarropa, pero decidió tener cuidado antes de comprobarlo, de modo que entró en el edificio y llegó a unas amplias escaleras que se elevaban a ambos lados de él y otra puerta que daba a una gran sala tenuemente iluminada.
Subió y bajó escaleras, fijándose en los reflejos de las superficies brillantes, mirando no tanto las obras expuestas como al público que las contemplaba. En la sección de Egipto vio las estatuas gigantes de unos faraones que habían vivido hacía más de tres mil años. Miró la superficie bruna de la Piedra de Rosetta y el fragmento de la barba de una esfinge, lo que lo llevó a pensar que, de haber contado con espacio suficiente, se habrían llevado la estatua de su arenosa morada en Egipto para meterla entera allí. Protegido por una vitrina, encontró el cadáver momificado de Cleopatra de Tebas. Se quedó mirándolo un buen rato, hasta que por fin se dio media vuelta. En otra sala vio la mitad del Partenón, que el conde de Elgin hizo transportar hasta allí desde Grecia. Las figuras de mármol, vestidas con las prendas justas, parecían confusas en la fría penumbra del Museo Británico.
Había estatuas, esculturas, bajorrelieves, tablas manuscritas, cuadros, monedas, joyas, puñales, cadáveres, jarrones, dioses griegos, dioses egipcios, budas, libros... La riqueza del mundo entero atesorada, almacenada, catalogada y protegida. Procedía de China, de Iraq, de Tasmania, de Benín, de Egipto, de Sudán, de India, de Irán y de Etiopía. Daba la sensación de que los británicos se habían dedicado a viajar por el mundo y desposeerlo de su patrimonio para después regresar, cargados con su mercancía, y decorar la ciudad con ella.
Para Joe, el edificio destilaba una arrogancia repugnante. Recordó los libros que había leído, la guerra secreta que se narraba en sus páginas. ¿Por qué luchaban? Pensó, allí, sumido en el silencio del museo, que tenía ante sí un atisbo de la respuesta, los dedos de la antigüedad, que acariciaban el presente y lo sacudían.
«Al menos, la esfinge es demasiado voluminosa como para moverla», dijo para sí, lo que le hizo reír. Después continuó subiendo y bajando escaleras y dando vueltas por el enorme edificio hasta que empezaron a dolerle los pies. Ya no tenía la sensación de que nadie lo siguiese. Por último, regresó al punto de partida y fue a recoger un abrigo que no le pertenecía.