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NO LE IMPORTABAN mis moretones, ni los coágulos de las cicatrices, ni mis ojos hinchados, ni las rayas que tatuó el látigo de esa bestia… Estaba furioso… Su furia empezó con mi arresto y aumentó a medida que se achicaba su fajo de dinero… Juan, Juan, no tengo la culpa, le dije sin que salieran lágrimas de mis ojos secos y cansados… Pero no quería oírme, no quería perdonarme, sólo pretendía librarse de su rabia de muchos días, desde que me prendieron en la Arboleda una noche horrible que le dicen blanca… Violaron la puerta, revolvieron los dormitorios, los cajones, los libros deslomados y hasta la cocina…
Me sacaron a patadas, junto con varios estudiantes, como si fuéramos bolsas de desperdicios… A Juan siempre le reventó que fuera a ese barrio, porque dice que los estudiantes en el fondo son unos aprovechadores hijos de mamá.
Así que en vez de consolarme, me aporreó sin lástima… Sin importarle que en la cárcel me dejaron casi loca… que ese monstruo de Pérez me encerró para torturarme a gusto… para que confesara no se qué cosas o simplemente para hacerme sufrir, porque a lo último vomité y, como estaba acostada boca arriba, con cada contracción de mi estómago saltaba un chorro inmundo y ácido que se desparramaba por mi cara y mis ojos y mi nariz y, volviendo a la boca, estimulaba mi última capacidad de asco, aunque ya estaba más ciega y despavorida que en la muerte.
Después me encontré en una jaula llena de mujeres que se molestaban unas a otras día y noche hasta que apareció el curita que estuvo en mi barrio, pero no pude acercarme a él porque me sentía muy débil para abrirme camino a través de esa marabunta que se aplasta contra las rejas y lo insultaba y lo insultaba… No me acuerdo bien porque estaba confundida, dolorida, aterrada, perdida, y al cabo de no sé cuánto tiempo me agarraron de un brazo y esperé otra patada, pero no llegó y con varias mujeres —no todas: las que permanecieron tras las rejas nos gritaron putas, desvergonzadas, aunque eran más putas que una; quién lo puede comprobar— y también algunos hombres a quienes decían comunistas porque a todos los que meten en la cárcel los acusan de lo mismo, nos empujaron a la calle… El aire limpio olía a lavanda, recién me daba cuenta, después de tantos años… La calle era como un chorro de agua fresca… como lavanda, mucha lavanda, parecida a la que tiene Víctor en el estante de su baño… A pesar de los dolores que aumentaban al caminar —caminaba, lentamente y con la inseguridad de una borracha—, creo que sonreía a ese sol o esos pájaros, a las bocinas que parecían recibirme y abrazarme… Pero en casa ya no fue lo mismo: mamá me saludó de lejos, con un reproche que no podía guardarse para más tarde, Santos Inoc eructó por la boca y por el culo, ruidosamente, asquerosamente, indiferentemente; Jacinto torció su jeta con un espasmo despreciativo y se fue… En seguida supe adónde, porque llegó Juan… Le abrí los brazos a mi hombre, a mi consuelo, a mi esperanza, a mi protector… Juan me cruzó una cachetada… Aturdida, llevé mis dedos a la cara, donde sentía el relieve de las tumefacciones, como pidiéndole disculpas, como narrándole los horribles padecimientos que acababa de sufrir… Pero Juan arrancó mi mano y de un terrible tirón me hizo levantar… Con algunos sacudones más, como si aferrara una rienda, me arrastró a la calle… El aire ya había perdido su fragancia… Me llevó a su grasiento cuchitril, cerró la puerta y me empujó hacia su cama… La cama donde aprendí a quererlo en todas las formas… Entonces tuve otra vez miedo; parecía que allí, en vez de mi amor, estaba ese coronel salvaje… Mi espanto encendió su rabia, como si confirmara sus monstruosas sospechas… Me insultó bajamente… Me golpeó con los puños y las rodillas… en forma humillante… muy humillante… hasta que dolor y sumisión y amor eran como ese barro maloliente que sale y que entra, ensuciando, impregnando, como otro vómito, doloroso, inmundo… placentero.