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CARLOS SAMUEL buscó la mano gruesa y áspera de Agustín Buenaventura. La comprimió brevemente para infundirle valor. Estaba decidido a aprovechar esa Asamblea Extraordinaria convocada por su Obispo para plantear verdades, decir lo que se había acumulado en su corazón. Estaba dispuesto a derramarlo todo, hasta que se nivelaran las presiones. Dios lo ayudaría. Él encendería su verbo. Ésta era una reunión de ministros, de hombres al servicio de Cristo y por ende del hombre. Tendrán que oírle y reconocer en el Evangelio un mensaje vivo, actual, comprometedor, tendencioso, intransigente. La Iglesia debe servir para construir el reino de Dios, o no sirve para nada. El reino de Dios no se construye apoyando el statu quo que institucionaliza el pecado de la explotación humana y de la postergación de las mayorías. En su ayuda vienen todos los libros bíblicos, como ejércitos poderosos, incontenibles.

El Obispo empezó a hablar. Decenas de canónigos, presbíteros y diáconos se encerraron en respetuoso silencio. Sus ojos apuntaron hacia el digno prelado, abstrayéndose un momento del foco de la discordia, esquinado en las últimas filas del salón: Torres y Buenaventura.

—Conocéis los graves acontecimientos que han sacudido nuestra diócesis —la voz de monseñor Tardini era grave y controlada aún.

Carlos Samuel cruzó sus brazos sobre el pecho, su respiración se había acelerado y eso le perturbó. Buenaventura transpiraba.

—En mi corazón he guardado los sinsabores con que dos de mis hijos me han retribuido. Los he perdonado. Y para alejarlos de la temeraria pendiente por la que caminaban, los he trasladado a una de las iglesias más veneradas de esta ciudad. La he confiado a sus manos. Pero ¿qué han hecho para conservar la dignidad de ese templo? —su voz se partió. Bajó la cabeza esperando poder tranquilizarse. Con su pañuelo se cubrió los ojos. Su congoja se transmitió como a través de un cable de alta tensión.

La Asamblea estaba paralizada, contraída.

Carlos Samuel respiraba por la nariz y por la boca. Trataba de rehilvanar su discurso de otra manera, para adecuarla a la nueva situación inesperada, desarmante. Nunca imaginó en su Obispo otra actitud que la de fría admonición. Esperaba palabras duras, acusaciones severas y hasta sanciones inmediatas. Pero no entraba en sus cálculos el llanto.

—En el recinto sagrado se aglomeraban jóvenes de ambos sexos… fumando… gritando —prosiguió Tardini con voz herida por las lágrimas que ahogaban su laringe.

Carlos Samuel comprimió su entrecejo. El Obispo sabía que jamás ocurrió nada vejatorio, que antes de cada reunión profana se retiraba al Santísimo. El Obispo utilizaba un lenguaje sibilino y equívoco.

—He recurrido a la persuasión —su voz era más dramática aún—. Con pena tuve que advertir, incluso amenazar —sus ojos se tornaron vidriosos y en seguida un hilo de agua corrió por su mejilla—. ¡Nuestra Iglesia se expone al ludibrio! —exclamó rápidamente y escondió su cara en el pañuelo abollonado.

Varias cabezas giraron hacia Torres y Buenaventura. En un extremo del salón se produjo súbitamente un murmullo. Aún el Obispo permanecía encogido, sin poder recuperar la voz. Un sacerdote de mediana edad, robusto, severo, se puso de pie y partió el aire con su inesperada y bronca demanda.

—¡Que se les haga juicio eclesiástico!

Los potenciales reos se irguieron involuntariamente. Era un terremoto: se partieron las columnas. El techo se derrumbaba pesadamente con fragor dantesco.

Desde otro ángulo rugió otra voz:

—¡Juicio eclesiástico!

La frase retumbó como tambor de guerra. Batía desde la derecha y la izquierda.

—¡Juicio eclesiástico!

—¡Juicio eclesiástico!

—¡Juicio eclesiástico! ¡Juicio eclesiástico!

Era un coro de potentes bocas exaltadas las que repetían y repetían la exigencia. Temblaba el aire. Buenaventura miró a Torres. Torres bajó los ojos, resignadamente. De sus labios empezó a brotar la plegaria, rumorosa, humilde, como una vertiente cristalina en la montaña bajo el oscuro y tronante nubarrón.