47

LA SEÑORA FUENTES y su hija penetraron con estudiada elegancia en el luminoso hall del Palace Hotel. Un anunciador señalaba con una flecha azul la sala donde se realizaba el té organizado por la Liga de Madres Católicas. La doble puerta de cristal dejaba ver mesas tendidas y muchas personas conversando en grupos, de pie aún. Las dos mujeres se contemplaron brevemente en un espejo lateral, palparon sus mejillas para descartar un rubor precoz e inoportuno y penetraron en el espacioso recinto.

Sin quitar la sonrisa de sus labios —que otorgaba cierto grado de seguridad— buscaron con los ojos a las personas conocidas, como el náufrago a una nave de salvamento. En seguida se les aproximaron dos mujeres de la Comisión Directiva. La señora de Fuentes se alegró al reconocerlas; lanzó un gritito algo más estridente del calculado y les aproximó su mejilla. En seguida presentó a Eurídice.

En poco tiempo el salón se llenó de gente. Eurídice estaba excusada de seguir las conversaciones que sostenían las mujeres mayores y se dedicó a acechar el arribo de la mamá de Jorge.

Una salva de aplausos recibió al huésped de honor, el padre Agustín Buenaventura, párroco de la iglesia de la Encarnación.

En ese momento Eurídice pellizcó el brazo de su madre; era la señal convenida. La señora de Fuentes movió sus ojos con la celeridad del águila y atrapó a la señora de Silva Morales en el preciso momento que ingresaba en el salón. Corrió una silla hacia adelante, se desplazó rápidamente, empujó una mesa hacia atrás, hizo señas con una mano, recurrió a toda su voluntad para no gritar, porque eso era ordinario, y felizmente ganó la carrera por tres cuerpos a las mujeres de la Comisión Directiva. Se abalanzó sobre la señora de Silva Morales, la abrazó, rozó su mejilla e invitó a ubicarse en el lugar que le estaba guardando. Los miembros de la Comisión Directiva saludaron de lejos a la recién llegada, mientras la señora de Fuentes la arrastraba aceleradamente hacia Eurídice, temiendo que se le escapara la presa.

La joven sonreía con el más seráfico candor, besó a la señora de Silva Morales y le preguntó por sus hijas, por su marido y, recién al final, venciendo su innata discreción, por Jorge.

La señora de Fuentes refirió que su hijo Néstor concurría a la iglesia de la Encarnación, donde se realizaban importantes reuniones estudiantiles de catequesis y esclarecimiento.

—Es una gran obra la que realizan estos sacerdotes —afirmó—. Llenan un vacío. Muchos jóvenes no saben dónde ir ni cómo encaminar sus vidas. Allí se les orienta. No deja de ser una tranquilidad para las madres que justamente la Iglesia complete la formación de sus hijos.

—¿Es usted muy religiosa?

—¡Sí; somos muy católicos!

—Estos actos de beneficencia son simpáticos. Trato de concurrir siempre.

—Yo también —frunció sus labios, emocionada por encontrar tantos puntos comunes con la señora de Silva Morales…—. Es la mejor manera de ayudar a los necesitados.

—Y mantenerlos tranquilos… —agregó con sorprendente honestidad.

La señora de Fuentes no captó su ironía.

—La Liga de Madres Católicas ha prestado su ayuda a muchísimas obras. Las tengo bien presentes. Por eso la invité a venir: imaginaba que lo haría con gusto.

—¡Ya lo creo! Además tenía curiosidad por conocer al padre Buenaventura. Últimamente empezaron a circular ciertas anécdotas muy coloridas.

—¿Ah, sí?

—De las buenas y de las malas…

—¡No me diga! ¿Oyes, Eurídice?

—¡Bah, son rumores! —trató de quitarle importancia—. Parece que hubo un enfrentamiento con monseñor Constanzo. Cuando murió, fue trasladado a la iglesia de la Encarnación. Antes lo trasladaban de una selva a otra, de una montaña a otra. Vivió de mudanza permanente —alzó con delicadeza una masa y se la llevó a la boca—. Tengo muchos deseos de escucharlo, realmente.

La señora de García Colodrero, Presidenta de la entidad organizadora, se puso de pie y acomodó el micrófono, produciendo fuertes raspones sonoros.

Las damas callaron, algunas bebieron rápidamente los últimos sorbos de té y otras corrieron ligeramente sus sillas para ver mejor.

En pocos minutos la Presidenta justificó el destino que se daba a las recaudaciones de esa tarde, explicando las ventajas de crear un centro para el estudiantado católico de la ciudad. Luego reveló algunas facetas legendarias de ese cura con un poco de sangre india que había enfrentado las trampas de la naturaleza salvaje y convivido con hombres ignorantes de Dios, empuñando un crucifijo y enseñando el Evangelio.

El viejo y obeso sacerdote parecía abstraído en la contemplación del mantel mientras esa buena cristiana refería las anécdotas que él mismo le contó días antes, cuando fue a entrevistarlo para anotar sus antecedentes biográficos.

Se puso de pie, estrechó efusivamente la mano de la señora que acababa de hacerle tan laudatorio introito y, aproximándose al micrófono, articuló su voz grave y espumosa como el mar golpeando a los acantilados:

—Hijas mías: os habéis reunido para apoyar la obra de una iglesia. La señora de García Colodrero acaba de elogiarme porque soy parte de esa iglesia. Mi obra, vuestra obra, la obra mentada o anónima deja huellas, porque jamás escapa al conocimiento de Dios. Y la mayor obra que nos encomendó el Creador es justamente ayudar al prójimo.

Extendió histriónicamente sus brazos en cruz y añadió:

—Así me presentaba yo ante las «temibles» criaturas que no me conocían: sin armas, sin escudo ni defensas. Mi cuerpo abierto en cruz quería decirles: vengo para abrazarlos fraternalmente. Entonces se hizo claro que no eran tan temibles. ¿Cuánta distancia puede haber entre el peor de los hombres y yo, comparada con la distancia que existe entre el Creador del Universo y uno de nosotros? ¿No resultará grotesco al Señor que algún hermano se sienta más digno o importante que otro? Es como si un insecto quisiera convencernos de ello. Yo me presentaba como hermano, actuaba como hermano, ayudaba, reprendía como hermano. Pronto ellos me reconocieron como tal.

Entonces empezó a relatar la vida en los extramuros de la civilización, sus dificultades, su aislamiento, su heroicidad. Asoció los recuerdos sin ordenamiento cronológico, con mala sintaxis pero auténtica emotividad. Su discurso conmovió.

Habló media hora. El tenso auditorio femenino lo aplaudió frenéticamente. Algunas mujeres se sonaron la nariz para eliminar lágrimas que buscan ese atajo y que no malogra el maquillaje palpebral.

Agustín Buenaventura se sentó y con ambas manos se restregó las abultadas mejillas. Había logrado romper los cerrojos de la indiferencia. Esta multitud tenía que apoyar con dinero a su iglesia.

La Presidenta de la Liga aguardó unos minutos y se aproximó al micrófono:

—Nuestro corazón de madres católicas tiene ahora un solo vehículo de expresión: la caridad, la limosna. Las palabras no alcanzan para reflejar nuestro fervor. Al padre Buenaventura tenemos que agradecerle con hechos. En este té de beneficencia no recurriremos a las rifas ni a una vulgar colecta. Cada una de nosotras dirá su aporte y luego lo efectivizará. Yo soy la primera.

La imitaron varias mujeres. Sus brazos se levantaron como bastones sobre sus cabezas.

La señora de García Colodrero recordó algunas anécdotas recién contadas por el sacerdote y las esgrimió como ejemplos para exigir mayor fuego de amor cristiano.

La señora de Fuentes contempló de soslayo a su vecina, que aún no había hablado. Con tantos Bancos, seguramente donará una cantidad notable… Su pecho empezó a agitarse. Ésta era la ocasión para demostrar que los Fuentes también tienen dinero y lo saben ofrecer a las buenas causas. Levantó su mano. Eurídice la contempló. La Presidenta quedó un instante con la boca abierta, porque no esperaba una cifra tan elevada. Su rostro se llenó de luz. Miró a Buenaventura y ambos aplaudieron.

—¡Muy bien! —exclamaron varias voces.

La señora de Fuentes se había sonrosado. Quería simular una tranquilidad que ya había perdido. A veces dar dinero produce tanta satisfacción como ganarlo, aunque parezca increíble.

—La felicito —dijo la señora de Silva Morales.

—He cumplido con mi conciencia —respondió exultante—. Por algo somos católicos. La iglesia de la Encarnación lo merece. ¿Cómo no regalar cuando se puede?

La Presidenta de la Liga elogió al desprendimiento de la señora de Fuentes y estimuló a imitarla.

Eurídice contempló a su madre, que hacía esfuerzos por contener una risa de satisfacción. Ojalá que la señora de Silva Morales se lo cuente a Jorge, pensaron al unísono.