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EPÍSTOLA

QUERIDO TÍO:

Estás equivocado. No huyo: me debato. El que huye eres tú. Huyes tras las fortalezas del conformismo y empuñas un escudo de caridad convencional. Yo, en cambio, peleo. Peleo sin armas como Jacob con el ángel —es decir conmigo mismo para liberarme de mis propias dudas—. Él no conocía el desenlace de su lucha. Tampoco lo sé yo. Me asusta otra derrota, porque ya fui derrotado muchas veces: en el Seminario, olvidándome del hombre; en Europa, repudiando al Seminario; en San José, descubriendo con rubor a mis semejantes más nobles e íntegros que yo, su pedante aconsejador; en la Encarnación frenándome ante la calculadora muralla de mi Obispo. Estoy en plena batalla, con heridas, contusiones y hemorragias muy profundas. Pero no huyo ni claudico (es lo mismo): sería la muerte.

Tú crees poder asesorarme, guiarme. Pero nunca te has acercado desprejuiciadamente a mi dolor. Me has advertido y amonestado como desde una cátedra. Has endilgado adjetivos con cruel prodigalidad; dirás mientras lees esto que padezco una crisis de fe… ¿Explicas así mis lágrimas vertidas en secreto? ¿Mi perplejidad ante la cuestión social? Te consideras un ser extraterreno, incontaminado e incontaminable, que mira desde la cúspide de un tolmo. Si estás incontaminado es del dolor que hierve en este mundo. Si miras desde arriba, es para no ver bajo el techo de las chozas ni bajo el equívoco lustre de la piel: te espantaría. Te has aislado dentro de una espesa costra de resignación, que prescinde de la honestidad y que se narcotiza con fraseología oportunista. ¿Qué has hecho de tu vida además de portarte bien, es decir, «bien» como te inculcaron en el Seminario? ¿En qué has beneficiado a ti y a tus semejantes, que son parte de Cristo, además de quemar tus días con ritos mecanizados, ordenar oraciones mecanizadas y predicar una conducta mecanizada? ¿Qué valores humanos profundos, riesgosos, espontáneos, has realizado? ¿No te pareces acaso a esos escribas y fariseos que cumplían con centenares de mandamientos para sentirse en paz consigo mismo y con Dios —huyendo de ellos y huyendo de Dios— hasta que Jesús los cuestionó, confiriendo ante sus oídos atónitos más importancia a un enfermo y a un réprobo, que a toda esa farragosa legislación? En el fondo ¿tus consejos no me orientan hacia esa legislación secundaria, hacia la disciplina eclesial, hacia la indiferencia del cenobita, o sea hacia el olvido de la injusticia, de los enfermos, los réprobos y los infelices que excitan mi sangre y trastornan mi mente?

Me has invitado a las sierras —para ti las sierras son retiro espiritual, meditación y arrepentimiento— porque esperas hacerme retornar al pasado, a un pasado inocente, inmaduro y penumbroso. Ya es tarde, tío: cuando la conciencia abre los párpados, es como si se encendiera un estanque con gasolina: arde hasta su consumición total. Crees puerilmente que allí me orientaste hacia la buena senda —el Seminario— y yo después me crucé a la mala. Ahora pretendes hacerme retornar. Eso es simplón y falso, tío. No hubo cambio de sendas, sino una dolorosa toma de conciencia.

Crees que en el desierto inspira Dios, como le ocurrió a Moisés y a Jesús. Mas ¿qué es esa inspiración divina sino una incontenible concientización? Después de permanecer en el desierto, Moisés se lanzó temerariamente contra el poder egipcio y Jesús inició su prédica revolucionaria, aunque el primero no pudo gozar la Tierra Prometida y el segundo terminó en el Gólgota.

Tío Fermín: debo aclararte que mi permanencia en el desierto ya ha pasado los cuarenta días. No necesito más aislamiento. Vivo en él desde que ingresé en el Seminario, sintiéndome profundamente solo, recibiendo la afectividad en migajas, como si fueran los escasos alimentos —raíces, cactus, salamandras— que tacañamente cede el páramo. No tengo familia, ni amigos, desde antes que falleció mamá. Mamá merece un párrafo. Sé que sufrió cuando ingresé en el Seminario, porque ella me perdió a mí y yo la perdí a ella. Tu elocuencia no fue emoliente. Mamá presentía lo que yo descubrí mucho más tarde; no ingresé al servicio de Dios, es decir del hombre, de mi semejante, de mí mismo: ingresé al servicio de una poderosa organización que usa el nombre de Dios y a la que Dios contempla partirse porque sabe que su meollo es bueno y que luego de la tempestad volverá a crecer con hojas frescas y frutos limpios. Mamá murió cuando llegué a Innsbruck. Tú la consolabas exagerando mis éxitos europeos y ella seguramente hacía esfuerzos para que tu palabra anestesiante diera resultado. Yo, entretanto, sufría en Austria otra enorme desilusión como si una guillotina me hubiera abierto por el medio. Después quedaste tú, más que tío, tutor, más que pariente, centinela. Pero ya no tenías autoridad sobre mí. Sí el respeto que debía a tus años y a tus buenas intenciones. No me sirves como ejemplo. Tu bondad estereotipada no me conmueve; tu soledad estéril no me entusiasma; tu cosmovisión rígida no me convence; tu conducta poiquiloterma no me ilumina.

¿Soy un blasfemo, un malvado, un irresponsable… y otras cosas más? Sí, tío. No soy perfecto según moldes antiguos. Soy un perfecto hombre imperfecto, que lo reconoce. Y lo confiesa.