IV
Antesala de la muerte
El hombre gordo está de mal humor y no habla. Desde que lo trajeron, no habla. Se pasea de un lado a otro por el parque, empujando las ruedas de la silla. Ya no puede volverse cuando alguien lo llama.
—¡Ollie!
Todos en este asilo viven sus últimos días empujando lo que queda de sus cuerpos, Ollie no puede mirar para atrás. Semiparalizado por la hemiplejia, está condenado a enfrentar al mundo. Por eso su silencio.
Hoy ha venido su mujer. Le ha traído un par de mantas y un sombrero hongo. Él ha dejado que Linda lo coloque sobre su cabeza y luego ambos han reído un rato. Después, Ollie ha tirado el sombrero muy lejos y ha quedado de mal humor. Linda, antes de irse, le acarició el rostro.
—Pronto estarás bien —le ha dicho. Pero él siente que ya no es sino una burla de sí mismo, un fantasma lejano y retraído. Ha perdido sesenta kilos pero su cuerpo le parece cada vez más pesado y torpe.
—¡Ollie!
—Yo no soy Ollie. Soy Stan. Él es el Gordo. Yo soy el Flaco.
—¿No vieron nuestras películas? En ellas el Gordo es el perjudicado. Siempre está cayendo. El Gordo siempre termina mal. Ahora también. El Gordo está muerto. Yo soy Stan.
Los enfermos se acercan para hablarle. Lo señalan cuando llegan sus mujeres y sus niños.
—Aquí está Ollie —dicen— vengan a verlo. No habla, como en las películas mudas. Va de aquí para allá, pero no habla.
Ollie siente una especie de secreto orgullo al ser reconocido.
—No soy Ollie, soy Stan —dice.
—Es cierto —dice un niño—, él no es Ollie. El Gordo era gordo. Este no es Ollie.
Los niños salen corriendo. Van a divertirse al parque. Corren, caen y vuelven a levantarse. Ollie, que se ha quedado solo, los mira. Tiene un poco de frío. Levanta con esfuerzo la manta y se cubre. Parece un fantasma.