Había tenido una noche muy agitada, «tormentosa», diría él. Estaba satisfecho, aunque bastante cansado, y un sueño implacable lo vencía. Lentamente empezó a desvestirse. Primero se quitó el cinturón que le ajustaba el pecho; en él sostenía una pistola que dejó descuidada sobre el tocador. Le echó una ojeada —la última—, y sonrió; había vivido pegado a ella, una buena amiga. Sus ojos se nublaron y un vahído lo hizo tambalear; fue un instante apenas, pero seguramente le bastó para que las imágenes de su camino pasado lo ametrallaran en rápida sucesión. Una mugre de la que no pudo escapar nunca, compartida por veinticuatro hermanos en una casucha de Pine Bluff, en Arkansas, lo había acechado siempre; recordó, quizás, otra noche lluviosa de hace treinta años, cuando su padre le dio una patada en el trasero que lo tiró al suelo mientras oía gritar: «¡Afuera, inútil, zángano!». Le habría perdonado eso, pero no el escupitajo que vino después porque como decía él, «no está bien que un negro escupa a otro».

Charles Sonny Liston estaba en calzoncillos; buscó un pañuelo en el pantalón que había tirado en el suelo, secó la transpiración que le corría por el cuello, lo guardó en el mismo bolsillo y allí encontró una lima pequeña. Iba a limpiarse las uñas cuando otro mareo le quitó fuerzas; de pronto, un rayo lo azotó desde adentro, pero no alcanzó a sentir dolor. Tuvo una convulsión, se arqueó como aquellas grandes noches en el ring, y cayó pesadamente sobre una banqueta que cedió bajo su carga. El cuerpo negro quedó inmóvil con los brazos caídos y el torso apoyado en la cama. Era su última caída. O la manera en que llegan al fondo los que están cayendo siempre. El teléfono sonaba sin pausa; una llamada tardía que Geraldine —la esposa— intentaba desde Saint Louis City a su casa de Las Vegas, ahora deshabitada. Inmediatamente —nunca se sabe cómo se transmite la angustia a la distancia— imaginó lo peor: sintió que entre ella y esa muerte había un paso y lo acortó tan pronto como pudo. Un par de horas más tarde (apenas pasada la medianoche del martes 5 de enero), forzaba la puerta rodeada de policías y enfrentaba al cadáver de Sonny. Había terminado el largo adiós.

Las circunstancias de la muerte fueron reconstruidas (¿imaginadas?) por el inspector Gene Clark, quien investiga el caso. Liston había nacido hace 38 años (algunos, sin embargo, dicen que tenía 43) en Pine Bluff y pasó los primeros quince de su vida en las cosechas de algodón. Su padre unió los doce hijos del primer matrimonio a otros tantos que le acercó su segunda mujer, pero vio alejarse a Charles cuando este tenía 18 años. Se fue por el camino de tierra que conducía a la calle mayor, pero no iba solo: lo acompañaban dos policías y no volvería en tres años. Recluido en la prisión de Jefferson City (había asaltado una estación de servicio), el cura Alois Stevens lo entusiasmó para que se dedicara al boxeo, esa otra manera de derrumbarse en medio de vítores y aplausos. Volteó a seis rivales en el precario ring de la cárcel y logró su libertad en 1952. No tenía a dónde ir y Stevens lo llevó a su casa. Un año después debutaba en los rings y el 25 de septiembre de 1962, luego de fulminantes victorias, conquistó el título mundial de los pesados al derrotar a Floyd Patterson.

El reinado duró menos que su inocencia en los algodonales: el 25 de febrero de 1964 un joven insolente y talentoso —Cassius Marcellus Clay— lo agotaba en seis rounds. Tuvo que abandonar, pero los cronistas sospecharon tongo. Las buenas conciencias siempre se burlaron de los vencidos. Por entonces el hampa rodeaba a Liston, lo envolvía en una sigilosa tela de araña. Sonny fue ídolo del bajo fondo y este lo abandonó cuando supo de otro más joven y hermoso; pero Clay habría de burlarlos para entregarse a una causa política; los Black Muslims. Un año y medio más tarde Cassius Clay vencía nuevamente y ya nada podría salvarlo. El coloso de cien kilos había peleado 51 veces como profesional (36 triunfos por nocaut, solo cinco derrotas), pero sus dos últimos combates fueron desastrosos: el 6 de diciembre de 1969 Leotis Martin lo tiró en el noveno round y el 29 de junio de 1972 su verdugo fue Chuck Wepner, quien lo batió en el segundo asalto. Siempre se creyó en USA que Liston era un rival excelente para el argentino Óscar Ringo Bonavena.

Cuando murió, nadie sabe qué día exactamente (el cadáver, al ser descubierto, tenía una semana), podía recordar una veintena de entradas a prisión, un millar de persecuciones vanas, apenas algunas horas de paz en esa casa de Las Vegas donde acabó sus días. «Desde que nací —había dicho— tuve que pelear por mi vida». Tal vez lo haya contrariado morir pacíficamente, sin percibir ese vértigo que preanuncia los desastres definitivos. Nunca pudo elegir y el destino le negó la posibilidad de una muerte elegida. La semana pasada, la policía sospechaba que una excesiva dosis de alcaloides lo había quebrado; otros, más alarmistas, creían en un asesinato, en una venganza de la mafia, en un ajuste de cuentas. Quizá Sonny hubiera deseado eso, porque siempre vivió en peligro, escupió sobre la sociedad, estornudó contra las bases del establishment y pagó cara su osadía. Los hampones prefiere morir de frente.

Artistas, locos y criminales
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