De niño tuve las primeras manifestaciones de mi vocación, aunque —sin duda— fomentadas por mi padre. En lugar de regalarme juguetes bélicos (en aquel entonces no sé si los habría), me traía teatritos de títeres, que se usaban mucho en Italia, y linternas mágicas. Mi hermano y yo nos entreteníamos enormemente haciendo teatro, inventando obras y viendo proyecciones de placas fijas de vidrio con lámparas de querosén: la Linterna Mágica de entonces. Después, en el colegio Pallavicini, me dieron lugar a que hiciera un papel de fin de curso, puesto que no tenía ninguna condición musical y un oído pésimo para hacer la obra El Pinocchio, en el teatro Alfieri de Florencia.
Cuando tenía nueve años, vine a Mendoza con mi familia. Primero había viajado a la Argentina un tío que se instaló en Mendoza y luego vinimos nosotros a Buenos Aires. Mi padre era joyero fundidor en el Ponte Vecchio de Florencia y cuando llegó aquí, le aconsejaron que fuera a Mendoza, que era una tierra virgen, ya que acá había demasiada gente para ese oficio. Claro, ocurría que Mendoza era virgen en todo sentido, de manera que mi padre tuvo que trabajar en viñedos. En Mendoza sufrí un gran impacto en el colegio. El primer día me dieron una página de un libro de lectura que decía «qué bello es el otoño». Yo, en lugar de leer eso, como buen gringuito leí «qué belo es el otoño» y todos se largaron a las carcajadas. Todo eso creó en mí una especie de trauma, una aversión enorme al colegio.
Pasé de uno a otro pero no podía adaptarme; además, los chicos en el recreo me decían El rusito judío, porque era más rubio que ahora y tal vez por la cara. Me encontré solo y empecé a tomarle odio a la escuela y le pedí a mi padre que me hiciera trabajar en cualquier cosa. En un primer momento él se resistía, pero después aceptó. Entonces conocí la calle, que no había conocido en Italia. Trabajé en cuarenta mil oficios. Una de las primeras cosas que hice fue de cadete en la imprenta Italia de Mendoza; luego fui ponepliegos en el diario La Palabra, en una Gutemberg vieja. En las horas que me quedaban, salía a vender diarios que anunciaban la guerra del catorce: yo tenía esa edad. Por entonces renació mi deseo de hacer teatro, pero tenía un grave inconveniente: mi idioma era cocoliche, porque en casa se hablaba siempre en italiano.
Mi primer camino fue la incultura completa. No tenía ninguna preparación, solo un tercer grado mal hecho, que no me servía en la Argentina por mi desconocimiento de la gramática castellana. Quería hacer teatro, pero tenía grandes inconvenientes por la cuestión de la voz, con un registro grave por momentos, agudo en otros, cosa que a esa edad se produce muy a menudo. Entonces me dediqué a hacer juegos de prestidigitación e ilusionismo en cuadros de aficionados y después en circos semiprofesionales, donde hacía de payaso, juegos de evasión: me dejaba atar, meter dentro de un baúl y me escapaba. Seguí hasta los 17 años, más o menos, y a esa edad hice mi número como prestidigitador y evasionista en un fin de fiesta de los cuadros de aficionados que culminaba en baile, para que la gente fuera porque, por supuesto, no iban por las obras, sino a bailar un rato.
En ese momento, los muchachos pensaron que yo tenía condiciones y me pidieron no solo que fuera actor, sino que los dirigiera. A los 18 años empecé a dirigir una cantidad de obras. Cuando venía gente de Buenos Aires a Mendoza, la agasajábamos, tratábamos de conseguir un auto y llevarlos a pasear. Así conocí a Juan Mangiante, María Esther Buschiazzo, a Orestes Caviglia y otra cantidad de gente. Entonces pedí ser profesional: le dije a Mangiante que me diera una oportunidad en la compañía que iba a formar para el año siguiente, que me incorporara a la compañía aunque fuera como partiquino. Eso fue en 1920, el año en que hice mi primer viaje a Buenos Aires.
Durante todos esos años no había asiento que me viniera bien, ya se tratara de imprentas, de comercio, de bodegas, de electricidad o de cualquier cosa. Trabajaba hasta un cierto límite y después abandonaba. En Buenos Aires me di cuenta de que mi cultura no era como para poder seguir en el teatro. Volví a Mendoza porque me dijeron que no servía para el teatro, que me retirara. En Mendoza seguí un curso de electrotécnica y empecé a leer antologías de obras famosas —los griegos, el teatro de Ibsen, Tolstoi—; leía bárbaramente. En Mendoza no dije la verdad: di como disculpa que había habido una huelga en el teatro (cosa que era cierta) y no que había fracasado. Porque entonces pensaba que los demás tenían razón, que yo no tenía condiciones.
Me dediqué a otra cosa. Me dieron dos camiones para hacer el traslado de bordalesas de vino; había que trabajar desde las 4 de la mañana hasta las 5 o 6 de la tarde. Ganaba dinero. Pero de pronto pasó por Mendoza una compañía —Manuel Salvat y Concepción Olona—, se enfermó el padre de los Carreras, Enrique, y la compañía se quedó sin un actor. Este hombre cubría algunos papeles pero esencialmente era representante del conjunto teatral. Iban a hacer Los intereses creados y no tenían quién les hiciera el Polichinela para esa obra. Los muchachos me pidieron que les diera una mano y —a pesar de que yo pensaba que no tenía condiciones— dije: «Bueno, trataré de hacer lo que pueda». Hice el Polichinela de Los intereses creados y cuando terminó la función, don Manuel Salvat me dijo: «¿Usted es actor?». «Sí, señor», le respondí. «¿Fue profesional?». «Sí, corto tiempo». «¿Cuánto ganaba?». «Y… 180 pesos mensuales». «Si usted sigue conmigo —me respondió— le doy 300; y le ofrezco 450 para el año que viene». Largué los camiones, largué todo y, ante la posibilidad de servir para el teatro, renacieron en mí las esperanzas.
Volví, pero con tanta mala suerte que me enfermé, pasé hambre, pasé muchas noches en plazas de Buenos Aires, especialmente en Plaza Lavalle. Por allí había un hotel donde se pagaba un peso veinte la cama (después lo puse en Kilómetro 111 con Pepe Arias). Se pagaba un peso veinte pero había que ponerse pantalones y todo debajo de la almohada o debajo del colchón, porque se robaban cualquier cosa; había cinco camas en cada habitación. Mi problema fundamental, el ser o no ser de aquella época, era: ¿como o duermo? Según el tiempo, a veces era más fácil dormir que comer. Con el peso que me daban, me tomaba cuatro cafés con leche y con eso tiraba 24 horas. Hasta el día siguiente. Tenía un peso cincuenta para cigarrillos, para el tranvía y para dormir. Entonces los cigarrillos valían 10 centavos la mitad de la marquilla.
Seguí pasando hambre, no podía más; hasta que no tuve más remedio que volver a Mendoza otra vez, porque me quedé completamente en la calle. Estuve un tiempo en Mendoza, volví a Buenos Aires, ya era por el 23 o 24. Esta vez con intención de seguir a muerte en Buenos Aires. Yo le había hecho una gauchada al amigo Diego Martínez —murió, el pobre—: en un momento en que él estaba muy enfermo, a lo largo de una gira, le había dado mi sobretodo. Él le dijo al actor Giacuzzi: «Mirá hay un muchacho que anda por Corrientes, queriendo trabajar en el teatro. No es tan malo después de todo». Porque me había pasado que Salvat y la Olona se fueron de Buenos Aires a Montevideo, después se separaron, porque eran matrimonio, y él se fue a España. Los demás elementos se desperdigaron. Entonces, para los actores argentinos, yo era muy malo; para los españoles, yo era bueno. Y como los españoles se habían ido, tenía que volver a empezar. Luego Martínez, le dijo a Giacuzzi: «Dele un papelito, cualquier cosa». Lo fui a ver, me atendió en una puerta de Los Inmortales y me preguntó cuánto quería ganar. Me ofrecía 150 pesos, menos que lo que había ganado la primera vez. Yo le dije: «Mire Giacuzzi, yo voy a aceptar, pero con una condición: que usted me dé una oportunidad para poder demostrarle que tengo condiciones».
Llegó la primera obra y yo tenía un papel en el que no decía nada más que: «Esta piba es una papa». La obra era Mi prima está loca. Seguí allí con una gran angustia, hambriento, apenas si podía comer algo, no había cobrado… De pronto, en el teatro Montes de Oca se ponen a leer Marta Gruni de Florencio Sánchez, y me dan el personaje del padre, el borracho. A mí. Empezó a establecerse un hecho que es digno de la parapsicología: Arturo Mario, director de la compañía era tartamudo y yo adivinaba el texto que él quería darme. En un momento determinado me dijo: «Pero usted es actor». Yo con mucha rabia, le contesté: «Sí señor, soy primer actor de carácter». Me dice: «Se ve, se ve».
Yo era muchacho, pero cuando hice de galán joven, lo hice a disgusto. En temporadas posteriores, tuve que hacer galanes y lo hacía en broma porque no me gustaba mucho. Me agradaba mucho componer, prefería los personajes de composición. Ocurrió que se iba a dar un día La Pasión. Giacuzzi era un actor más bien bajo y gordo; no podía ser el Cristo, de ninguna manera. El más flaco de la compañía era yo, que además tenía buena memoria; entonces me eligieron para hacer el Cristo. Era una oportunidad, la única que se me presentaba: en tres días me supe el papel de memoria, lo hice y trascendió al centro de Buenos Aires. Fue una semana seguida, tarde y noche. Empezaron a decir que había un muchacho en el Montes de Oca que se estaba destacando, haciendo el Cristo; fueron comunicándose uno con otro y cuando bajó La Pasión, Giacuzzi me dijo: «¿Cuánto iba a ganar usted?». «Ciento cincuenta». «Bueno, va a ganar ciento ochenta desde ahora». Cuando pasamos al Excelsior que quedaba frente al mercado de Abasto, dijo que me pagaría doscientos cincuenta.
Ahí hice una cantidad de papeles: me contrató Angela Tesada para una temporada en el Uruguay y de allí —ya con más pretensiones— me contrataron para hacer una gira con Silvia Parodi. Fui con ellos y tuve papeles más importantes, ya ganaba 450 pesos. Luego hice otra gira en la que empecé a desarrollar en parte mis intenciones teatrales porque entonces puse La farsa en el Castillo de Molnar. Seis personajes en busca de autor de Pirandello, mezclados con un repertorio en el que se hacía de todo: desde Un baile de meta y ponga en la casa La Rosada hasta Casa de muñecas. Hubo después una buena gira por el interior, con obras importantes, y luego me contrató la compañía de Enrique de Rosas para ir a España, porque a último momento un primer actor que ellos llevaban les había fallado.
Debuté en Barcelona como si lo hubiera hecho en un teatro de barrio, haciendo una obra casi todos los días. Hasta que me enfermé. Tenía que meterme en el teatro a la mañana, estudiar durante el día y representar a continuación. No tenía otro remedio porque, además, Enrique de Rosas, al partir, me dio un repertorio para que fuera estudiándolo en el viaje. Y al llegar a España cambió todo el repertorio. Luego de la enfermedad reaccioné bien, fuimos a Bilbao y tuve oportunidad de afirmarme. Y ya en Madrid los críticos me trataron bien. Volví para debutar en Buenos Aires con una obra de Ricardo Rojas, Elelín .
Entonces tuve una anécdota muy linda: Ricardo Rojas escribió toda la obra en octosílabos y se entusiasmó con mi manera de decir el verso; todos los días me traía una cuarteta. Y agregaba, y agregaba, hasta que le dije: «¡Doctor, no siga porque no tengo tiempo para aprender la letra!». Hasta que debutamos, alrededor de 1930. Entonces había dos corrientes en el teatro argentino. Una que nosotros llamamos intelectual, a la que, en cierto momento, yo pertenecía. Y otra llamada temperamental, instintiva. Había una gran lucha, pero ya se luchaba con la conciencia de que era necesario tener algunos conocimientos más que los que daba la vida. Esto nos llevaría a otras derivaciones, porque la intuición no solamente es un don natural sino una acumulación de hechos, imágenes, cosas que uno va registrando y que después le vuelven. Claro está: si esas imágenes y esos hechos son recibidos con cierta preparación y cierta cultura, resultan más positivos.
Pero en aquel momento —generalmente— el actor era capaz de emocionarse más por la escuela que había dejado Pablo Podestá aquí o Giovani Grasso en Italia; eran actores eminentemente temperamentales, lo mismo que Enrique de Rosas, que para mí era un gran actor pero muy desigual: un día estaba genial y otro pésimo. En España he visto a la gente enloquecerse con él cuando actuaba en Todo un hombre de Unamuno. La diferencia entre el actor de entonces y el de hoy es que el último se ha intelectualizado un poco más, pero es menos capaz de transmitir emoción. El equilibrio entre esos elementos es lo perfecto.
En aquel momento se hacía un teatro extraordinario y, además, había un fogueo permanente para el actor. He dado clases de teatro ahora; se habla de improvisación, de memoria emocional, todo lo que nosotros íbamos heredando de otros actores viejos lo mismo que Stanislavsky, que tomó mucho de los actores de su época (y de él mismo) para construir su método. Claro que se ha sistematizado, se ha metodizado la forma de enseñar; lo que no quita que el actor, lo mismo que el director de cine, es —para mí— primero intuición, en segundo lugar cultura, paciencia… son las dos o tres cosas fundamentales.
De todos modos, había un gran fervor, un gran entusiasmo y sacrificio; nuestra gente de teatro no estaba tan aburguesada como lo está ahora. Cada uno quiere tener un coche, un departamento, una situación; en aquel tiempo era distinto. Ha cambiado para bien en algún aspecto y para mal en otro. Nosotros luchábamos para romper el asunto del divo, que entonces predominaba. Tengo un reportaje publicado en La Nación por 1930-31 en que me tiraba abiertamente contra el divo. Pero señalé un peligro que se puso de manifiesto. Se destruyó al divo actor, pero se creó el divo director, el hombre que maneja luces, actores que son simplemente títeres (no seres humanos) a su gusto. Cuando yo pretendí destruir al divo, lo hice en el sentido de que el divo molestaba porque había que hacer la obra para él y no había labor de conjunto. Que se destacara el más capaz, me parecía perfecto. Recuerdo el hecho de aquel célebre bandido que a los largos los cortaba y a los cortos los estiraba. Estamos en esa época: queremos igualar a toda la gente y no puede ser. Yo quise destruir al divo pero al divo falsificado, que obligaba y sometía al resto del conjunto para que él estuviera bien, incluso sometía el tipo de obra.
Una de las razones por las cuales, a mi juicio, cayó el teatro argentino es que existían «trajes de medida»; se hacía ropa para Parravicini, para Casaux, para Enrique de Rosas, pero no para el teatro argentino. Eso era muy malo. El otro extremo, también. Yo vi hace poco Romance de lobos; y no veo la cara de los actores, no me transmiten el pensamiento de Valle Inclán, que me llega solo a través de la letra.
En el viaje a España conocí a José A. Ferreyra. Los dos coincidimos en que, con el cine sonoro, se iba a abrir un campo para la cinematografía argentina. Yo había visto algunas cosas de él como Organito de la tarde. Me pareció que se presentaba una oportunidad para nuestro cine, y se lo manifesté a Ferreyra. Le pedí trabajar, aunque fuera gratis, con él. Me prometió una oportunidad para el regreso al país.
En 1924 yo había hecho un ensayo cinematográfico con Francisco Martínez Allende, Enrique Santos Discépolo y José Gola. Lo hicimos a la luz del día, en el patio de camarines del teatro Avenida; a pleno sol hicimos la obra. Resulta que en Mendoza estábamos representando Muñecas de Armando Discépolo y apareció un señor que se llamaba García Velloso, pero no era el hombre de teatro: estaba haciendo una película que nunca se estrenó ni se terminó, que se llamaba Claveles mendocinos. Gola, Enrique Santos Discépolo y yo teníamos mucho interés en conocer la obra esa, lo que era el cine. Nosotros le preguntábamos cualquier cosa, qué le parecía tal maquillaje, por ejemplo. Él decía: «No… el cine es otra cosa». Al otro día nos respondía lo mismo. Yo conocía a un amigo que tenía una cámara de 16 milímetros. Me la prestó y nos pusimos a hacer unas escenas de Muñecas. El trabajo me sirvió porque me dio la noción de las diferencias entre el teatro y el cine. Toda la expresión apta para el teatro no servía para el cine. Había que buscar otra forma. Me entusiasmó esa posibilidad.
Volvamos a Ferreyra. Él había hecho toda una gira por Centroamérica y se había quedado varado en Barcelona. Me pidió que le transmitiera a Federico Valle, el gran pionero de la cinematografía, que necesitaba plata para volver. En 1931 firmé con él Muñequitas porteñas; trabajando con Arata que por entonces estaba enfermo. Utilizábamos un maquillaje especial que yo conseguí, consistente en pintar la cara color ocre claro y los labios color verde porque las películas no eran sensibles al rojo. Los actores teníamos que trabajar con reflectores de arco, puestos uno de cada lado, con seis pares de carbones, una cosa que quemaba la vista. A la noche había que andar con colirio porque era imposible salvarse del efecto de los reflectores esos. Cuando me sacaban un primer plano, estaban 10 o 15 minutos poniendo la luz, poniendo la cámara. Le decían al actor, «no mueva la cabeza más que esto»; después le ponían la luz quemante y le decían: «trate de ser lo más natural posible».
Bueno, hice Muñequitas porteñas con él, volví a hacer teatro, Aristófanes, Gorki, Tolstoi, Turgeniev, un repertorio extraordinario. Trabajaban Milagros de la Vega, Carlos Perelli, Orestes Caviglia, Francisco Petrone, en esa temporada. El tiempo de los autores rusos, que admiraba y admiro mucho. Hice Albergue de pobres, de Gorki, que los franceses llevaron al cine. Los bajos fondos de Renoir. También Anatema de Andreiev, que inexplicablemente todavía no se estrenó en la Argentina. De Uruguay pasamos a Buenos Aires, a un teatro nuevo, e hicimos Judas; tuve grandes crónicas pero no comía. Muchas veces, cuando terminaba en el teatro, tenía grandes problemas para conseguir el peso que costaba el puchero. Me enfermé y la gente del gremio me hizo un beneficio, me mandaron al Uruguay y allí —en un rancho de Carrasco— me repuse un poco.
Vino entonces Enrique Larreta y me propuso hacer El linyera, la única película dirigida por él. No sabía de cine pero tenía una idea, confusa como lo reconoció después, pero la tenía. Él también quería la autenticidad; había ciertos puntos de coincidencia con Ferreyra en ese sentido. Una cosa me confesó Larreta. Me dijo: «Mire, Güiraldes y yo vemos el campo desde una atalaya, no nos mezclamos con los hombres, ni sabemos del sudor y de las cosas de ellos, lo vemos desde lejos». Otra anécdota: yo rechacé la idea de hacer una película con él, con Larreta. Yo era medio revolucionario en aquella época y no quise saber nada. Pero él insistió, insistió, insistió, hasta que me dijo: «Bueno, no va a rechazar usted una invitación, véngase a Buenos Aires y voy a tener el gusto de tenerlo como invitado mío». Efectivamente, un día me largo para Buenos Aires, a lo que hoy es el Museo Larreta: el barco llegaba a las 7 de la mañana. Me voy a la casa de Belgrano, golpeo y aparece un señor. Yo me presento con la barba crecida, no larga sino crecida, los zapatos rotos, hecho un reo. El mucamo abre la puerta y me pregunta qué quiero. «Busco al señor Enrique Larreta». Me dice: «El señor está en el campo». Le contesto que Larreta me había mandado un telegrama diciendo que me embarcara para acá. «Si está en el campo —le digo—, yo me vuelvo esta misma noche para Montevideo». El tipo me miró, se asustó un poco y me dijo que esperara un momento. Pero no me dejó entrar, me cerró la puerta. Lo fue a consultar (lo despertaron) y Larreta apareció, con una bata roja, y me atendió en el patio de lo que hoy es el Museo.
Estaba medio soñoliento. Me dijo: «Señor Soffici, hable con mi administrador, que yo esta noche voy a tener el agrado de cenar con usted en casa». Fui a verlo a un tal Radici, en la calle Florida, y se lo dije. Me contestó que todos los gastos correrían por cuenta de Larreta. «Vaya esta noche que lo va a atender». Lo fui a ver (¡yo tenía un hambre increíble!). Me sirven un fiambre muy livianito, una cosa descolorida, y después una pierna de cordero, entera, con una cantidad de guarniciones. Había una mesa larga, con tres cubiertos. Me ofreció la cabecera, no acepté, y nos sentamos frente a frente. Como de costumbre, me sirven primero a mí. Yo veía la pierna de cordero entero y pensaba: «¡Con qué la corto para servirme un trozo!». Estaba desesperado y con el hambre que tenía… Dije: «Verdura solamente». Comí nada más que verdura. Con gran tranquilidad, Larreta se para y ¡ya estaba el cordero cortado! Solo que lo habían vuelto a unir con gelatina. Tomé, en cambio, whisky y café.
Para explicar lo que significaba el hambre me remito a un libro que a mí me pareció formidable: Hambre de Knut Hamsun. Eso que dice: que uno piensa en el cinturón para masticar, o en cualquier cosa. Hasta a eso llegué. Es desesperante. Pasé hambre en muchas épocas. Fue terrible pero increíblemente sensibilizador, porque uno capta las cosas de una manera tan clara con hambre… Se ve la vida despojada de ciertos convencionalismos, más real. Creo, de todas maneras, que debe ser más terrible la sed que el hambre.
Larreta tenía ciertas cosas muy buenas: quiso hacer una película real. Pero con un texto que no era muy real, como su texto de El linyera. Él creía (aunque después modificó eso) que el cine era al teatro lo que la imprenta fue a la literatura: un medio de difusión. Creía que el cine era teatro en lata. La primera discusión que tuvimos fue por eso. Yo, en esa época, ya comprendía que el cine iba a tener su lenguaje, su propia forma de expresión, que no iba a tener nada que ver con el teatro. En aquel entonces buscábamos una forma, signos diferentes que nos permitieran comunicarnos. La discusión fue, en determinado momento, un poco agria. Me dice: «Todo esto es muy divertido». Le digo: «Para usted es una diversión, porque usted es un hombre rico. Yo soy un hombre pobre: esto para mí es la vida. Yo me juego entero en todo esto». Ahí fue donde me dijo aquello de la atalaya y de Güiraldes y que me envidiaba porque yo estaba en contacto con el sudor de la gente. Me contó que había alquilado un departamento cerca de la Boca con la intención de mezclarse con la gente, y a los dos o tres días le vaciaron el departamento.
Larreta hablaba muchos idiomas, me contaba de Alemania, de Italia; por eso, a los 10 minutos de estar con él, agradecía que me hubiese invitado; la estancia de Larreta no se parecía a ninguna otra; no tenía caminos rectos, parecía un bosque europeo que se atravesaba con hojas secas por el piso, puentes de estilo morisco. Siento una verdadera admiración por él, como hombre. Como escritor, me pareció lo que él mismo declaró: un hombre que no había tomado contacto con el resto de la humanidad. Larreta veía el mundo así, aunque reconocía que lo veía mal. En cambio, Ferreyra había visto el mundo así, lo creía así, y creía no haberlo visto.
Después del cortometraje Noche federal vino el primer largo: El alma del bandoneón. Cuando me dieron el libro, no solamente no me gustó sino que me puse a llorar en mi casa. Yo venía de hacer un repertorio teatral importante, estaba haciendo en ese momento Pensad Giacomino de Pirandello. Saltar de esa obra a El alma del bandoneón me provocaba desesperación, porque era una película absurda, no había por dónde agarrarla. Lo único que hice yo fue tratar de evitar esos golpes bajos exagerados, tratar de suavizarlos. El personaje del padre decía: «¿Me traes tu diploma?». Le contestan: «No, papá, te traigo el primer tango que he escrito». Era el colmo. En lo posible traté de utilizar elipsis cinematográficas. Los críticos de la época le pegaron al argumento y me salvaron a mí. Pero yo estaba desesperado.
En esa película se me había ocurrido un diálogo que duraba aproximadamente tres minutos. El rollo tenía 120 metros; había una cámara chica y un cajón enorme para que el ruido no se comunicara al micrófono. En un momento determinado, el operador me dijo: «Voy por la mitad de la toma, pero tengo que respirar, y al respirar se me empaña la luneta de la cámara y no veo nada del cuadro». Le dije que no se preocupara, fui a la farmacia de la esquina y compré el caño de un irrigador; se lo puse en la boca y respiró por allí. Había que arreglarse de cualquier modo. En El alma del bandoneón quise reproducir una escena en la que el personaje está en un café y ve pasar a un amigo, se junta con él y caminan bajo la lluvia, en plena calle Corrientes. Tomé el café Los Inmortales, cuando Corrientes era estrecha, y saqué algunas fotografías del lugar; después, con una cinta métrica, medí todas las distancias. Y tuve que ingeniarme para poner unos caños perforados que daban la sensación de lluvia. Luchábamos de esta manera, hacíamos los decorados, buscábamos los colores de la pintura con qué hacerlo. La caja era un enorme cajón al que había que ponerle frazadas y cosas, para evitar que el ruido de la cámara se transmitiera. Pero esa primera época del cine fue maravillosa: los pintores, los carpinteros, los electricistas, todo el mundo ponía el hombro. Era increíble el entusiasmo colectivo que había, por eso tuvimos cine.
Cuando hice El alma del bandoneón no me gustaba nada el tema, por supuesto. Mentasti me pidió otro asunto y yo le tracé un esquema para los actores Ruggero, Anchart y otros, que fue La barra mendocina. Era una síntesis argumental y él me dijo que compraba la película. Le contesté que eso no era un libro y que había que llamar a un autor para eso. (Nunca me consideré autor de libros). «No, no —dijo— compro la película tal como está, si no, no la compro». Y me ofreció 5 mil pesos, que era mucha plata en ese momento. Hice la película, que era muy mala.
Durante aquella época quería hacer una obra de García Velloso que se llamaba Mamá Culepina. Hablando con Enrique Serrano, le pregunté si García Velloso pediría mucho por ese libro. Él me contestó: «¿Por qué le va a comprar a Velloso? Sáquelo de donde lo sacó él, de Una excursión a los indios ranqueles». Leí ese libro. Le propuse al viejo Mentasti hacer la película, pero me la rechazó. Un tiempo después me dijo que quería hacer una película con la Quiroga, Muiño, Alippi. Le propuse que hiciéramos un trato: yo le contrataba a esas tres figuras y él me dejaba que me ocupara del libro. Le hablé a Alippi, que era un hombre talentoso (uno de los mejores actores, incluso de cine, que hemos tenido) y le pregunté quién me podía ayudar en el libro. Me habló de Alberto Vacarezza. Vacarezza arrancó con un libro que a mí no me venía bien: yo quería reflejar lo que Mansilla había escrito, no quería apartarme del original. Se planteó una discusión muy seria. Intervino Alippi y le propuso a Vacarezza que yo hiciera un guión para que él después pudiera orientarse. Así se hizo.
El mismo Vacarezza me dijo que no quería firmar el libro porque era mío. Yo le dije que no, siguiendo el concepto que tengo del director: un director es un narrador implícito y por lo tanto, interviene en la elaboración del libro. Si no, se convierte en un artesano. Yo cuento de una manera, y aunque recurra a la colaboración de otros, siempre será el relato de una persona. Hoy se ha dado en llamar a eso cine de autor, pero me parece absurdo porque en todo cine importante se ha dado el cine de autor, aunque no sea el único.
Cuando hice Prisioneros de la tierra me plantearon una cuestión porque hacía fustigar a latigazos al capataz. Me pidieron de todas formas posibles que cortara esa escena, porque decían que era muy violenta. El cambio, ahora, ha sido enorme. Ahora resulta una escena tonta, pero en aquella época tenía su importancia. El desnudo, por ejemplo. En Barrio gris, de acuerdo a la novela de Gómez Bas, el personaje queda fijado en el amigo a través de la mujer que vio bañarse desnuda en el río. A mí me hicieron sacar la escena de la mujer desnuda, y eso que la había hecho muy sobriamente. Me dijeron: «Saque eso». Es más, en esa misma película la censura se metió conmigo y me dijo que sacara la palabra «rufián». No la saqué: puse un golpe de bombo en ese momento para que pudiera pasar. Posteriormente, Tinayre hizo una película que se llama justamente El rufián. Y la dan. Es lo absurdo de entonces.
Volviendo a lo anterior. La película Viento Norte me había interesado enormemente porque era una manera de pintar lo que había sido la conquista, lo que era la pobre gente arrastrada, dominada. Reconozco que, en ese momento, traje un poco la influencia de ese gran escritor de teatro que era Lenormand. Influencia involuntaria de la idea de que el hombre es una circunstancia del medio, de condiciones físicas, psíquicas del ambiente. Incluso en Barrio gris hay esa influencia. Lo mismo en Prisioneros de la tierra. La idea de que el sistema condiciona al hombre, que no es como quiere ser sino como lo dejan ser. Hice varias películas con ese tema: Oro bajo, también de Gómez Bas, y otro tipo de films.
Héroes sin fama y Kilómetro 111, en cierto modo, están ligadas: recogían la inquietud de la época acerca del colonialismo económico. Sixto Pondal Ríos y Carlos Olivari habían hecho La tercera invasión inglesa en el teatro. Eso, a mí, me interesó muchísimo. La indiferencia de los bancos, que solo daban a los grandes capitales. Se hizo, a pesar de que sabíamos que lo del ferrocarril, por ejemplo, no era real, porque el verdadero directorio del ferrocarril estaba en Inglaterra, y acá había un directorio títere. Nosotros planteamos todo eso, a pesar de que se decía que el flete se pagaba a destino; eso era para los paquetes o cosas así, pero cuando se trataba de mercadería perecedera, era muy difícil pedir 5 vagones para cargar trigo y mandarlo a Buenos Aires. Entonces aparecía el intermediario, el mismo intermediario que aparece en El caso Mattel. El intermediario oculto que aparece en todos los países como factor de presión. Para suerte nuestra, no hubo censura sobre eso, porque no se le daba importancia al cine. Por eso se pudo hacer Prisioneros de la tierra y Héroes sin fama.
Existió, sí, el gran problema de que creían que había que hacer películas internacionales de autores extranjeros. Yo mismo tuve que hacer, aunque con bastante suerte, la Sonata a Kreutzer de Tolstoi (con el título de Celos); después hice La dama del mar de Ibsen. Hay un hecho curioso: yo recibía Cinema nuovo cuando se llamaba Cinema y un día me encuentro, con gran asombro, que se hacía una comparación entre mi película El extraño caso del hombre y la bestia y otras versiones de la obra de Stevenson; se decía que la versión argentina, a pesar de todos sus defectos —y señalaba los defectos—, era mejor que las extranjeras, la más fiel al libro. Pasó que un día le dije a Atilio Mentasti si haría una película conmigo como protagonista y director. Me dice: «Si me trae un libro interesante, yo hago la película». Me fui y, hablando con Chas de Cruz, me sugiere que haga El hombre y la bestia. Le dije: «¿Usted está loco? Después de todo lo que han hecho los americanos con esa obra… Es una locura». Pero al pasar por una librería de la calle Corrientes, veo Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Lo compré y pensé que podía hacerlo, hice dos carillas explicando lo que sería la película, y se las llevé a Mentasti. Me dijo que estaba bien y firmé el contrato. Quedamos en que el libro lo haría Petit de Murat y, mientras él trabajaba, yo iba pensando en el personaje.
Fui a ver a un mecánico dentista amigo y me hice hacer una sobredentadura que yo había utilizado en el teatro cuando trabajé en Muñecas de Armando Discépolo. En esos dos meses iba casi diariamente a la casa del dentista, porque había que asegurarse de que me permitiera hablar ese aparato. Luego recurrí a un peluquero, por el asunto de la transformación: confeccionó una peluca del mismo tipo de mi pelo y mi barba para hacer el Dr. Jekyll. Se me ocurrió utilizar un metrónomo. Siguiendo su movimiento y cortando en el recorrido del montaje, supuse que podía dar los cambios. Y así fue, sin ninguna sobreimpresión, como se había hecho hasta ese momento. Puse directamente el cambio delante de la cámara. Y le agregué el dramatismo de ver que el hombre tiene un ángel y una bestia dentro de sí: cuando quiere ser bestia, toma el líquido, pero cuando quiere frenar, ya no puede y lo pagan terceros. El hombre puede vivir como bestia, si quiere, pero no si tiene que perjudicar a terceros. En ese sentido, la obra trascendió.
Yo, como le dije, había trabajado en las bodegas, en la Municipalidad de Godoy Cruz, y vi esa cosa terrible que eran los vales de 5 pesos con que les pagaban a los obreros, a los trabajadores, de los que el almacenero descontaba 10 por ciento, además de darle mercadería de 3 pesos por valor de 5. Eso me pareció siempre horrible, la explotación del hombre por el hombre. En ese momento había leído La vorágine de Eustasio Rivera y me había entusiasmado lo de la selva, y mezclaba todas esas cosas. Entonces apareció Gola, que me trajo el argumento de Petit de Murat y de Darío Quiroga, el hijo de Horacio Quiroga, hecho sobre tres cuentos del gran escritor. Me entusiasmó muchísimo el tema y resolví hacer Prisioneros de la tierra, que en un primer momento se llamaba Desterrados. Me fui a Misiones —hice una cosa que hoy no se puede hacer, pero que sin embargo sería de gran resultado para el cine— con los actores allí para que se ambientaran, sintieran el clima.
Con Petit de Murat ajusté el libro sobre el terreno en que Quiroga se había inspirado para hacerlo. El título me pertenece. Curiosamente, yo no reconozco influencia cinematográfica y sí teatral, la de Lenormand. Corría el año 40.
Héroes sin fama también es un problema político, en cierto modo, que se reduce al mismo caso: el intermediario. El protagonista era un buen farmacéutico, que cree de buena fe que puede ser útil al pueblo y se dedica a la política. La obra se iba a llamar Empanadas, taba y vino, basada en algo que tenía un poco el reflejo de las cosas de Payró (Pago chico y Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreyra). Tomé el trabajo con mucho cariño, tuve muchas dificultades porque me faltaron Muiño y Alippi, que estaban comprometidos, y entonces se volcó el libro hacia Magaña y Elisa Galvé. Después de esto, volví a insistir en Misiones con Tres hombres del río.
Me resultaría difícil elegir una de mis películas como la más importante; creo que en toda película hay cosas buenas y cosas malas. Pero si tuviera que elegir, quedarme con una película de todas las que hice, me quedaría con esa: Tres hombres del río. Porque es un poema sobre la libertad, el hombre, el individualismo. En la obra predominaba mi amigo Rodolfo González Pacheco, que era anarquista, por otra parte.
Yo me marginé, hacia esa época, por dos cosas: quería ser libre para denunciar lo que me parecía mal y para eso no me podía embanderar en ningún partido. Creo en lo social en el cine, en lo político, pero no en la propaganda partidista. La censura empezó a funcionar levemente en 1930, antes de que nosotros hiciéramos cine. Fue creciendo lentamente, en considerable aumento. Ahora tiene su clímax, a pesar que hay mayor liberalidad sobre lo erótico, el escapismo.
La cabalgata del circo fue una película hecha sobre una buena intención, pero no se logró, quedó mitad y mitad. Es una de las dos películas que hice con Eva Perón; ella no tenía muchas condiciones como actriz, pero lo bueno era que tenía un entusiasmo increíble por el cine. Y era muy profesional en ese aspecto, contrariamente a todo lo que se ha dicho. En el cine nunca tuve problemas con ella, seguía mis indicaciones. Era una mujer muy franca, muy sencilla, abierta, no tenía términos medios, era una mujer muy valiente. Por otra parte, en un determinado momento, le dije: «Mire Evita, como actriz yo hago todo lo que puedo por usted, como lo hago por otras actrices, pero no me pida que me meta en política. Primero, porque mis principios son contrarios a esto y segundo porque soy italiano (todavía no tenía carta de ciudadanía): no me puedo poner a opinar de política en un país al cual no pertenezco». Después me hice ciudadano argentino. Ella no me molestó, a mí nunca me molestaron. La otra película, La pródiga, nunca se llegó a estrenar. Después volví a ver a Evita, pero nunca le pedí nada, aunque serví de intermediario a otras personas que querían pedirle algo; no para mí.
Una vez fuimos a hablarle (habíamos hecho una amansadora desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde) y se nos presentó —la recuerdo como si la tuviera delante de mis ojos— pidió un vaso de agua, una aspirina y nos dijo: «Miren muchachos, vengan mañana que los voy a atender con el mayor gusto, pero hoy estoy deshecha». Uno de los que había venido le dijo: «Evita, nosotros estamos en una situación angustiosa». Se levantó hecha una fiera: «¡Es que ustedes, los del cine, para lo único que sirven es para venir a pedir; después hablan mal de Perón y de mí!». En un determinado momento, un director de cine dijo: «Bla, bla, bla, bla, diga cualquier cosa, haga como hace Perón, que parece que habla pero no dice nada». Después —continuó— otro director dijo: «Imite a una prostituta, a una mujer de la calle, imítela a Evita». Le digo: «No puede ser, Evita…». Me contestó: «Yo le voy a hacer llegar a usted los nombres de esos dos directores». Me quedé cortado, por supuesto.
Bueno, me hizo llegar los nombres y, desde luego, no hubo ninguna represalia ni nada. Lo que pasa, es que se pintaron tantas cosas que sucede aquello del historiador que sale de su casa, da vuelta a la plaza y, al llegar, le cuentan un hecho que él había presenciado, pero de manera distinta. Igual me pasaba a mí con Evita. Tengo muy buenos recuerdos de ella; para mí era una mujer sencilla, simple, un poco rencorosa al principio y que después, en contacto con los humildes, vio la realidad. Vio de cerca y se inclinó totalmente a eso. Era valiente, no se detenía ante ningún tipo de amenaza, y era apasionada, por supuesto.
En una de mis últimas películas, Rosaura a las diez, en cierto modo está lo de Lenormand trasladado a Pirandello. Porque, ¿cómo somos nosotros? Somos uno, mil o ninguno, como dice Pirandello. Depende de las circunstancias. Lo que trato de transmitirle a la gente joven, a la que empieza, es que sean sinceros consigo mismos, que traten de ser auténticos, que hagan lo que a ellos les impacta. Frente a un hecho cualquiera hay un estado emocional: ¡transmitan ese sentido! Ellos tienen una preparación que no teníamos nosotros. Tienen la posibilidad de avanzar ya, ahorrándose una cantidad de años. Lo importante es que sean pacientes, que traten de encontrarse a sí mismos y reflejen lo que sientan, que no estén a la moda.
Algo de cine argentino sigo viendo. Leonardo Favio me gusta, porque está dentro de la línea de Ferreyra, dentro de lo que nosotros perseguíamos. Creo que tanto Fernando Birri como Lautaro Murúa, como Favio, son los tres directores que eligieron una línea que es la más necesaria para el cine argentino. En cuanto a los valores de cada película de ellos, no quiero opinar; creo que cualquier tipo de cine debe —como cosa fundamental— ser entretenido. Cuando una película, por profunda que pretenda ser, aburre al espectador, ya no me interesa. No creo en el cine de élite. A veces se olvida un poco que el film necesita una recepción, necesita del espectador. Se pueden decir cosas muy profundas y tener recepción, y divertir. Aunque no parezca, la película Cabaret tiene gran profundidad y entretiene.
El Soffici de ahora es un hombre tranquilo, con serenidad espiritual, con un hogar para mí excelente, dos hijos estudiosos, una mujer que se desvive por atenderme —mucho más joven que yo—. Trato de durar lo más que puedo para ser útil a los muchachos que siguen ahora la carrera cinematográfica. Hay momentos en que pienso en hacer una película, otros que no. No creo que tenga posibilidades; creo que no vale la pena pensarlo. Son muchos los problemas, me freno pensando en las limitaciones que hay. Salir a la calle y luchar: tengo en este momento 72 años; cuando pienso en volver a empezar, me resulta difícil. Y tendría que volver a empezar.
Años atrás —Favio estuvo mezclado con nosotros—, en la sociedad de directores, con un grupo sobre el cual yo ejercí, en cierto modo, el liderazgo, propusimos una especie de mercado común del cine latinoamericano; incluso en 1960 lo dije en España, en una reunión con productores y directores. Yo sostenía que nosotros, con 24 millones de habitantes, no podíamos hacer un cine; no teníamos dinero suficiente para invertir y había que buscar la forma de hacer un cine latinoamericano. Viajé a Bolivia, a Chile, y seguí pensando que nosotros podíamos hacer un cine latinoamericano, con 180 millones de habitantes de habla castellana. Las autoridades me dijeron que eso debía salir a través del Instituto de Cine, cuyo titular era Alfredo Grassi. Freno total, no fue posible salir de ahí.
Cuando hice Chafalonías se comenzó pensando en una cosa que poco a poco se transformó en otra. Fue un poco el caso del divo y otro el de la gente que rodea al divo. El hombre a veces, se encuentra rodeado por factores de presión, termina por entregarse a esos factores de presión, es el fracaso. Yo me entregué varias veces: no siempre el hombre está en disposición de lucha. Ahora veo eso con mucha amargura porque —si fuera hoy— yo debía haber exigido que el libro se hubiera hecho tal como lo imaginó Guy de Maupassant y no como después lo reformaron. El cuento original era muy interesante. La obra que hicimos con Sandrini no es ni chicha ni limonada, no dice nada. No se puede trabajar con el vacío. Hoy pasa lo mismo para subsistir, a veces hay que entregarse. El mismo Favio, por quien tengo un gran aprecio, se puso a cantar. Yo no lo condeno. Si yo hubiera sabido cantar, lo hubiera hecho. No sé cantar, eso es lo que pasa. No se puede ser un santo: se tienen hijos, mujer. Yo pasé hambre mientras no tuve compromisos; cuando los tuve, debí cumplir con una cantidad de cosas y luché, seguí luchando hasta último momento y tengo el orgullo de decir que nunca me entregué del todo.