PRÓLOGO:

EL GRANJERO INGLÉS, PERPLEJO

Por el camino de Scariff, rumbo a casa, al noreste, el granjero Carmichael cabalga a su vieja yegua taheña entre las ruinas de Irlanda. Las cabañas, sin tejado, han sido abandonadas. Encuentra en una encrucijada a una familia desalojada y da un penique a la mujer, que le bendice, mientras sus hijos le miran fijamente y su marido, un hombretón, se acuclilla en la orilla herbosa, con la cabeza hundida entre las rodillas.

Cruje la silla, faltan aún cuatro millas hasta la granja y Carmichael avanza por un camino recto y bien hecho, con la presión del tiempo cambiante zumbando en los oídos y la vieja yegua entre las piernas, sólida y viva.

Owen Carmichael es un hombre delgado pero bien proporcionado. Todos sus miembros encajan admirablemente. Lleva un sombrero de paja atado con una cinta debajo de la barbilla, una chaqueta negra, de un violeta desgastado, y botas que en otro tiempo pertenecieron a su padre. Su ropa de ciudad está en un pulcro atadillo detrás de la silla. Al mirar arriba ve las nubes que empañan el cielo, pero camino adelante el aire es templado, sopla una brisa ligera del oeste y no ha llovido desde que se puso en marcha esta mañana. Mira a menudo el cielo. Da una visión de limpieza, de posibilidad, de paz eterna.

Baja la mirada al percibir un balanceo en el paso de la yegua. Más allá ve un montículo de harapos en medio del camino.

La yegua es la primera que nota el hedor, empieza a bufar y a relinchar, y después Carmichael huele la muerte, agria y flagrante en el viento ligero.

Suelta la rienda y espolea con los tacones a la yegua, que inicia un medio galope regular y resuelto. La obliga a sortear ampliamente el montículo de trapos que aletean. Hay un antebrazo blanco, rígido y vertical, y un puño y en él un cuervo posado audazmente. Más pájaros brincan, furtivos, en la cuneta herbosa... Si tuviera un látigo los espantaría con un restallido...

El hedor se evapora con el viento en contra. Carmichael detiene a la yegua y descabalga. Agarrando las riendas con una mano, se agacha para coger una piedra. Apunta y se la lanza al cuervo, pero el proyectil falla el blanco y resuena contra el pavimento de grava. El pájaro vacila y después alza el vuelo, con un graznido perezoso, y traza círculos sobre el cadáver y Carmichael.

Deprimido, inquieto, Carmichael vuelve a montar y prosigue su camino a casa.

Ha estado en Ennis para ver al agente que lleva los asuntos del terrateniente, el sexto conde. Al recordar la entrevista se pone tenso. Odia todo esto: las puntillosas transacciones de las cuestiones jurídicas, los ritos del arrendamiento, el pago del alquiler, el olor muerto de la tinta.

Él es un hombre de campo, un hombre hecho para el olor de un cultivo y el cielo prometedor. Tiene las manos para la yegua taheña, un animal voluntarioso. Pagó demasiado por ella, veinticinco libras, pero fue hace mucho tiempo, y ya se ha perdonado la deuda.

Se alegra de haber abandonado Ennis, esas calles espantosas, sembradas de mendigos. Hombres feroces y mujeres apáticas guarecidas debajo de cada saliente de establo, aferrando a niños con aspecto crudo, recién pelados.

La muerte súbita del quinto conde, en Italia, de cólera, ha revelado engorros y desidia, fruto de una vida disoluta. Ahora los asuntos del heredero aún niño se están reorganizando con arreglo a principios sumamente eficientes.

—Carne, no trigo. Buey y cordero son lo que dan beneficios —le había explicado el agente—. Esa parcela montañosa suya... es estupenda para las ovejas.

Se estaban importando rebaños de ovejas y vacas escocesas.

—Tengo allí dieciséis familias de aparceros —protestó Carmichael.

—Demasiados. No hay trabajo para todos.

—No —admitió Carmichael.

—Deshágase de ellos —dijo el agente, enérgicamente—. Échelos. Esa parcela tiene que ser de pasto. Tendrá que darle ese uso si quiere pagar el arriendo. Tenga el acuerdo que tenga con los aparceros, no les da derecho ni propiedad. Sólo necesita a los peones una o dos semanas al año. Contrate a jornaleros y que no se instalen. Tendrá que echarlos.

Carmichael se ha pasado la vida observando y persuadiendo a gente montaraz y la conoce. Los campesinos son pacíficos, de hecho son indolentes, siempre que tengan su parcela, su cabaña confortable, su fuego de turba. Procrean como conejos y se contentan con muy poca cosa, pero si les tocas su tierra, si intentas echarlos, se desesperan y se vuelven feroces.

—Si los echo se morirán de hambre.

—¡Y si hay añublo se morirán también, señor! ¡La única diferencia será que usted se morirá con ellos, porque estará pagando el impuesto de los pobres a cada cristiano! No, no, líbrese de ese estorbo. Hay militares en este país, gracias a Dios. Si los whiteboys1 causan problemas les mandaremos un pelotón de soldados. Tiene que cebar ovejas, no personas. El cordero vale un buen dinero. Hay demanda de cordero, escasez de cordero. De irlandeses hay excedentes.

Un reloj de latón sonaba en la repisa de la chimenea. No habían barrido de la rejilla las cenizas de la noche anterior. El agente se había disculpado previamente ante Carmichael por tomar su almuerzo de pan y queso. Migas de pan de trigo encima de su escritorio. Un cubo de queso amarillo ceroso.

Los soldados no servían. No eran protección para una granja solitaria.

—Quienquiera que les eche, a gente como ellos, gente del monte o de cabaña, se expone a que le maten —se oyó decir Carmichael.

¿Tenía miedo? El miedo también había sido su acicate, una espuela. Siempre se había lanzado apasionadamente contra lo que más temía.

—Vaya —dijo el agente, arrastrando las palabras—. Suponía que estaría ansioso de incorporar el monte a su...

—Es una ciénaga —dijo Carmichael, bruscamente—. Sólo vale para los montunos y sus patatas.

No era miedo, no. No tenía miedo de los whiteboys ni de las atrocidades. Lo que sentía era una sensación de impotencia. Eran demasiados. Él siempre había sido demasiado generoso, les había hecho, al igual que su padre anteriormente, demasiadas concesiones sobre hectáreas de trigo. Ahora había docenas de salvajes viviendo allí arriba, hacia Cappaghabaun, asentados en las partes montañosas de la granja que habían invadido. Habían arraigado como cardos en aquella tierra.

—Ovejas —dijo el agente—. Vacas escocesas y ovejas.

—No puedo echarles.

A Carmichael le repugnó la debilidad que percibió en su propia voz. Le recordaron las súplicas diversas y mendicantes de sus aparceros.

—¿Hay una plaga de añublo en su comarca? —preguntó el agente—. He oído que sí. ¿Mi información es correcta?

—En los montes todavía no han recogido la cosecha. Así que es aún pronto para saberlo.

—Pero sí hay una plaga por la zona de Scariff, ¿no? En las tierras ribereñas, ¿no? ¿Hojas negras?

—Sí.

Las había visto aquella mañana.

—Entonces llegará a los montes —declaró el agente, complacido—. No hay manera de evitarlo. Sin patatas, si se demoran se morirán de hambre. Le digo que de un modo u otro se librará de ellos. La sobrepoblación, señor, es la fatalidad de este país.

Y es cierto.

Otra milla más cerca de su casa y Carmichael se encuentra cabalgando junto a un campo de nabos. No hay hombres a la vista, pero sí unas mujeres con capas y niños desnudos desperdigadas por el campo como una bandada de aves marinas desviadas de su derrotero por el viento.

Owen Carmichael trata de fijar la mirada en la calzada recta y bien trazada. Aprieta las rodillas y se las clava a la yegua para que aligere el paso. Sin duda llegará a su casa a tiempo para la cena. Después inspeccionará los trigales tempranos para determinar si la cosecha está madura.

Unas mujeres, cerca del camino, dejan de escarbar y se incorporan para mirarle.

No tiene monedas y no puede gastar el impuesto de los pobres en indigentes que se reproducen como conejos e invaden su granja. No, es imposible.

Echarles, echarles.

La voz del agente, llana como papel: «Cualquier inversión, señor Carmichael, tiene que tener un porcentaje de beneficio.»

Una mujer le llama en una lengua que Owen Carmichael ha oído toda su vida pero que no comprende. En vez de ignorarla, comete el error de volver la cabeza y al instante hay una docena o más de pobres acercándose por el camino, una marea de mujeres con barro gris en las piernas y en los brazos niños desnudos que chillan de hambre.

Aquella noche, al inspeccionar su campo de trigo madurando, corta un tallo, lo estruja para que los granos caigan en su palma y prueba uno con la lengua. Lo parte entre los dientes.

Después abre la mano.

Los pálidos granos son ligeros y están secos, totalmente maduros, y casi no pesan.

En un segundo, una ráfaga de viento se los ha llevado.

La ley de los sueños
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