DRAGONES

Tuvo una serie de sueños de animales. Lobos con peces en el lomo. Tejones parlanchines. La yegua rojiza de Carmichael riéndose de él a través de un agujero en el establo.

Nadó hasta la conciencia como un pez en un agujero frío, y emergió lentamente a la luz. Tardó unos minutos en comprender que en el exterior era de día.

Los Carmichael..., los despojadores, ahora lo tenían todo.

La campana no había sonado.

Otros se removían. Se levantó rápidamente y salió al exterior, donde estaba nevando: el patio de piedra estaba cubierto de pura sustancia blanca. Aún no había huellas. El fuego estaba apagado. Corrió hacia las puertas, pero estaban cerradas con cerrojo. La garita del portero estaba desierta.

Los hospicianos que salían de los dormitorios vagaban por el patio, nerviosos y larguiruchos como ganado cuando cambia el tiempo.

No había nadie en el aula de Mam Shingle. Ni sacos de trigo en el almacén. Habían sido abandonados por Mam y todos los demás guardianes, que habían huido cerrando la verja tras ellos y llevándose las llaves.

Murty, con un aire más desquiciado que nunca, iba y venía junto a la verja. Quedaba en el chico un ánimo lo bastante fuerte para mantenerle en pie. Aunque sólo fuese el miedo al cuarto oscuro.

Un zorro en una trampa se arrancaría la pata para huir.

Una indigente hizo repicar la campanilla del celador un rato largo, como si el propio sonido pudiese convocar a las raciones. En la luz de peltre, Fergus trepó al montículo de piedra y miró los tejados nevados de la ciudad al otro lado del muro.

Se veían claramente los conejos con aquella nieve. Se veían bien las huellas.

Podía arrancar madera de la rampa del cuarto oscuro, encontrar clavos y herramientas y construir una escalera para saltar la tapia.

Al oír un chirrido miró hacia arriba y vio que se abría la ventana del gablete del cuarto oscuro. Estaban empujando a un cuerpo por la ventana, con los pies por delante, hacia la rampa de madera. Era el hombrecillo escarabajo, el celador Conachree.

El que estaba dentro del edificio soltó los tobillos y el cuerpo del celador se deslizó por la rampa y cayó inaudible en el foso de abajo.

Una pala de cal en polvo, arrojada desde la ventana, enturbió el aire antes de asentarse sobre el foso. Cerraron la ventana.

Atrajeron su atención unos gritos excitados en la verja. Corrió hacia allí y a través de los barrotes vio una compañía de dragones montados sobre caballos negros que repiqueteaban y humeaban en el camino.

Los hospicianos gritaron a través de los barrotes a los soldados, pidiéndoles comida. Los dragones escoltaban un carro de molinero cargado de gruesos sacos de esparto llenos de trigo. Un oficial inglés bramaba órdenes. Fergus vio a dos soldados a caballo desenrollar sogas y arrojar dos cuerdas por encima de la verja, enganchando los barrotes. Espolearon a sus monturas negras. Las cuerdas se tensaron, la verja empezó a ceder y oyó el hierro que giraba, chirriando sobre sus goznes.

—Malo, muy malo —gruñó Murty Larry—. Esos soldados quieren aplastarnos a todos.

La verja se desprendió de sus goznes con un fuerte ruido y cayó con estrépito al suelo. Fergus miró alrededor y vio que unas mujeres ya estaban atizando un fuego. El carro de molinero, conducido por un chico asustado, pasó por encima de la verja derribada y entró en el patio seguido por los dragones en sus caballos macizos, crujientes de arreos y cuero.

Murty Larry hizo una reverencia y trazó con el brazo un giro hacia la entrada expedita y la calle nevada de fuera, en un gesto de invitación magnánima.

Fergus volvió la mirada hacia el fuego, donde un soldado perforaba sacos con su sable y las hospicianas ya estaban llenando la olla de maíz. Los demás pobres aguardaban en corro, ansiosos como ganado que espera a que le ordeñen.

Al mirar por el boquete en los muros, vio a Murty Larry corriendo por la calle blanca, ya una figura tenue en la neblina, dejando huellas de pisadas en la nieve.

El olor del maíz crudo —dulzón, polvoriento— resultaba tentador.

Podrías quedarte, tomar una ración.

El camino, el camino.

Soldados rojos, hospicianos hambrientos.

Las raciones podían mantenerte vivo, pero era lo único que te darían, y querías más.

Phoebe, Ohio, el monte, un lugar para soñar.

Pasó por encima del enrejado de hierro y abandonó el asilo.

La ley de los sueños
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