CRUZANDO LAS MONTAÑAS

Ormsby le dio a Molly una túnica de bisonte para que se arropara y jugaron a las cartas sentados en la cubierta, a sotavento, bajo un sol radiante y frío. Ella jugó al faraón, pero el viejo se cansó enseguida de este juego y le enseñó a jugar al trente-et-un con apuestas de un penique. El juego estaba igualado, las monedas iban y venían.

Ormsby pagó al cocinero negro para que les sirviera té caliente de la cocina y platos de galletas tostadas, profusamente untadas de miel y mantequilla irlandesa que formaban parte de las provisiones del anciano.

Sentado sobre otra piel de bisonte, Fergus se ejercitaba con las letras utilizando el Dublin Universal, y se interrumpía muchas veces para observar a los marineros en las jarcias, fascinado por la pauta cambiante del despliegue o la recogida de lonas; la velocidad y la audacia de hombres encaramados tan arriba.

Ormsby, taciturno, bebía té, fumaba puros y tiraba cartas con semblante adusto. Pero estaba atento al tiempo, y alzaba la vista cada vez que se producía un cambio en la fuerza o la dirección del viento. Fergus comprendió que sentía el barco, le inquietaba su derrota, lo mismo que a él. Le encantaba sentir que atrapaban cada jirón de viento.

Las pieles de bisonte eran sólo una parte del equipaje de Ormsby.

—Tengo ahí abajo toda mi plata y porcelana, preparada en fardos de canoa. Cuarenta y dos hojas de cristal hundidas en toneles de melaza; seré el primero que tenga ventanas de cristal en el país de Athabaska. Sólo espero llegar a Montreal a tiempo de alcanzar a la brigada.

—¿Son los amigos que tiene en América? —preguntó Molly.

—Mis amigos han muerto, señorita.

Después de haber jugado y perdido la mano, el viejo daba caladas al puro mientras Molly barajaba.

El sol calentaba bastante. Las túnicas de bisonte olían a polvo viejo. De vez en cuando una lámina de hielo se desprendía de los aparejos y se hacía pedazos en la cubierta.

—¿No tiene familia? —preguntó Molly a Ormsby.

—No me queda nadie vivo.

Fergus miró a lo alto y vio a las aves marinas volando en círculos. Llevaban varios días salpicando las cubiertas de pegotes blancos de excrementos.

—¿Quieres que te cuente cómo conocí a mi mujer? —preguntó Ormsby.

—Como quiera.

Molly estaba dando otra mano.

—Yo dirigía una brigada desde la bahía, atravesando las Montañas Rocosas. Llevaba veinte fardos de pieles de nutria a los rusos de California. En aquellos tiempos, los rusos concedían a la compañía algunos derechos sobre su territorio, y se los pagábamos en nutrias.

«Era en octubre, una época tardía para atravesar las montañas. En Jasper House aparejamos una recua de caballos y empezamos la subida hacia el Howse Pass. Pero llegó el invierno. Las monturas no servían de nada en la nieve y estábamos demasiado lejos para volver atrás. Tuvimos que soltar a los caballos y cargarlo todo en unos trineos. En la cima del paso, el aire estaba gris de tanta nieve. Caía tal nevada que casi no podías abrir los ojos».

«Rara vez encuentras indios en las montañas, pero topamos con un grupo de piegans. Algunos a pie, otros montados en ponis. No sé cómo los habían subido hasta allí. No comerciábamos con aquella tribu. Apenas comercia ninguna de las que ocupan los pastos. Las pieles no valen mucho, y es un pueblo valiente, osado y nervioso, al que no se le insulta impunemente».

«Al principio pensé que era un grupo de guerreros: después vi que iban acompañados de mujeres».

«Habían estado comerciando tabaco con indios flathead en la vertiente occidental de las montañas».

«Todos nos guarecimos en una concavidad y preparamos té. No es que fuera un buen sitio para detenerse, pero algunos indios, y en especial los de las praderas, se enfadan fácilmente si no haces lo correcto».

«Ella llevaba su túnica de invierno cuando la vi por primera vez. Era pequeña, era hermosa, y allí mismo se la pedí a su padre, el viejo Cola Amarilla, un famoso ladrón de caballos. “Bueno, tomaré a su hija por esposa”, le dije. “Te pagaré una escopeta estupenda, un barril de pólvora, tres libras inglesas, una caja de té y la trataré bien y honraré a tu familia.” Fumamos una pipa para cerrar el trato y ella pasó a ser mía».

—¿Qué pasó después?

—¿Qué pasó? Lo que pasó fue mi vida. Apenas recuerdo nada de todo lo anterior. No puedo olvidar lo que vino después. La llevé conmigo al cruzar el paso, llegamos al campamento de canoas y bajamos el Columbia sin perder un solo hombre. Me acuerdo de que aquel año pasamos el invierno en Oregón. En primavera llegó a Fort Vancouver un barco de la compañía y me ordenaron que fuese a las islas Sandwich, porque querían abrir allí un puesto. Ella vino conmigo. Dio a luz a nuestro hijo en la isla de Maui, pero no sobrevivió. Tres bebés más, todos enfermizos..., ninguno vivió. Estuvimos en Maui dos años; después volvimos a Oregón; de nuevo cruzamos las montañas en otoño y llegamos a la región de Athabaska. Me hicieron gerente de Fort Edmonton. A Daniel lo compramos: los bloods le llamaban Muchos Caballos Grises, y su nombre crow era Cielo Constante, aunque no debo hablar de él, ahora ya ha muerto y no suelo hablar: se convirtió en nuestro hijo, nuestro amor, nuestro pequeño. Pasaron seis inviernos y murió en una cacería de bisontes. En los llanos de Pembina; les atacaron los sioux. Después mi mujer tuvo cáncer de mama y cuando murió yo me volví a casa. A mi tierra, Irlanda —dijo Ormsby, con el ceño fruncido.

—Hemos tenido vidas diferentes —dijo Molly—. Yo prefiero la suya.

Ormsby se frotó la cara enérgicamente con las dos manos y miró a Molly.

—Tú todavía no has vivido la tuya. Aún no te ha llegado.

La ley de los sueños
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