ALEMANES
Fuera de la tienda Molly contó cinco chelines en la mano de Walter. Casi dos días de sueldo en las vías.
—Ahora llévanos a una pensión, Walter, me refiero a un buen sitio. No a uno de tus cuchitriles de gusanos. Un lugar limpio, educado y que no esté muy cuesta arriba, y te pagaremos una estupenda propina.
—La de Maguire —dijo el mozo—. Maguire tiene alemanes; todos tienen dinero. La pensión es limpia.
—¿Está lejos?
—No mucho. Justo arriba de Princes. Yo os llevo.
Tuvieron que correr para adaptarse al paso de Walter, que parecía incapaz de andar más despacio. Jadeando, sin resuello en una callejuela no lejos de los muelles, Fergus y Molly contemplaron las incontables ventanas de la pensión de Maguire. Niebla del río y el olor a brea de barcos flotaban en el aire.
—No traigo género a menudo aquí —dijo Walter—. Maguire no paga comisión.
—Parece un sitio decente —dijo Molly.
—¿Decente? Ya lo creo que sí. En mi opinión, la mejor fonda de emigrantes en Liverpool.
Molly le lanzó una moneda y él les estrechó la mano y después asió los mangos de su carretilla, se fue a paso ligero y desapareció rápidamente en la penumbra.
Fergus y Molly se miraron y después miraron el edificio.
—Es un bloque monstruoso, la verdad —dijo Molly.
—¿Nos admitirán?
—Oh, Dios, sí. Sólo tenemos que llamar a la puñetera puerta. Vamos.
El tamaño y la dureza del inmueble intimidaban. Fergus titubeó.
—Es cuestión de dinero. Vamos. Lo único que quieren es nuestro dinero, Fergus.
Respiró hondo, subió los escalones y llamó a la puerta con el puño hasta que oyeron descorrer un cerrojo. La puerta se abrió. Un portero de edad les miró ceñudo.
—Buscamos posada...
—Podemos pagar —añadió Molly.
Les admitió a regañadientes. «Esperad aquí.» El portero tiró de una campana y les miró atentamente. La casa olía a té y a colada. Se abrió una puerta al fondo del vestíbulo y otro anciano se acercó, arrastrando por el suelo unas zapatillas de piel de vaca.
—¿Sí? ¿Qué queréis?
—Esto es una pensión, ¿no? —dijo Molly.
—William Maguire, para serviros.
—Queremos alojamiento.
Él les examinó.
—Me temo que somos un poco caros.
Molly sacudió el sombrero que tenía aplastado entre las manos y se oyó el tintineo de todas las monedas.
—Un chelín la noche —dijo el hombre—. Gachas de desayuno.
—¿No puede prepararnos algo de cenar?
Él movió la cabeza.
—Mi pinche de cocina está durmiendo. Aquí madrugamos, para atender a los alemanes.
—Escuche, señor, hemos hecho un largo viaje.
—¿Desde dónde?
—Venimos de la línea Chester y Holyhead.
—¿De dónde en Irlanda?
—De muchas partes. Derrick.
—Yo soy de Fermanagh. Bueno, señorita, quizá podamos preparar algo frío. Seguidme, pero en silencio.
Le siguieron por la casa, donde había gente durmiendo en el pasillo, en bancos tapizados, y envueltos en mantas sobre el suelo.
—Este grupo acaba de llegar de Hull, y antes de Bremen. Siempre hay alguno que no quiere dormir en un catre por miedo a unos pocos chinches. ¿Sabéis lo que es un alemán?
—No —reconoció Fergus.
Algunos de los durmientes se habían atado a su equipaje con una cuerda.
—Todos estos van a Nueva York en el Humphrey. Embarcan en Hamburgo o Bremen hasta Hull, y de allí vienen en tren a Liverpool. Por aquí han pasado miles de alemanes que iban a Nueva York y St. Louis. Utilizan como agentes a compatriotas y así evitan a los ladrones de Goree. Viajan en los paquebotes Black Ball.
Maguire les condujo a una cocina espaciosa y fría. Cuando encendió una lámpara vieron platos y tazones amontonados en armarios esmaltados y cuchillos de acero ordenados en una rejilla, junto a un tajo de cortar. Una bolsa de cebollas colgaba de una viga. La cocina olía a piedra limpia. Maguire abrió un armario y sacó un plato de cebollas cocidas y una paletilla de cordero cubierta con arpillera.
—¿Cuánto cuesta ahora un pasaje en el Humphrey? —dijo Molly, como de pasada.
—Siete u ocho libras. Los paquebotes a Nueva York son caros este año.
Maguire cogió dos platos del estante y sacó otro con mantequilla y una barra de pan.
—¿Y a Quebec?
Maguire eligió un cuchillo y lo afiló con energía sobre un afilador de acero.
—Los barcos madereros están empezando a cruzar, siempre que el hielo se haya derretido para cuando lleguen. Van llenos de emigrantes. Pero he oído decir que la travesía a Quebec y St. John puede ser brutal.
Cortó dos rebanadas de cordero, depositó una en cada plato y añadió una cucharada de cebollas cocidas.
—Aquí tenéis. Vamos, comed.
La carne era difícil de masticar, pero tenía un sabor fresco y delicioso. Fergus montó sobre el pan untado de mantequilla los aros salados y escurridizos de cebolla mientras el casero les observaba con los brazos cruzados.
—¿Queréis una jarra de cerveza? Está fresca.
Los dos asintieron.
Tener dinero lo cambia todo.
Dinero, el duro poder del mundo.
Dejaron la bolsa en un trastero atestado de equipajes de piel alemanes, cajas, sacos y fardos de utensilios.
—Los alemanes son buenos granjeros y hombres prósperos. Tengo aquí emigrantes con máquinas para fabricar lentes de cristal; con violines y trompas de latón y toda clase de cajas de música; con montones de cajas de libros; y había uno que tenía una máquina para arrancar dientes a caballos. No son como los irlandeses, todo chisporroteo y suerte, por lo general mala.
Maguire les dio dos mantas limpias. Molly se apoyó pesadamente en el brazo de Fergus mientras seguían al casero al piso de arriba.
—Estoy molida, chico, no puedo con mi alma.
—Te encontraremos una cama —le aseguró Maguire—. Sólo, un poquito más, señorita.
—Me duelen hasta los huesos. No puedo andar mucho más.
Le siguieron por un pasillo donde había más alemanes durmiendo atados a su equipaje. Una mujer que amamantaba a un bebé les dirigió una mirada torva. Maguire empezó a abrir una puerta tras otra, iluminando cada dormitorio brevemente con la lámpara antes de pasar al siguiente. La gente dormida en el pasillo llevaba capas hermosas, chaquetas de piel, delantales y gorros de dormir bordados, medias y mitones de lana. Buenas botas desperdigadas por doquier.
—Este grupo va a Illinois, ya han comprado allí granjas. —Maguire abrió otra puerta—. Hemos llegado: allí, el estante de arriba —susurró, levantando la lámpara—. Vamos, subid.
Unos hombres roncaban. Había cuerpos tendidos en dos de las tres literas encajadas en cada pared. La de más arriba, en la pared del fondo, estaba desocupada. Maguire levantó la lámpara para alumbrarles mientras cruzaban el cuarto, atiborrado de maletas y botas. Molly tropezó y se habría caído si Fergus no la hubiera agarrado del brazo y ayudado a incorporarse.
—Estoy derrengada, al cabo de mis fuerzas.
Él la ayudó a encaramarse a un baúl alemán desde donde subir a la litera. Él subió tras ella.
—¿Ya en tierra firme? Buenas noches.
Maguire cerró la puerta sin hacer ruido y la habitación se quedó a oscuras. Forcejearon para quitarse la chaqueta, se golpearon la cabeza contra el techo y chocaron uno contra otro mientras trataban de extender una manta sobre el jergón de paja. Molly hizo un lío con la chaqueta de Fergus para utilizarla como almohada mientras él se desataba las botas, y durmientes desconocidos suspiraron y gimieron en la oscuridad densa y dulzona. Por fin logró descalzarse. Dejó caer las botas al suelo y se tendió sobre el jergón, acurrucándose al lado de Molly.
—¿Molly?
—Duerme, Fergus, duerme —dijo ella, con voz pastosa. Ya estaba medio dormida.
Él se sentía alerta y excitado, al oler su piel y sentir su calor.
El deseo disipa el miedo, anula la vacilación, desdeña el peligro. Desearías yacer abierto como un campo.
Pero la gente no puede sincerarse, no de repente.
En la sala donde desayunaron resonaba la lengua tormentosa de los alemanes. Unas chicas traían de la cocina ollas de gachas y alemanes ancianos en la cabecera de cada mesa las servían mientras Maguire y el portero recorrían la sala sirviendo el té. Fergus notó que el cuerpo se le relajaba en medio del ruido germánico. Se sentía a salvo en aquel alboroto. Le gustaba el olor a sal de las ropas de piel.
Terminado el desayuno, una bolsa de tabaco circuló por la mesa y todos los hombres se sirvieron para llenar los cuencos de marfil tallado de sus pipas. Le ofrecieron la bolsa y llenó la suya de arcilla, y después pasó el tabaco a Molly. Las encendieron con una vela que pasó de mano en mano.
El humo alemán era dulzón y suave.
—Mejor género que el que vendías, Molly.
—Aquella picadura del ferrocarril era cojonuda. Cómo crepitaba. Mi tabaco se podía fumar debajo del agua..., ¡no me pongas esa cara ceñuda, vieja liebre!
Le sacó la lengua a una mujer sentada al otro lado de la mesa.
Ninguna alemana fumaba.
Con los ojos entornados y los codos encima de la mesa, Molly se inclinó hacia delante, chupando satisfecha.
—¿Sabes lo que me gustaría, Fergus?
—No.
—Tener mi baraja de cartas. Granjeros alemanes, chico... Aquí al faraón ganaría unos chelines.
—Toma un poco de té, señorita.
Maguire estaba de pie detrás de ellos, con una gran jarra de estaño.
—¡Té, té! —exclamó Molly—. Oh, señor, es usted un regalo del cielo. ¿Dónde podemos comprar el pasaje a Quebec?
Él les llenó los tazones.
—Id a la plaza Goree, donde antes se compraban y vendían los Black. Todos los agentes que venden pasajes a Quebec tienen hogazas de pan fuera, eso indica que los barcos cumplen las normas de navegación inglesas, lo cual no es gran cosa...: una libra de comida al día por pasajero, el rancho de a bordo o harina de maíz con chinches. Los paquebotes más rápidos y los yanquis dan mejor de comer, por supuesto. Probad en Crawford, en la Goree. No os timarán más que los demás.