MONTREAL
Desde la cubierta del camarote vio un conjunto de tejados de hierro y de campanarios girando blancos en el sol vespertino, y la joroba de una montaña detrás de los grises edificios de piedra del centro de Montreal.
El capitán había dicho a Ormsby que no estaba permitido desembarcar a emigrantes en los muelles de la ciudad; tendrían, por tanto, que bajar a tierra en Windmill Point, donde se habían construido cobertizos para los casos de fiebre.
—Está claro que Montreal no quiere irlandeses —comentó Ormsby.
La corriente en Windmill Point era difícil y el William Molson, al entrar echando humo y con las paletas destellando, chocó contra el muelle con tanta fuerza que los pasajeros perdieron el equilibrio y se fueron al suelo. Los marineros ya estaban lanzando cabos a tierra para amarrar el barco, y antes de que bajaran la pasarela vio que algunos pasajeros tiraban su equipaje al muelle, y que los emisarios de las fondas se apoderaban de él y lo instalaban en sus carretillas.
Todo el mundo gritaba.
Miedo, prisa, hurtos.
Habían llegado.
Ormsby pagó a los marineros para que le bajaran al muelle sus cajas y baúles y después alquiló un carro y le dijo al cochero que entregara su equipaje en el Hotel Donegani de Notre Dame Street. Los enfermos de fiebre del William Molson eran trasladados a lazaretos, largos cobertizos de madera idénticos a los de la isla de la cuarentena. Los oficiales ingleses habían alquilado un carruaje y ofrecían transporte a la ciudad.
—No, iremos andando, caballeros, gracias por su amabilidad —les dijo él—. Quiero estirar las piernas en tierra firme.
Las chozas para la fiebre estaban recién construidas y se alzaban en medio de barro y serrín. Más allá, en un prado de ovejas, largos caballones nuevos de tierra parda aparecían sembrados de cruces encaladas, y unos sepultureros trabajaban en una trinchera tan profunda que sólo se les veía el sombrero y los terrones que desalojaban sus palas.
Un caballo con anteojeras estaba plácidamente uncido a un carro cargado con seis ataúdes amarillos.
—Han venido muy lejos a morirse —comentó Ormsby.
Te imaginas el calor de Molly dentro de uno de los féretros, con la tapa claveteada.
En los campos abiertos que se extendían entre Windmill Point y la ciudad, unos emigrantes se alojaban en centenares de chozas construidas con leños, hojalata y velas de barco. El tráfico de carros, carretas, carromatos y carretillas empezó a espesarse a medida que se acercaban a Montreal. En cada chaflán había emigrantes encaramados encima de pilas de equipaje, hombres fumando en pipa, mujeres que amamantaban a bebés rojos. Todos tenían la misma expresión desconcertada.
—Yo siempre preví que moriría en un río —dijo Ormsby, con una voz que sonó tenue o quizá fue sólo el ruido alrededor, los cocheros restallando látigos, los chirrido de carretas. Fergus le miró. Algo se había encendido dentro del anciano, una ardiente energía amarilla. Agarró del brazo a Fergus.
—El río North, el French, el río Rainy —jadeó—, el Winnipeg, el Churchill, el North Saskatchewan, el propio Columbia. Corríamos todos los albures, arrostrábamos todas las cascadas con tal de ahorrarnos el transporte.
—En un río se está limpio —dijo Fergus.
—Sí. Se está limpio.
Fergus le miró con atención. La cara se le había sonrosado.
—¿No se encuentra bien?
—Tengo un poco de calor. —El viejo empezó a reírse, la risa se transformó en un farfullido y al final Fergus tuvo que sostenerle mientras la tos le estremecía el cuerpo.
—Te diré lo que es —farfulló Ormsby—. Me duelen... las rodillas. Un dolor tremendo.
Era la fiebre.
Por supuesto que lo era.
—¿Vamos muy lejos? ¿Alquilo un carro?
—No, no. Tengo que ir andando... todo el camino. Unos retortijones terribles, nada más. Todas esas semanas a bordo..., no es algo natural. Vamos, Fergus, vamos, no voy a pararme aquí.
El viento dispersaba el olor del heno por la calle embarrada. Caballos y estiércol. Edificios de piedra con postigos de hierro. Zumbido de moscas.
El viejo se había parado otra vez, ahora en un pequeño puente encorvado sobre un canal; el canal estaba flanqueado de fábricas cuyas chimeneas expulsaban humo. En los almacenes de las fábricas vio pilas ordenadas de leña y montículos de ceniza grandes como casas. Había docenas de obreros alrededor de un vapor en construcción.
—La actividad es dinero —resolló Ormsby—. Todo eso es comercio río arriba. —Sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente—. A veces el mundo se parece a un animal, Fergus. A un toro. A una oveja perdida. A un lobo gris. He visto el mundo en Red River como si fuera un zorro en otoño.
Cháchara causada por la fiebre.
Miró una balsa de madera impulsada a remo por el canal.
Pensaba en el olor, el tacto, el ruido de Molly.
Se recordaba tumbado de espaldas encima de helechos como en la gloria, oyendo al ganado, reconociendo cada sonido. Las sombras de nubes atravesaban veloces el monte.
Pero el pasado no es nada.
El mundo te abre en dos. No te cierras.
—Muchísimos irlandeses trabajan en la madera. —La voz de Ormsby tenía una urgencia baja y tirante—. Los canadienses les combaten... El trabajo es en invierno... Ahora llega una avalancha de los bosques. Se beben el sueldo... Tendremos a unos cuantos en la brigada.
Hablando para darse valor. Para oírse vivir.
—Toma, te hará falta.
Sacó el monedero, cogió un soberano de oro y se lo dio a Fergus.
—¿Qué quiere de mí, señor?
—Necesitarás dinero para la ciudad. Mañana te compraremos ropa decente.
—¿Qué le importa lo que sea de mí?
—Tienes que aprender a aceptar un regalo. Tanto la buena como la mala suerte existen, ¿sabes?
Fergus tomó la moneda.
—Soy un perro sin dueño, señor. Soy un bandolero, que usted sepa.
—Me recuerdas a mi chico, Daniel. Muchos Caballos Grises, en la lengua de los pies negros. El Cielo Constante de los crow. No de aspecto. De carácter, quizá.
—... podría coger una pistola y pegarle un tiro mientras duerme.
—Podrías. Eso es un soberano inglés, atento —susurró el viejo—, que vale por lo menos seis dólares yanquis. Guárdalos, no los exhibas; que no te engañen los charlatanes. Si te ofrecen louis franceses que te den quince como mínimo. En cuanto a los dólares españoles yo ni los tocaría.
Mirando por entre el enrejado de hierro, Fergus vio la balsa que pasaba por debajo del puente.
—Me gusta el dinero.
—Es muy útil —convino Ormsby—. Dame el brazo otra vez, Fergus, ya no soy el que era.
Siguieron andando. El viejo era fibroso, férreo, recio. La fiebre no le había sofocado todavía.
Pasó una chica pelirroja con un pato dentro de un cesto. Oyó la voz de Molly
Quise ser una rueda
y a continuación su figura completa —durmiendo, desordenada, sexual— retumbó quejosa en su pensamiento.
El sol del atardecer se retiró del río. En los tejados de hierro parpadeaba la luz. En Notre Dame Street, una chiquilla descalza, con un chal y una falda embarrada, le agarró del brazo.
—Vamos, a ghrá, una mamada por sólo un chelín.
Él la apartó y siguió caminando, con Ormsby apoyado en su brazo, sin decir nada. Vio a un chalán conduciendo a una recua de ponis negros y a un par de chicas guapas descargando sacos de nabos de la trasera de un carro. Humo de café se filtraba en alguna parte.
El mundo es duro y real, el mundo no es un ámbito privado.
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—De lo malo no sale nada bueno, señor Ormsby —dijo Donegani, el posadero, un hombre grueso con una chaqueta negra, que calzaba zapatillas de piel de vaca. Sus ojillos escudriñaron a Fergus—. No me gusta la pinta de este chico, para serle franco, señor Ormsby. La ciudad está plagada de irlandeses que remontan el río. Manadas de lobos. No es la clientela que acostumbro tener en mi casa.
Un débil fuego de leña chisporroteaba en la chimenea; Donegani estaba haciendo las cuentas cuando ellos llegaron, y tenía un libro de contabilidad abierto encima del escritorio, un fajo de facturas al lado, un tintero y una pluma de acero.
El olor de la tinta le recordó la cabaña donde había estampado su firma antes de encaminarse a la casa de Muldoon.
Volvió a ver a Molly hirviendo la colada fuera de la choza.
—Ya te lo he dicho, hombre, venimos juntos en el mismo barco desde Liverpool. —Ormsby firmó el registro con un floreo—. Va a trabajar en nuestra brigada de primavera. ¿Estás diciendo que no admites en tu hotel a un joven caballero al servicio de la Compañía de la Bahía de Hudson?
Ormsby mantenía la compostura pero Fergus vio que tenía las mejillas coloradas.
Se podía combatir la fiebre un tiempo, pero no vencerla.
—¿Con la Hudson, dices? —El posadero sonrió—. Bueno, eso es otro cantar, por supuesto.
Quizá no viera la fiebre en Ormsby porque era un caballero.
—Ponle en uno de esos cuartitos de delante —ordenó Ormsby—. Prepárale un baño. Enciéndele un fuego, si quiere. Y a mí también. Y cenará conmigo.
Sacó del monedero un soberano y lo lanzó al aire. El posadero lo atrapó como una rana un insecto.
Un hombre tiene que acostarse y morir en algún sitio, ¿no?
Una cama de latón, con sábanas de lino y mantas limpias. La sirvienta, después de abrir la ventana y sacudir las almohadas de la cama, le preguntó si quería que encendiese la lumbre.
Una conmoción encontrarse vivo en un país distinto.
Desde la ventana, escuchando los chasquidos de los pájaros sobre el tejado de hierro, vio un trecho angosto del río.
—¡Oye! ¿Quieres que encienda el fuego o no?
—No, ya hace bastante calor.
—Hubo nieve en el suelo la semana pasada. ¿Acabas de llegar?
—Sí.
—¿De dónde?
—De Liverpool.
—¿Pero de dónde en Irlanda?
—De Dublín.
—Yo soy de Aughnish, en Fánaid. ¿Lo conoces?
—No.
—Vine hace cuatro años con mi padre y mis hermanos. Se han instalado en granjas de la ribera.
—¿Es buena tierra?
—Buena para osos. ¿Ha sido dura la travesía? Dicen que siempre lo es, tan temprano en esta estación.
—No lo sé, supongo que sí.
—¿Fiebre a bordo?
—Sí, hubo fiebre.
—¿Los echaron al mar?
—Sí.
—¿Quién es el viejo?
—Le conocí en el barco.
—Tiene dinero, se ve. ¿Vas a cruzar la frontera?
—Por el comercio de pieles. Voy a Rupert’s Land.
—¿Qué es eso? ¿Pagan salarios?
—Supongo. Si tu familia tiene una granja, ¿por qué no estás con ella?
—¿Acaso es asunto tuyo?
—No, me figuro.
—Podría contarte un montón de historias diferentes —dijo ella, ahuecando las almohadas con el puño—, y casi todas serían verdad. Te diré lo siguiente. Mi padre, el viejo sobón, no era un hombre al que ponerle cerca algo que pudiera arramblar. Algo que se figuraba que era suyo. ¿Me sigues?
—Abusaba de ti.
—Yo tenía nueve años cuando salimos de Fánaid. Nuestra madre murió en la travesía. Me quedé sola con tres hermanos corrosivos y mi padre, que es un hombre grande y guapetón, con orejas de soplillo. Se pasaron siete años dando hachazos y aserrando allí en los últimos montes, en el municipio de Rixborough, en la circunscripción de Megantic. Difícilmente se le podía llamar granja.
—¿Cómo la llamarías entonces?
—El puro infierno, diría yo. Me fui la primavera pasada, en cuanto se pudo viajar por los caminos, y no pienso volver. Voy a la región de Boston. Toma, mira.
Sacó un pedazo de papel del bolsillo del delantal y lo desdobló cuidadosamente antes de enseñárselo.
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Él leyó despacio, analizando cada palabra hasta encontrarle el sentido, se lo devolvió a la chica y vio cómo ella lo doblaba y se lo guardaba en el delantal como si fuera algo precioso.
—Dicen que se puede ir andando desde aquí. Dicen que podrías encontrarte un oso en los caminos. ¿Seguro que no quieres que encienda el fuego?
—Sí.
En cuanto ella se marchó, se tumbó en la cama blanda y limpia, con las manos unidas debajo de la cabeza, y miró el alto techo pintado de blanco, al igual que todo lo demás en la habitación.
¿Cómo hablan los hombres de las mujeres que les han traicionado? ¿A quién han dejado en la cuneta o han abandonado? Trató de imaginar aquel lenguaje.
La buena pieza. La dejó tirada.
No era respetuosa.
Oh, perdí aquel coño.
Sólo la mujer de un ferroviario, chico, apenas se las tiene en cuenta.
Las ventanas que daban al río colgaban de la pared como bloques de luz plateados.
Se quitó las botas y las depositó al suelo. No había vivido en muchas habitaciones. Allá en los montes, una cabaña no tenía habitaciones, nada privado. Nada solitario, salvo lo que tenías en la cabeza.
El desván en el Dragón de Bold Street: allí se había sentido a salvo. Por un tiempo. Alboroto de mujeres y el olor de las tostadas con mantequilla, naranjas y miel. La negra Betsy pintándose las uñas minuciosamente.
Crucé en el barco azucarero Angel Clare.
El bruñido de las ventanas se oscurecía poco a poco.
La vida aguzada al máximo. Afilada en la piedra de afilar. Consumiendo los días tajo a tajo. Horas laborables como si fueran una extensión de heno.
Se levantó, nervioso, y volvió a asomarse a la ventana para ver el tramo estrecho del río. Recordó que había visto al granjero Carmichael disparando a un pájaro en el cielo, una serreta. Con el ala destrozada, aleteó sobre la superficie de una laguna, olas de locura ondulando en la calma.
He comido una gran porción del mundo. Ya no tengo hambre.
Llamó a la puerta de la habitación de Ormsby. Como no hubo respuesta, entró y encontró al viejo tendido inerte en la gran cama negra sobre la que se había desplomado sin quitarse la chaqueta ni el sombrero de castor, que había rodado al suelo.
Olía a fiebre en la habitación.
El equipaje estaba en el trastero de abajo, excepto un baúl que habían subido arriba y dejado sin abrir al pie de la cama.
—¿Fergus? ¿Eres tú, Fergus?
El viejo se removió, lamiéndose los labios.
—Soy yo.
Los párpados se agitaron. Cualquier luz era muy dolorosa para el enfermo de fiebre.
—¿Qué harás contigo mismo? —dijo, con un hilo de voz débil.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que caminas como un fantasma, an mhic.
An mhic, amigo mío, mi compañero, mi hijo.
El viejo volvió a lamerse los labios.
—¿Tú también has tenido fiebre?
—Sí.
—¿La fiebre negra?
—Sigo vivo, ¿no? La superará.
—Tú eras joven.
Había una jarra de agua y una taza en el lavabo junto a la ventana. Llenó la taza y la llevó a la cama. Se sentó encima y levantó un poco la cabeza del viejo.
—Tenga, tome un trago.
Casi todo se le escurrió por la barbilla.
—Viejo —susurró Ormsby—, demasiado viejo, no valgo para luchar. —Agarró por la muñeca a Fergus con una fuerza sorprendente—. ¡Que no lo sepan abajo! Me echarían. No quiero que me metan en los cobertizos.
—De acuerdo.
El viejo rezongó y gimió cuando él le quitó las botas: el delirio de la fiebre empezaba a asaltarle. Fergus le desabrochó la chaqueta, encontró el monedero y la caja de puros y dos envoltorios de cuero cargados de dinero. Desenrolló uno en el tocador y examinó las filas de monedas de oro relucientes ordenadas dentro.
Cerró el envoltorio. Después de desvestir a Ormsby, empezó a limpiarle con una toalla húmeda. La piel le palpitaba de calor. Farfullando disparates, removiéndose débil.
Qué delgado estaba.
Enjugó a Ormsby y estaba intentando meterlo entre las sábanas limpias y ásperas cuando oyó que llamaban a la puerta y la voz de una chica:
—¿Tomará té, señor?
Fergus cruzó la habitación y abrió una rendija de la puerta. Una criada, otra distinta, traía una bandeja.
—¿Tomará un té su amo?
—No, no quiere nada. Está muy cansado del viaje.
—¿No quiere que retire y adecente la ropa de cama?
—No, yo me ocupo de eso, el señor está cansado. Seguramente dormirá toda la mañana si no le molestamos.
—No le molestaré. ¿Tomará usted algo?
—No.
Cerró la puerta, volvió a la cama y miró al viejo.
Encendió con la lámpara un puro de Ormsby, acercó una silla a la cama y se sentó a esperar.
Todo acaba en humo.
Al parecer, los hombres nacen para perderse.
«An mhic.»
Estaba soñando y despertó sobresaltado, pensando que era su padre, Mícheál, que le llamaba, al ponerse en camino hacia el norte con una comitiva de primos, los constructores de establos, los remendones de muros, y le pedía que se uniese a ellos.
—Daniel.
Era Ormsby que jadeaba el nombre de su hijo. Un ruido tan leve como la última gota de agua que cae de una taza, en América, en mitad de la noche. La habitación estaba muy oscura y Fergus olía la respiración del comerciante de pieles y el olor dulzón y salado de su pomada capilar.
—Daniel...
Fergus se inclinó sobre la cama. El olor era denso y fétido.
—¿De verdad eres tú, Dan?
—Sí, soy yo.
Pasó sentado el resto de la noche, observando a Ormsby, humedeciéndole la frente con paños mojados. Dándole agua cuando tomaba un poco.
Abrió el baúl al pie de la cama y miró si había más dinero, pero no había. Rebuscando entre prendas de vestir, ropa blanca, mantas y relojes y cubertería de plata, se probó lo que podría servirle y observó su reflejo en el espejo.
Un forajido. Un chico de la ciénaga.
Uno de los que cortan tendones de animales, que viene a abrir una vena.
¿De dónde vienen los pensamientos?
Del cielo, como los carrizos.
Llegan.
Ruidosos, hambrientos, perfectamente ellos mismos.
¿Y qué fue de Luke? No pienses en eso ahora.
El viejo sobrevivió aquella noche pero tenía la cara muy oscura y la lengua gruesa y rígida. Realmente no le quedaban muchas fuerzas. Estaba en los huesos.
—Eh, señor —dijo Fergus en voz baja—. Voy a cogerle el dinero.
Ormsby se retorcía y rezongaba en la cama y no le oyó, por supuesto.
Dejó de respirar en cuanto la primera luz apareció en la ventana.
—Deme la mano, entonces.
Fergus levantó de la sábana la mano del muerto y la sostuvo en el aire. Sorprendido de lo que pesaba, lo caliente que estaba. No duraría.
¿De qué te acuerdas ahora?, pensó, mirando al moribundo. ¿De todo?
Por la mañana temprano en las calles atestadas, ruidosas, estrechas, llenas de caballos que arrastraban al mercado cargamentos de heno plateado, la cosecha del último año.
Llevaba una camisa limpia de lino, un elegante conjunto de ropa que le sentaba muy bien, y su propio sombrero de castor, bien cepillado. Las botas de Ormsby rechinaban sobre la acera.
Transportaba cien soberanos de oro y otro terno envuelto en la manta enrollada que le colgaba del hombro. En el bolsillo de la chaqueta, el monedero con más soberanos y chelines, peniques, dólares yanquis y louis franceses.
El peso del dinero sólido te sostenía en el mundo; Molly lo sabía.
Más adelante, en Notre Dame Street, más allá de cafés de comerciantes, una chica mercenaria salió de las sombras azules de una callejuela.
—Vamos, pardillo, por un chelín te lo hago.
Una carita blanca, voz áspera. Pies descalzos sobre los adoquines.
—Venga, sígueme, ma chroi.
Quizá tenías que follarte a la vida para saber que estabas entre los vivos.
Necesitabas volver a trabajarte por dentro.
Le dejó que le cogiera de la mano y le llevara dentro del callejón, entre una caballeriza y una iglesia.
—Ahora veamos tu parné.
Él empezó a desabrocharse el pantalón, pero sus dedos no localizaban los botones extraños.
—¡No tu verga! —dijo la chica—. ¡Tu dinero, pardillo! Primero enseña el dinero.
Él extrajo un chelín del monedero de Ormsby.
—Eso es. Así me gusta. Ahora dámelo.
Él le dio la moneda.
—Acabas de llegar, ¿eh, pardillo? ¿De dónde?
—Del monte de Cappaghabaun, cerca de Scariff.
Ella le desabrochó rápidamente el pantalón y le sacó la polla con los dedos.
—Ya está, pardillo.
Se acurrucó y se la metió en la boca. La polla se endureció, reaccionando.
Mientras ella le trabajaba, unas campanas de la iglesia empezaron a tocar el Ángelus. Fergus oyó arrastrar de pies en los bancos y olió a los caballos de la caballeriza. Ella le lamía y le frotaba vigorosamente con el puño pero sin el menor efecto, y él sentía que la polla se le encogía y debilitaba. Apartó a la chica.
—¿Qué te pasa?
Ella, enfadada, recogió su chal y le frunció el ceño.
—Nada.
Fergus empezó a abrocharse el pantalón.
—Me quedo con tu chelín. Te he hecho una buena mamada, pardillo.
—Quédatelo.
—No es culpa mía que a tu verga no le guste.
Él movió la cabeza.
—Quédatelo.
—Por seis peniques te la chupo otra vez.
—No.
—Como quieras.
La chica lanzó el chelín al aire y lo atrapó. Él la vio volver corriendo a la calle.
Todo son desconocidos.
En el mercado del heno, granjeros canadienses al lado de sus carretas llevaban gorros de dormir con borla, las manos en los bolsillos de largas chaquetas de lana y una pipa encajada en la boca. Todo estaba en venta, los carros y los carromatos cargados de heno, de leña, de nabos, cebollas, azúcar de arce, vasijas y botellas de sirope. Ganado, patos y gallinas. Algunos cántaros de manteca, de mantequilla. Toneles de cerdo salado. Tanta comida como para inspirarte envidia del mundo. Sacos de trigo y harina de trigo y harina de maíz. Sacos de manzanas del año anterior.
Cincuenta medidas de tabaco negro humedecido. Ropas y muebles viejos. Botas ordenadas en la acera como si las calzara un regimiento de soldados. Un olor intenso a café llegaba de alguna parte.
El mundo era una sustancia compuesta, era variopinto, y muy bien podía prescindir de ti. Podía coserte dentro de un saco con un par de piedras y arrojarte al mar. No recordaba tu nombre.
Había caballos en venta en el mercado y en la caballeriza que rodeaba la plaza. Caballos de carro. Caballos de arado y de tiro. Individuales, yuntas, recuas. Unos cuantos, no muchos, caballos de carruaje. Le gustaban los pequeños y negros llamados canadienses, las jacas menudas y negras, de pecho profundo y crines enmarañadas.
La manera de comprar y vender no era distinta de la que había observado en las ferias de Scariff. Los hombres intentaban sacar el mayor provecho mutuo, y luego se escupían en la palma y se estrechaban la mano para cerrar un trato.
Había algo que él comprendía en la soledad de los caballos, en su soledad chillona.
Yeguas y potrillos. Sillas de montar, recientes y viejas, algunas destrozadas. Animales zanquilargos, con abundante bufido y chacoloteo, y caballos greñudos por el invierno. Trotones ágiles y caballos de carro molestos por el arnés, descarnados y con la piel reseca, mostrando excesivos huesos. Caballos de damas y monturas de caballeros. Ninguno tan grande como un irlandés de caza. Caballos flojos de patas por el largo encierro en terrenos mojados. Pelaje lustroso y crines magníficas, bridas relucientes. Ponis toscos, desgreñados y baratos como los que los gitanos traían de Chester.
La longitud del hueso era importante a la hora de valorar un caballo. Los dientes importaban, la boca contaba la historia de su vida. Los ojos. Cómo recibían el ronzal, al conducirlos, al hacerlos caminar.
Al final de la mañana había comprado cuatro ejemplares pequeños, fuertes y negros, canadienses, con las bridas correspondientes, un cabestro de cuero, un par de sacos de grano para alimentarlos y una silla de montar.
Preguntó al caballerizo que le vendió el cuarto animal, un negrito robusto, frío de maneras y con patas de hierro, dónde encontraría el camino a los Estados.
—Vete a Windmill Point y toma el transbordador que cruza el río. Si llevas a estas preciosidades hasta Vermont te pagarán bien por ellas, me figuro —dijo el hombre—. Allí les gustan los caballos negros.
Mientras ensillaba a su mejor animal, observó que un chico plantado en la otra orilla del camino le miraba con expresión ávida.
—Acércate, tú.
El chico obedeció, con los ojos amusgados.
—¿Buscas trabajo?
—Sí.
—Te pagaré un chelín si me ayudas a llevar a estos caballos a Windmill Point.
—¿Adónde los lleva, señor?
—Al sur. ¿Cómo te llamas?
El chico movió la cabeza. Fergus repitió la pregunta en gaélico.
—No tengo nombre, señor.
—¿De dónde eres, entonces?
—De Irlanda.
Fergus le miró con atención.
—Puedo ayudarle, señor.
Fergus pisó el estribo, pasó una pierna por encima de la silla y miró al chico.
—Manejo bien los caballos.
El chico bizqueaba a la luz del sol.
—Entonces podrás montar a uno y conducir al otro.
El chico examinó el ronzal.
—¿Le da igual cuál monte, señor?
—Monta al que tú quieras.
Con el ronzal en la mano, el chico anónimo se aupó ágilmente hasta el segundo caballo mejor, una yegua joven y limpia, con una estrella blanca en la cabeza. Fergus observó cómo empuñaba las riendas en una mano.
Que sepa que estás encima.
No te desplomes como un labrador.
Llevaron a los caballos a través de las calles ruidosas y los sacaron a los campos sembrados de chozas y tinglados, en dirección al punto del río ancho y ventoso.
En el campo más allá de los cobertizos de la fiebre, habían rellenado con tierra las trincheras de la víspera. Un par de obreros colocaban nuevas cruces blanqueadas cada pocos metros. Las clavaban deprisa con la plancha de las palas.
Los largos caballones de tierra fresca parecían idénticos a los de los barbechos donde él había plantado patatas en la ladera del Cappaghabaun.
El chico sin nombre parecía conocer el manejo de caballos, hasta qué punto amaban la regularidad y la calma, lo que pedían de ti. Se parecía un poco a Murty Larry, pero más joven.
¿O era él el que se había hecho más mayor?
Un vapor entraba con estruendo, lleno de emigrantes agolpados en la borda. Les oyó gritar de júbilo.
La alegría del país nuevo.
El silbato emitió un chillido cuando el barco chocó con el muelle.
Temiendo que los caballos se aturullasen en la avalancha, indicó al chico que se detuviera y desmontó del suyo. Y observó a la gente que desembarcaba en el muelle con su equipaje. Con la esperanza de ver su figura entre la multitud: su figura menuda, solitaria, rápida.
Ella podría haberse pagado con dinero o embelecos el desembarque del Laramie y la exención de cuarentena.
Sabía cómo conseguir lo que quería.
No la vio, pero los pasajeros habían desembarcado con tal pánico afanoso —todos a la vez, como pinzones de unos matorrales— que no estaba seguro.
Contó doce enfermos de fiebre a los que descendieron por la pasarela de hierro.
Una vez en tierra los últimos pasajeros, un grupo de fogoneros empezaron a subir a bordo cargando a la espalda sacos de lona llenos de madera, leños cortados de un metro de largo, de textura amarilla.
Escudriñó las caras en el muelle, todavía esperando verla.
Sonó el silbato y en aquel momento descubrió tres cadáveres envueltos, tendidos en la cubierta principal, junto a la borda de estribor.
Los fogoneros subían y bajaban trabajosamente por la pasarela de hierro, con un retumbo de botas y cantando en su lengua canadiense.
Él sólo percibía la compañía de sus muertos.
¿Qué decirles?
Tus muertos quieren que les respondas a algo.
Captó la mirada del chico.
—Vigila a estos animales. Que no se espanten.
Vertió un poco de pienso delante de cada caballo, los dejó masticando y cruzó el muelle. Sorteando a los fogoneros, subió corriendo por la pasarela y ganó la cubierta mojada de madera, sembrada de peladuras de naranja, mantas viejas y jirones de periódicos.
Los marineros enrollaban cabos. El capitán no estaba a la vista. Un par de mecánicos lubricaban con cubos de grasa la maquinaria de hierro que movía la rueda. Oía cómo arrojaban la madera a la caldera de debajo.
Los muertos estaban en sudarios de lona cosidos con hilo tosco de marineros. Había subido a bordo con la intención de descubrir si ella estaba entre los cadáveres, pero ahora, delante de ellos, no tenía ganas de abrir las mortajas.
Tus muertos quieren una respuesta.
Entonces comprendió que sus ojos nunca volverían a verla. Ella ya no tendría nada que ver con quién era él, adonde iba o qué llegaría a ser. Durante el resto de su vida, siempre que pensara en ella, se empeñaría en que seguía viva, un miembro más de su hueste, una vieja que había ido cumpliendo los años que él cumplía y que continuaba estando en la tribu de los vivos, aunque no ejercía la menor influencia en su destino. Él tampoco la tenía apenas, y justo entonces le pareció que equivalía a poco más que una recua de caballos, un instinto de seguir adelante y un destino que no era para él mucho más que una frase.
Cuando volvió al muelle vio que el chico sin nombre se había llevado los caballos al embarcadero del transbordador y que allí esperaban muy tranquilos.
El chico levantó un brazo, señalando. Fergus miró y vio el pequeño barco de vapor que arribaba procedente de la orilla del sur.
Los muertos quieren una respuesta y lo único que tienes es memoria y el camino.
—¿Buscas un buen empleo? —le preguntó al chico.
—¿Qué sería, señor?
—Quiero un ayudante, un ayudante seguro, para conducir a estos ejemplares. Vamos a la región de Boston. Te pago tres dólares yanquis a la semana, pitanza incluida. ¿Te interesa?
El chico asintió.
—Sí.
Entonces Fergus se escupió en la palma y el chico sin nombre escupió en la suya y se estrecharon la mano para cerrar el acuerdo.
Fin