MURTY LARRY
Se quedó el día entero sentado con la espalda apoyada en la puerta, intentando prestar la menor atención posible a los otros atrapados en la misma trampa. Procuró pensar en Phoebe con su vestido azul. Ella estaba viva, pero él no había vuelto a verla. Difícil de creer.
Era difícil creer en el monte, que el lugar todavía existía, o había existido.
Murty Larry, sintiéndose más fuerte, quiso hablar. Dijo que había fabricado ruedas para un carretero que había emigrado a Ohio.
—Le dije que tenía que llevarme con él, pero él no pensaba lo mismo. Dijo que tenía otras bocas que alimentar y que no tenía dinero para pagarme el pasaje.
—¿Qué hiciste entonces?
—Me dejó un chelín y un par de tenazas. Me gasté el chelín en porter4 y cambié las tenazas por un poco de cordero: tanta hambre tenía. Fui al pozo santo e intenté pescar algunas monedas, Fergus, pero no pude. Intenté robar un bote para ir a la isla santa donde hay conejos, pero unas mujeres me detuvieron. Pesqué durante un tiempo, unos días, en el lago, pero no conseguí nada. Y eso que con un salmón es suficiente.
«Fui a cazar pájaros y traté de acertarles con unas piedras. ¿Alguna vez has intentado matar así a un pájaro? No es fácil. Saqué leche estrujando a una vaca. Conseguí un poco de trigo. Ya no quedan patatas. Estaba arrancando nabos cuando me pillaron y me metieron aquí. Dicen que ahora es muy difícil entrar. Si salgo de aquí, me voy a Ohio».
—¿Cómo se llega allí? ¿Dónde está?
—No lo sé. Quizá volando. —Murty se rió débilmente—. Ahora no más craic. Déjame tranquilo. Noto que se acerca una ráfaga de fiebre, y tengo que concentrar todas mis fuerzas en combatirla. No me meterán en el cuarto oscuro.
Murty gimió y sudó toda la noche mientras Fergus se mantenía despierto, con la espalda apoyada en la gruesa puerta. El asilo no era un refugio. Si se quedaban allí morirían. Todos ellos tendrían que acabar en el cuarto oscuro. Con promesa o sin ella.
La única seguridad que concebía estaba en los pastos altos, donde siendo un joven pastor había seguido al rebaño una semana tras otra durante el verano, llevando a los animales de una cima herbosa a otra.
Pero el invierno allí arriba era salvaje y desierto.
Los pies descalzos de Phoebe sobre piedras azules.
Quizá ella lo hiciese por él.
Robar comida. Alimentarle.
Era fácil pensarlo.
Pero ¿lo haría? Le había dejado en la estacada. Era una de ellos.
Olvida lo que sabes y lo que no.
Inventa el mundo para habitarlo.
Al amanecer, cuando la puerta se abrió por fin, había cuatro casos de fiebre retorciéndose en los bancos, y dos yacían muertos en el suelo.
—Esta mañana estoy débil, novato. Y muy callado.
Murty Larry hablaba en un susurro. Sus ojos parpadeaban detrás de ranuras rosadas.
Ayudó a Murty a salir del patio, donde el celador, de pie junto al fuego, trataba de calentarse mientras un portero servía las gachas. El aire olía a humo y a nieve.
Mientras comía su ración, Fergus observaba al celador Conachree. El hombrecillo parecía un conejo, con su barbilla rosada y motas blancas de barba. Envuelto en su abrigo se acercaba más y más a la lumbre, centímetro a centímetro: era como si no lograra calentarse bastante. Fergus se fijó en que las puntas de sus botas estaban espolvoreadas de fina ceniza gris. Tenía colorada la cara de conejo, y tiritaba. Mientras Fergus le miraba, el hombrecillo se desabrochó el abrigo y lo expuso abierto al calor de las llamas. Los dientes le castañeteaban.
Los escalofríos eran síntoma de fiebre. No sentías calor hasta que estabas ardiendo.
Fergus examinó al celador rubicundo y jadeante. Sus tirantes, de una bonita pana amarilla, eran nuevos y recientes. Preciosos abrigo y botas y...
Ahora no eres el guardián de nadie.
Los hospicianos se agolpaban alrededor del fuego como ganado en una tormenta, y el hedor de sus cuerpos se desplegaba en el calor violento. Fergus vio que Murty Larry miraba su ración como un estúpido.
—Come, hombre, te sentirás más fuerte.
La debilidad y la indefensión del chico estaban insuflando de algún modo una nueva energía en Fergus, que la percibía en su propia voz. Se sentía más recio, más atento.
La cara del celador sudaba gotas blancas como una cebolla.
—¿Tú crees? —dijo Murty, con expresión apática.
—Pues claro.
El celador, de pronto, cayó de rodillas, se estremeció y se desplomo de bruces sobre la hoguera.
Durante unos segundos nadie se movió. Fibras de tela prendieron al instante, llameantes. Olía a quemado. La mejilla, el cuello del celador crepitaban sobre los carbones. Carne asándose.
Fergus agarró las piernas flacas del hombrecillo y tiró de él para arrastrarle fuera del fuego, de la ceniza, y luego le volteó con suavidad sobre las piedras del suelo nevado. Bufaba y farfullaba; insensible, pero vivo. Su cara rosa humeaba. Se le habían pegado a la piel cenizas y carbonillas.
—¡Caso de fiebre! ¡Al cuarto oscuro con él, tirano! —Arrodillándose, Murty Larry empezó a registrar los bolsillos de Conachree—. Viejo demonio, de entrañas avinagradas. ¿Qué crees? ¿Arderás en el infierno ahora?
Fergus observó cómo Murty registraba los bolsillos del celador. El portero que había servido la comida no hizo nada por detener al chico.
Murty extrajo de los bolsillos un pañuelo, una manzana, una hebra de tabaco y dos peniques y se levantó para guardarse estos bienes en los suyos.
—Una manzana es tan buena como carne fresca —dijo. Empezó a frotarla contra la manga y después miró a Fergus y sonrió—. Una manzana, Fergus, es todo lo que necesito para vencer a la fiebre. Es un don de Dios.
Dos pobres con palos trataban de pescar del fuego el sombrero de Conachree. Mientras Murty Larry comía la manzana, llegaron dos porteros con una alfombra y Fergus vio cómo enrollaban en ella al celador y oyó sus gritos amortiguados cuando se lo llevaban.
Terminada la fruta, Murty arrojó el rabillo al fuego.
—Le llevan al cuarto oscuro, ¿verdad, Fergus?
—Supongo.
—Pues se lo merece, ¿no? Nos ha robado nuestras raciones, el cabrón, y las ha vendido. Me gusta ese abrigo que llevaba encima, me gustaría tenerlo, vaya que sí.
Murty empezó a resoplar y a llorar.
—¿Qué te pasa?
—Dios me vigila, Fergus. No debería haber cogido la manzana, ¿verdad?
—No la va a necesitar.
—No, pero es febril, ¿no? No hay que tocar las pertenencias de un cuerpo que tiene fiebre. No, no. Son venenosas. Oh, Dios. ¿No crees que la pillaré?
Era un caso de fiebre, ¿qué más daba lo que tocara o comiese?
—¿Quién sabe?
—¿Tengo buena cara, Fergus? No parezco enfermo, ¿eh?
La piel de Murty Larry se estaba tornando oscura, signo de la fiebre.
—No.
Con el celador en el cuarto oscuro, muchos guardianes desertaron, se deslizaron por la verja principal cargando sacos de maíz. Mam Shingle se negó a dar clase. A las chicas y mujeres las pusieron a recoger estopa, y a los chicos los dejaron en el patio con los hombres. Unos pocos empezaron a blandir martillos y a romper piedras para calentarse, pero no había martillos suficientes para todos y la mayoría yacía en el suelo, demasiado débiles para hacer esfuerzos.
Fergus dio la vuelta al patio, caminando junto al muro. Por exigua que fuera, la ración de la mañana le había alimentado. Se sentía fuerte. Trepó a un montículo de piedras rotas y contempló a lo lejos los tejados de la ciudad, pensando en carreteras, la magia de los caminos, que habían dado a su padre una especie de alegría y una figura ruda.
Hora de largarse. No había vida allí, sólo moribundos.
—No, se está acercando mucho —susurró Murty. Había escalado el montículo de piedra hasta donde estaba Fergus.
—¿Qué?
—El invierno. Resplandeces, capitán. ¿En qué estás pensando?
—En marcharme.
—De aquí no hay escapatoria.
—Tiene que haberla. Si nos quedamos moriremos. Mira a ésos.
Había hospicianos yaciendo alrededor, blandos como truchas destripadas.
Por supuesto que había una salida; sólo tenía que encontrarla. Volvería a la granja y les gritaría. Subiría al monte a aullar por los muertos.
O lo olvidaría todo y se iría a Ohio.
Pero no podía quedarse en aquel sitio, no.
Bajó del montículo de piedra y se dirigió a la entrada principal. No había mendigos apiñados fuera, tratando de que les dejaran entrar en el asilo: o bien habían abandonado la fantasía de la comida y el cobijo o la nieve los había ahuyentado. O quizá todos los demás habitantes del mundo habían muerto.
Aferró los barrotes y sacudió la verja, y después miró a la garita del portero. No había humo en la chimenea, ningún signo de vida. Quizá el portero había desertado como los otros.
Si pudiera entrar en la garita tal vez encontrase la llave. Fue hacia la puerta. Al encontrarla cerrada con llave, la sacudió.
—¡Vete! —bramó la voz del portero desde el interior.
Fergus volvió a la verja e intentó colarse entre los barrotes de hierro, pero estaban demasiado juntos. Intentó escalarla. Nadie prestó atención mientras se retorcía, jadeaba y forcejeaba con los barrotes. Pero la verja era demasiado alta y el hierro muy resbaladizo. Desistió. Cojeando por el patio, examinó los muros detenidamente. Los bloques de piedra caliza labrada encajaban tan estrechamente que no dejaban ningún asidero entre las grietas para los dedos de los pies o de las manos.
Llamó a Murty Larry, le hizo colocarse de pie en una esquina e intentó subirse a sus hombros para ver si alcanzaba lo alto del muro, pero Murty no tenía fuerza para sostener su peso y enseguida se derrumbó de rodillas, sollozando.
—No sirve de nada, Fergus, no tengo fuerzas, tengo los huesos blandos ahora. ¿Por qué me aturullas? Ayúdame, ayúdame a subir o me quedaré aquí, me pegare a las piedras, si, me quedaré aquí tumbado como una manchita enferma. Sólo soy eso.
—¿Acaso vas a darte por vencido? No querrás morir...
—Ya no me importa tanto.
—Si pudieras subirte encima de mis hombros llegarías a lo alto de la tapia.
—¡Es demasiado alta, Fergus, demasiado alta! ¡No la alcanzarás! Unos muros tan altos no son para escalarlos, sino para tenernos encerrados. Oh, fabricaría ruedas en Limerick. Es lo que haría si saliera de aquí. —Empezó a resoplar de nuevo—. Van a llevarme al cuarto oscuro, Fergus, lo sé.
Fergus le dejó y continuó su recorrido de los muros. Pasaba la mano por sillares de una pieza, ensamblados muy juntos. Se prometió que no moriría allí, que hallaría una salida.
Más tarde le llevó a Murty Larry una taza de sopa y se quedó vigilando para que nadie se la robase.
—No la quiero, Fergus. No tengo estómago para tomarla.
—Bébela, hombre, te va la vida en ello.
Murty suspiró. Hundió dos dedos en la sopa y se los lamió.
—Pero, Jesús, esta porquería tiene un sabor asqueroso.
—No está buena, pero es mejor que nada.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste una patata, Fergus?
—No me acuerdo.
—Me comería una anguila, grande como un puño. Las comíamos a docenas, a veces con salsa de arenque. Las aplastabas en un bol con un chorro de leche. Ponías mantequilla encima.
—Murty Larry hundió los dedos de nuevo y se los lamió—. No moriré esta noche, ¿verdad, capitán?
Podrías. Tienes ese aspecto.
—Si caigo en el foso, tienes que taparme. No me dejes ahí tirado a la intemperie, capitán, tápame y asegúrate de que tengo los ojos cerrados.
Nadie recibe bien a la muerte, y los más cercanos son los más reacios.