LA ALTURA

Al amanecer Fergus subió a cubierta con Coole, que estaba muy ansioso de ver tierra. Habían encendido el fuego en los fogones y no había tierra a la vista, sino sólo la lisa superficie de un mar de peltre.

Coole llamó al capitán Blow, que estaba en la cubierta de popa, y le preguntó cuándo verían la roca de Terranova.

—¿Terranova? Ni siquiera estamos en el mar occidental, idiota.

Le llevó la comida, pero ella se volvió sin decir nada.

—¿Te has quedado sin lengua, Molly?

Se sentó a horcajadas sobre ella en la litera y le buscó los ojos, apretándole los hombros con los pulpejos de las manos. La cara inmóvil, pequeña y blanca, era desafiante. Él nunca había mirado a nadie de tan cerca.

—¿Qué te pasa? Dime cómo te encuentras. ¿Qué te pasa ahí dentro?

No podía penetrar. Sabía por los ojos de Molly que ella le estaba escuchando, y su terco silencio le asustaba. El silencio la volvía intocable.

—El miedo al mar le ha comido la lengua —dijo Brighid, mirando—. Procura que coma algo.

Fergus se sentó en el borde del jergón, con la cuchara y el cuenco en la mano, mientras Molly le miraba. Trató de hablarle como si nada hubiera ocurrido.

—Buen rancho hoy, Molly. He puesto una manzana en el tuyo. Córtala en pedazos. Está muy buena, le da sabor.

Ella no abría la boca.

—Un mareo del mar. —Brighid se encogió de hombros—. Volverá a ti. —Dio una palmada a la mano de Molly—. Tómate tu tiempo, encanto, y vuelve cuando estés bien y lista.

—¿Por qué no puede decir lo que le pasa?

—Si no puede hablar. —Miró a Fergus—. No sabes mucho de mujeres, ¿verdad?

—A ella la conozco.

—Bueno, está ida, por un tiempo. Si eres paciente y bueno, volverá.

Miró a los marineros trabajando en las jarcias, muy alto. Ojalá pudiera subir allí de algún modo, tan arriba. Al mirarlos no podía evitar pensar en ella. En su dolencia, era como un pájaro inalcanzable.

Parecía algo terrible, en aquellas alturas, pero tenía la vista de un halcón. Entreoyó a unos marineros decir que había hielo en las jarcias, pero desde cubierta no se veía. Habría preferido vivir allí arriba, en lo alto, que abajo en la bodega. Toda su vida había vivido en agujeros de un tipo u otro: cabañas de piedra y turba; chamizos construidos con palos, casuchas, bodegas de tercera clase. Madrigueras que olían a tierra y cuerpos.

Prefería vivir donde se olía el cielo.

Nimrod Blampin, sentado en un cubo volcado, trabajaba con un utensilio puntiagudo, trenzando tres cabos con destreza.

—¿Qué se siente ahí arriba? —preguntó Fergus.

Nimrod miró a los hombres en las jarcias.

—No es tan arriba —dijo con desdén—. Sólo están tensando juanetes. Alto es la última jarcia, la punta del flaco..., lo que corona el palo mayor.

—¿Qué se siente?

—Es bueno si no te caes. Curioso. —El marinero sonrió burlonamente—. Una vez, un caballero muy rico, quiso subir a la punta más alta del barco de su padre, un indio, donde nunca había estado. Dijo que escalaría el mástil y se apostó cincuenta libras con otro pasajero. Empieza a subir, trepando como una araña, hasta que tiene que sortear las cimas de la gavia, ¿ves?, colgando del obenque.

Nimrod señaló una plataforma circular de madera a medio camino del mástil, sostenida por cables de hierro —los obenques—, atada al mástil.

—Es un lugar endiablado, a pesar de que sólo está a mitad de camino de la cima, o menos. Para rodear la cofa tienes que echarte hacia fuera mientras estás boca abajo, una sensación rara la primera vez.

Bueno, el señorito se queda allí atrapado como un gato, colgando del obenque cabeza abajo. A dieciocho metros de altura desde la cubierta. Imposible convencerle de que se mueva un centímetro. El gato más atrapado que he visto en mi vida.

—¿Qué pasó?

—Se quedó toda la noche colgado. El vigía le llevó un plato de estofado y le dio de comer con una cuchara, pero no pudo convencerle de que soltara el obenque. Entonces vino una tormenta fuerte y se quedó tan congelado y duro como el hierro, y después murió. Y tampoco entonces pudieron despegarle, y le dejaron hasta que se transformó en un cuero. Los marineros que subían a las jarcias le besaban en los labios para que les diera suerte. Dos años después, cuando aquel indio vino al Clarence Dock, el joven todavía estaba agarrado al obenque. Al final los aparejadores le despegaron con aceite de brea, que le ablandó estupendamente.

Jirones de niebla giraban sobre la cubierta. Fergus miró a las jarcias.

—¿Crees que yo llegaría arriba del todo?

—¡No!

—Yo creo que sí.

—Eres un marinero de agua dulce. —Nimrod parecía disgustado—. Puedes hacer el payaso, pero una payasada no lleva a ninguna parte. Te quedarás enganchado o te caerás al mar. Hay que ser marinero para subir hasta arriba.

La niebla había engullido el barco mientras hablaban, y cuando Fergus volvió a alzar la mirada no se veían las jarcias ni a los marineros. La blanca almohada de bruma los había borrado por completo. Les oía gritándose entre ellos y se oía las velas ondeando. La armadura del Laramie empezaba a bambolearse a medida que las lonas se ablandaban y el casco perdía el rumbo.

Fue a la proa. De pie sobre un amasijo de cadenas de ancla, escudriñó entre la niebla blanca para ver si captaba un atisbo de América, el denso aroma de tierra, animales, personas. Pero lo único que acertó a oler fue la glacial vacuidad del océano.

En cuanto sus ojos se habituaron a la penumbra de la bodega, vio que habían corrido la cortina de su litera.

Brighid estaba agitando un frasco de poción.

—Ven aquí, muchacho, tienes que ayudarme a darle la dosis.

Descorrió la cortina. Molly se retorcía en el jergón, con su enagua de lino arrugada en las caderas.

—Siéntate para que pueda dársela.

Fergus olía el sudor que brillaba en las piernas blancas de Molly y en la franja de vello púbico.

—¡Me estoy hundiendo, chico! —jadeó ella cuando él la rodeó con el brazo.

—Yo te salvaré, querida —entonó la vieja—. Oh, tienes suerte de que yo esté aquí. Lo único que me gustaría es tener una gota de sangre de cordero y la raíz de culebra negra. Toma, ángel —dijo, ofreciéndole una cucharada de jarabe—, tienes que tomar otra dosis.

—Lo sé, lo sé..., pero no puedo.

—Cariño, con esto entrarás en calor.

—No quiero más... No puedo..., no más, ¡por favor!

Estaba llorando.

—¿Es fiebre negra? —preguntó Fergus.

—Sujétala, chico, tiene que tomar el jarabe, aunque sepa amargo; sé que lo es, mi dulce ángel. —Deslizó la cuchara entre los dientes de Molly y le cerró los labios hasta que hubo tragado—. Suéltala ya.

Fergus la soltó suavemente hasta que Molly descansó la cabeza en la almohada, una de las mantas alemanas que él había birlado del trastero de Maguire.

—Y ahora esto, cielo.

La anciana vertió unas gotas de un botellín en la lengua de Molly.

Al cabo de un momento dejó de removerse y se quedó inmóvil. Tenía los ojos vidriosos. Brighid la tapó con una manta hasta la barbilla y empezó a acariciarle la mejilla con el dorso de la mano.

—Tengo todas las pócimas; siempre las tengo —alardeó—. Soy famosa en mi región. «Vete a ver a Brighid de Faha», dicen. «Curará al ganado. Llévale pan de trigo. Le agrada una taza de miel. El whisky en la jarra fría azul.»

—¿Es fiebre negra? —preguntó la señora Coole, cuando bajó a la bodega y vio a Molly—. Oh, mis pobres niños.

Brighid le dijo a Fergus que debería dormir en la cubierta; ella se quedaría a dormir con Molly.

—Descansará mejor si no estás aquí. Sube a cubierta, duerme al raso bajo las estrellas y pide por ella.

Sabía que intentaba deshacerse de él. No quería permitirlo, pero de pronto se sintió demasiado cansado para resistirse. Luchando por vaciar la mente, por sentir lo menos posible, cogió del arcón una manta alemana y salió a cubierta.

La ley de los sueños
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