Dio un paso atrás, sin apartar la daga del cuello de Murtagh,
y luego torció a la derecha y desapareció bajo un
arco.
Los guerreros lo siguieron con cautela concentrando su
atención en Eragon y en Saphira. Alguien se llevó a los caballos
por otro túnel.
Aturdido por lo que había sucedido, Eragon echó a andar
detrás de Murtagh y miró a Saphira para confirmar que Arya seguía
atada a su lomo.
«¡Tiene que recibir el antídoto!», pensó, desesperado,
sabiendo que en ese mismo momento el skilna bragh iba cumpliendo su
letal propósito en la carne de la elfa.
El muchacho se apresuró a transponer el arco y bajó por un
estrecho pasillo tras el hombre calvo, mientras los guerreros
seguían apuntándolo con sus armas. Pasaron junto a una escultura de
un peculiar animal de grueso plumaje. El pasillo se curvaba
bruscamente a la izquierda y luego a la derecha. Entonces se abrió
una puerta, y entraron en una habitación vacía, tan grande que
Saphira podía moverse por ella con comodidad. Cuando se cerró la
puerta, sonó un chasquido hueco y después un estridente crujido al
echar el pestillo por el otro lado.
Sujetando a Zar'roc bien prieta en la mano, Eragon examinó
lentamente el entorno: las paredes, el suelo y el techo eran de un
pulido mármol blanco que emitía el reflejo fantasmagórico de las
imágenes de cada uno de ellos, como si se tratara de un veteado
espejo lechoso, y en cada rincón había una de aquellas extrañas
antorchas.
-Hay un herido… -empezó a decir, pero un gesto brusco del
calvo lo interrumpió. -¡No hables! Debe esperar hasta que hayas
pasado la prueba. -De un empujón, entregó a Murtagh a uno de los
guerreros, quien apuntó un puñal contra el cuello del joven. El
hombre calvo dio una suave palmada-. Desprendeos de vuestras armas
y pasádmelas por el suelo.
Un enano soltó la espada de Murtagh y la dejó caer con un
repique metálico.
Aunque no soportaba desprenderse de Zar'roc, Eragon desató la
funda y la posó en el suelo. Junto a ella dejó el arco y la aljaba,
y a continuación empujó la pila hacia los
guerreros.
-Ahora apártate de tu dragón y acércate despacio a mí -ordenó
el calvo.
Aturdido, Eragon avanzó. Cuando estuvo a un metro de
distancia, el hombre dijo: -¡Párate ahí! Retira las defensas de tu
mente y prepárate para permitirme inspeccionar tus pensamientos y
tus recuerdos. Si intentas esconderme algo, tomaré lo que desee a
la fuerza… Y eso te enloquecería. Si no te sometes, tu compañero
morirá. -¿Por qué? -preguntó Eragon, aterrado.
-Para asegurarme de que no estás al servicio de Galbatorix y
para entender por qué hay cientos de úrgalos aporreando nuestras
puertas -gruñó el hombre de la calva, cuyos ojos, muy juntos, iban
de lado a lado con astuta velocidad-. Nadie puede entrar en Farthen
Dür sin someterse a la prueba.
-No hay tiempo. ¡Necesitamos un sanador! -protestó Eragon.
-¡Silencio! -rugió el hombre que se estiraba la túnica con sus
finos dedos-.
Mientras no hayas pasado la prueba tus palabras no significan
nada. -¡Pero se está muriendo! -rebatió Eragon, enfadado, señalando
a Arya.
Aunque se encontraban en una situación precaria, no pensaba
permitir que pasara nada hasta que alguien se ocupara de Arya.
-¡Eso tendrá que esperar! Nadie va a salir de esta habitación si no
descubrimos la verdad de este asunto. Salvo que
quieras…
El enano que había salvado a Eragon en el lago dio un salto
adelante. -¿Estás ciego, egraz carri? ¿No ves que la que va montada
en el dragón es una elfa? Si corre peligro, no podemos retenerla
aquí, y si la dejamos morir, Ajihad y el rey nos cortarán la
cabeza.
El hombre entrecerró los ojos, lleno de rabia. Al cabo de un
instante se relajó y dijo con suavidad:
-Claro, Orik, no queremos que eso ocurra. -Chasqueó los dedos
y señaló a Arya-. Bajadla del dragón. -Dos guerreros humanos
envainaron sus espadas y se acercaron titubeantes a Saphira, que
los miraba fijamente-. ¡Rápido!
Los hombres desataron a Arya de la silla y la bajaron al
suelo. Uno de los dos inspeccionó el rostro de la elfa y luego dijo
en tono agudo: -¡Es Arya, la mensajera de los huevos de dragón!
-¿Qué? -exclamó el calvo. Orik, el enano, abrió los ojos,
sorprendido, y el hombre calvo fijó su mirada de acero en Eragon y
dijo categóricamente-: Tienes mucho que explicar.
Eragon le devolvió la intensa mirada con toda la
determinación que fue capaz de invocar.
-La envenenaron con skilna bragh cuando estaba en prisión, y
ahora sólo el néctar de túnivor puede salvarla.
El rostro del hombre calvo permanecía inescrutable. Se quedó
inmóvil, y tan sólo los labios le temblaban de vez en
cuando.
-Muy bien. Llevadla a los sanadores y explicadles lo que
necesita. Permaneced con ella hasta que termine la ceremonia. Para
entonces, tendré nuevas órdenes que daros. -Los guerreros
asintieron bruscamente y se llevaron a Arya de la
habitación.
Eragon los vio salir y deseó acompañarlos, pero el hombre
calvo reclamó de nuevo su atención al decir-: Bueno, basta, ya
hemos perdido demasiado tiempo. Prepárate para el
examen.
Eragon no quería que aquel ser amenazante se le metiera en la
mente y le desnudara los pensamientos y las sensaciones, pero sabía
que sería inútil resistirse. Se palpaba una gran tensión en el
ambiente. La mirada de Murtagh le ardía en la
frente.
Al fin, inclinó la cabeza:
-Estoy preparado.
-Bien, pues entonces…
Lo interrumpió la brusca intervención de
Orik:
-Será mejor que no le hagas daño, egraz carn. Si no, el rey
tendrá algo que decirte.
El hombre calvo lo miró irritado y luego se encaró a Eragon
con una sonrisilla.
-Sólo si se resiste.
Agachó la cabeza y entonó unas cuantas palabras
inaudibles.
El dolor y la sorpresa sacudieron a Eragon, mientras una
especie de sonda se le abría paso en la mente. Puso los ojos
totalmente en blanco y, en una reacción automática, empezó a
levantar barreras en torno a su conciencia. El ataque era
increíblemente poderoso.
¡No hagas eso! -exclamó Saphira. Los pensamientos de la
dragona se unieron a los de Eragon y le prestaron fuerzas-. Estás
poniendo a Murtagh en peligro.
Eragon titubeó, rechinó los dientes y se obligó a retirar el
escudo y a exponerse ante la voraz sonda. El hombre calvo emanaba
desagrado, y su invasión se intensificó.
Sin embargo, la fuerza que provenía de la mente del humano
parecía decadente e incompleta: había en ella algo profundamente
erróneo. ¡Quiere que me resista! -exclamó Eragon a quien lo sacudía
una nueva oleada de dolor, que desapareció al instante, para ser
sustituida de inmediato por otra. Saphira hizo cuanto pudo por
suprimirla, pero ni siquiera ella podía interceptarla por
completo.
Dale lo que quiere -se apresuró a decir-, pero protege todo
lo demás. Te ayudaré. Las fuerzas de ese hombre no pueden competir
ron las mías; en este mismo momento estoy protegiendo nuestra
conversación.
Entonces, ¿por qué me sigue doliendo?
El dolor es tuyo.
Eragon se encogió cuando la sonda se abrió paso hacia el
interior, a la caza de información, como si le atravesaran el
cráneo con un clavo. El hombre tomó bruscamente los recuerdos de
infancia de Eragon y empezó a escudriñarlos.
Eso no le hace ninguna falta. ¡Sácalo de ahí! -protestó
Eragon, indignado.
No puedo hacerlo sin ponerte en peligro. Puedo esconderle
cosas, pero debo hacerlo antes de que las vea. Piensa rápido y dime
qué quieres ocultar.
Eragon trató de concentrarse a pesar del dolor: revisó a toda
prisa sus recuerdos empezando por el momento en que encontró el
huevo de Saphira; escondió fragmentos de su conversación con Brom,
incluyendo las palabras del idioma antiguo que el anciano le había
enseñado; dejó prácticamente intactos los viajes por el valle de
Palancar, Yazuac, Daret y Teirm, pero pidió a Saphira que
protegiera los recuerdos que él guardaba de la adivinación de
Angela y de Solembum; omitió el robo en Teirm, la muerte de Brom,
el encarcelamiento en Gil'ead y, finalmente, la revelación de la
verdadera identidad de Murtagh.
Eragon quería ocultar también esa parte, pero Saphira se
resistió:
Los vardenos tienen derecho a saber a quién refugian bajo su
techo, sobre todo si es un hijo de los Apóstatas.
Haz lo que te digo -insistió Eragon con firmeza resistiendo
una nueva oleada de dolor-. No seré yo quien lo descubra, al menos
ante este hombre.
Lo descubrirán en cuanto examinen a Murtagh -le avisó Saphira
con sequedad.
Haz lo que te digo.
Una vez quedó escondida la información más importante, Eragon
tuvo que esperar a que el hombre calvo terminara su inspección. Era
como permanecer sentado mientras le arrancaban las uñas con tenazas
oxidadas. Mantuvo el cuerpo completamente inmóvil y las mandíbulas
cerradas con firmeza al tiempo que la piel le irradiaba calor y el
sudor trazaba una línea cuello abajo. No obstante, el muchacho
tenía plena conciencia de cada segundo que pasaba mientras iba
corriendo el tiempo.
El hombre se paseó por las experiencias de Eragon con
lentitud, como un sarmiento espinoso que se abriera paso hacia el
sol: prestó atención a muchas cosas que Eragon consideraba
irrelevantes -como su madre, Selena-, y pareció que se detenía a
propósito para prolongar el sufrimiento; dedicó mucho tiempo a
examinar los recuerdos que Eragon conservaba de los ra'zac y
después pasó a Sombra. El hombre de la calva no empezó a retirarse
de la mente de Eragon hasta que hubo analizado exhaustivamente
todas las vicisitudes de la vida del muchacho.
La extracción de la sonda fue como si le quitaran una espina
clavada. Eragonsufrió una convulsión, se tambaleó y cayó al suelo.
Unos vigorosos brazos lo cogieron en el último instante y lo
posaron en el frío mármol. Oyó que Orik exclamaba a sus espaldas:
-¡Has ido demasiado lejos! ¡No tenía suficientes fuerzas para
soportarlo!
-Vivirá. Con eso basta -contestó secamente el hombre
calvo.
Sonó un rabioso gruñido. -¿Qué has
descubierto?
Silencio.
-Bueno, ¿nos podemos fiar o no?
-Él… no es enemigo nuestro. -La respuesta sonó reticente, y
sonoros suspiros de alivio recorrieron la
habitación.
Eragon abrió los temblorosos párpados y, débilmente, trató de
ponerse en pie.
-Despacio -le dijo Orik rodeándolo con uno de sus gruesos
brazos para ayudarlo a levantarse.
Eragon se balanceó sin equilibrio y fulminó con la mirada al
hombre calvo, a la vez que un leve gruñido resonaba en la garganta
de Saphira.
El hombre los ignoró y se volvió hacia Murtagh, que seguía
amenazado por el puñal.
-Ahora te toca a ti.
Murtagh se puso tenso e hizo un gesto negativo con la cabeza.
Como consecuencia, la punta del puñal trazó un ligero corte en su
cuello.
-No.
-Si te niegas, no tendrás nuestra
protección.
-Has declarado que Eragon es digno de confianza, de modo que
no puedes amenazarme con matarlo para influirme. Y como no puedes
hacer eso, ninguna otra cosa que digas me convencerá para abrir mi
mente.
Con una mueca de desprecio, el hombre calvo enarcó lo que, de
haber tenido algo de pelo, habría sido una ceja. -¿Y tu propia
vida? Eso sí puedo amenazarlo.
-No serviría de nada -contestó Murtagh, testarudo y con tal
convicción que parecía imposible dudar de sus palabras. -¡No tienes
elección! -estalló indignado el hombre de la
calva.
Dio un paso adelante, apoyó la palma de la mano en la frente
de Murtagh y la presionó para mantenerlo inmóvil. Murtagh, que
continuaba muy tenso, mostró un rostro duro como el hierro, apretó
los puños e infló la musculatura del cuello. El hombre calvo
rechinó los dientes con furia, frustrado por la resistencia, y le
clavó los dedos sin piedad.
Conocedor de la batalla que se entablaba entre ellos, Eragon
se estremeció al compartir el dolor de Murtagh. ¿No puedes
ayudarlo? -preguntó a Saphira.
No -contestó ella con suavidad-. No permite que nadie le
entre en la mente.
Orik frunció el entrecejo mientras contemplaba a los
combatientes.
-Ilf carnz orodüm -murmuró. Luego se adelantó y gritó-:
¡Basta!
Agarró al hombre calvo por un brazo y lo apartó de Murtagh
con una fuerza desproporcionada para su estatura.
El hombre retrocedió a trompicones y se volvió furioso hacia
Orik. -¿Cómo te atreves? -gritó-. Has puesto en duda mi autoridad,
has abierto las puertas sin mi permiso y ahora me haces esto. No
has demostrado más que insolencia y traición. ¿Crees que ahora tu
rey te protegerá?
-¡Tú los habrías dejado morir! -se enojó Orik-. Si llego a
esperar un poco más, los úrgalos los habrían matado. -Señaló a
Murtagh, quien intentaba recuperar la respiración jadeando
profundamente-. No tenemos ningún derecho a torturarlo para obtener
información. Ajihad no lo aprobará. Y menos después de examinar al
Jinete y encontrarlo libre de toda culpa. Además, nos han traído a
Arya. -¿Tú le darías permiso para entrar sin examinarlo? ¿O eres
tan tonto que permitirías que todos corriéramos ese riesgo?
-preguntó el hombre calvo, cuyos salvajes ojos brillaban de rabia
mal contenida; parecía a punto de hacer añicos al enano. -¿Puede
usar la magia?
-Eso no es… -¿Puede usar la magia? -rugió
Orik.
Las paredes de la habitación devolvieron el eco de su grave
voz. El rostro del hombre de la calva perdió de pronto toda
expresión y juntó las manos a la espalda.
-No.
-Entonces, ¿qué temes? No puede escapar, y si nosotros
estamos aquí no va a hacer ningún disparate, sobretodo si tus
poderes son tan grandes como dices. Pero no me hagas caso a mí;
pregúntale a Ajihad qué quiere que hagamos.
El hombre calvo miró fijamente a Orik un momento con rostro
indescifrable, luego dirigió la vista hacia el techo y cerró los
ojos. Los hombros se le quedaron inmóviles de una forma muy
peculiar mientras recitaba algo sin que se le oyera ni una palabra,
al mismo tiempo que una profunda tensión le hacía fruncir la pálida
piel de los párpados y apretaba los dedos como si estrangulara a un
enemigo invisible.
Permaneció así durante unos minutos, envuelto en una
incomunicación absoluta.
Cuando abrió los ojos, ignoró a Orik y ordenó bruscamente a
los guerreros:
-Idos ahora mismo. -Cuando desfilaban por el hueco de la
puerta, se dirigió fríamente a Eragon-: Como no he podido completar
la prueba, tú y tu… amigo pasaréis aquí la noche. Si intenta salir,
morirá.
Tras estas palabras, se dio la vuelta y abandonó ofendido la
habitación rehiriéndole la calva bajo la luz de la
antorcha.
-Gracias -susurró Eragon a Orik.
-Me aseguraré de que os traigan comida -rezongó el
enano.
Murmuró una serie de palabras y luego se fue moviendo la
cabeza. Una vez más corrieron el pestillo por
fuera.
Eragon se sentó. Tenía una extraña sensación de somnolencia
tras la excitación del día y la marcha forzada. Le pesaban los
párpados. Saphira se instaló junto a él.
Hemos de ser precavidos. Parece que aquí tenemos tantos
enemigos como en el Imperio.
Demasiado cansado para hablar, Eragon asintió con la
cabeza.
Murtagh, con la mirada gélida y vacía, se apoyó en la pared
más lejana y se dejó caer hasta el suelo. Luego se apretó la manga
de la camisa contra el corte del cuello para que dejara de sangrar.
-¿Estás bien? -preguntó Eragon. Tembloroso, Murtagh asintió-. ¿Te
ha sacado algo?
-No. -¿Cómo has conseguido impedirle la entrada? Ese hombre
es muy fuerte.
-He… He sido bien entrenado.
Había un tono amargo en su voz.
Los envolvió el silencio. Eragon posó la mirada en una de las
antorchas que había en un rincón y dejó que sus pensamientos
deambularan hasta que dijo bruscamente:
-No les he permitido saber quién eres.
Murtagh parecía aliviado. Hizo una inclinación de
cabeza.
-Gracias por no traicionarme.
-No te han reconocido.
-No. -¿Sigues diciendo que eres el hijo de
Morzan?
-Sí -suspiró.
Eragon empezó a hablar, pero se detuvo al notar que un
líquido caliente le salpicaba la mano. Bajó la vista y se
sorprendió al ver que una gota de sangre oscura le rodaba por la
piel: había caído del ala de Saphira. ¡Me había olvidado! ¡Estás
herida! -exclamó al tiempo que se levantaba con esfuerzo-. Será
mejor que te cure.
Ten cuidado. Estando tan cansado, es fácil que te
equivoques.
Ya lo sé.
Saphira desplegó un ala y la bajó hasta el suelo. Murtagh
observaba mientras Eragon pasaba las manos sobre la cálida membrana
azul y decía: «Waisé heill» cada vez que encontraba el agujero de
una flecha. Por suerte, todas las heridas eran relativamente
fáciles de sanar, incluso las que tenía en el
hocico.
Una vez completada la tarea, Eragon se recostó en Saphira,
respirando con dificultad, pero notó que el corazón de la dragona
latía a un ritmo normal.
-Espero que nos traigan comida pronto -dijo
Murtagh.
Eragon se encogió de hombros porque estaba demasiado cansado
para tener hambre. Se cruzó de brazos y echó de menos la presencia
de Zar'roc en su costado. -¿Qué haces aquí? -¿Qué?
-Si de verdad fueras el hijo de Morzan, Galbatorix no te
dejaría deambular libremente por Alagaësía. ¿Cómo te las arreglaste
para encontrar tú solo a los ra'zac? ¿Cómo se explica que yo nunca
oyera que los Apóstatas tuvieran hijos? ¿Y qué haces
aquí?
Al final, la voz de Eragon casi se alzó en un
grito.
Murtagh se pasó una mano por la cara.
-Es una historia muy larga -respondió.
-No hemos de ir a ningún sitio -repuso
Eragon.
-Es demasiado tarde para hablar.
-Es probable que mañana no tengamos tiempo.
Murtagh se rodeó las piernas con los brazos, apoyó la
barbilla en una rodilla y se balanceó adelante y atrás sin dejar de
mirar fijamente el suelo.
-No es un… -empezó, pero se interrumpió-. No quiero parar…
así que poneos cómodos porque mi historia nos llevará un buen
rato.
Eragon se reacomodó contra un costado de Saphira y asintió.
Saphira miraba intensamente a los dos jóvenes.
La primera frase de Murtagh sonó vacilante, pero su voz fue
ganando fuerza y confianza a medida que hablaba.
-Hasta donde yo sé, soy el único hijo de los Trece Siervos,
también llamados Apóstatas. Tal vez haya otros, pues los Trece
tenían la habilidad de esconder lo que les interesaba. Sin embargo,
por razones que explicaré más tarde, lo dudo mucho. »Mis padres se
conocieron en una aldea, cuyo nombre nunca supe, cuando mi padre
viajaba por mandato del rey. Morzan mostró cierta amabilidad hacia
mi madre, lo que sin duda fue una trampa para ganarse su confianza,
de modo que cuando semarchó de aquel lugar, ella lo acompañó.
Viajaron juntos durante un tiempo y, como suele ocurrir en estos
casos, mi madre se enamoró locamente de él. A Morzan le encantó
descubrirlo, no sólo porque eso le ofrecía numerosas oportunidades
para atormentarla, sino también porque se dio cuenta de las
ventajas que representaba tener una sierva que nunca lo
traicionaría. »De esa manera, cuando Morzan volvió a la corte de
Galbatorix, mi madre se había convertido en su herramienta más
fiable. Se servía de ella para enviar mensajes secretos y le enseñó
algunos fundamentos rudimentarios de magia, lo cual le permitía
pasar inadvertida y, de vez en cuando, obtener información de la
gente. Hizo cuanto pudo para protegerla de los Trece, no por la
bondad de sus sentimientos hacia ella, sino porque sabía que los
demás la hubieran usado en su contra de haber tenido tal ocasión…
Durante tres años las cosas siguieron igual, hasta que mi madre
quedó embarazada.
Murtagh hizo una pausa mientras se toqueteaba un mechón de
pelo. Después volvió a hablar en tono apocado:
-Mi padre era, como mínimo, un hombre astuto. Sabía que el
embarazo representaba un peligro para mi madre y para él, por no
mencionar al bebé; o sea, a mí. Así que, en plena noche, la sacó
del palacio y la llevó a su castillo. Una vez allí, estableció
poderosos hechizos que impedían que nadie entrara en sus tierras, a
excepción de unos pocos sirvientes escogidos. De esa forma se
mantuvo en secreto el embarazo para todo el mundo, excepto para
Galbatorix. »El rey conocía los detalles íntimos de las vidas de
los Trece: sus intrigas, sus peleas y, lo más importante, sus
pensamientos. Disfrutaba viendo cómo luchaban entre sí y, a menudo,
ayudaba a uno o a otro por mera diversión. Pero por alguna razón
nunca reveló mi existencia. »Nací cuando me correspondía, y me
entregaron a un ama nodriza para que mi madre pudiera regresar
junto a Morzan. Ella no tenía elección. Morzan le permitía
visitarme cada pocos meses, pero por lo demás nos mantenía
separados. Así pasaron otros tres años, durante los cuales me dio…
me hizo la cicatriz de la espalda.
Murtagh pasó un rato pensativo antes de
continuar.
-Habría crecido siguiendo esa pauta hasta llegar a la edad
adulta, si no hubieran convocado a Morzan para la caza del huevo de
Saphira. En cuanto se fue, mi madre, que había quedado relegada,
desapareció. Nadie sabe adonde fue, ni por qué. El rey trató de
recuperarla, pero sus hombres no encontraron la pista, sin duda
gracias a las artimañas de Morzan. »En la época de mi nacimiento,
sólo quedaban vivos cinco de los Trece Apóstatas.
Cuando se fue Morzan, el número se había reducido a tres,
pero cuando al fin mi padre se enfrentó a Brom en Gil'ead, sólo
quedaba él. Los Apóstatas sufrieron muertes de diversa naturaleza:
suicidios, emboscadas, abuso de la magia… Pero fue sobre todo por
obra de los vardenos. Tengo entendido que el rey sufría una cólera
terrible por esas pérdidas. »En cualquier caso, mi madre regresó
antes de que corriera la voz que anunciaba las muertes de Morzan y
de los demás. Habían pasado muchos meses desde su desaparición.
Tenía la salud maltrecha, como si hubiera sufrido una enfermedad
grave, y empeoraba poco a poco. Murió al cabo de una quincena. -¿Y
qué pasó entonces? -preguntó Eragon.
-Me hice mayor -dijo Murtagh con un gesto displicente-. El
rey me llevó al palacio y se encargó de mi educación. Aparte de
eso, me dejaba en paz.
-Entonces, ¿por qué te fuiste?
-Más bien dirás que me escapé -afirmó Murtagh soltando una
seca risotada-.
Al llegar mi último cumpleaños, cuando alcancé los dieciocho,
el rey me convocó a sus aposentos para una cena privada. El mensaje
me sorprendió porque yo siempre estaba lejos de la corte y apenas
lo había visto algunas veces. Habíamos hablado antes, pero siempre
en presencia de algunos nobles que lo escuchaban todo. »Acepté la
oferta, por supuesto, consciente de que hubiera sido poco
inteligente negarme. La cena fue suntuosa, pero los ojos negros de
Galbatorix no me abandonaron ni un momento. La mirada del rey era
desconcertante: parecía que buscara algo escondido en mi cara. Yo
no sabía qué hacer y me esforcé cuanto pude por mantener una
conversación educada, pero él se negaba a charlar, y pronto
abandoné el esfuerzo. »Cuando terminó la cena, por fin empezó a
hablar. Como nunca habéis oído su voz, me resulta difícil haceros
entender qué sonido tenía, pero sus palabras resultaban
fascinantes, como si una serpiente me susurrara mentiras doradas al
oído. Nunca he escuchado a un hombre tan convincente y tan
aterrador. Me contó su visión: una fantasía del Imperio tal como la
imaginaba. Habría hermosas ciudades construidas por todo el
territorio, habitadas por los mejores guerreros, artesanos, músicos
y filósofos, y por fin se erradicaría a los úrgalos; el Imperio se
expandiría en todas las direcciones hasta alcanzar los cuatro
confines de Alagaësía; florecerían la paz y la prosperidad, pero
ocurriría algo aún más maravilloso: regresarían los Jinetes para
gobernar apaciblemente todos los feudos del rey. »Cautivado, lo
escuché durante lo que debieron de ser horas. Cuando terminó, le
pregunté con ansiedad de qué manera pensaba reinstaurar a los
Jinetes, pues todo el mundo sabía que no quedaban huevos de
dragones. En ese momento Galbatorix se calló y me miró, pensativo.
Guardó silencio durante mucho rato, pero al final extendió una mano
y preguntó: "¿Aceptas tú, oh, hijo de mi amigo, servirme en el
empeño para traer ese paraíso?". »Aunque yo conocía la historia de
cómo habían llegado él y mi padre al poder, el sueño que había
pintado para mí resultaba demasiado atractivo, demasiado seductor
para ignorarlo. Yo estaba henchido de ardor por cumplir aquella
misión y le hice mi más ferviente promesa. Obviamente complacido,
Galbatorix me concedió su bendición y luego me despidió: "Te haré
llamar cuando se presente la ocasión". »Pasaron unos cuantos meses
antes de que me llamara. Cuando llegó la convocatoria, sentí que
recuperaba el viejo entusiasmo. Nos encontramos en privado, igual
que lo habíamos hecho anteriormente, pero esta vez no se mostró
agradable, ni encantador. Los vardenos acababan de destruir a tres
brigadas en el sur, y él estaba en pleno despliegue de ira. Con una
voz terrible me encargó que comandara un destacamento de tropas y
destruyera Cantos, donde se sabía que se escondían de vez en cuando
los rebeldes. Al preguntarle qué debía hacer con el pueblo y cómo
sabríamos si eran culpables, gritó: "¡Son todos traidores!
¡Quémalos, empálalos y entierra sus cenizas con estiércol!". Siguió
echando pestes, maldiciendo a sus enemigos y describiendo la forma
en que azotaría la región de aquellos que le desearan algún mal.
»El tono era muy distinto del que había empleado la vez anterior, y
eso hizo que me diera cuenta de que no poseía demencia ni preveía
ganarse la lealtad de su gente, y de que reinaba sólo por medio de
la fuerza bruta, guiado únicamente por sus
pasiones.
Fue en ese momento cuando decidí huir para siempre de él y de
Urü'baen. »En cuanto me libré de su presencia, mi fiel sirviente,
Tornac, y yo nos preparamos para la huida. Salimos aquella misma
noche, pero Galbatorix había conseguido de algún modo adivinar mis
intenciones, pues había soldados apostadosante las puertas,
esperándonos. Mi espada se manchó de sangre y brilló bajo la pálida
luz de las antorchas. Derrotamos a aquellos hombres, pero Tornac
murió en el empeño. »Solo y abrumado de dolor, corrí en busca de un
viejo amigo que me refugió en sus tierras. Mientras permanecía
escondido, escuchaba con atención todos los rumores para tratar de
predecir los actos de Galbatorix y planificar mi futuro. Durante
ese tiempo, me llegaron voces de que habían enviado a los ra'zac a
capturar o a matar a alguien. Como recordaba los planes del rey
para los Jinetes, decidí buscar a los ra'zac y seguirlos, sólo por
si acaso realmente descubrían algún dragón. Y así fue como os
encontré… No tengo más secretos.
Aún no sabemos si dice la verdad -advirtió
Saphira.
Ya lo sé -contestó Eragon-. Pero ¿por qué iba a
mentirnos?
A lo mejor está loco.
Lo dudo.
Eragon pasó un dedo por las duras escamas de Saphira y
contempló cómo se reflejaba en ellas la luz.
-Entonces, ¿por qué no te unes a los vardenos? Tal vez
desconfíen de ti al principio, pero una vez demuestres tu lealtad
te tratarán con respeto. Además, ¿no son tus aliados, en cierto
sentido? Ellos luchan por poner fin al dominio del rey. ¿No es lo
mismo que deseas tú? -¿Te lo tengo que explicar todo con más
detalles? -preguntó Murtagh-. No quiero que Galbatorix sepa dónde
estoy, lo cual es inevitable si la gente empieza a contar que me he
pasado al bando enemigo, cosa que nunca he hecho. Estos… -hizo una
pausa, y luego añadió con desprecio- «rebeldes» no sólo quieren
destronar al rey, sino también destruir el Imperio… Y yo no quiero
que eso ocurra porque sobrevendrían los tumultos y la anarquía. El
rey tiene defectos, sí, pero el sistema es sensato. En cuanto a la
posibilidad de ganarme el respeto de los vardenos… ¡Ja! En cuanto
me delate, me tratarán como a un criminal o algo peor. Y no sólo
eso: la suspicacia recaerá también sobre vosotros porque hemos
viajado juntos.
Tiene razón -dijo Saphira.
Eragon la ignoró.
-No es tan grave -dijo esforzándose por parecer optimista.
Murtagh resopló con sorna y desvió la mirada-. Estoy seguro de que
no les…
Las palabras de Eragon quedaron interrumpidas al abrirse la
puerta, apenas un resquicio por el que cabía una mano. Alguien
empujó dos cuencos por la abertura.
Detrás apareció una barra de pan y un pedazo de carne cruda.
Luego cerraron la puerta. -¡Por fin! -refunfuñó Murtagh acercándose
a la comida.
Lanzó por el aire el trozo de carne hacia Saphira, quien lo
atrapó al vuelo y se lo tragó entero. Luego partió en dos el pan,
le dio la mitad a Eragon, cogió su cuenco y se retiró a un
rincón.
Comieron en silencio. Murtagh engullía la
comida.
-Me voy a dormir -anunció.
Soltó el cuenco y no volvió a pronunciar
palabra.
-Buenas noches -dijo Eragon.
Se tumbó junto a Saphira, con las manos debajo de la cabeza.
Ella curvó su largo cuello en torno a él, como el gato que se rodea
con la cola, y recostó la cabeza junto a la del muchacho. Extendió
sobre él un ala, como si fuera una tienda azulada, para envolverlo
en la oscuridad.
Buenas noches, pequeño.
Una leve sonrisa curvó los labios de Eragon, pero ya estaba
dormido.