Llegó a casa jadeante y con el corazón latiéndole con fuerza.
En ese momento Garrow estaba junto al establo con los caballos,
pero Eragon no sabía qué hacer.
«¿Debo hablar ahora con él? Sin embargo, no me creerá a menos
que Saphira esté aquí… Así pues, será mejor que primero la
encuentre.»
De modo que salió de la granja y se internó en el bosque.
¡Saphira! -gritó mentalmente.
Ya voy -fue la débil respuesta.
Eragon percibió por el tono que estaba asustada. La esperó,
impaciente, pero muy pronto oyó el batir de las alas en el aire. La
dragona se posó en el suelo en medio de una nube de humo. ¿Qué ha
pasado? -le preguntó.
Eragon le acarició los hombros y cerró los ojos. El muchacho
intentó calmarse y le contó deprisa lo que había sucedido. Cuando
le mencionó a los forasteros, Saphira retrocedió, se encabritó,
rugió ensordecedoramente y agitó la cola por encima de la cabeza de
Eragon. El muchacho se tambaleó hacia atrás, sorprendido, y se
agachó mientras la cola de la dragona golpeaba un cúmulo de nieve.
Enormes oleadas de violencia y de miedo emanaban de ella. ¡Fuego!
¡Enemigos! ¡Muerte! ¡Asesinos! ¿Qué pasa? -le preguntó Eragon
poniendo toda la fuerza de la que fue capaz en las
palabras.
Pero una barrera de hierro rodeaba la mente de Saphira y le
bloqueaba los pensamientos. La dragona lanzó otro terrible rugido y
abrió un surco en la tierra helada con sus garras. ¡Detente! ¡Que
te oirá Garrow! ¡Juramentos traicionados, seres asesinados, huevos
destrozados! ¡Sangre por todas partes! ¡Asesinos!
Eragon, desesperado, cerró la mente a las emociones de
Saphira y observó cómo movía la cola. En el momento en que un
coletazo le pasó rozando, el muchacho corrió junto a ella, se cogió
de una púa del lomo y trepó al hueco que tenía en la base del
cuello, donde se agarró con fuerza mientras la dragona volvía a
encabritarse. -¡Basta, Saphira! -rugió Eragon, y el aluvión de
pensamientos del animal cesó de repente. Eragon le pasó la mano por
las escamas-. Todo irá bien.
Saphira se agachó, desplegó las alas y alzó el vuelo.
Planearon durante un instante, descendieron un poco y de golpe se
lanzaron hacia el cielo.
Eragon gritó al ver que la tierra quedaba atrás mientras
pasaban por encima de los árboles, y se sintió vapuleado por las
turbulencias que lo dejaron sin respiración.
Saphira hizo caso omiso de su terror y se ladeó en dirección
a las Vertebradas. Eragon,con el estómago revuelto, vislumbró
debajo la granja y el río Anora. Se agarró firmemente con los
brazos al cuello de Saphira y se concentró en contemplar las
escamas que le quedaban a la altura de los ojos para no vomitar
mientras ella seguía ascendiendo. Cuando Saphira adoptó una
posición horizontal, Eragon reunió el coraje suficiente para mirar
a su alrededor, aunque el aire estaba tan frío que se le helaron
las pestañas. Llegaron a las montañas más rápido de lo que se había
imaginado. Desde el aire, las cumbres parecían gigantescos dientes
afilados como cuchillas, dispuestos a destrozarlos. Saphira se
bamboleó inesperadamente, y Eragon se inclinó hacia un
lado.
Él se limpió los labios, que sabían a bilis, y ocultó la
cabeza en el cuello de la dragona.
Tenemos que regresar -le rogó Eragon-. Los forasteros van
camino de la granja.
Tenemos que avisar a Garrow. ¡Vuelve!
No hubo respuesta. Eragon trató de llegar a la mente de
Saphira, pero estaba cerrada por una brutal barrera de miedo y de
ira. Decidido a obligarla a que se diera la vuelta, penetró a la
fuerza en la armadura mental de la dragona. Empujó las partes más
débiles, debilitó las más fuertes y luchó para que lo escuchara,
pero no consiguió nada.
Muy pronto estuvieron rodeados de montañas, que formaban
impresionantes muros blancos interrumpidos por precipicios de
granito. Entre las cumbres había glaciares azules como ríos
congelados. Extensos valles y riachuelos se extendían a los pies de
Eragon y de Saphira, y el muchacho oyó el asombrado graznido de los
pájaros que volaban muy por debajo de la dragona, y divisó una
manada de cabras montesas que saltaban de cornisa en cornisa sobre
un risco.
Las ráfagas de viento provocadas por el aleteo de Saphira
golpeaban a Eragon y, cada vez que ella movía el cuello, lo
lanzaban de un lado a otro. La dragona parecía incansable y Eragon
temió que volara durante toda la noche. Por fin, al oscurecer, giró
y empezó a descender en picado.
Eragon miró hacia delante y vio que se dirigían hacia un
pequeño claro en un valle. Saphira descendía en círculos
sobrevolando la copa de los árboles. Frenó al acercarse a tierra,
aleteó y aterrizó sobre las patas traseras contrayendo los potentes
músculos para amortiguar la potencia del impacto. Luego posó las
patas delanteras y dio algunos brincos para mantener el equilibrio.
Eragon bajó sin esperar a que plegara las alas.
En el momento que pisó tierra, se le doblaron las rodillas y
cayó sobre la nieve. El muchacho dio un grito a causa del agudísimo
dolor punzante que sentía entre las piernas, y los ojos se le
llenaron de lágrimas mientras que los músculos, acalambrados por la
prolongada tensión, le temblaban con violencia. Giró hasta quedarse
de espaldas, y aunque estaba tiritando, trató de estirar los
miembros en la medida de lo posible e hizo un esfuerzo para mirarse
las piernas: tenía una gran mancha oscura en cada pernera de los
pantalones a la altura de la parte interior de los muslos. Tocó la
tela y notó que estaba húmeda. Asustado, se quitó la prenda e hizo
una mueca de dolor: las escamas de Saphira le habían arrancado la
piel y le habían dejado heridas en carne viva que palpó con cautela
y con cara de dolor. Como sentía muchísimo frío, volvió a ponerse
los pantalones, pero soltó un grito cuando le rozaron la parte
lastimada. Y al intentar ponerse de pie, las piernas no lo
sostuvieron.
La noche caía, oscureciendo todo lo que había alrededor de
Eragon; por otra parte, las montañas en sombra le resultaban
desconocidas.
«Estoy en las Vertebradas, aunque no sé dónde, en pleno
invierno con una dragona enloquecida; no puedo caminar ni buscar
refugio aunque se acerca la noche.
Tengo que volver a la granja mañana, y el único modo de
hacerlo es volando, pero no lo resistiría. -Respiró hondo-. ¡Ay,
ojalá Saphira supiera exhalar fuego!»
Se volvió y la vio a su lado, acurrucada en el suelo. Le pasó
una mano por el costado y notó que temblaba, pero la barrera de la
mente de la dragona había desaparecido y, ya sin ella, el miedo de
Saphira le llegaba a Eragon como una llamarada. Trató de quitárselo
calmándola poco a poco con suaves imágenes. ¿Por qué te han
asustado los forasteros?
Asesinos -siseó. ¡Garrow está en peligro, y tú me has
secuestrado con este ridículo viaje! ¿Acaso no puedes protegerme?
-Saphira gruñó y chasqueó las mandíbulas-. Ah, entonces si crees
que puedes, ¿por qué te has escapado?
La muerte es un veneno.
Eragon se apoyó en el codo y contuvo su
frustración.
Saphira, mira dónde estamos. Es de noche y durante el vuelo
me has dejado las piernas como quien le quita las escamas a un
pescado. ¿Era eso lo que querías?
No.
Entonces ¿por qué lo has hecho? -le
preguntó.
A través de su vínculo con Saphira, Eragon percibió el
arrepentimiento de la dragona por haberle provocado dolor, pero no
por lo que ella había hecho. Saphira apartó la mirada y se negó a
responder. La gélida temperatura estaba insensibilizando las
piernas de Eragon, y aunque eso le calmaba el dolor, sabía que no
era conveniente, así que cambió de táctica.
Me voy a congelar a menos que me hagas un refugio o un hueco
donde pueda conservar el calor. Serviría incluso un montón de
pinaza o ramas.
Parecía aliviada de que hubiera dejado de
interrogarla.
No hace falta. Me acurrucaré contra ti y te taparé con las
alas… El fuego que tengo dentro te mantendrá
caliente.
Eragon volvió a apoyar pesadamente la cabeza en el
suelo.
De acuerdo, pero quita la nieve de debajo para que esté más
cómodo.
Saphira, en respuesta, rompió un cúmulo con la cola y despejó
el terreno de un fuerte golpe. Enseguida volvió a barrer el lugar
hasta eliminar todo rastro de nieve, pero Eragon miró con
repugnancia la tierra sucia que había quedado a la
vista.
No puedo andar por ahí encima. Me tendrás que
ayudar.
La cabeza de Saphira, más grande que el torso del muchacho,
se balanceó por encima de él y la apoyó a su lado. Eragon miró
directamente a los grandes ojos de color zafiro de Saphira y se
cogió a una de las marfileñas púas de la dragona. Ella levantó la
cabeza y, poco a poco, arrastró a Eragon hasta el terreno
despejado.
Despacio, despacio.
Vio las estrellas mientras pasaba por encima de una piedra,
pero se las arregló para no soltarse. Cuando lo hizo, Saphira se
tumbó a su lado dejando a la vista su cálida barriga. Eragon se
hizo un ovillo contra las lisas escamas, y la dragona lo tapó con
el ala derecha y lo dejó en completa oscuridad, como si estuviera
dentro de una tienda viviente. Casi de inmediato el aire empezó a
perder su gelidez.
Eragon sacó los brazos de las mangas del abrigo, se arrebujó
en él y se cubrió el cuello con las mangas a modo de bufanda. Por
primera vez sintió que el hambre le atenazaba el estómago, pero eso
no lo distrajo de su preocupación fundamental: ¿podría regresar a
la granja antes que los forasteros? ¿Qué pasaría si
no?
«Aunque consiga montar otra vez a Saphira, no llegaremos
hasta bien entrada la tarde, y los forasteros podrían haberse
presentado allí mucho antes. -Cerró los ojos y sintió que una única
lágrima le caía por la mejilla-. ¿Qué he hecho?»