Eragon se incorporó de inmediato y apartó las sábanas con la
misma facilidad con que apartó su sueño de vigilia. Tenía los
brazos y las piernas doloridos del esfuerzo del día anterior. Se
puso las botas, enredándose los dedos con los cordones por la
prisa, cogió el sucio delantal del suelo y bajó los escalones de
madera tallada y decorada con grabados hasta la entrada de la casa
de Rhunon.
Fuera, el cielo brillaba con la primera luz del amanecer,
aunque el atrio todavía estaba sumido en la sombra. Eragon vio a
Rhunon y a Saphira al lado de la fragua sin paredes y corrió hacia
ellos mientras se arreglaba el pelo con las manos.
Rhunon estaba de pie, apoyada en el banco. Unas oscuras
ojeras le subrayaban los ojos y las arrugas del rostro se le veían
más profundas que antes.
La espada se encontraba delante de ella, tapada con una tela
blanca.
-He hecho lo imposible -dijo, con voz ronca y rota-. He hecho
una espada a pesar de que juré no hacerlo. Y es más, la he hecho en
menos de un día y con unas manos que no son las mías. Y, a pesar de
ello, la espada no es ni rudimentaria ni de mala calidad. ¡No! Es
la mejor espada que he forjado nunca. Hubiera preferido no usar
tanta magia en el proceso, pero ése es mi único reparo, y es un
reparo pequeño comparado con la perfección del resultado.
¡Contemplad!
Rhunon cogió la tela por una esquina y la apartó,
descubriendo la espada.
Eragon se quedó sin respiración.
Había creído que, durante las pocas horas de las que había
dispuesto, Rhunon sólo habría tenido tiempo de fabricar un mango y
una guarda sencillas y, quizás, una vaina simple de madera. Pero la
espada que Eragon vio en el banco era tan magnífica como Zar'roc, Naegling y Támerlein y, en su opinión, más bonita que ninguna
de ellas.
La hoja estaba cubierta por una lustrosa funda del mismo azul
oscuro que las escamas de la grupa de Saphira. El color tenía una
sutileza de tonos parecida a la de la luz jaspeada del fondo de un
lago de bosque. Una pieza de acero brillante con forma de hoja
decoraba la punta de la vaina y un collar de enredadera rodeaba la
boca. La guarda, curvada, también estaba hecha de acero brillante
pulido, al igual que los cuatro nervios que sujetaban el gran
zafiro que formaba el pomo. La empuñadura, de un mango y medio,
estaba hecha de una madera dura y oscura.
Sobrepasado por un sentimiento de veneración, Eragon alargó
la mano hacia la espada, pero, inmediatamente, se detuvo y miró a
Rhunón.
-¿Puedo? -preguntó.
Ella asintió con la cabeza.
-Puedes. Yo te la doy, Asesino de Sombra.
Eragon levantó la espada del banco. La vaina y la madera de
la empuñadura eran frías al tacto. Durante unos minutos se
maravilló de los detalles de la vaina y de la guarda de la
empuñadura. Luego asió el mango y desenfundó la
hoja.
Al igual que el resto de la espada, la hoja era azul, pero de
un tono ligeramente más claro: era el mismo azul que Saphira tenía
en las escamas del cuello en lugar del azul que tenía en las de la
grupa. Y, al igual que en Zar'roc, el color
tenía una luz iridiscente: al mover la espada, el color brillaba y
cambiaba, mostrando muchos de los tonos azulados de Saphira. A
pesar del baño de color, los diseños afiligranados del metal y las
pálidas vetas que recorrían el filo todavía eran
visibles.
Con una sola mano, Eragon blandió la espada en el aire y rio
al comprobar lo ligera y rápida que era. Casi parecía estar viva.
Tomó la espada con ambas manos y disfrutó al notar que éstas
encajaban a la perfección en el mango. Se precipitó hacia delante y
acuchilló a un enemigo imaginario, seguro de que éste, de ser real,
hubiera muerto con el ataque.
-Ahí -dijo Rhunón, señalando un montón de tres varas de
hierro que se encontraba de pie en el suelo, al lado de la fragua-.
Pruébala ahí.
Eragon se concentró un momento y dio un único paso hacia las
varas. Con un grito, dio un altibajo y cortó las tres varas. La
hoja emitió una nota pura que se desvaneció despacio en el
silencio. Al examinar el filo con que había golpeado vio que el
impacto no lo había dañado en absoluto.
-¿Estás satisfecho, Jinete de Dragón? -preguntó
Rhunón.
-Más que satisfecho, Rhunón-elda -dijo Eragon, haciendo una
reverencia a la elfa-. No sé cómo darte las gracias por este
regalo.
-Puedes hacerlo matando a Galbatorix. Si existe una espada
destinada a matar a ese rey loco, es ésta.
-Lo intentaré con todas mis fuerzas,
Rhunón-elda.
La elfa asintió con la cabeza, satisfecha.
-Bueno, finalmente tienes espada propia, que es lo que tenía
que ser. ¡Ahora sí eres un verdadero Jinete de
Dragón!
-Sí-dijo Eragon, levantando la espada hacia el cielo para
admirarla-. Ahora soy un verdadero Jinete de
Dragón.
-Antes de que te marches, te queda una última cosa por hacer
-dijo Rhunón.
-¿Qué?
Rhunón señaló la espada con un dedo.
-Tienes que darle un nombre para que pueda marcar la hoja y
la vaina con la runa adecuada.
Eragon se acercó a Saphira:
¿Qué piensas?
Yo no soy quien tiene que llevar la
espada. Dale el nombre que te parezca
adecuado.
Sí, pero ¡tú
debes de tener alguna ideal
Saphira bajó la cabeza hacia él y olió la
espada.
Yo la llamaría:
«Diente de Joya Azul». O tal vez: «Garra
Roja-Azul».
Esto le sonaría
ridículo a un humano.
Entonces, ¿qué me
dices de «Segadora» o «Destripadura»? ¿O quizá «Garra Luchadora», o
«Espina Brillante», o «Cortapies»? Podrías ponerle «Terror» o
«Dolor» o «Amargura» o «Siempre Afilada» o «Punta de Escama», eso
último por las líneas que se ven en el acero. También están «Lengua
de Muerte», y «Acero Élfico», y «Metal de Estrella» y muchos
otros.
Ese despliegue repentino sorprendió a
Eragon.
Tienes talento para esto -le
dijo.
Inventar nombres al azar es
fácil. Inventar el nombre correcto, sin
embargo, puede acabar con la paciencia incluso de un
elfo.
¿Qué me dices de «Asesina de
Rey»?-preguntó Eragon.
¿Y qué harás cuando hayas matado a
Galbatorix? Entonces, ¿qué?¿No harás nada más con tu
espada?
Hum… -Eragon colocó la espada al lado
de la pata delantera de Saphira y dijo-: Es
exactamente del mismo color que tú… Le podría poner tu
nombre.
Saphira soltó un gruñido profundo.
No.
Eragon reprimió una sonrisa.
¿Estás segura?Imagínate que estamos en la
batalla y que…
Saphira clavó las garras en el suelo.
No. Yo no soy un objeto que puedas
mostrar y con el que puedas hacer chistes.
No, tienes razón.
Lo siento… Bueno, ¿y si la llamo «Esperanza» en el idioma
antiguo? Zar'roc significa «Sufrimiento»;
asi pues, ¿no sería adecuado que yo llevara una espada cuyo nombre
contrapesara la miseria?
Un sentimiento noble -dijo Saphira-.
Pero ¿de verdad quieres dar esperanza a tus
enemigos? ¿Quieres apuñalar a Galbatorix con
esperanza?
Es un juego de palabras divertido
-dijo él, riendo.
Quizás una vez,
pero no más.
Frustrado, Eragon hizo una mueca y se rascó la barbilla
mientras observaba el juego de la luz en la brillante superficie.
Al mirar en las profundidades del acero vio los diseños parecidos a
llamas que marcaban la transición entre el acero más blando de la
espiga y el de las tejas, y recordó la palabra que Brom había
utilizado para encender la pipa en el recuerdo que Saphira había
compartido con él. Entonces pensó en Yazuac, donde había utilizado
la magia por primera vez, y también en el duelo con Durza en
Farthen Dür, y en ese instante supo, sin ninguna duda, que había
encontrado el nombre correcto para su espada.
Lo consultó con Saphira y, cuando ella asintió, Eragon
levantó la espada a la altura del hombro y dijo:
-Me he decidido. Espada, ¡te doy el nombre de Brisingrl
Entonces, con un ruido como el del aullido del viento, la
espada se encendió y unas llamas de un color azul zafiro
envolvieron el acero.
Eragon soltó un grito de sorpresa, dejó caer la espada y dio
un salto hacia atrás, con miedo a quemarse. La espada continuó
ardiendo en el suelo y las traslúcidas llamas quemaron un círculo
de hierba a su alrededor. Entonces Eragon se dio cuenta de que era
él quien proporcionaba la energía que alimentaba ese fuego
sobrenatural. Rápidamente detuvo la magia y el fuego se apagó.
Asombrado por haber realizado un hechizo sin quererlo, recogió la
espada y tocó la hoja con la punta del dedo. No estaba más caliente
que antes.
Rhunón se acercó a él y, con el ceño fruncido, le cogió la
espada de las manos para examinarla desde la punta hasta el
pomo.
-Tienes suerte de que la hubiera protegido contra el calor y
la rotura, porque si no, hubieras dañado la guarda y, así, se
hubiera destruido el temple de la hoja. No vuelvas a dejarla caer,
Asesino de Sombra, aunque se convierta en una serpiente, porque
tendré que quitártela y darte un martillo viejo para
sustituirla.
Eragon se disculpó. Un poco más aplacada, Rhunón le devolvió
la espada.
-¿Le has prendido fuego a propósito? -le
preguntó.
-No -contestó Eragon, incapaz de explicar lo que había
sucedido.
-Vuelve a decirlo -le ordenó Rhunón.
-¿El qué?
-El nombre, el nombre, vuelve a decirlo.
Eragon sostuvo la espada todo lo lejos del cuerpo que pudo y
exclamó:
-¡Brisingr!
Una eclosión de llamas crepitantes envolvió la hoja de la
espada y 625 el calor le llegó hasta el
rostro. Esta vez notó la ligera pérdida de fuerza en el cuerpo a
causa del hechizo. Al cabo de un momento apagó el
fuego.
Otra vez, Eragon exclamó:
-¡Brisingr!
Y, de nuevo, la hoja se encendió con unas airadas lenguas de
fuego azul.
¡He ahí una espada adecuada para un
Jinete y un dragón! -intervino Saphira con tono complacido-.
Respira fuego con la misma facilidad que
yo.
-Pero yo no intentaba lanzar un hechizo -protestó Eragon-. Lo
único que he hecho ha sido decir «Brisingr» y… -Soltó un grito y un
juramento al ver que la espada volvía a arder. Apagó la espada por
cuarta vez.
-¿Puedo? -preguntó Rhunón, alargando una mano hacia Eragon.
El le dio la espada-: ¡Brisingr!
Pareció que la hoja de la espada se estremecía, pero a parte
de eso, no pasó nada. Rhunón le devolvió la espada con expresión
contemplativa y le dijo:
-Sólo se me ocurren dos explicaciones para esta maravilla.
Una es que, dado que has participado en la forja, has imbuido a la
hoja con una parte de tu personalidad y, así, ésta se armoniza con
tus deseos. La otra explicación es que has descubierto el verdadero
nombre de tu espada. Quizás ambas cosas sean ciertas. En cualquier
caso, has elegido bien, Asesino de Sombra. ¡Brisingr! Sí, me gusta. Es un buen nombre para una
espada.
Un nombre muy bueno -convino Saphira.
Entonces Rhunón colocó la mano en el centró de Brisingr y murmuró un hechizo. El signo élfico del
«fuego» apareció a ambos lados de la hoja. Luego, hizo lo mismo en
la vaina.
Eragon volvió a dedicar una reverencia a la elfa; junto con
Saphira le expresaron su gratitud. Una sonrisa apareció en el
anciano rostro de Rhunón, que les tocó la frente a ambos con su
calloso pulgar.
-Me alegro de haber ayudado a los Jinetes otra vez. Ve,
Asesino de Sombra. Ve, Escamas Brillantes. Volved con los vardenos
y que vuestros enemigos huyan aterrorizados cuando vean la espada
que
blandes.
Eragon y Saphira se despidieron y, juntos, se alejaron de la
casa de Rhunón. Eragon llevaba la espada Brisingr en los brazos, como si sostuviese a un
recién nacido.