La pila de brasas palpitaba como el corazón de una bestia gigante. De vez en cuando, unas chispas doradas aparecían y recorrían la superficie de la madera para desaparecer inmediatamente por alguna grieta incandescente.


Los restos agonizantes de la hoguera que habían encendido Eragon y Roran emitían una tenue luz roja alrededor, y dejaban a la vista un trozo de terreno rocoso, unos pocos arbustos grisáceos, la masa informe de un enebro algo más lejos y, más allá, nada.

Eragon estaba sentado con los pies descalzos extendidos hacia el nido de brasas de color rubí y el reconfortante calor que desprendían, con la espalda apoyada contra las nudosas escamas de la gruesa pata derecha de Saphira. Frente a él estaba Roran, de pie, apoyado en la carcasa endurecida y blanqueada por el sol de un antiguo tronco erosionado por el viento. Cada vez que se movía, el tronco emitía un desagradable quejido que a Eragon le perforaba los oídos.

De momento reinaba la calma en la hondonada. Incluso las brasas ardían en silencio; Roran sólo había cogido ramas muy secas, sin ninguna humedad, para evitar cualquier humo que pudiera resultar visible para ojos hostiles.

Eragon acababa de contarle las noticias del día a Saphira. En situaciones normales no tenía que contarle qué había estado haciendo, ya que los pensamientos, los sentimientos y otras sensaciones fluían entre ellos como el agua de una orilla de un lago a la otra. Pero en este caso era necesario porque Eragon había bloqueado cuidadosamente su mente durante la expedición, salvo para buscar por la guarida de los Ra'zac.

Tras un silencio considerable, Saphira bostezó, dejando al descubierto sus terribles dientes.

Serán crueles y malvados, pero me impresiona que los Ra'zac hayan podido hechizar a sus presas para que quieran ser comidas.

Son grandes cazadores, para hacer eso… Quizá yo deba intentarlo algún día.

Pero no con gente -se sintió obligado a puntualizar Eragon-. Pruébalo con ovejas.

Personas, ovejas… ¿Qué diferencia hay para un dragón?

A continuación se rio profundamente, y un intenso murmullo que recordaba el sonido del trueno le recorrió la garganta.

Eragon se echó adelante para retirar su peso de las afiladas escamas de Saphira y cogió el bastón de espino que tenía al lado. Lo hizo girar entre las palmas de la mano, admirando el juego de luces a través de la maraña de raíces pulidas de la parte superior y la puntiaguda contera de metal de la base, muy rayada.

Roran le había lanzado el bastón antes de salir de la ciudad de los vardenos en los Llanos Ardientes y le había dicho: «Aquí tienes. Fisk me lo hizo después de que los Ra'zac me mordieran en el hombro. Sé que has perdido tu espada, y he pensado que quizá podrías necesitarlo…Si quieres conseguir otra arma de filo, muy bien, pero yo he observado que hay pocas luchas que no puedas ganar con unos cuantos golpes bien dados con un sólido bastón». Eragon recordaba el bastón que llevaba siempre Brom, así que había decidido renunciar a una nueva espada en favor del largo alcance de la nudosa vara de espino. Aquella noche había fortificado tanto la nudosa madera de espino como el mango del martillo de Roran con varios hechizos que evitarían que se rompieran, a menos que los sometieran a una presión extrema.

Espontáneamente, Eragon dio paso a una serie de recuerdos: un triste cielo anaranjado y púrpura le rodeaba cuando Saphira se lanzó tras el dragón rojo y su Jinete. El viento le aullaba al oído… Tenía los dedos ya insensibles del choque de las espadas en aquel duelo contra el mismo Jinete en el suelo… Arrancando el casco a su enemigo en pleno combate y dejando al descubierto al que había sido su amigo y compañero de viaje, Murtagh, al que creía muerto… La mueca burlona en el rostro de Murtagh al quitarle Zar'roc, reclamando la posesión de la espada roja, que le correspondía como hermano mayor de Eragon…

Parpadeó, desorientado, al sentir que la furia y el fragor de la batalla se desvanecían y que el lugar del olor a sangre lo ocupaba el agradable aroma de la madera de enebro. Se pasó la lengua por los dientes superiores, intentando erradicar el sabor a bilis que le llenaba la boca.

Murtagh.

El nombre por si solo generaba en Eragon un remolino de emociones confusas. Por una parte, le gustaba Murtagh. Los había salvado a él y a Saphira de los Ra'zac tras su primera y desafortunada visita a DrasLeona; había arriesgado su vida para rescatar a Eragon de Gil'ead; se había desenvuelto con honor en la batalla de Farthen Dür; y, a pesar de los tormentos que sin duda habría sufrido como consecuencia, había optado por interpretar las órdenes de Galbatorix de modo que le permitieran liberar a Eragon y a Saphira tras la batalla de los Llanos Ardientes en vez de tomarlos presos. No era culpa de Murtagh que los Gemelos lo hubieran abducido, que el dragón rojo, Espina, le hubiera escogido a él como Jinete, ni que Galbatorix hubiera descubierto sus nombres verdaderos, con los que había conseguido obligarles al juramento de fidelidad en el idioma antiguo tanto a Murtagh como a Espina.

A Murtagh no se le podía echar la culpa de nada de aquello. Era una víctima del destino, y lo había sido desde el día en que había nacido.

Y sin embargo… Murtagh serviría a Galbatorix contra su voluntad y renegaría de las atrocidades que el rey le obligaba a cometer, pero una parte de él parecía disfrutar con la ostentación del poder recién adquirido. Durante el reciente enfrentamiento entre los vardenos y el Imperio en los Llanos Ardientes, Murtagh había aislado al rey enano, Hrothgar, y lo había matado, aunque Galbatorix no se lo había ordenado. Había permitido que Eragon y Saphira escaparan, sí, pero sólo después de derrotarlos en una brutal exhibición de fuerza y de que Eragon le suplicara la libertad.

Y Murtagh había disfrutado demasiado con la desazón que había provocado en Eragon al revelarle que ambos eran hijos de Morzan, que era el primero y último de los trece Jinetes de Dragón, los Apóstatas, que habían traicionado a sus compatriotas al aliarse con Galbatorix. Ahora, cuatro días después de la batalla, a Eragon se le ocurría una nueva explicación: «Quizá lo que le gustó a Murtagh fue ver a otra persona soportando la terrible carga que él había llevado toda la vida».

Fuera cierto o no, sospechaba que Murtagh había adoptado su nuevo papel por el mismo motivo que un perro que ha sido azotado sin motivo acaba algún día atacando a su dueño. Murtagh había recibido golpes y más golpes, y ahora se le presentaba la oportunidad de revolverse contra un mundo que había mostrado poca compasión por él. Sin embargo, por mucho que quedara de noble en el pecho de Murtagh, él y Eragon estaban condenados a ser enemigos mortales, puesto que las promesas de Murtagh en el idioma antiguo le vinculaban a Galbatorix con unos grilletes inquebrantables y así sería por siempre.

Ojalá no hubiera ido con Ajinad a perseguir a los úrgalos por los subterráneos de Farthen Dür. Tal vez si hubiera sido algo más rápido, los Gemelos…

Eragon -dijo Saphira.

Eragon se contuvo y asintió, agradecido por la intervención. Hizo lo posible por evitar cavilar sobre Murtagh o su parentesco, pero eran pensamientos que a menudo le abordaban cuando menos se lo esperaba.

Respiró hondo y soltó el aire lentamente para aclarar la mente, e intentó obligarse a volver a pensar en el presente, pero no lo conseguía. La mañana después de la multitudinaria batalla de los Llanos Ardientes -cuando los vardenos se dedicaban a reagruparse y prepararse para marchar tras el ejército del Imperio, que se había retirado varias leguas por el río Jiet hacia las montañas-, Eragon se había presentado ante Nasuada y Arya, les había explicado la situación de Roran y les había pedido permiso para ayudar a su primo. No lo había obtenido. Las dos se opusieron frontalmente a lo que Nasuada describió como «un plan insensato que, si sale mal, tendrá consecuencias catastróficas para toda Alagaësia».

La discusión se alargó hasta que Saphira la interrumpió con un rugido que hizo temblar las paredes de la tienda de mando. Entonces dijo:

Estoy dolorida y cansada, y Eragon no parece estar expresándose bien. Tenemos cosas mejores que hacer que pasar el rato aquí, refunfuñando como grajos, ¿no? Bien, pues escuchadme.

Eragon pensó que desde luego era difícil discutir con un dragón.

Los detalles de la exposición de Saphira eran algo complejos, pero la estructura básica de su presentación era directa. Saphira apoyaba a Eragon porque comprendía lo mucho que suponía para él la misión propuesta, mientras que éste apoyaba a Roran por su vínculo afectivo y familiar, y porque sabía que Roran saldría en busca de Katrina con o sin él, y su primo nunca conseguiría derrotar a los Ra'zac por sí solo. Además, mientras el Imperio tuviera cautiva a Katrina, Roran -y a través de él Eragon- era vulnerable a la manipulación por parte de Galbatorix. Si el usurpador amenazaba con matar a Katrina, Roran no tendría otra opción que acceder a sus demandas. Por tanto, lo mejor sería reparar aquella brecha en su defensa antes de que sus enemigos la aprovecharan.

En cuanto al momento, era perfecto. Ni Galbatorix ni los Ra'zac se esperarían una incursión por el centro del Imperio cuando los vardenos estaban tan ocupados combatiendo a las tropas de Galbatorix cerca de la frontera de Surda. Murtagh y Espina habían sido vistos volando hacia Urü'baen -sin duda para ser reprendidos en persona-, y Nasuada y Arya estuvieron de acuerdo con Eragon en que aquellos dos probablemente seguirían hacia el norte para enfrentarse a la reina Islanzadí y al ejército a su mando cuando los elfos lanzaran su primer ataque y revelaran su presencia. Y, dentro de lo posible, sería conveniente eliminar a los Ra'zac antes de que empezaran a aterrorizar y a desmoralizar a los guerreros vardenos.

A continuación, Saphira, en el tono más diplomático posible, señaló que si Nasuada ejercía su autoridad como señora de Eragon y le prohibía participar en aquella campaña, mancharía su relación con un rencor y una discordia que podrían acabar minando la causa de los vardenos.

Pero la elección es vuestra -dijo Saphira-. Retened a Eragon si queréis. No obstante, sus compromisos no son los míos; yo, personalmente, he decidido acompañar a Roran. Me parece una buena aventura.

Eragon esbozó una sonrisa al recordar la escena. El peso combinado de la declaración de Saphira y de su lógica incontestable había convencido a Nasuada y Arya, que, aunque a regañadientes, habían dado su aprobación. Posteriormente, Nasuada había dicho:

-Confiamos en vuestro buen juicio al respecto, Eragon y Saphira. Por vuestro bien y por el nuestro, espero que esta expedición tenga éxito. -Su tono hizo dudar a Eragon de si sus palabras comunicaban un deseo sentido o una sutil amenaza.

Se había pasado el resto del día reuniendo provisiones, estudiando mapas del Imperio con Saphira y lanzando los hechizos que consideraba necesarios, entre ellos uno destinado a frustrar los intentos de Galbatorix o de sus siervos de rastrear el paradero de Roran. A la mañana siguiente, Eragon y Roran se habían subido a lomos de Saphira y habían emprendido el vuelo: se habían elevado por encima de las nubes anaranjadas que cubrían los Llanos Ardientes y se habían dirigido al nordeste. La dragona voló sin parar hasta que el sol hubo atravesado la bóveda celeste para extinguirse tras el horizonte y luego acabar de nuevo en una espléndida explosión de rojos y amarillos.

El primer tramo de su viaje les llevó hacia los confines del Imperio, donde vivía poca gente. Allí giraron hacia el oeste, hacia Dras-Leona y Helgrind. Desde allí, viajaron de noche para evitar que los vieran desde los numerosos pueblecitos dispersos por las praderas que se extendían entre ellos y su destino.

Eragon y Roran tuvieron que taparse con túnicas y pieles, mitones de lana y gorros de fieltro, ya que Saphira decidió volar por encima de las cumbres heladas de muchas de las montañas -donde el aire era fino y seco y les punzaba en los pulmones-, de modo que si a un granjero que estuviera atendiendo a un ternero enfermo en el campo o a un vigía con buena vista se les ocurría levantar la mirada a su paso, viera a Saphira de un tamaño no superior al de un águila.

Allá donde iban, Eragon observaba muestras de que la guerra ya era una realidad: campamentos de soldados, carros llenos de provisiones amontonadas para la noche y filas de hombres con grilletes en el cuello sacados de sus casas para luchar por Galbatorix. La cantidad de recursos desplegados en su contra era realmente impresionante.

Hacia el final de la segunda noche, Helgrind apareció a lo lejos: una masa de columnas puntiagudas que no presagiaba nada bueno, apenas visible a la luz grisácea que precedía al alba. Saphira había aterrizado en la hondonada en la que ahora se encontraban, y se habían pasado la mayor parte del día anterior durmiendo, antes de iniciar su exploración.

El fuego se agitó y escupió motas de color ámbar cuando Roran echó una nueva rama a las quebradizas brasas. Cruzó una mirada con Eragon y se encogió de hombros.

-Hace frío -dijo.

Antes de que Eragon pudiera responder, oyó el sonido de un roce metálico, parecido al de una espada al desenvainar.

No pensó: se lanzó en dirección contraria, dio una voltereta y quedó en cuclillas, con el bastón de espino levantado para contener el golpe que se le venía encima. Roran fue casi igual de rápido: en pocos segundos, cogió su escudo del suelo, se echó atrás y sacó el martillo del cinturón.

Se quedaron inmóviles, esperando el ataque.

El corazón de Eragon latía con fuerza y los músculos le temblaban mientras escrutaba la oscuridad en busca del mínimo rastro de movimiento.

Yo no huelo nada -dijo Saphira.

Tras unos segundos en los que no pasó nada, Eragon extendió su poder mental por los alrededores.

-Nadie -dijo.

Luego se adentró en las profundidades de sí mismo, hasta el lugar donde podía sentir el flujo de la magia, y pronunció las palabras:

-¡Brisingr raudhr!

Una pálida luz rojiza apareció varios metros más allá y se quedó allí, flotando a la altura de los ojos y pintando la hondonada con un brillo acuoso. Eragon se movió ligeramente y la luz siguió su movimiento, como si estuviera conectada a él por una vara invisible.

Acompañado por Roran, se desplazó hasta el punto en el que habían oído el sonido, por el sinuoso desfiladero que se abría hacia el este. Oyeron resonar el murmullo de sus armas y caminaron deteniéndose tras cada paso, dispuestos a defenderse en cualquier momento. A unos diez metros del campamento, Roran levantó una mano, haciendo que Eragon se detuviera, y luego señaló una placa de pizarra tirada sobre la hierba. Parecía claramente fuera de lugar. Roran se arrodilló y frotó la pizarra con un fragmento más pequeño, creando el mismo sonido de roce metálico que habían oído antes.

-Debe de haberse caído -concluyó Eragon, examinando las paredes del desfiladero.

Dejó que la luz se apagara. Roran asintió, se puso en pie y se sacudió la suciedad de las rodillas.

Mientras volvían junto a Saphira, Eragon analizó la velocidad a la que habían reaccionado. El corazón aún se le contraía en un nudo duro y doloroso a cada latido, le temblaban las manos y sentía la necesidad de echarse a correr varios kilómetros por el bosque sin parar. «Antes no habríamos reaccionado de este modo», pensó. El motivo de tanta tensión no era ningún misterio: cada uno de sus enfrentamientos había ido haciendo mella en su complacencia y dejándole los nervios a flor de piel.

-¿Los ves? -dijo Roran, que debía de estar pensando en algo parecido.

-¿A quiénes?

-A los hombres que has matado. ¿Los ves en tus sueños? -A veces.

El brillo irregular de las brasas iluminó el rostro de Roran desde abajo y formó densas sombras sobre la boca y la frente, que le daban a sus penetrantes ojos entrecerrados un aspecto siniestro. Hablaba lentamente, como si le costara pronunciar las palabras.

-Yo nunca deseé ser guerrero. Soñaba con sangre y gloria cuando era pequeño, como todos los chicos, pero lo que me importaba era la tierra. Eso y nuestra familia… Y ahora he matado… He matado una y otra vez, y tú has matado aún más -dijo. Tenía la mirada perdida en algún lugar distante que sólo él podía ver-. Estaban aquellos dos hombres de Narda… ¿Te lo he contado alguna vez?

Lo había hecho, pero Eragon sacudió la cabeza y permaneció en silencio.

-Montaban guardia en la puerta principal… Dos, ya sabes, y el hombre de la derecha tenía el cabello de un blanco intenso. Lo recuerdo porque no debía de tener más de veinticuatro o veinticinco años. Llevaban el escudo de Galbatorix, pero hablaban como si fueran de Narda. No eran soldados profesionales. Probablemente no eran más que hombres que habían decidido ayudar a proteger sus casas de los úrgalos, los piratas y los forajidos… No teníamos intención de levantar un dedo en su contra. Te lo juro, Eragon, aquello nunca formó parte de nuestro plan. Pero no tuve elección. Me reconocieron. Apuñalé al hombre de pelo blanco por debajo de la barbilla… Fue como cuando padre degollaba a un cerdo. Y luego el otro, le rompí el cráneo. Aún siento el contacto de sus huesos al ceder… Recuerdo cada golpe que he dado, desde los soldados de Carvahall a los de los Llanos Ardientes… Ya sabes, cuando cierro los ojos, a veces no puedo dormir por la intensidad de la luz del fuego de los muelles de Teirm. En esos momentos me parece que me voy a volver loco.

Eragon se sorprendió apretando el bastón tan fuerte que tenía los nudillos blancos y los tendones se le marcaban en el interior de las muñecas:

-Es cierto -dijo-. Al principio eran sólo úrgalos, luego fueron hombres y úrgalos, y ahora esta batalla final… Sé que lo que hacemos está bien, pero «bien» no significa «fácil». Al ser quienes somos, los vardenos esperan que Saphira y yo nos pongamos al frente de su ejército y matemos a batallones enteros de soldados. Y lo hacemos. Lo hemos hecho.

Se le quebró la voz y permaneció en silencio.

Todo gran cambio viene acompañado de una gran agitación. Y nosotros lo hemos experimentado con creces, ya que somos protagonistas de ese cambio. Yo soy una dragona, y no lamento las muertes de los que nos ponen en peligro. Matar a los guardas de Narda quizá no sea un logro digno de celebración, pero tampoco es algo de lo que sentirse culpable. Tenias que hacerlo. Cuando tienes que luchar, Roran, ¿no te da alas la pasión del combate?¿No conoces el placer de lanzarte contra un digno rival y la satisfacción de ver los cuerpos de tus enemigos apilados ante ti? Eragon, tú lo has experimentado. Ayúdame a explicárselo a tu primo.

Eragon se quedó mirando las brasas. Saphira había dicho una verdad que a él le costaba reconocer, ya que, si admitía que podía disfrutar con la violencia, quizá se convirtiera en algo que él mismo despreciaba. Así que calló. Al otro lado de la hoguera, Roran parecía igualmente afectado.

Con una voz más suave, Saphira dijo:

No te enfades. No pretendía contrariarte… A veces me olvido de que aún no estás acostumbrado a estas emociones, mientras que yo he tenido que luchar con uñas y dientes para sobrevivir desde el día que nací.

Eragon se puso en pie y se dirigió hacia las alforjas, de donde sacó el pequeño frasquito que le había dado Orik antes de su partida, y echó dos buenos tragos de aguamiel de frambuesa. Sintió una calidez reconfortante en el estómago. Con una mueca, Eragon le pasó el frasco a Roran, que también bebió del brebaje.

Varios tragos más tarde, cuando el aguamiel había hecho su efecto y les había levantado el ánimo, Eragon dijo:

-Puede que mañana tengamos un problema.

-¿A qué te refieres?

Eragon dirigió también sus palabras a Saphira:

-¿Te acuerdas de que te dije que nosotros, Saphira y yo, podíamos enfrentarnos sin problemas a los Ra'zac?

-Sí.

Es cierto -dijo Saphira.

-Bueno, estaba pensando en ello mientras escrutábamos Helgrind, y ya no estoy tan seguro. Hay un número casi infinito de modos de usar la magia. Por ejemplo, si quiero encender fuego, podría hacerlo con el calor del aire o del suelo; o podría crear una llama de energía pura; podría crear un rayo; podría concentrar una ráfaga de rayos de sol en un punto determinado; podría usar la fricción, etcétera.

-¿Y entonces?

-El problema es que, aunque pueda idear numerosos hechizos para realizar esa única acción, para «bloquear» esos hechizos puede bastar con un simple contrahechizo. Si evitas que la acción misma tenga lugar, no tienes que crear un contrahechizo a medida considerando las propiedades específicas de cada hechizo en particular.

-Aún no entiendo qué tiene que ver eso con mañana.

Yo sí-dijo Saphira. Había entendido inmediatamente lo que significaba-. Significa que, en el último siglo, Galbatorix…

-… puede haber colocado vigilantes alrededor de los Ra'zac…

… que los protejan contra…

-… un gran número de hechizos. Probablemente yo no pueda…

… matarlos con ninguna…

-… de las palabras de muerte que me enseñaron, ni con ninguno…

…de los ataques que podamos inventarnos ahora o entonces.

Puede que…

-… tengamos que confiar…

-¡Parad! -exclamó Roran, con una sonrisa angustiada-. Parad, por favor. Cuando hacéis eso me dais dolor de cabeza.

Eragon se quedó con la boca abierta; hasta aquel momento, no se había dado cuenta de que Saphira y él habían estado hablando por turnos. Aquello le gustó: significaba que habían alcanzando un nuevo nivel de cooperación y que actuaban coordinados como una sola entidad, lo que les hacía mucho más poderosos de lo que sería cualquiera de los dos por separado. Pero al mismo tiempo le preocupaba el observar que tal coordinación, por su propia naturaleza, reducía la individualidad de ambos.

Cerró la boca y chasqueó la lengua.

-Lo siento. Lo que me preocupa es que, si Galbatorix ha tenido la previsión de tomar ciertas precauciones, quizá la fuerza de las armas sea el único modo de vencer a los Ra'zac. Si eso es así… -Yo no haré más que molestaros.

-Tonterías. Puede que seas más lento que los Ra'zac, pero no tengo duda de que les darás motivos para que teman tu arma, «Roran Martillazos» -dijo Eragon. Parecía que el halago le había gustado a su primo-. El mayor peligro para ti es que los Ra'zac o los Lethrblaka consigan que te separes de Saphira y de mí. Cuanto más juntos nos mantengamos, más seguros estaremos. Saphira y yo intentaremos tener ocupados a los Ra'zac y a los Lethrblaka, pero puede que alguno se nos escape. Cuatro contra dos sólo es una buena proporción cuando tú estás entre los cuatro. Eragon le dijo a Saphira:

Si tuviera una espada, estoy seguro de que podría matar a los Ra'zac solo, pero no sé si puedo derrotar a dos criaturas tan rápidas como los elfos, usando únicamente este bastón.

Fuiste tú quien insistió en llevar ese palo seco en vez de un arma de verdad -puntualizó su amiga-. Recuerda que te dije que quizá no bastara contra enemigos tan peligrosos como los Ra'zac. Eragon le dio la razón a regañadientes.

Si mis hechizos nos fallan, seremos mucho más vulnerables de lo que me esperaba… Mañana podríamos acabar realmente mal.

-Esto de la magia es algo peliagudo -intervino Roran, que había permanecido ajeno a la última fase de la conversación. El tronco en el que estaba sentado emitió un quejido al echarse adelante y apoyar los codos sobre las rodillas.

-Lo es -confirmó Eragon-. Lo más difícil es intentar anticiparse a cualquier hechizo posible. Paso mucho tiempo preguntándome cómo puedo protegerme si me atacan de este modo, o si otro mago esperaría que le atacara de este otro.

-¿ No podrías hacerme tan fuerte y rápido como tú?

Eragon pensó en la sugerencia antes de responder.

-No veo cómo. La energía necesaria para hacer eso tendría que venir de algún lugar. Saphira y yo podríamos dártela, pero perderíamos tanta velocidad y fuerza como la que ganarías tú.

Lo que no mencionó fue que también podría extraer energía de las plantas y animales de alrededor, sólo que a un precio terrible: la muerte de esos pequeños seres a los que les arrancaría la fuerza. Aquella técnica era un gran secreto, y Eragon sintió que no debía revelarla así como así; en realidad no debía hacerlo bajo ningún motivo. Es más, a Roran no le serviría de nada, ya que en Helgrind había bien poco que pudiera dar energía al cuerpo de un hombre.

-¿Y no puedes enseñarme a usar la magia? -propuso Roran, que al ver dudar a Eragon, añadió-: Ahora no, desde luego. No tenemos tiempo, y no tengo la pretensión de que pueda convertirme en mago de la noche a la mañana. Pero a largo plazo… ¿por qué no? Tú y yo somos primos. Tenemos mucha sangre en común. Y sería algo muy útil.

-Yo no sé cómo aprende a usar la magia alguien que no es Jinete -confesó Eragon-. No es algo que haya estudiado -añadió. Miró a su alrededor, levantó una piedra plana y redonda del suelo y se la tiró a Roran, que la cogió al vuelo-. Prueba esto: concéntrate en hacer flotar la piedra un palmo más o menos y di: «Stenr risa».

-¿Stenr risa?

-Exacto.

Roran frunció el ceño, mirando la piedra que tenía en la mano, en una pose que recordaba tanto el propio entrenamiento de Eragon que éste no pudo evitar sentir una sensación de nostalgia por los días que había pasado espoleado por Brom. Las cejas de Roran se unieron en una única línea, los labios se le tensaron en una mueca y gritó «Stern risa» con tal fuerza que Eragon casi esperó que la piedra saliera volando hasta perderse de vista.

No pasó nada.

Con una mueca aún más tensa, Roran repitió la orden:

-¡Stenr risa!

La piedra hizo gala de una profunda y serena inmovilidad.

-Bueno -dijo Eragon-, sigue intentándolo. Es el único consejo que puedo darte. Eso sí -le advirtió-, si alguna vez lo consigues, habla conmigo o con otro mago. Podrías morir o matar a otros si empiezas a experimentar con la magia sin comprender las reglas. Como mínimo, recuerda esto: si efectúas un hechizo que requiera demasiada energía, morirás. No te enfrasques en proyectos que queden más allá de tus capacidades, no intentes resucitar a los muertos y no intentes deshacer ninguna acción.

Roran asintió, sin quitarle el ojo a la piedra.

-Magia aparte, me acabo de dar cuenta de que hay algo mucho más importante que necesitas aprender.

-¿Eh?

-Sí, tienes que ser capaz de ocultar tus pensamientos a la Mano Negra, a los Du Vrangr Gata y a otros como ellos. Ahora sabes muchas cosas que podrían causarles daño a los vardenos. Por eso es esencial que domines esta técnica en cuanto volvamos. Mientras no te puedas defender de los espías, ni Nasuada ni yo ni nadie puede confiarte información que pueda resultar útil a nuestros enemigos.

-Lo entiendo. Pero ¿por qué has incluido a los Du Vrangr Gata en esa lista? Están a tu servicio y al de Nasuada.

-Es cierto, pero incluso entre nuestros aliados hay unas cuantas personas que darían el brazo derecho -se estremeció al pensar en lo apropiado de la frase- por hacerse con nuestros planes y secretos. Y con los tuyos también. Ahora eres «alguien», Roran. En parte por tus hazañas, y en parte por nuestra relación.

-Lo sé. Es una sensación extraña que te reconozca gente que no conoces.

-Sí -convino Eragon. Tenía otras muchas observaciones en la punta de la lengua, pero reprimió la tentación de seguir con el tema; era algo de lo que ya hablarían más adelante-. Ahora que ya sabes lo que se siente cuando una mente entra en contacto con otra, podrías aprender a extender la mente y buscar el contacto con otras.

-No estoy seguro de que sea algo que quiera saber hacer.

-No importa; también es posible que no seas capaz de hacerlo. En cualquier caso, antes de dedicar tiempo a intentar descubrirlo, deberías dedicarte al arte de la defensa.

-¿Cómo? -dijo su primo, levantando una ceja.

-Escoge algo: un sonido, una imagen, una emoción, cualquier cosa. Y deja que crezca dentro de tu mente hasta que emborrone todos los demás pensamientos.

-¿Eso es todo?

-No es tan fácil como crees. Ya verás; pruébalo. Cuando estés listo, dímelo, y veré qué tal lo has hecho.

Pasaron unos momentos. Luego Roran hizo un gesto con los dedos y Eragon expandió su conciencia hacia su primo, deseoso de ver los logros del chico.

Eragon lanzó todo su chorro de fuerza mental, que chocó contra un muro compuesto por los recuerdos de Katrina en la mente de Roran, donde tuvo que detenerse. No encontraba dónde agarrarse, una entrada o una grieta; no podía socavar la impenetrable barrera que tenía delante. En aquel momento, toda la identidad de Roran se basaba en sus sentimientos por Katrina; sus defensas superaban cualquiera de las que se había encontrado Eragon anteriormente, ya que en la mente de Roran no había nada más a lo que Eragon pudiera agarrarse y usar para dominar a su primo.

Roran movió la pierna izquierda y la madera que tenía debajo emitió un quejido seco.

Aquello hizo que el muro contra el que había chocado Eragon se fracturara en decenas de trozos, y que un montón de pensamientos enfrentados distrajeran a Roran: «Qué ha sido… ¡Demonios! No te fijes en eso o conseguirá entrar. Katrina, recuerda a Katrina. No hagas caso de Eragon. La noche que accedió a casarse conmigo, el olor de la hierba y de su pelo… ¿Es él? ¡No! ¡Concéntrate! No…».

Aprovechando la confusión de Roran, Eragon se abrió paso y, con la fuerza de su voluntad, inmovilizó a Roran antes de que éste pudiera volver a protegerse.

Entiendes el concepto básico -dijo Eragon.

A continuación se retiró de la mente de Roran y siguió en voz alta:

-Pero tienes que aprender a mantener la concentración aun cuando estés en plena batalla. Tienes que aprender a pensar sin pensar…, a vaciarte de toda esperanza y preocupación, a excepción de una idea, que es tu armadura. Una cosa que me enseñaron los elfos y que me ha resultado útil es recitar un acertijo o un fragmento de un poema o una canción. Si tienes algo que puedes repetir una y otra vez, es mucho más fácil evitar que la mente se distraiga.

-Trabajaré en ello -prometió Roran.

-La quieres mucho, ¿verdad? -dijo Eragon, en voz baja. Era más una constatación que una pregunta, pues la respuesta era evidente, y no estaba muy seguro de hacerla.

El amor no era un tema del que Eragon hubiera hablado con su primo hasta entonces, a pesar de las largas horas que habían pasado durante años comentando y comparando las cualidades de las diferentes muchachas de Carvahall y alrededores.

-¿Cómo ocurrió?

-Me gustó. Le gusté. ¿Qué importancia tienen los detalles?

-Venga, hombre -dijo Eragon-. Antes de irte a Therinsford estaba demasiado enfadado como para preguntarte, y no nos hemos visto más hasta hace cuatro días. Tengo curiosidad.

Roran se masajeó las sienes y la piel de alrededor de los ojos se le tensó y arrugó repetidamente.

-No hay mucho que contar. Siempre me ha gustado. No significaba gran cosa cuando era chico, pero tras mis ritos de iniciación, empecé a preguntarme con quién me gustaría casarme y quién me gustaría que fuera la madre de mis hijos. Durante una de nuestras visitas a Carvahall, vi que Katrina se detenía junto a la casa de Loring para recoger una rosa silvestre que crecía a la sombra del alero. Miraba a la flor y sonreía… Era una sonrisa tan tierna y tan feliz que en aquel mismo momento decidí que quería ver aquella sonrisa hasta el día en que muriera. -Unas lágrimas brillaron en los ojos de Roran, pero no llegaron a caer, y un segundo más tarde parpadeó y desaparecieron-. Me temo que en eso he fracasado.

Tras una pausa respetuosa, Eragon prosiguió:

-¿La cortejaste? Aparte de usarme a mí para hacerle llegar tus halagos, ¿qué es lo que hiciste?

-Preguntas como si quisieras aprender.

-No es cierto. Imaginaciones tuyas…

-Venga, Eragon -dijo Roran-. Sé cuándo estás mintiendo. Pones esa cara de tonto y las orejas se te ponen rojas. Puede que los elfos te hayan dado una nueva cara, pero esa parte de ti no ha cambiado. ¿Qué es lo que hay entre tú y Arya?

Eragon se incomodó.

-¡Nada! La luna te ha alterado el cerebro.

-Sé sincero. Muestras adoración por cada una de sus palabras, como si fueran diamantes, y la mirada se te queda prendida en ella como si estuvieras muriéndote de hambre y ella fuera un banquete dispuesto apenas un centímetro más allá de tu alcance.

Saphira emitió un ruido parecido a un chasquido y soltó una fumarola de humo de color gris oscuro por los orificios nasales.

Eragon hizo caso omiso a la risita contenida de la dragona y dijo:

-Arya es una elfa.

-Y muy guapa. Las orejas en punta y los ojos rasgados son defectos que pasan desapercibidos entre todos sus encantos. Ahora eres tú el que te defiendes como un gato panza arriba.

-Arya tiene más de cien años.

Aquella constatación pilló a Roran por sorpresa; enarcó las cejas y dijo:

-¡Me resulta difícil de creer! ¡Está en la flor de la vida!

-Pues es cierto.

-Bueno, sea como fuere, eso son motivos racionales, Eragon, y el corazón raramente hace caso a la razón. ¿Te gusta o no?

Si le gustara sólo un poco más -les dijo Saphira a ambos-, yo misma intentaría besarla.

-¡Saphira! -exclamó Eragon, avergonzado, y le dio un cachete en la pata.

Roran fue lo suficientemente prudente como para no incordiar más a Eragon.

-Entonces responde a mi primera pregunta y dime cómo están las cosas entre tú y Arya. ¿Le has hablado de esto a ella o a su familia? Por experiencia sé que no es bueno que estas cosas se estanquen.

-Sí -respondió Eragon, con la mirada clavada en el bastón bruñido-› hablé con ella.

-¿Y cómo quedó la cosa? -inquirió Roran, que, al ver que Eragon no respondía enseguida, se lamentó-: Sacarte respuestas es más difícil que arrastrar a Birka por el barro. -Eragon chasqueó la lengua al oír el nombre de Birka, uno de sus caballos de tiro-. Saphira, ¿me explicas tú este galimatías? Si no, me temo que nunca obtendré una respuesta completa.

-No quedó. De ningún modo. No me quiere -dijo Eragon sin emoción en la voz, como si comentara la desgracia de un extraño, pero de dentro le brotaba un torrente de dolor tan profundo e intenso que sintió que Saphira se retiraba un poco.

-Lo siento -dijo Roran.

Eragon tragó saliva a duras penas, echando hacia abajo el nudo que tenía en la garganta, que le rozó la llaga que sentía en el corazón y se le alojó en el estómago.

-Son cosas que pasan.

-Sé que ahora mismo te parecerá imposible -dijo Roran-, pero estoy seguro de que encontrarás a otra mujer que te haga olvidar a esa Arya. Hay muchísimas doncellas, y unas cuantas mujeres casadas, estoy seguro, que estarían encantadas de que un Jinete se fijara en ellas. No tendrás problema para encontrar esposa entre las bellezas de Alagaësia.

-¿Y tú qué habrías hecho si Katrina te hubiera rechazado?

La pregunta dejó a Roran estupefacto; era evidente que no podía imaginarse cómo habría reaccionado. Eragon continuó:

-A diferencia de lo que tú, Arya y todos los demás podáis creer, soy consciente de que existen otras mujeres interesantes en Alagaësia y de que hay gente que se enamora más de una vez. Desde luego, si pasara mis días en compañía de las damas de la corte del rey Orrin, quizá podría decidirme por alguna. No obstante, mi vida no es tan fácil. Independientemente de que el objeto de mi afecto pueda variar algún día o no, y el corazón, como tú dices, es una bestia impredecible, la pregunta sigue ahí: ¿debería?

-Retuerces las frases como las raíces de un abeto -dijo Roran-. No me hables con acertijos.

-Muy bien: ¿qué mujer humana puede llegar a comprender lo que soy, o la dimensión de mis poderes? ¿Quién podría compartir mi vida? Muy pocas, y todas ellas magas. Y de ese grupo selecto, o incluso de entre las mujeres en general, ¿cuántas son inmortales?

Roran soltó una sonora carcajada que resonó en el desfiladero.

-Ya puestos, podrías pedir la Luna, o… -Se detuvo y se quedó tenso como si estuviera a punto de dar un salto; luego se quedó paralizado en una pose forzada-. No es posible que lo seas.

-Lo soy.

-¿Es a causa del cambio que sufriste en Ellesméra o por ser Jinete? -dijo Roran, haciendo un esfuerzo por encontrar las palabras.

-Es por ser Jinete.

-Eso explica por qué Galbatorix no ha muerto.

-Sí.

La rama que Roran había añadido al fuego crepitaba con el calor de las brasas de debajo, que quemaban la nudosa madera. En su interior, alguna bolsa de savia o agua que de algún modo había conseguido escapar a los rayos del sol durante tantos años de sequía explotó en un chasquido sordo al contacto con el fuego, convirtiéndose en vapor.

-La idea es tan… «enorme» que es casi inconcebible -dijo Roran-. La muerte es parte de lo que somos. Nos guía. Nos moldea. Nos vuelve locos. ¿Puedes seguir siendo humano sin ser mortal?

-No soy invencible -señaló Eragon-. Pueden matarme igualmente con una espada o una flecha. Y también puedo contraer alguna enfermedad incurable.

-Pero si evitas esos riesgos, vivirás para siempre.

-Si es así, sí. Saphira y yo resistiremos.

-Suena a la vez como una bendición y una maldición.

-Sí. No puedo, en conciencia, casarme con una mujer que vaya a envejecer y morir mientras para mí no pasa el tiempo; esa experiencia sería cruel para los dos. Además, la idea de tomar una esposa tras otra durante siglos me resulta bastante deprimente.

-¿Puedes hacer inmortal a otra persona con la magia? -preguntó Roran.

-Puedes oscurecer las canas, puedes suavizar las arrugas y eliminar las cataratas, y yendo muy, muy lejos, puedes darle a un hombre de sesenta años el cuerpo que tenía a los diecinueve. Pero los elfos aún no han descubierto un modo de rejuvenecer la mente de una persona sin destruir sus recuerdos. ¿Y quién quiere borrar su identidad cada varias décadas a cambio de la inmortalidad? Sería un desconocido, aunque siguiera viviendo. Y un cerebro viejo en un cuerpo joven tampoco es la respuesta, ya que en las mejores condiciones de salud, los humanos estamos hechos para durar como mucho un siglo, quizás un poco más. Tampoco puedes evitar que alguien envejezca. Eso provocaría muchos otros problemas… Sí, los elfos y los hombres han probado mil y un modos de engañar a la muerte, pero ninguno ha tenido éxito.

-En otras palabras -dijo Roran-, para ti es más seguro amar a Arya que dejar que tu corazón vague libremente y que pueda enamorarse de una mujer humana.

-¿ Con quién puedo casarme yo si no es con una elfa? Sobre todo teniendo en cuenta el aspecto que tengo ahora -dijo, y reprimió el deseo de levantar la mano y tocarse las puntas curvadas de las orejas, hábito que ya había adquirido-. Cuando vivía en Ellesméra, era fácil para mí aceptar el nuevo aspecto que me habían dado los dragones. Al fin y al cabo, aquello me había aportado muchas cosas buenas. Por otra parte, los elfos se mostraban más amables conmigo tras el Agaetí Blódhren. Hasta que no volví con los vardenos no me di cuenta de lo diferente que me he vuelto… Eso también me preocupa. Ya no soy del todo humano, ni tampoco un elfo. Soy algo a medio camino, una mezcla, un híbrido.

-¡Anímate! Puede que no tengas que preocuparte por la vida eterna. Galbatorix, Murtagh, los Ra'zac o incluso alguno de los soldados del emperador pueden rebanarnos el pescuezo en cualquier momento -bromeó Roran-. Lo que haría un hombre sabio es no hacer caso del futuro y beber y gozar de la vida mientras tuviera ocasión de disfrutar de este mundo. -Sé que padre diría eso.

-Y nos daría una buena paliza para empezar.

Se rieron juntos, y luego el silencio que tan a menudo había interrumpido su conversación volvió a hacer acto de presencia, creando un vacío compuesto de preocupación, intimidad y, al mismo tiempo, de las muchas diferencias que había creado el destino entre dos personas que en otro tiempo vivían vidas que no eran más que variaciones de una misma melodía.

Deberíais dormir-les dijo Saphira-. Es tarde, y mañana tenemos que levantarnos pronto.

Eragon miró la negra bóveda celeste, calculando la hora por la rotación de las estrellas. La noche había avanzado más de lo que creía.

-Sabio consejo -admitió-. Ojalá tuviéramos unos días más para descansar antes de atacar Helgrind. La batalla de los Llanos Ardientes nos dejó agotados, a mí y a Saphira, y aún no estamos recuperados del todo, después de volar hasta aquí, y con la energía que transferí al cinturón de Beloth el Sabio, las dos últimas noches. Aún me duelen piernas y brazos, y tengo más moratones de los que puedo contar. Mira… -Se soltó los nudos del puño de la manga izquierda, se arremangó la suave tela de lámarae, fabricada por los elfos tejiendo lana y hebras de ortiga, y dejó al descubierto una mancha amarillenta justo en el lugar en que le había golpeado el escudo contra el antebrazo.

-¡Ja! -dijo Roran-. ¿A esa marca minúscula la llamas moratón? Yo me he hecho más daño con el golpe que me he dado en el dedo del pie esta mañana. Mira, te enseñaré un moratón del que puede estar orgulloso un hombre. -Se desató la bota izquierda, se la quitó y se levantó los pantalones, dejando a la vista una franja negra de la anchura del pulgar de Eragon, que le cruzaba los cuadríceps-. Me di con el mango de una lanza al echárseme encima un soldado.

-Impresionante, pero tengo algo aún mejor -contestó Eragon. Se quitó la túnica, se sacó los faldones de la camisa de dentro de los pantalones y se giró hacia un lado para que Roran pudiera ver la gran mancha sobre las costillas y el mismo tono sobre el vientre-. Flechas -explicó. Luego se descubrió el antebrazo derecho, y mostró un moratón a juego con el del otro brazo, que había recibido al repeler el ataque de una espada con la guarda del brazo.

Roran, a su vez, descubrió una serie irregular de manchas azules verdosas, cada una del tamaño de una moneda de oro, que se extendían desde la axila izquierda hasta la base de la columna y que se había hecho al caer por entre unas rocas, clavándose la armadura.

Eragon inspeccionó las lesiones, chasqueó la lengua y dijo:

-¡Bah, eso son pinchacitos! ¿Te perdiste y te metiste entre las zarzas? Yo tengo una que deja eso en nada. -Se quitó ambas botas, se puso de pie y se bajó los pantalones, quedándose sólo con la camisa y los calzoncillos de lana-. Supera esto si puedes -dijo, y señaló el interior de sus muslos. Una variopinta combinación de colores le salpicaba la piel, como si Eragon fuera una fruta exótica que maduraba a manchas irregulares, del verde manzana al morado de la fruta podrida.

-¡Vaya! -dijo Roran- ¿Cómo te lo hiciste?

-Salté desde el lomo de Saphira mientras luchábamos contra Murtagh y Espina por el aire. Así es como herí a Espina. Saphira consiguió colarse por debajo y agarrarme antes de que diera contra el suelo, pero aterricé sobre su espalda algo más violentamente de lo que me habría gustado.

Roran hizo un gesto de dolor, estremeciéndose al mismo tiempo.

-¿Sigue hasta…? -preguntó, resiguiendo la marca con el dedo y haciendo un gesto hacia arriba.

-Desgraciadamente.

-Tengo que admitir que es una marca considerable. Deberías estar orgulloso; es un logro considerable lesionarse como lo hiciste tú y en ese lugar… «particular».

-Me alegro de que lo valores.

-Bueno -dijo Roran-, quizá tú tengas el moratón más grande, pero los Ra'zac me dejaron una herida que no puedes igualar, ya que tengo entendido que los dragones te eliminaron la cicatriz de la espalda -dijo, al tiempo que se quitaba la camisa y se alejaba en dirección a la temblorosa luz de las brasas.

En un primer momento, Eragon puso unos ojos como platos; luego supo disimular y ocultó su asombro tras una expresión más neutra. Se reprochó interiormente por su reacción, pensando: «No puede ser tan grave», pero cuanto más estudiaba la cicatriz, más aumentaba su preocupación.

Una larga cicatriz arrugada, roja y brillante, cubría el hombro derecho de Roran, desde la clavícula hasta alcanzar casi el codo. Era evidente que los Ra'zac le habían cortado parte del músculo y que las dos partes no se habían vuelto a unir con la cicatrización, ya que la marca tormaba un desagradable bulto que deformaba la piel en el punto en que las fibras musculares se habían replegado sobre sí mismas. Más arriba, la piel estaba hundida, y formaba una suerte de depresión de un centímetro de profundidad.

-¡Roran! Deberías de haberme enseñado esto hace días. No tenía ni idea de que los Ra'zac te hubieran provocado una herida tan grave… ¿Tienes algún problema para mover el brazo?

-Hacia los lados o hacia atrás no -dijo, haciendo una demostración-. Pero hacia delante sólo puedo levantar la mano hasta… el pecho. -Con una mueca, bajó el brazo-. E incluso eso me cuesta; tengo que mantener el pulgar en horizontal, de lo contrario pierdo la fuerza en el brazo. Lo que mejor me funciona es lanzar el brazo desde atrás y dejarlo caer en lo que quiero agarrar. Me pelé los nudillos varias veces practicando hasta que le cogí el tranquillo.

Eragon apretaba el bastón entre las manos.

¿Debería?-le preguntó a Saphira.

Creo que debes.

Puede que mañana lo lamentemos.

Tendrás mayor motivo para lamentaciones si Roran muere por no poder atacar con el martillo cuando lo exija la ocasión. Si utilizas los recursos de la naturaleza, puedes evitar fatigarte más todavía.

Ya sabes que odio hacer eso. Sólo hablar de ello me pone enfermo.

Nuestras vidas son más importantes que la de una hormiga -contraatacó Saphira.

La hormiga no pensaría lo mismo.

Pero tú no eres una hormiga, ¿no? No seas simplista, Eragon. No es lo tuyo.

Con un suspiro, Eragon dejó el bastón y se dirigió a Roran:

-Ven, te curaré.

-¿ Puedes hacerlo?

-Claro que sí.

El rostro de Roran se iluminó de pronto ante la perspectiva, pero luego dudó y puso cara de preocupación.

-¿Ahora? ¿Crees que es conveniente?

-Tal como ha dicho Saphira, mejor curarte mientras pueda, no sea que tu lesión te cueste la vida o nos ponga en peligro a los demás.

Roran se acercó, y Eragon colocó la mano derecha sobre la roja cicatriz, extendiendo al mismo tiempo su conciencia para llegar a los árboles, plantas y animales que habitaban en el desfiladero, salvo los que temía que fueran demasiado débiles para sobrevivir a su hechizo.

Entonces empezó a recitar en el idioma antiguo. El hechizo que pronunció era largo y complejo. La reparación de una herida así suponía mucho más que la creación de piel nueva y, como poco, resultaba complicado. Eragon recurrió a las fórmulas curativas que había estudiado en Ellesméra; había dedicado semanas a memorizarlas. La marca plateada en la palma de la mano de Eragon, la gedwéy ignasia, emitió un brillo blanco incandescente al liberar la magia. Un segundo más tarde, emitió un gruñido involuntario y se sintió morir tres veces, una por cada uno de los dos paj arillos posados en un enebro cercano y otra por una serpiente oculta entre las rocas. Frente a él, Roran echó la cabeza atrás y abrió la boca en un aullido contenido al sentir el músculo del hombro desplazarse y retorcerse por debajo de la superficie de la piel.

Entonces todo acabó.

Eragon cogió aire fatigosamente y apoyó la cabeza entre las manos, aprovechando al mismo tiempo para secarse las lágrimas sin que lo vieran, antes de dedicarse a examinar el resultado de su obra. Roran encogía los hombros repetidamente y luego estiraba los brazos y los agitaba en rotaciones. Tenía el hombro grande y redondeado a causa de los años que se había pasado cavando huecos para los postes de las vallas, cargando rocas y paleando heno. A pesar suyo, Eragon sintió una pizca de envidia. Podría ganar fuerza, pero nunca había tenido los músculos de su primo.

-¡Está como nunca! ¡Mejor, incluso! ¡Gracias!-exclamó.

-De nada.

-Ha sido de lo más raro. En realidad he sentido como si fuera a salirme de la piel. Y me picaba terriblemente; tenía unas ganas locas de rascarme…

-Dame un poco de pan de las alforjas, ¿quieres? Tengo hambre.

-Acabamos de cenar.

-Necesito tomar un bocado después de usar tanta magia -explicó Eragon. Se sorbió las lágrimas y luego sacó el pañuelo para sonarse. Volvió a sorber.

Lo que había dicho no era del todo cierto. Lo que le turbaba era el precio que se había cobrado su hechizo sobre la vida silvestre, y se temía que le dieran ganas de vomitar a menos que tomara algo para asentar el estómago.

No estarás enfermo, ¿verdad? -preguntó Roran. No -respondió su primo. Con las muertes que había provocado aún en la memoria, cogió la jarra de aguamiel que tenía al lado, esperando que le sirviera para eludir la marea de pensamientos malsanos.

Algo muy grande, pesado y afilado le dio en la mano, que fue a Soipear contra el suelo. Hizo un gesto de dolor y giró la cabeza; vio una de las garras de marfil de Saphira que se le clavaban en la carne. El gran ojo de la dragona parpadeó y aquel enorme iris brillante le miró fijamente. Tras un largo momento, Saphira levantó la garra, del mismo modo que una persona levantaría un dedo, y Eragon retiró la mano. Tragó saliva y agarró de nuevo el bastón de espino, haciendo un esfuerzo por olvidarse del aguamiel y concentrándose en lo más inmediato y tangible, en vez de sumirse en una introspección nada beneficiosa.

Roran sacó un trozo irregular de pan de sus bolsas, se quedó inmóvil y, esbozando una sonrisa, dijo:

-¿ No preferirías un poco de venado? Yo no me he acabado el mío.

Le mostró la brocheta improvisada de madera de enebro chamuscada, que atravesaba tres trozos de carne tostada. Eragon, con su sensible olfato, sintió aquel olor como algo intenso y penetrante; le recordó las noches que había pasado en las Vertebradas y las largas cenas de invierno en las que él, Roran y Garrow se reunían alrededor de la estufa y disfrutaban de la compañía mutua mientras oían el rugido de la ventisca en el exterior. Se le hizo la boca agua.

-Aún está templado -dijo Roran, que agitaba la carne frente a Eragon.

Haciendo un esfuerzo por resistirse, Eragon negó con la cabeza:

-Dame sólo el pan.

-¿Estás seguro? Está en su punto: ni demasiado dura ni demasiado tierna, y cocinada con la cantidad perfecta de especias. Está tan jugosa que, cuando le des un mordisco, te parecerá un bocado del mejor guiso de Elain.

-No, no puedo.

-Sabes que te gustaría.

-¡Roran, deja de jugar y pásame ese pan!

-Ah, mira, ya tienes mejor aspecto. A lo mejor lo que necesitas no es pan, sino que alguien te toque las narices, ¿eh?

Eragon le miró con cara de pocos amigos y luego, a la velocidad del rayo, le arrancó el pan de las manos.

Aquello pareció divertir a Roran aún más. Mientras Eragon arrancaba un pedazo del pan, le dijo:

-No sé cómo puedes sobrevivir sólo con fruta, pan y verduras. Un hombre tiene que comer carne si quiere mantener la fuerza. ¿No la echas de menos?

-Más de lo que te imaginas.

-Entonces, ¿por qué insistes en torturarte de este modo? Todas las criaturas de este mundo tienen que comer otros seres vivos, aunque sólo sean plantas, para sobrevivir. Así es como somos. ¿Por qué te empeñas en desafiar el orden natural de las cosas?

Yo le dije prácticamente lo mismo en Ellesméra -observó Saphira-, pero no me escuchó.

Eragon se encogió de hombros.

-Ya hemos hablado de ello. Tú haz lo que quieras. Yo no te diré a ti ni a nadie cómo tenéis que vivir. No obstante, por conciencia, no puedo comerme a un animal cuyos pensamientos y sentimientos he compartido.

Saphira movió la punta de la cola y sus escamas chocaron contra una roca redondeada que sobresalía del suelo.

Es un caso perdido.

Levantó y estiró el cuello y cogió el venado de un mordisco, con brocheta y todo, de la otra mano de Roran. La madera crujió entre los afilados dientes de la dragona al morder, y luego la carne se desvaneció en las oscuras profundidades de su estómago.

Mmm. No exagerabas -le dijo a Roran-. Qué bocado más delicado y suculento; tan tierno, tan sabroso, tan delicioso… Me dan ganas de contonearme del gusto. Deberías cocinar para mi más a menudo, Roran Martillazos. Sólo que la próxima vez deberías preparar varios ciervos a la vez. Si no, para mino será una comida.

Roran dudó, como si no fuera capaz de decidir si la petición de Saphira iba en serio y, de ser así, cómo podía librarse de una tarea tan inesperada como onerosa. Le echó una mirada de socorro a Eragon, que se echó a reír, tanto por la expresión de Roran como por su apuro.

El breve estruendo de la sonora risa de Saphira se unió a la de Eragon y reverberó por todo el despeñadero. Sus dientes brillaron a la luz rojiza de las brasas.

Una hora después de que los tres se echaran a dormir, Eragon estaba tumbado boca arriba junto a Saphira, envuelto en varias capas de mantas para protegerse del frío de la noche. Todo estaba tranquilo. Era como si un mago hubiera lanzado un hechizo sobre la Tierra y todo el mundo se hubiera sumido en un sueño eterno y se hubiera quedado inmóvil e inmutable para siempre bajo la mirada escrutadora de las titilantes estrellas.

Sin moverse, Eragon susurró en pensamientos:

¿Saphira?

¿Sí, pequeño?

¿Ysi yo tengo razón y él está en Helgrind? No sé qué tendría que hacer… Dime qué debería hacer.

No puedo, pequeño. Ésa es una decisión que tienes que tomar tú. Los caminos de los hombres no son los caminos de los dragones. Yo le arrancaría la cabeza y me daría un festín con su cuerpo, pero supongo que eso a ti te parecería mal.

¿Te tendré a mi lado, decida lo que decida?

Siempre, pequeño. Ahora descansa. Todo se arreglará.

Reconfortado, Eragon dejó vagar la mirada por el vacío entre las estrellas y respiró más lento, sumiéndose en el trance que había ocupado el lugar del sueño en su vida. Mantenía la conciencia del entorno, pero, como ya era habitual, los personajes de sus sueños pasaban ante sus ojos en confusas y enigmáticas transformaciones en aquel escenario que tenía a las blancas estrellas como telón de fondo.