Antes de que vayamos a las crestas de
Tel'naeír -dijo Eragon-, hay una cosa más que debo hacer en
Ellesméra.
¿De verdad tienes que
hacerlo?
No estaré
satisfecho hasta que lo haga.
Saphira levantó el vuelo desde la casa del árbol. Planeó en
dirección oeste hasta que vieron que la cantidad de edificios
empezaba a disminuir y, entonces, la dragona comenzó a bajar para
aterrizar en un estrecho camino cubierto de musgo. Después de
pedir, y conseguir, la dirección de un elfo que estaba sentado en
las ramas de un árbol, Eragon y Saphira continuaron a través del
bosque hasta una pequeña casa de una única estancia que crecía del
tronco de un abeto fuertemente inclinado, como si un constante
viento lo empujara.
A la izquierda de la casa había un mullido terraplén de
tierra más alto que Eragon. Un pequeño chorro de agua caía sobre la
cresta del terraplén y descendía a una límpida charca de agua antes
de perderse en los oscuros recovecos del bosque. Orquídeas blancas
crecían en las orillas de la charca y una raíz bulbosa sobresalía
del suelo por entre las esbeltas flores que crecían alrededor de la
charca. Allí, sentado con las piernas cruzadas encima de la raíz,
estaba Sloan.
Eragon aguantó la respiración, intentando no alertar al
hombre
de su presencia.
El carnicero llevaba una túnica marrón y naranja, siguiendo
la moda de los elfos, y se había enrollado una tira de tela negra
alrededor de la cabeza que cubría las cuencas que antes contenían
sus ojos. Tenía en el regazo un trozo de madera seca que tallaba
con un cuchillo pequeño y curvado. El rostro estaba más surcado de
arrugas de lo que Eragon recordaba; en las manos y en los brazos
tenía varias cicatrices más, cuyo color blanco contrastaba contra
la piel más oscura.
Espera aquí
-le dijo Eragon a Saphira mientras se deslizaba desde su grupa
hasta el suelo.
Cuando Eragon se le acercó, Sloan dejó de tallar y ladeó la
cabeza.
-Vete -le dijo con voz ronca.
Sin saber qué responder, Eragon se detuvo y permaneció en
silencio.
Sloan apretó la mandíbula, rascó unas virutas, dio unos
golpes con la punta del cuchillo en la madera y
dijo:
-Maldito seas. ¿No puedes dejarme solo con mi sufrimiento
unas horas? No quiero escuchar a ningún bardo ni trovador tuyo y,
por mucho que me lo pidas, no cambiaré de opinión. Ahora vete.
Lárgate.
Eragon sintió pena y enojo, y una sensación de extrañeza lo
embargó al ver en ese estado al hombre alrededor del cual había
crecido, un hombre a quien había temido y que tanto le había
desagradado.
-¿Estás cómodo? -le preguntó Eragon en el idioma antiguo y
con un tono ligero y cadencioso.
Sloan emitió un gruñido de disgusto.
-Sabes que no puedo entender tu idioma y no quiero
aprenderlo. Las palabras me resuenan en los oídos más tiempo de lo
que deberían. Si no me hablas en el idioma de nuestra raza, no
hables conmigo.
A pesar del ruego de Sloan, Eragon no repitió la pregunta en
su idioma común, pero tampoco se marchó.
Sloan soltó una maldición y siguió tallando. Después de cada
pasada de cuchillo, acariciaba la superficie de la madera con el
dedo pulgar para comprobar el progreso del trabajo. Pasados unos
minutos, en un tono más suave, Sloan dijo:
-Tenías razón. Hacer algo con las manos apacigua mis
pensamientos. A veces…, a veces casi puedo olvidar lo que he
perdido, pero los recuerdos siempre vuelven y siento que me ahogo
en ellos… Me alegro de que afilaras el cuchillo. El cuchillo de un
hombre debería estar siempre afilado.
Eragon lo observó unos minutos más. Luego dio media vuelta y
fue hasta donde Saphira lo esperaba. Mientras subía a la silla,
dijo:
No parece que Sloan haya cambiado
mucho.
Y Saphira repuso:
No puedes esperar que se convierta en
alguien tan distinto en tan poco tiempo.
No, pero tenía la
esperanza de que aquí, en Ellesméra, aprendiera un poco de
sabiduría y que, quizá, se arrepintiera de sus
crímenes.
Si no desea reconocer sus errores,
Eragon, nada puede obligarlo a que lo haga. En cualquier caso,
tú has hecho todo lo que has podido por él.
Ahora debe encontrar la manera de reconciliarse con su destino. Si
no puede hacerlo, deja que encuentre el consuelo eterno en la
tumba.
Desde un claro cercano a la casa de Sloan, Saphira se elevó
en el aire y por encima de los árboles. Puso rumbo hacia el norte,
en dirección a los riscos de Tel'naeír, batiendo las alas tan
deprisa como le era posible. El sol de la mañana ya había salido
por completo en el horizonte y los rayos del sol que atravesaban
las copas de los árboles creaban unas sombras largas y oscuras que,
como si fueran una única sombra, señalaban hacia el oeste como
banderines púrpuras.
Saphira descendió hacia el claro adyacente a la casa de
madera de pino de Oromis, donde él y Glaedr los estaban esperando.
Eragon se sorprendió al ver que Glaedr llevaba una silla atada
entre las dos enormes púas de la grupa y que Oromis iba vestido con
una pesada túnica de viaje de color azul y verde, encima de la cual
llevaba un peto y un espaldar de escamas doradas, además de unos
brazaletes en los antebrazos. De la espalda le colgaba un escudo
con forma de diamante, y en el brazo llevaba sujeto un casco
antiguo. De la cintura le colgaba su espada de color bronce,
Naegling.
Saphira aterrizó sobre un lecho de césped y tréboles,
levantando una corriente de aire con el batir de las alas. Mientras
Eragon saltaba al suelo, la dragona sacó la lengua para saborear el
aire.
¿Vais a volar con nosotros hasta los
vardenos? -preguntó, retorciendo la punta de la cola por la
excitación.
-Volaremos con vosotros hasta el linde de Du Weldenvarden,
pero allí nuestros caminos se separarán -dijo
Oromis.
Decepcionado, Eragon preguntó:
-¿Volveréis a Ellesméra entonces?
Oromis negó con la cabeza.
-No, Eragon. A partir de allí continuaremos hasta la ciudad
de
Gil'ead.
Saphira siseó de sorpresa, sentimiento que Eragon
compartió.
-¿Por qué a Gil'ead? -preguntó, perplejo.
Porque Islanzadí
y su ejército han marchado hasta allí desde Ceunon, y están a punto
de asediar la ciudad -intervino Glaedr.
Las extrañas estructuras de su mente rozaron la conciencia
de
Eragon.
Pero ¿no deseáis
tú y Oromis mantener oculta vuestra existencia al
Imperio?-preguntó Saphira.
Oromis cerró los ojos un momento con expresión concentrada y
enigmática.
-Los días de esconderse han terminado, Saphira. Glaedr y yo
os hemos enseñado todo lo que hemos podido en el breve tiempo que
habéis estudiado con nosotros. Ha sido una mísera educación
comparada con la que hubierais recibido en los viejos tiempos, pero
dadas las circunstancias que se nos imponen, hemos tenido suerte de
enseñaros incluso eso. Glaedr y yo estamos satisfechos de que
hayáis aprendido lo necesario para derrotar a
Galbatorix.
«Además, puesto que parece improbable que ninguno de los dos
tengáis la oportunidad de volver aquí para recibir más enseñanzas
antes de que finalice esta guerra, y dado que todavía parece más
improbable que existan otro dragón y otro Jinete a quienes nosotros
tengamos que instruir mientras Galbatorix sea el señor de esta
tierra, hemos decidido que no hay ningún motivo para permanecer
aislados en Du Weldenvarden. Es más importante que ayudemos a
Islanzadí y a los vardenos a derrocar a Galbatorix que quedarnos
aquí, cómodamente, mientras esperamos a que otro Jinete y otro
dragón vengan a nuestro encuentro.
»Cuando Galbatorix sepa que todavía seguimos vivos, su
confianza disminuirá porque no sabrá si todavía otros dragones y
otros Jinetes habrán sobrevivido a su intento de exterminarlos.
Además, conocer nuestra existencia subirá los ánimos de los enanos
y de los vardenos, y compensará los efectos adversos que la
aparición de Murtagh y Espina en los Llanos Ardientes hayan podido
tener en la determinación de sus guerreros. Además, puede hacer
aumentar el número de reclutas del Imperio en el ejército de
Nasuada.
Eragon dirigió la vista hacia la espada, Naegling, y dijo: -Pero seguro que tú, Maestro, no
pensarás aventurarte en el campo de batalla.
-¿Y por qué no habría de hacerlo? -preguntó Oromis, ladeando
la cabeza.
Eragon no quería ofender ni a Oromis ni a Glaedr, así que no
supo qué responder. Por fin dijo:
-Perdóname, Maestro, pero ¿cómo podrías luchar si ni siquiera
eres capaz de lanzar hechizos que sólo requieren una pequeña
cantidad de energía? ¿Y qué me dices de los espasmos que a veces
sufres? Si te asaltara uno en medio del campo de batalla, podría
ser fatal.
Oromis replicó:
-Tal como deberías saber muy bien a estas alturas, la mera
fuerza raramente decide la victoria en el duelo entre dos magos. A
pesar de ello, tengo toda la fuerza que necesito aquí, en la joya
de mi espada. -Puso la palma de la mano derecha sobre el diamante
amarillo que formaba el pomo de Naegling-.
Durante más de cien años, Glaedr y yo hemos almacenado toda la
fuerza extra en este diamante, y otros han añadido también su
fuerza en él: dos veces a la semana, unos cuantos elfos de
Ellesméra me visitan y transfieren toda la parte de su fuerza vital
que pueden dar, sin que eso les suponga la muerte, en esta joya. La
cantidad de fuerza que está almacenada en esta piedra es
formidable, Eragon: con ella, podría mover una montaña entera. Así
que defendernos a mí y a Glaedr de espadas, lanzas y flechas,
incluso de las rocas lanzadas por las catapultas, será un asunto
menor. En cuanto a mis ataques, he imbuido la piedra de Naegling de unas protecciones mágicas que me
evitarán sufrir cualquier daño si quedo incapacitado en medio del
campo de batalla. Así que ya ves, Eragon, Glaedr y yo no estamos
para nada indefensos.
Escarmentado, Eragon bajó la cabeza y murmuró: -Sí,
señor.
La expresión de Oromis se suavizó un poco. -Agradezco tu
preocupación, Eragon; es normal, ya que la guerra es un empeño
peligroso e incluso el más dotado de los guerreros puede encontrar
la muerte en el fragor de la batalla. Pero nuestra causa es digna
de ese precio. Si Glaedr y yo encontramos la muerte, entonces la
abrazaremos con gusto porque nuestro sacrificio ayudará a liberar
Alagaësia de la sombra de la tiranía de
Galbatorix.
-Pero si morís -dijo Eragon, casi con timidez- y nosotros
conseguimos matar a Galbatorix y liberar el último huevo de dragón,
¿quién instruirá a ese dragón y a su Jinete?
Oromis sorprendió a Eragon al ponerle una mano en el hombro.
-Si eso llegara a suceder -dijo el elfo con expresión grave-,
entonces será responsabilidad tuya, Eragon…, y tuya, Saphira,
enseñar al nuevo dragón y al nuevo Jinete las reglas de nuestra
orden. -Ah, no pongas esa cara de miedo, Eragon. No estarás solo en
esa tarea. Sin duda Islanzadí y Nasuada se asegurarán de que los
eruditos más sabios de ambas razas estén contigo para
ayudarte.
Una extraña inquietud se apoderó de Eragon. A menudo había
deseado ser tratado más como un adulto, pero, a pesar de ello, no
se sentía preparado para ocupar el lugar de Oromis. Le parecía un
error incluso contemplar esa posibilidad. Por primera vez Eragon
comprendió que al final se convertiría en miembro de la generación
de mayores, y que cuando eso sucediera, no tendría ningún mentor en
quien buscar guía. Se le formó un nudo en la
garganta.
Oromis apartó la mano del hombro de Eragon y, señalando su
espada, Brisingr, dijo:
-El bosque entero se estremeció cuando despertaste al árbol
Menoa, Saphira, y la mitad de los elfos de Ellesméra se pusieron en
contacto con Glaedr y conmigo pidiéndonos encarecidamente que
corriéramos en ayuda del árbol. Además, tuvimos que intervenir en
vuestro favor con Gilderien, el Sabio, para
evitar que os castigara por emplear unos métodos tan
violentos.
No pediré
disculpas -dijo Saphira-. No teníamos
tiempo para esperar a que la persuasión funcionara. Oromis
asintió con la cabeza.
-Lo comprendo, y no te estoy censurando, Saphira. Sólo quería
que conocieras las consecuencias de tus actos. -A su petición,
Eragon le dio la espada recién forjada y sostuvo el casco de Oromis
mientras éste la examinaba-. Rhunón se ha superado a sí misma
-declaró Oromis-. Pocas armas, sean espadas u otra cosa, igualan a
ésta. -Oromis arqueó una de sus afiladas cejas mientras leía la
inscripción de la hoja-. «Brisingr», un nombre muy adecuado para la
espada de un Jinete de Dragón.
-Sí -repuso Eragon-. Pero, por algún motivo, cada vez que
pronuncio su nombre, se prende… -dudó un momento y, en lugar de
decir «fuego», que, por supuesto, era lo que significaba «brisingr»
en el idioma antiguo, dijo-: en llamas. La ceja de Oromis se arqueó
aún más.
-¿ Ah, sí? ¿Tiene Rhunón alguna explicación para ello?
-Mientras hablaba, Oromis devolvió la espada a Eragon y tomó su
casco. -Sí, Maestro -respondió Eragon. Y le contó las dos teorías
de Rhunón.
Cuando hubo terminado, Oromis murmuró: -Me pregunto… -Dejó
vagar la mirada desde Eragon hacía el horizonte. Entonces asintió
rápidamente con la cabeza y, de nuevo, clavó los ojos grises en
Eragon y en Saphira. Su rostro adquirió una expresión incluso más
solemne que antes-. Me temo que he permitido que mi orgullo hablara
por mí. Quizá Glaedr y yo no estemos indefensos, pero tampoco, tal
como tú señalaste, Eragon, estamos completamente ilesos. Glaedr
tiene su herida, y yo tengo mi propia… discapacidad. Por algo me
llaman el Lisiado que está Ileso.
«Nuestras minusvalías no serían un problema si nuestros
enemigos fueran solamente hombres mortales. Incluso en nuestro
estado actual, podríamos matar a cien humanos normales: a cien o a
mil, no importa. Pero nuestro enemigo es el adversario más
peligroso que nosotros y esta tierra hayamos conocido nunca. Por
mucho que me desagrade reconocerlo, Glaedr y yo estamos en
desventaja, y es muy posible que no sobrevivamos a las batallas que
están por llegar. Hemos tenido vidas largas y plenas, y los dolores
de los siglos nos pesan, pero vosotros dos sois jóvenes, y estáis
frescos y llenos de esperanza, y creo que las posibilidades de que
derrotéis a Galbatorix son mayores que las de nadie
más.
Oromis miró un momento a Glaedr y su rostro adquirió una
expresión de inquietud.
-Así que, para ayudar a asegurar vuestra supervivencia, y
como precaución ante nuestra posible muerte, Glaedr, con mi
bendición, ha
decidido…
He decidido -continuó Glaedr-
daros mi corazón de
corazones,
Saphira Escamas Brillantes, Eragon
Asesino de Sombra.
El asombro de Saphira no fue menor que el de Eragon. Los
dos
miraron al mayestático dragón dorado que se erguía, alto,
delante de
ellos.
Maestro -intervino Saphira-,
nos honras más allá de lo que las palabras
pueden describir, pero… ¿estás seguro de que deseas confiarnos tu
corazón?
Estoy seguro -respondió Glaedr,
bajando un poco la enorme cabeza hacia Eragon-. Estoy seguro por muchos motivos. Si tenéis mi corazón,
podréis comunicaros con Oromis y conmigo por muy lejos que estemos,
y yo podré ayudaros con mi fuerza siempre que tengáis problemas.
Y sí Oromis y yo caemos en la batalla,
nuestro conocimiento y nuestra experiencia, así como mi fuerza,
seguirán estando a vuestra disposición. He pensado mucho en esto, y
estoy seguro de que es una decisión acertada.
-Pero si Oromis muriera -dijo Eragon en voz baja-, ¿de verdad
querrías vivir sin él, y como un eldunarí?
Glaedr giró la cabeza y clavó uno de sus inmensos ojos en
Eragon. No deseo separarme de Oromis, pero pase
lo que pase, yo continuaré haciendo todo lo que pueda para derrocar
a Galbatorix del trono. Éste es nuestro único objetivo, y ni
siquiera la muerte nos impedirá perseguirlo. La idea de perder a
Saphira te horroriza, Eragon, y con razón. Pero Oromis y yo hemos
tenido siglos para reconciliarnos con el hecho de que esa
separación es inevitable. No importa lo cuidadosos que seamos: si
vivimos lo suficiente, al final uno de nosotros morirá. No es una
idea alegre, pero es la verdad. Así es el
mundo.
Oromis cambió de postura y dijo:
-No puedo fingir que me gusta esta opción, pero el propósito
de la vida no es lo que queremos, sino lo que hay que hacer. Eso es
lo que el destino nos exige.
Así que ahora os
pregunto -dijo Glaedr-, Saphira Escamas
Brillantes y Eragon Asesino de Sombra, ¿aceptaréis mi obsequio y
todo lo que ello representa?
Lo acepto -dijo
Saphira.
Lo acepto -contestó Eragon después de
dudar un instante.
Entonces Glaedr echó la cabeza hacia atrás. Los músculos del
abdomen se le tensaron y se le relajaron varias veces, y empezó a
tener convulsiones en la garganta, como si tuviera algo clavado en
ella. Apoyándose bien en el suelo con las patas, el dragón dorado
estiró el cuello; los músculos de todo el cuerpo se le marcaron por
debajo de la armadura de brillantes escamas. Glaedr continuó
contrayendo la garganta hasta que, por fin, bajó la cabeza hasta el
nivel de Eragon, abrió las mandíbulas y un aire caliente y acre
emergió de su enorme boca. Eragon se esforzó por no vomitar. Al
mirar en las profundidades de la boca de Glaedr, vio que la
garganta del dragón se contraía una última vez y, entonces, un
brillo dorado apareció entre los pliegues del tejido rojo y lleno
de baba. Al cabo de un segundo, un objeto redondo de unos treinta
centímetros de diámetro se deslizó por la lengua escarlata del
dragón y le salió por la boca a tanta velocidad que Eragon casi no
lo pudo coger a tiempo.
En cuanto sus manos hubieron sujetado el eldunarí,
resbaladizo y cubierto de saliva, Eragon aguantó la respiración y
trastabilló hacia atrás porque, de repente, sentía todos los
pensamientos y emociones de Glaedr, además de todas las sensaciones
de su cuerpo. Esa cantidad de información era abrumadora, igual que
la cercanía de su contacto. Se lo esperaba, pero, a pesar de ello,
se sintió conmocionado al darse cuenta de que tenía el ser completo
de Glaedr en las manos.
El dragón se estremeció y agitó la cabeza como si le hubieran
pinchado. Rápidamente apartó su mente de Eragon, aunque él continuó
sintiendo el cosquilleo de sus cambiantes pensamientos, al igual
que el color de sus emociones.
El eldunarí en sí era como una joya de oro gigantesca. Tenía
la superficie caliente y estaba cubierta por cientos de afiladas
capas, que cambiaban un poco de tamaño y, a veces, se proyectaban
en ángulos extraños. El centro del eldunarí tenía un brillo
extraño, similar al de una antorcha cubierta, y esa difusa luz
palpitaba a un ritmo lento y constante. A primera vista, la luz
parecía uniforme, pero cuanto más la miraba, más detalles percibía
en su interior: pequeños remolinos y corrientes que giraban y se
enlazaban en direcciones aparentemente aleatorias; motas más
oscuras que casi no se movían en absoluto, y destellos brillantes
que no eran más grandes que una cabeza de aguja y que se encendían
un momento y se apagaban en el campo de luz general. Estaba
vivo.
-Toma -dijo Oromis, dándole una basta bolsa de tela a
Eragon.
Para alivio de Eragon, su conexión con Glaedr se desvaneció
en cuanto hubo colocado el eldunarí en la bolsa y sus manos dejaron
de tocar la piedra. Todavía un poco tembloroso, sujetó el eldunarí
envuelto en la tela contra el pecho, impresionado al saber que sus
brazos rodeaban la esencia de Glaedr y temeroso de lo que podría
suceder si permitía que el corazón de corazones se le escapara de
las
manos.
-Gracias, Maestro -consiguió decir Eragon, que hizo una
reverencia en dirección a Glaedr.
Guardaremos tu corazón con nuestras vidas -añadió Saphira. -¡No!
-exclamó Oromis con fiereza-. ¡Con vuestras vidas no! Eso es justo
lo que quiero evitar. No permitáis que le ocurra ninguna desgracia
por negligencia vuestra, pero tampoco os sacrifiquéis para
protegerlo, ni a él, ni a mí, ni a nadie más. Vosotros tenéis que
permanecer vivos a cualquier precio; si no, nuestras esperanzas se
desvanecerán y todo será oscuridad.
-De acuerdo -dijeron Eragon y Saphira al mismo tiempo, él en
voz alta; ella, con sus pensamientos.
Puesto que le juraste lealtad a Nasuada,
y puesto que le debes lealtad y obediencia, puedes hablarle de mi
corazón si es necesario, pero sólo si es
necesario -intervino Glaedr-. Por el bien
de los dragones, por el de los pocos que quedamos, la verdad sobre
el eldunarí no puede ser de conocimiento
general.
¿Se lo puedo decir a Arya? -preguntó
Saphira. -¿Y a Blódhgarm y a los otros elfos que Islanzadí envió
para protegerme? -preguntó Eragon-. Les permití penetrar en mi
mente la última vez que Saphira y yo luchamos contra Murtagh. Ellos
notarán tu presencia, Glaedr, si nos ayudas en medio de la
batalla.
Puedes informar a Blódhgarm y a sus hechiceros de la existencia del
eldunarí-dijo Glaedr-, pero sólo después de
que hayan jurado mantener el secreto.
Oromis se puso el casco en la cabeza.
-Arya es la hija de Islanzadí, así que supongo que es
adecuado que lo sepa. De todas formas, al igual que con Nasuada, no
se lo digas a no ser que sea absolutamente necesario. Un secreto
compartido no es un secreto. Si puedes ser disciplinado, ni
siquiera pienses en ello, ni siquiera pienses en el mismo eldunarí,
para que nadie pueda robar esa información de tu
mente.
-Sí, Maestro.
-Ahora marchémonos de aquí-dijo Oromis, y se colocó un par de
gruesos guantes en las manos-. He sabido por Islanzadí que Nasuada
ha empezado el asedio a la ciudad de Feinster, y los vardenos
tienen una gran necesidad de ti.
Hemos pasado demasiado tiempo en
Ellesméra -dijo
Saphira.
Quizá si
-repuso Glaedr-, pero ha sido un tiempo bien
empleado.
Oromis tomó un poco de carrerilla, trepó por la única pata
delantera de Glaedr hasta su grupa, donde se instaló en la silla y
empezó a atarse las correas alrededor de las
piernas.
-Mientras volamos -dijo el elfo, dirigiéndose a Eragon-,
podemos repasar la lista de nombres verdaderos que aprendiste
durante tu última visita.
Eragon se acercó a Saphira y trepó a su grupa con cuidado,
envolvió el corazón de Glaedr con una manta y lo colocó en una
alforja. Luego se sujetó las piernas igual que había hecho Oromis.
Detrás de él notaba el constante zumbido de la energía que emanaba
del eldunarí.
Glaedr caminó hasta el borde de los riscos de Tel'naeír y
abrió las voluminosas alas. La tierra tembló cuando el dragón saltó
hacia el cielo surcado de nubes, y el aire se estremeció y vibró al
batir de las alas de Glaedr, que se alejó del océano y de los
árboles de debajo. Eragon se sujetó a una de las púas de Saphira y
ella siguió a su compañero lanzándose a cielo abierto y cayendo
unos metros antes de ascender y colocarse a su
lado.
Glaedr se puso en cabeza y los dos dragones se dirigieron
hacia el suroeste. Cada uno batía las alas a un tempo distinto,
pero ambos volaron veloces por encima del extenso
bosque.
Saphira arqueó el cuello y emitió un vibrante rugido. Delante
de ella, Glaedr respondió de la misma forma. Sus fieros gritos
encontraron eco en la enorme cúpula del cielo y asustaron a todo
pájaro o animal que los escuchó.