Capítulo 5
Por la mañana, Tetisheri montó en su litera y ordenó que la llevaran al templo de Amón. El día era hermoso, con una frescura que desaparecería a medida que Ra se hiciera más fuerte. Decidió viajar con las cortinas abiertas para poder gozar del paisaje. El río crecía con lentitud y su corriente comenzaba a fluir con más rapidez en las frías profundidades donde habitaban los peces, pero la superficie se ondulaba cuando el viento golpeaba el agua. Las palmeras y los sicomoros parecían inclinarse con avidez, como anticipando su inmersión anual, las ramas estaban llenas de aves que anidaban y en los verdes herbazales de las zonas bajas, las garzas se amontonaban aturdidas sobre sus patas delicadas, con el blanco plumaje despeinado por el viento cálido.
Un grupo de niños desnudos entraba y salía corriendo del agua, lanzando gritos de alegría. Al ver pasar a Tetisheri, se quedaron en silencio y se inclinaron en una reverencia, y ella levantó una mano hacia ellos, sonriendo ante su inconsciente felicidad. Para ellos la guerra no significa nada, pensó mientras contestaba a otra reverencia de un grupo de mujeres y de muchachas jóvenes cargadas con ropa lavada. Aquí, en Weset, están protegidos. Mi hijo murió para que así fuera. El mugido de bueyes le indicó que había más tráfico en el camino y a regañadientes cerró las cortinas, mientras escuchaba la advertencia de su guardia y percibía el movimiento de los portadores de la litera para evitar el obstáculo. Le llegó el olor de los animales, del cuero calentado por el sol y del estiércol, y eso la alegró. La realidad cósmica de Ma’at parecía perfectamente equilibrada.
Percibió que la litera doblaba hacia el norte y luego que la depositaban en el suelo. Isis, que la esperaba, se acercó a ella con una sombrilla. Tetisheri salió, entrecerrando los ojos ante el súbito asalto de la luz del sol, y caminó hacia el templo. A su izquierda, el tabernáculo del rey Osiris Sen Wosret se cocía al sol y más adelante, a su izquierda, sus columnas se alzaban orgullosas contra el horizonte. Detrás de ellas estaba el lago sagrado, un agradable rectángulo de piedra que reflejaba con placidez el vivido azul del cielo. El precinto de Amón estaba enfrente, en el extremo del sendero pavimentado, y mientras se acercaba, Tetisheri pudo escuchar el chasquido de los címbalos y las voces de los sacerdotes que se alzaban en oración. Estaban terminando los rituales de la mañana. Amón había sido lavado, cubierto de incienso y alimentado. Se le acababa de ofrecer vino, flores y aceite perfumado, y su majestad había sido adorada.
Al entrar en el atrio, Tetisheri hizo una pausa. Amonmose acababa de cerrar las puertas de entrada al santuario y estaba poniendo el sello que permanecería en aquel lugar hasta los ritos de la tarde. Al volverse, la vio, le hizo una profunda reverencia y luego se le acercó con rapidez mientras se quitaba del hombro la piel de leopardo y se la entregaba a un acólito que se alejó reverente con ella.
—Salud, Amonmose —dijo Tetisheri—. He venido a ver el tesoro que ha traído mi nieto.
El Sumo Sacerdote le devolvió la sonrisa y señaló los almacenes y las celdas de los sacerdotes que se alineaban frente a la pared exterior del templo.
—Es agradable verte, Majestad —contestó con alegría—. Los bienes han sido evaluados y separados. Su Majestad ha sido muy generoso con Amón y le estoy agradecido.
—Su Majestad sabe todo lo que le debe al poder de Amón y a la lealtad de su Sumo Sacerdote —contestó Tetisheri mientras se dirigían juntos al atrio—. Tú le has entregado a Kamose mucho más que tu confianza, Amonmose, y te considera su amigo.
—Cuando Su Majestad libere a Egipto de los extranjeros, ha prometido convertir Weset en el centro del mundo y elevar a Amón a la condición de rey de los dioses —dijo Amonmose—. Estamos viviendo épocas inquietantes. Cada uno de nosotros ha sido llamado a examinar sus lealtades.
Vaciló, respiró para continuar, volvió a vacilar y en el momento en que llegaban a la puerta del almacén y eran recibidos en la agradable frescura por un guardia, se volvió a mirarla. Al notar su renuencia a hablar, ella dijo:
—Bueno, Amonmose. ¿Qué sucede?
—Se trata de los presagios, Majestad —masculló—. Desde el regreso de Kamose no han sido buenos. La sangre del toro que sacrifiqué en acción de gracias era negra y olía mal. Todas las palomas estaban podridas por dentro. Y te aseguro que no exagero.
—¡Claro que no exageras! —durante un instante Tetisheri lo miró fijamente sin verlo—. ¿Los sacrificios se hicieron en nombre de Kamose o en agradecimiento por el resultado de esta guerra?
—Se hicieron sólo por Su Majestad, un regalo a Amón por haberlo mantenido a salvo. Temo por su vida, Tetisheri, y sin embargo goza de buena salud, el ejército prospera y la mayor parte de Egipto está de nuevo en manos de tu divina familia. No lo entiendo, pero estoy muy preocupado. ¿Qué han decretado los dioses? ¿En qué los ha ofendido? El destino de Egipto está en la persona de tu nieto. ¿A los dioses no les importa?
—¡Tú eres el Sumo Sacerdote! ¡Tú deberías saberlo! —Le respondió Tetisheri, pasando por alto que él hubiera utilizado su nombre a causa del pánico inmediato que la poseyó—. ¿Por qué no se me dijo antes? ¡Ya hace casi una semana que Kamose ha vuelto!
—Perdóname —murmuró Amonmose—. No quise angustiarte prematuramente. Primero fue el toro y al día siguiente sacrifiqué a las palomas para estar seguro de que el primer presagio fuera cierto. Cuando quedó confirmado, consulté al oráculo.
Tetisheri tenía ganas de pegarle. La expresión de Amonmose, por lo general tan abierta y sincera, era una mezcla de inseguridad y de alarma, y jugueteaba nervioso con las mangas de su hábito.
—¿Y qué te dijo el oráculo? —masculló Tetisheri, con evidente deliberación.
Amonmose dejó caer los hombros y consiguió esbozar una sonrisa de arrepentimiento.
—Lo siento —dijo enseguida—. He sido torpe e impreciso sólo a causa de mi gran preocupación. El oráculo dijo estas palabras: «Hubo tres reyes, luego dos, luego uno antes de que el trabajo del dios estuviera cumplido». Eso fue todo.
—¿Eso fue todo? ¿Entonces qué significa? ¿Para qué nos sirve si no tiene sentido? —Su incomprensión aumentaba su mal humor y luchó por controlarlo—. ¿Se supone que debemos permanecer sentados discutiendo las interpretaciones hasta que nos golpee un nuevo rayo de inspiración? Tres reyes, luego dos, luego uno. ¿En nombre de Amón, qué significa?
Amonmose estaba acostumbrado a los exabruptos de Tetisheri. Entró en el cuarto y volvió con un banco para que se sentara. Ella lo hizo con expresión ausente.
—Soy el Sumo Sacerdote —dijo—. También soy el Primer Profeta de Amón. El Dios habla con el oráculo, pero la autoridad para interpretarlo es mía.
—¡Bueno, entonces deja de dar vueltas y cumple con tu deber!
Amonmose asintió.
—Hubo tres reyes, tres verdaderos reyes de Egipto —dijo—. Seqenenra, el Poderoso Toro de Ma’at, bien amado de Amón, su hijo Kamose, el Halcón en el Nido, y su hijo menor, el príncipe Ahmose. No podemos tener en cuenta al pobre Si-Amón, que vendió sus derechos de nacimiento y pagó el precio. A tu hijo Seqenenra lo mataron. En aquel momento tu nieto Kamose, el Halcón en el Nido, se convirtió en el Toro Poderoso en Jugar de su padre.
—Ya sé dónde quieres llegar —dijo Tetisheri con voz ronca—. El trabajo del dios ha comenzado pero no está todavía terminado y antes de que lo esté quedará sólo un rey: Ahmose. —Se levantó con decisión—. Pero la profecía no establece el tiempo, Amonmose, y todo mi ser se revuelve contra la suposición de que Su Majestad morirá antes de que la vejez lo lleve a la Sala del Juicio. ¿Y si la obra del dios no termina hasta que el último extranjero sea expulsado de nuestra tierra? Eso puede ser mucho después de que Het-Uart haya caído y Apepa haya sido ejecutado. Además, ¿y si el último rey fuese Ahmose-Onkh?
—Eso significaría que habría cuatro reyes —le recordó Amonmose—. Nos estamos saliendo por la tangente, Majestad. Tal vez mi interpretación sea equivocada.
Tetisheri suspiró.
—No, no lo creo. Pero me niego a creer que Kamose no llegará a sentarse en el trono de Horus aquí, en Weset, una vez que se lo haya arrancado a Apepa. El dios no se encolerizará si tratamos de alargar la sentencia del destino, por lo que ordenaré que se doble la guardia de Kamose y que se vigile su comida y su bebida.
—Tal vez sucumba a la profecía en plena batalla.
—Es posible. —Movió una mano impaciente en dirección a los arcones y cajas que la rodeaban—. Ya no tengo interés en examinar los tesoros. Dime, Amonmose, ¿has notado algún cambio en mi nieto desde su llegada?
El Sumo Sacerdote entrecerró los ojos y la miró con astucia.
—Majestad, tú y yo hemos sido aliados en el servicio al dios y en la continuidad del destino de los Tao desde que llegué al templo como sacerdote We’eb. No me harías esa pregunta si no tuvieras motivos para recibir una respuesta positiva. Soy el fiel servidor de Su Majestad y mi primera lealtad es hacia él, pero si creyera que se ha convertido en algo distinto, te lo habría hecho saber. —Se encogió de hombros—. Su Majestad se muestra un poco brusco y muy preocupado. Eso es todo.
—Gracias. Por favor, no comentes el oráculo, Amonmose. La confianza de Kamose no debe ser minada por un peso más, el de una maldición que tal vez no sucumba durante hentis. Te veré el 22 de este mes para la celebración de la Fiesta de la Gran Manifestación de Osiris.
Tetisheri aceptó la reverencia de Amonmose y salió caminando con rapidez hasta su litera, seguida por Isis que la protegía del sol con la sombrilla.
Esto es cruel, pensó furiosa mientras la litera la conducía a la casa. Esto no es aceptable, Amón, no es manera de pagar la devoción de mi nieto hacia Egipto. Se ha vaciado por completo, ha sufrido y tú lo premias con la promesa de que estará muerto antes de que tú reines sobre un país purificado. Hoy no me gustas. No me gustas nada. Así continuó, furiosa, con los puños cerrados sobre el regazo para no sentir las profundas emociones, el dolor y el temor, hasta estar preparada para que la consumieran.
No volvió a entrar en la casa. Envió a Isis con un mensaje para Uni ordenándole que le guardara la comida del mediodía y les indicó a los portadores de la litera que continuaran detrás de los jardines, más allá de las habitaciones de los sirvientes y de los graneros, donde habitaban los Seguidores de Su Majestad. Allí, la elite de los guardias del rey contaba con un cómodo cuartel, con un estanque y un pequeño parque, y su jefe, el príncipe Ankhmahor, tenía tres amplias habitaciones. Tetisheri entró sin anunciarse, sobresaltando al escriba sentado en una estera en el suelo y rodeado de papiros. El hombre dejó a un lado la escribanía y se levantó presuroso.
—Majestad —tartamudeó—. Es un honor. El príncipe no está aquí.
—Ya lo veo —contestó Tetisheri con sequedad—. Ve a buscarlo. Esperaré.
El hombre hizo otra reverencia y a Tetisheri le gustó comprobar que reunía todos los papiros y los poma en su caja antes de salir. Sin duda había estado copiando información relativa a los Seguidores para archivarla. No estaba prohibido que ella la viera, pero el protocolo requería que se lo pidiera al jefe, quien se habría enfadado con su sirviente si éste los hubiera dejado al alcance de ojos no autorizados, aunque fueran los de la misma Tetisheri.
Encontró una silla y se instaló mirando a la puerta abierta, escuchando el estridente canto de los pájaros en los árboles, hasta que Ankhmahor entró en la habitación. Se sacudió el polvo que cubría sus sandalias, luego le hizo una amable reverencia y ella lo miró con el corazón más ligero.
—Me alegro de verte, Ankhmahor —dijo—. Me alegré al enterarme de que mi nieto te había nombrado jefe de los Seguidores. Conocí a tu madre. Era una mujer notable.
Él sonrió, permaneciendo con comodidad ante ella, y las orejeras de su casco de rayas azules y blancas enmarcaban los rasgos que irradiaban la tranquila sobriedad en que Kamose confiaba.
—Vuestra Majestad me halaga-contestó. —¿En qué puedo servirte?— No se disculpó por haber estado ausente cuando ella llegó, cosa que a Tetisheri le gustó. Cualquier signo de obsecuencia la irritaba. Se irguió.
—Quiero que me digas la impresión que tienes de Kamose ahora —empezó a decir—. Seré sincera contigo, príncipe. Estoy preocupada por él. Desde que llegó a casa ha estado encerrado en sí mismo y, cuando habla, sus palabras son amargas y a veces hasta desequilibradas. —Hizo una pausa y luego continuó sofocando la sensación de deslealtad que sentía—. Amo a mi nieto y su estado de salud es vital para mí, pero en este caso hay más en juego que la salud mental de Kamose. ¿Se encuentra en condiciones de seguir haciéndose cargo del ejército?
La pregunta ya había sido formulada y pendía en el aire como una condena. Tetisheri se sintió disminuida por ella, como si algo de su omnipotencia hubiera desaparecido cuando la formuló, y de repente tuvo mucha sed. Ankhmahor alzó las cejas y, sin que se le invitara, se apoyó en el borde del escritorio.
—Creo que en otras circunstancias del país hubiera dicho que no —contestó con franqueza—. Su Majestad ha viajado al norte con una temeridad y una brutalidad que han horrorizado a muchos. Egipto es casi un páramo, pero es la acción de una purga, planeada y ejecutada por necesidad y no por crueldad. Una acción así, por parte del rey de un Egipto libre y estable y simplemente amenazado, digamos, por las tribus del desierto, sería vista como una locura. Pero en el caso de tu nieto, la naturaleza de sus actos ha tenido como resultado un sufrimiento personal. Ha sentido cada espada que se clavaba en carne egipcia y ese dolor ha aumentado el odio que siente por los setiu, tanto por obligarlo a esa actitud como por sentirlo tan profundamente. También está la necesidad de vengar la muerte de su padre y el suicidio de su hermano. Arde en el fuego que él mismo ha encendido, Majestad. Es posible que lo consuma, pero no antes de que haya completado su tarea. Cuenta con mi total lealtad.
—Y los demás príncipes, ¿cómo lo ven?
Ankhmahor sonrió con lentitud.
—Al principio les producía pánico el que tuviera éxito —dijo—. Aun cuando le habían dado su palabra, querían ser dispensados de derramar sangre y de muchos otros inconvenientes. Más tarde comenzaron a temerle, por lo que logró y por su dureza.
Temor, pensó Tetisheri. Sí, temor.
—¿Y ahora? —insistió—. ¿Qué pasa con Hor-Aha?
La mirada de Ankhmahor era especulativa.
—Eres una reina de sorprendente intuición —dijo con suavidad—. Había oído hablar de lo orgullosas e intratables que eran las mujeres Tao, pero no de su mente masculina. Y no lo digo como una falta de respeto, Majestad.
—No estoy ofendida. Compartimos un largo linaje, Ankhmahor. ¿Y bien?
—A los príncipes no les gusta el general. Tienen celos porque consideran que maneja a Su Majestad.
—Y Ahmose está de acuerdo con ellos.
Ankhmahor suspiró.
—Su Alteza es un hombre de gran percepción, moderado en sus puntos de vista y en su manera de hablar. Comparte el afecto que su hermano siente por Hor-Aha y reconoce su capacidad en asuntos de guerra, pero no es ciego ante el peligro de la situación. Su Majestad lo es. La lealtad se ha convertido en el único parámetro por el que juzga.
La sed de Tetisheri era cada vez mayor. Tragó con dificultad.
—¿Kamose podrá mantenerlos unidos? —preguntó directamente.
—Creo que sí, mientras continúe dándoles victorias. Si el sitio fuera mal el año que viene, culparán de ello al general. Si Su Majestad lo defiende, habrá problemas. Pero todo eso son condicionales y no me gusta entrar en ese campo.
—A mí tampoco me gusta, pero debo hacerlo —dijo Tetisheri—. Quiero que aumentes la guardia sobre él, Ankhmahor.
—¿Puedo preguntar por qué?
Ella vaciló una vez más pero comprendió que confiaba en aquel hombre como había confiado en su marido, sin reservas. Saberlo le resultó balsámico.
—Porque esta mañana Amonmose me dijo que los presagios sobre Kamose son malos —confesó con franqueza—. Ha habido un oráculo poco favorable. En realidad no temo que haya un ataque contra su persona mientras se encuentre aquí, pero conviene tomar todas las precauciones posibles. —Se levantó con torpeza, sintiendo las articulaciones entumecidas—. Gracias por tu candor, príncipe. No es necesario que me envíes informes, puesto que podría ser considerado como una invasión a tus responsabilidades. —Sonrió—. Cuídalo.
Se encaminó a la puerta y se volvió para recibir su reverencia.
—Es un gran hombre, digno de lucir la Doble Corona, Majestad —dijo Ankhmahor—. Rezo para que sea recordado con amor.
Lo dudo, pensó Tetisheri mientras se apresuraba a volver a la casa. Su gran decisión de liberar Egipto, de salvar a su familia de la sentencia de Apepa, la valentía de Seqenenra y nuestra desesperación, todo desaparecerá. Sólo perdurará la falta de remordimientos de mi nieto. En tiempos futuros, pocos hombres serán los que sabrán la verdad para testificar a su favor.
Una vez en sus aposentos, Tetisheri envió a Isis en busca de su comida.
—Pero primero tráeme cerveza o me desmayaré —ordenó.
Cuando ésta llegó, bebió agradecida antes de terminar con la comida que le había sido servida. La conversación con Ankhmahor, por preocupante que hubiera sido, de alguna manera la reconfortaba y, en el creciente sopor de una tarde calurosa, se tendió en su lecho y durmió profundamente.
Después de hablar con Ankhmahor, Tetisheri se sentía más tranquila. Coincidía con el príncipe en que la razón de Kamose, aunque amenazada, no se bloquearía y con ese convencimiento se dedicó a asegurarse de que la cicatrización de sus heridas interiores no sería detenida por ninguna carencia física. Recordando las palabras del oráculo, le recordó con tranquilidad a Akhtoy que las comidas y las bebidas de Su Majestad siempre debían ser probadas y se aseguró de que se le ofreciera la mejor variedad de carnes, verduras y frutos secos.
Con sangre fría, pensó que una mujer en su cama le llevaría un necesario olvido y mandó llamar a Senehat, la obligó a desnudarse, la examinó detenidamente, le ordenó a Isis que la lavara, la afeitara y perfumara, y la envió a las habitaciones de Kamose después de recordarle que ninguna ley egipcia la obligaba a cumplir con los deseos de su señora en ese sentido y que si ella renunciaba al honor de compartir el lecho del rey, alguna otra estaría ansiosa por aceptar. Senehat cumplió, pero muy pronto volvió a Tetisheri bañada en lágrimas.
—¡No hice nada malo! —sollozó—. ¡Pero Su Majestad se negó a aceptarme! ¡Me ordenó que me retirara! ¡Estoy avergonzada!
—¿Por qué, muchacha imprudente? —preguntó Tetisheri no sin bondad—. Vuelve a tu habitación y no digas nada de este asunto si no quieres quedarte sin lengua.
Senehat se retiró sollozando y por la mañana Kamose pidió que se le admitiera en las habitaciones de su abuela. La besó y luego retrocedió.
—Supongo que fuiste tú la que me envió a Senehat, Tetisheri —dijo—. No soy un desagradecido. Sé que te preocupa mi bienestar. Pero no me interesan los encuentros sexuales y, si así fuera, elegiría a alguien más a mi gusto que esa pequeña sirvienta, por atractiva que sea.
—¿Entonces quién te gusta? —preguntó Tetisheri, insistente.
Él rió y fue una de las primeras veces que vio su rostro relajado desde su regreso, pero enseguida una expresión curiosa, en parte de tristeza, en parte de deseo, le llenó los ojos.
—Nadie a quien haya conocido —contestó con sencillez—. ¡No todos los hombres que duermen solos son fanáticos o desviados, abuela! Tal vez yo esté más cerca de ser lo primero, pero decididamente no soy lo otro. Por favor, deja de tratar de manipularme.
La volvió a besar y de repente salió, dejándola disgustada e intrigada.
Durante las semanas siguientes continuó observándolo de cerca. Siempre había sido un hombre solitario y continuaba prefiriendo su propia compañía, aunque aparecía con regularidad en las fiestas familiares y llevaba a cabo sus deberes sociales como cabeza de familia y príncipe de Weset. Sin embargo, había en él una frialdad que no disminuía y cuando no estaba inmerso en una necesaria conversación, su rostro era como una puerta cerrada tras la que ocultaba su verdadero carácter.
Reunió a los campesinos que no habían sido reclutados por el ejército y los puso a trabajar en la construcción de la cárcel en pleno desierto, detrás de la ciudad. En muchas ocasiones se le veía en medio del polvo que levantaban los obreros, con Behek tumbado en la sombra que proyectaba su cuerpo y el de los guardias que lo acompañaban.
Sólo en el templo parecía derretirse, convertirse en un ser ligero, y su joven espinazo se inclinaba con facilidad para postrarse ante su dios, flexionando las rodillas antes de caer al suelo junto a las amplias puertas del santuario. Los sacerdotes que medían la altura del Nilo calculaban que ese año sería de catorce codos, un magnífico llanto de Isis, y los siete días de la fiesta de Amón de Hapi, dios de las aguas, que marcaba la mitad del mes de Paophi, fue una época de ruidosa celebración. Kamose permaneció en el templo durante toda la semana, durmiendo en la celda de un sacerdote y uniéndose a Amonmose y a los demás sacerdotes en todos los ritos. Es como si la proximidad del dios pudiera ofrecerle una paz que no encontraba fuera del sagrado recinto, pensaba Tetisheri cada vez que pasaba del dosel del jardín a su habitación en un vano intento de huir de lo peor del calor de la temporada. De alguna manera, los demonios de Kamose se aquietaban en presencia del dios. No parece tener la energía de antes. Hay carne sobre sus huesos y sus ojos ahora son claros. Me habla con el mismo afecto de antes y, sin embargo, ahora hay un lugar en su interior que es completamente inaccesible para todos, incluyéndome a mí. Y no me gusta que a veces se siente y tiemble quejándose de que está helado. No tiene síntomas de ninguna enfermedad. Esa helada oscuridad está en su interior, en su alma.
Tetisheri tenía la sensación de que todo su mundo se había encogido a las dimensiones del misterioso ka de Kamose. Sólo Kamose le llenaba la mente, estuviera con quien estuviera, pero sabía que en esas ocasiones su lengua hablaba con seguridad de otras cosas. La prima de Aahotep, Nefer-Sakharu pasaba menos tiempo en compañía de Ahmose-Onkh a medida que su dolor comenzaba a disminuir y, bajo el pretexto de permitir que la mujer encontrara la paz oyendo el relato de la ejecución de su marido, Tetisheri pudo obtener una imagen clara de los acontecimientos que rodearon el saqueo de Khemennu y de la victoria sobre Nefrusi. Sin duda, Ankhmahor le hubiera descrito otros encuentros si ella se lo hubiera pedido, pero Tetisheri tenía la sensación de que ya lo había llevado muy lejos en lo referente a su lealtad al rey y, además, reconocía la urgencia de una invitación para desahogar una preocupación tan peligrosa como la de su nieto.
Seguían llegando noticias de las tropas que pasaban el invierno en el norte. A veces la información la enviaba Ramose, pero con mayor frecuencia era Hor-Aha quien llenaba los papiros con su dictado acerca del estado del ejército. Siempre incluía respetuosos saludos para Tetisheri, quien comenzaba a preguntarse si sus palabras no serían una exagerada falta de sinceridad. Después de todo, no era más que el miembro de una tribu, con gran capacidad para forjar planes militares, y los días de la desesperada campaña de Seqenenra hacía mucho que habían pasado. ¿Se le estaría olvidando a Hor-Aha su posición? Tetisheri pensó que Kamose no debió nombrarlo príncipe hereditario. Hubiera sido mejor que lo dejara como general y que situara a alguno de los otros príncipes sobre él en un sentido puramente honorario.
Comenzó el mes de Athyr, siempre época de aburrimiento para Tetisheri a pesar de que el calor comenzaba a disminuir. Egipto se había convertido en un gran lago moteado por la copa de las palmeras que estaban bajo el agua. Los campos estaban cubiertos por sábanas de agua plateada. El único edificio en construcción era la cárcel de Kamose, una construcción fea en la que trabajaban los campesinos cuando no permanecían sentados frente a sus chozas calculando la cantidad de semillas que podrían sembrar cuando la inundación cediera. Aahotep presidía el inventario anual de la casa. Hasta el templo estaba silencioso. Había pocos festivales para aliviar el lento paso del tiempo.
Sin embargo, Ahmose estaba contento. Todas las mañanas, con sus guardias, su esquife, su jabalina y sus aparejos de pesca, desaparecía en los pantanos y reaparecía por la tarde, embarrado y acalorado para entregar su botín de patos y peces a los sirvientes con la esperanza de que los transformaran en delicias para la cena. A veces lo acompañaba Aahmes-Nefertari, pero cuando Athyr se acercaba a su fin alegó que ya no estaba en condiciones de seguir a su marido y prefería pasar las mañanas en compañía de su madre o jugando a juegos de tablero con Raa.
Durante la tarde del último día de Athyr, cuando la familia ya había comido y Tetisheri se acababa de retirar a sus aposentos, le sorprendió enterarse de que Ahmose estaba fuera y pedía que lo recibiera. Isis acababa de quitarle el maquillaje de la cara y la alheña de manos y pies, y la estaba peinando. El primer impulso de Tetisheri fue pedirle a Ahmose que se retirara y recibirlo por la mañana, cuando estuviera maquillada, pero contuvo su vanidad y le dijo a Uni que le permitiera entrar.
—Perdóname, abuela, ya sé que es tarde —dijo mientras cruzaba la habitación y se detenía con una reverencia—. Quería pasar contigo un rato sin interrupciones. He sido egoísta con mis días, tratando de ganar el equivalente de un año de caza en estos pocos meses, y mi madre ya me ha regañado por ello. —Sonrió con arrepentimiento—. Incluso Aahmes-Nefertari me ha dicho que no le he prestado a mi familia la atención que merece.
—No estoy en absoluto ofendida por tus ausencias, Ahmose —contestó Tetisheri—. Nos vemos todas las noches durante la cena. Tu tiempo de descanso te pertenece para que lo uses como te parezca, y siempre que cumplas con tus deberes con tu esposa, no me quejaré. Pero no cabe duda de que has elegido una hora extraña para recordar tus obligaciones hacia mí. —Le hizo señas a Isis de que se alejara e indicó una silla que tenía al lado—. Puedes sentarte.
—Gracias. —Acercó la silla al banco donde su abuela estaba sentada y se sentó con un suspiro—. Si quieres que te diga la verdad, me estoy cansando de matar seres vivos. Aahmes-Nefertari dice que debo estar creciendo. Me hace bromas al respecto.
Tetisheri lo miró especulativamente a la luz amarillenta de las lámparas. De hombros anchos y fuertes, la piel de Ahmose rebosaba salud y llenaba la habitación de vigor masculino. Su pelo castaño rizado estaba atado hacia atrás con una cinta roja de la que escapaban mechones que se enredaban alrededor de su cuello y que enmarcaban la cara abierta y nerviosa. Pero sus ojos no sonreían. Se encontraron con los de ella con una expresión seria. Tetisheri se volvió hacia Isis.
—Deja el peine. Puedes retirarte. Me acostaré sola. —Una vez que la mujer hubo cerrado la puerta a sus espaldas, Tetisheri cruzó los brazos—. Tú no me engañas, príncipe. ¿Qué deseas?
—No se trata de una cuestión de deseos —contestó él con tranquilidad—. En realidad, no quiero consultarte nada. Sé que tu corazón pertenece a Kamose y que deseas un Egipto revitalizado por su aliento. No lo niegues, Tetisheri. No me duele, pero me obliga a desconfiar a la hora de reducir la distancia que nos separa a ti y a mí.
—No lo niego —admitió ella—. Pero si por un instante piensas que pondría el amor que le tengo a tu hermano sobre el bien de Egipto, te equivocas. Hacerlo deshonraría el nombre de tu padre y me empequeñecería a mí.
—Tal vez haya tenido esperanzas de que me mandaras llamar para hablar sobre la campaña de la temporada pasada, o por lo menos para informarme de lo que ha estado sucediendo aquí, pero no, prefieres llevar tus preocupaciones a Ankhmahor e interrogar a la pobre Nefer-Sakharu cuando Kamose se niega a hablar contigo. No soy ciego. ¿Me tienes miedo, abuela, o soy sólo un pobre individuo indigno de ser tenido en cuenta?
Su tono no cambió. Seguía siendo moderado. Tenía las manos apoyadas en los brazos del sillón y no había tensión en su cuerpo. Sin embargo, su compostura sólo servía para acentuar la fuerza acusadora de sus palabras. Tetisheri tuvo que luchar contra el relámpago de ira que le provocó. Tiene razón, pensó con resentimiento. No debí ignorarlo. Debí escuchar la voz de mi conciencia.
—Te habría buscado, Ahmose —dijo con lentitud—, pero no quería que Kamose imaginara que había perdido mi lealtad. Tal vez ésa te parezca una excusa poco seria, pero Kamose es el rey. Él toma las decisiones que afectarán al progreso de la guerra. No quise cerrar el camino que nos unía.
—Y entonces le llevaste tus preocupaciones a Ankhmahor. —Descruzó las piernas y se echó hacia atrás, uniendo los dedos de ambas manos—. ¿Por qué lo hiciste? ¿Porque es mayor que yo, más maduro, porque odia cazar? ¿Por qué? Y no, antes de que comiences a protestar, te aseguro que él no se ha acercado a mí. Noté que la guardia de Kamose se ha duplicado y cuando le pregunté por qué a Ankhmahor, me dijo que fue a petición tuya. Debes decidir ahora, abuela, si confiarás en mí o no. Si la respuesta es no, llevaré mi necesidad de consejo a otra parte.
Durante largo rato permanecieron inmóviles, mirándose. Los ojos castaños y tranquilos de Ahmose se encontraron con la mirada reflexiva de Tetisheri. Este joven me está desafiando, pensó sorprendida. No son celos, es la exigencia de que por fin se le conceda lo que él considera que es su legítima posición. Y tiene razón. Si trato de justificar ahora las dudas que me inspira me considerará débil y me dejará al margen de su vida. Ni siquiera debo disculparme. Que así sea.
—Le confié una de mis preocupaciones a Ankhmahor. Ésta. —Le contó con rapidez los presagios y las palabras del oráculo—. Tal vez no tenga nada que ver con el futuro inmediato, pero consideré prudente tomar todas las precauciones posibles. También me interesaba conocer la opinión de Ankhmahor sobre el estado mental de Kamose. Si él se derrumba, la rebelión fracasará.
Ahmose alzó las cejas.
—Resulta desconcertante que pases con tanta rapidez de la frialdad a la completa entrega —comentó—. Eres una mujer compleja, abuela. Supongo que el príncipe te aseguró que la mente de Kamose seguirá sana, por lo menos durante un futuro inmediato.
—¡Lo dices con tanta tranquilidad…! —casi gritó Tetisheri—. ¿Ya has perdido el amor que le tenías a tu hermano?
—¡No! —contestó Ahmose golpeando el brazo del sillón con el puño cerrado—. Pero he aprendido con mucha dificultad a desligarme de su agonía. ¿Cómo crees que pude permanecer a su lado y observar lo que las órdenes que impartía le hacían a su ka? Kamose no tiene manera de huir de sus demonios, Tetisheri. Yo he sido bendecido. Puedo conseguir el olvido en brazos de mi mujer, con la pesca, en el momento en que mi jabalina surca el aire, mi conciencia vuela con ella. Esas cosas engañan mis pesadillas y las ahogan. Kamose no tiene tanta suerte. Matamos a todas horas, todos los días, durante semanas. Kamose sigue matando mientras se sienta en el tejado del viejo palacio y mira fijamente al cielo. Será mejor para él que vuelva a coger una espada de verdad.
Tetisheri estaba conmovida y esa vez no pudo ocultarlo.
—Cuéntamelo todo, Ahmose. Necesito saberlo.
Permaneció sentada muy quieta mientras la voz de su nieto llenaba el aire cálido que los rodeaba. Él no le ocultó nada, le describió con calma el olor de la carnicería, el saqueo, los alaridos perplejos de las mujeres, las noches sin descanso a menudo interrumpidas por los informes de los exploradores que recorrían el río al resguardo de la oscuridad, y Tetisheri no tuvo necesidad de cerrar los ojos para que todo se desarrollara en su mente.
Cuando terminó de contarle los detalles del viaje de Kamose hacia el norte, se refirió a la posición de responsabilidad de cada uno de los príncipes, junto a conjeturas acerca de su lealtad hacia Kamose, él mismo y Hor-Aha.
—Het-Uart no caerá este año a menos que logremos hacer salir a Apepa de su ciudadela —terminó diciendo—. Kamose está decidido a sitiar de nuevo la ciudad, pero será tiempo perdido. Creo que los príncipes permanecerán a su lado durante una estación más, pero si para la próxima inundación no hay resultados, comenzarán a pedirle que les permita volver a sus casas y encargarse del gobierno de sus territorios.
—¿Entonces, qué crees que se debe hacer? —preguntó Tetisheri con la voz ronca y la cabeza llena de imágenes brillantes y terribles.
—Ante todo, quiero conocer tu opinión —contestó Ahmose—. ¿Podemos beber un poco de cerveza, abuela? Se me ha secado la garganta de tanto hablar.
¿Quién eres?, pensó mientras llamaba a Uni y lo enviaba a buscar bebidas, y a pesar de que la pregunta que surgió con claridad en su mente fue seguida por una sensación de tristeza. Tú no eres Kamose. No eres el rey. ¡Ojalá fuese tu hermano el que estuviera sentado frente a mí, discutiendo estos asuntos con tanta lucidez y habilidad!
—Debería establecer una guarnición en Hert-Nefer-Apu a pesar de que la ciudad está muy lejos del Delta —dijo—. Debería construir un fuerte grande en las raíces del Delta, en Iunu, y ocuparlo con tropas permanentes para impedir que Apepa marche hacia el sur. Debería llenar Het-Uart de espías, gente que pueda trabajar allí y que poco a poco le den una idea clara de la ciudad, desde la estructura de las puertas hasta el número y dirección de las calles, y la situación y cantidad de soldados del cuartel. También debe conocer el temor de los habitantes. Todo costaría tiempo. —Vaciló—. El paso del tiempo lo está volviendo loco. Tanto él como tú deseabais un avance rápido y continuo hacia el norte y acabar cuanto antes con el peso del pie de Apepa sobre nuestros hombros. Pero no será así, Tetisheri. Creo que tú lo has aceptado. Pero Kamose no. Y no lo aceptará. Estoy cansado de discutir con él.
—¡Pero no lo abandonarás! —exclamó ella—. ¡No discutiréis en público, Ahmose!
—¡Claro que no! —replicó él—. Todavía me consideras un necio, ¿no es verdad, abuela? Te lo diré una sola vez. —Se inclinó hacia ella levantando un dedo—. Odio a los setiu. Odio a Apepa. Juro por las heridas de mi padre, por el dolor de mi madre, que no conoceré la paz hasta que un rey egipcio vuelva a reinar sobre un país unificado. No estoy de acuerdo con las estrategias de Kamose, pero como súbdito leal lo apoyaré, porque él y yo, todos nosotros, queremos lo mismo. —Se echó atrás y cruzó los brazos—. Kamose se ha convertido en algo parecido a un caballo con anteojeras. Ya no ve ni a izquierda ni a derecha, pero igual que ese caballo, corre en la dirección correcta.
Uni llamó a la puerta y entró, depositó en silencio la cerveza y unos dulces y recortó las mechas de las lámparas antes de retirarse con discreción. Ahmose vació su taza de un trago y la volvió a llenar. Tetisheri lo observó detenidamente. Tras un momento se mojó los labios.
—¿Quién lleva las riendas, Ahmose? —murmuró—. ¿Hor-Aha?
Ahmose consideró la pregunta mirando su cerveza, luego levantó la cabeza.
—El general es ambicioso e imperioso —contestó—. No cabe duda de que es un estratega brillante. Ejerce un control absoluto sobre sus medjay, pero creo que no sobre Kamose, a pesar de que éste confía en sus consejos más que en los míos. Con toda franqueza, abuela, ese hombre me ha llegado a disgustar. Pero lo oculto. No quiero enemistarme con él mientras siga siendo útil.
—¿Y sus medjay?
Ahmose lanzó un gruñido.
—Como sabes, Nithotep, la madre de Hor-Aha era egipcia. Supongo que vivía cerca del fuerte de Buhen en Wawat y se ganaba la vida lavando la ropa de los soldados.
—Lo ignoraba —contestó Tetisheri—. ¿Y su padre?
Ahmose se encogió de hombros.
—Obviamente, un miembro de la tribu, considerando el color y las facciones del general. Pero Hor-Aha se considera ciudadano de este país. Se enorgullece de ello. No traicionará a su rey. —Eligió el dulce más grande y lo mordió con fruición. Luego se lamió la miel de los dedos y le dedicó una amplia sonrisa a Tetisheri—. Ahora que Kamose lo ha nombrado príncipe, quiere un territorio para poder gobernarlo. Kamose le ha prometido algo en el Delta.
—¡Qué ridiculez! —exclamó Tetisheri—. No podemos permitir que un hombre de una tribu gobierne un territorio.
Ahmose le sonrió.
—No te preocupes, Majestad. Transcurrirá mucho tiempo antes de que el Delta sea lo suficientemente estable para ser bien gobernado. No es necesario que nos preocupemos todavía por ese problema.
—Ahmose —preguntó entonces ella—, ¿nos hemos convertido en cómplices?
—En aliados, Majestad —respondió él con firmeza—. Aliados. Junto a Kamose; siempre lo hemos sido. —Se levantó y se desperezó—. Gracias por tu real oído. ¿Nos entendemos un poco mejor ahora? ¿Puedo retirarme? —Ella asintió y le tendió una mano. Él la cogió entre las suyas, se inclinó y le besó la mejilla—. Duerme bien, Tetisheri —‹lijo, y cerró la puerta con firmeza a sus espaldas.
El lecho de Tetisheri estaba preparado, la sábana doblada. Ella sabía que estaba muy cansada, pero no se movió, permaneció sentada mirando el silencio, con la mente trabajando a toda velocidad. Cuando la última lámpara comenzó a apagarse, se levantó, pero sólo para apagar la débil llama. Puso un almohadón en el sillón en que estuvo sentado Ahmose, se instaló en él, apoyó lo codos en la mesa y siguió con la mirada clavada en la oscuridad.
El principio del mes de Khoiak y la fiesta de Hathor, diosa del amor y de la belleza, marcaron el día siguiente. Después de una noche corta e insomne, Tetisheri permaneció irritada y de pie junto a sus parientas femeninas en el santuario de Hathor, cerca del centro de Weset, para rendir tributo a esa deidad apacible de cabeza de vaca. Nunca había sentido mucha veneración por Hathor, porque creía menos en la belleza para influir en las decisiones de los hombres que en la inteligencia. Durante el acto dio con fuerza con el matamoscas a las moscas que se acercaban atraídas por su dulzura.
El río había llegado a su máximo nivel y ahora comenzaría a bajar. El sol era imperceptiblemente menos intenso, pero caluroso a pesar de todo, y Tetisheri tenía ganas de arrancar el incensario de la mano del sacerdote y terminar por él su sonoro cántico para poder volver a montar en la litera que la esperaba frente la multitud respetuosa. Recordando, sin embargo, que Hathor fue en una época una diosa vengadora que bañó a Egipto en sangre, le había llevado una chuchería y un papiro en el que detallaba la cantidad de granos y otros bienes que los sacerdotes podían esperar durante el año siguiente. Naturalmente, era mucho menor que el que se le adjudicaba a Amón, pero el templo principal de Hathor, en Lunet, estaría en esa ocasión atestado de regalos y de adoradores y la familia sólo debía preocuparse por mantener su pequeño santuario y su modesto complemento de sirvientes en Weset. A pesar de su falta de verdadera devoción, Tetisheri se emocionó al ver la de Aahmes-Nefertari. Con auténtica reverencia, la muchacha se prosternó sobre la roca polvorienta, susurró las oraciones que los demás entonaban en voz alta y besó los pies de la estatua con los ojos cerrados, como si se estuviera acercando a un amante. La razón fue evidente cuando las mujeres se acercaron al lugar donde Kamose y Ahmose las esperaban con vino, higos secos y tortas de dátiles puestos a la sombra sobre un mantel de lino.
—Yo necesito más que eso —se quejó Tetisheri cuando los hombres se levantaron para saludarla—. He comido muy poco y hemos salido muy temprano hacia el santuario. ¿Dónde está Uni? Quiero verduras frescas y carne de gacela.
Ahmose le había servido vino y le acercaba la taza.
—Dentro de un momento, abuela —dijo—. Ven y siéntate. Aahmes-Nefertari tiene que hacer un anuncio.
Sonrió a su esposa, que no se había instalado en los almohadones esparcidos por el suelo. Ella le devolvió la sonrisa y respiró hondo.
—He estado reservando mis noticias para hoy, el día de Hathor —dijo—. Estoy embarazada. El físico me dice que el niño nacerá en Payni, poco antes de que empiece la siega.
—Así que os propongo que brindemos por la concepción de otro Tao —interrumpió Ahmose. Rodeó con un brazo los hombros de la muchacha y la acercó—. A pesar de lo que el futuro nos pueda deparar, los dioses han decretado que nuestra sangre siga fluyendo.
Aahotep levantó su taza y bebió encantada.
—¡Bien hecho! —dijo—. Es un magnífico presagio. Seré abuela otra vez.
—Y una gran abuela —observó Tetisheri—. Felicidades a los dos. ¿Me preguntó de qué sexo será la criatura? Consultaremos al oráculo y a un astrólogo.
Sus palabras estaban dirigidas a la cara sonrosada de Aahmes-Nefertari, pero sus ojos miraban subrepticiamente a Kamose. Él sonreía igual que todos los demás y Tetisheri no pudo detectar ninguna sombra de tristeza o de resentimiento en su expresión. Está contento de todo corazón, se dijo, no le envidia esta felicidad a Ahmose. Realmente no la quiere para sí mismo.
Pero Kamose, al notar su mirada, volvió el rostro hacia ella y la suposición de Tetisheri se disolvió bajo una realidad más grave. Sabe que no sobrevivirá, pensó. De alguna manera cree que su matrimonio, que tener hijos reales, no tiene ninguna importancia porque Ahmose será quien se siente en el Trono de Horus y quien perpetúe los dioses Tao en Egipto. Tal vez siempre lo haya sospechado. ¡Oh, mi querido Kamose! La sonrisa de él, cuando los ojos de ambos se encontraron, era irónica y levantó su taza hacia ella antes de llevársela a los labios.
—¿Qué sucede, Tetisheri? —preguntó Aahotep ansiosa—. De repente te has puesto gris. ¿Te sientes mal?
—La visita al santuario y luego mi anuncio han sido demasiado para ti, Majestad —dijo Aahmes-Nefertari con bondad.
Tetisheri se mordió la lengua para no contestarle con desprecio. Yo me podría quedar de pie para siempre en un lugar si fuera necesario, y recibir el impacto de cualquier noticia, buena o mala y hacerlo mucho mejor que tú, tenía ganas de decir. La criatura que llevas en tu seno debería ser hijo de Kamose, no de su hermano. Ahmose la miraba con simpatía y una vez más se vio obligada a sofocar el resentimiento que sentía. Este resentimiento pasará, trató de decirle con la mirada. No es más que la muerte de las ilusiones de una anciana.
—El vino resulta ácido en un estómago vacío —consiguió decir—. ¡Isis! ¡Encuentra a Uni y haz que me traiga comida! Y siéntate a mi lado, Aahmes-Nefertari y dime cómo te sientes. —Palmeó el almohadón que había junto a ella y la muchacha obedeció.
—El físico dice que si llevo la criatura alta dentro de mí, será mujer —dijo nerviosa—, y que si está situada baja será varón. Pero es muy pronto para predecir nada. No me siento descompuesta, Majestad. —Se llevó las manos a las mejillas—. Lamento hablar con tanta rapidez. Estoy excitada y al mismo tiempo tengo miedo.
Aahotep se inclinó y le palmeó una rodilla.
—Le darás muchos hijos a Egipto, Aahmes-Nefertari —aseguró—. Todos nos alegramos por ti.
Aahmes-Nefertari dirigió una mirada de agradecimiento a su madre.
—A Ahmose no le importa si tenemos un niño o una niña —explicó—. Pero a mí me parece que una niña sería mejor. De esa manera Ahmose-Onkh… —Se le fue perdiendo la voz y bajó la mirada hacia su regazo.
—No te avergüences de lo que estabas a punto decir. —El que habló fue Kamose. Estaba tendido de lado, con la cabeza apoyada en la palma de una mano y la mirada en los pámpanos que se movían por encima de él—. Nunca debemos olvidar las penosas realidades de estos días. Si tienes una hija llevará sangre divina, y Ahmose-Onkh, al casarse con ella, conseguirá su cabeza de dios. Por supuesto, siempre que Ahmose haya muerto. —Se sentó, cruzó las piernas y la miró—. De todas maneras, nuestro linaje es real, y a veces no ha habido hermana para definirlo y reanimarlo. Pero cuando la hay, es mejor, más fuerte, Ma’at queda renovado.
—Es duro lo que dices, querido hermano —dijo ella con delicadeza, todavía con la mirada fija en su regazo—. Y me doy cuenta de que aunque eres el rey, hablas como si no tuvieras intención de perpetuar tu linaje por ti mismo. Lo lamento por ti, Kamose.
Nadie rompió el silencio que se hizo. Se extendió y espesó, como un peso que impedía todo movimiento. El vino quedó sin terminar en las tazas y Uni, que llegaba de la casa seguido de sirvientes cargados de comida, vio fugazmente a la familia como una colección de rígidas estatuas.
El mes de Khoiak pasó sin acontecimientos especiales. Los días de los dioses se sucedían: la fiesta del Sacrificio, la Apertura de la Tumba de Osiris, la fiesta de Romper la Tierra con la Azada, la fiesta de los Padres de las Palmeras. Hubo en total once festividades en el templo para ocupar a los que estaban inactivos por la inundación. Era una época que les gustaba a los campesinos, porque durante los días santos estaban exentos de trabajar en la construcción y nada podían hacer en los campos a causa del agua.
Con lentitud, el Nilo comenzó a volver a su cauce y el calor disminuyó. La vida en la casa había adquirido una agradable rutina, y aparte de los informes regulares que se recibían del oasis Uah-ta-Meh y de Het-Nefer-Apu, la familia podría haber imaginado que habían vuelto a la paz y estabilidad de años anteriores. Ahmose cazaba y pescaba a veces, pero ahora prefería acompañar a su esposa mientras ella cumplía con sus pequeños deberes domésticos. Aahotep estaba ocupada con los jardineros y con Simontu, el escriba de los Graneros, que había estado eligiendo personal para la prisión ya terminada de Kamose, hasta que fue llamado para calcular el grano que había que sembrar ese año.
Tetisheri, revitalizada por la temperatura más fresca y decidida a no seguir preocupándose por la campaña, redactaba la historia de su familia y se sentaba junto al estanque a dictársela a su escriba. En cuanto a Kamose, continuaba pasando mucho rato solo en el tejado del antiguo palacio. A veces, los sirvientes que por casualidad levantaban la vista hacia la pared divisoria, en su camino hacia la casa por el jardín, creían ver a Seqenenra en esa figura inclinada y murmuraban una rápida oración antes de reconocer a su hijo. Pero a pesar de su necesidad de soledad, Kamose parecía haber recuperado gran parte de su anterior equilibrio mental. Su rostro había perdido esa expresión tensa y acorralada que tanto impactó a su abuela y sus músculos, enjutos y fuertes, estaban ahora más llenos.
Al final de la tarde, como por un acuerdo tácito, la familia salía al jardín y se reunía alrededor del estanque para beber vino y hablar antes de que los llamaran para la comida de la noche. Se sentaban o se tendían en la hierba fragante, observando con pereza los mosquitos que sobrevolaban la superficie rojiza del agua, y preguntándose cuánto tardaría un pez en salir a la superficie y alimentarse con el delicado insecto o mordisquear los capullos de lotos recién abiertos en los que croaban los sapos ruidosamente.
Una tranquilidad no buscada había descendido sobre todos como si al bajar, las aguas se llevaran consigo las agonías y pesadillas de las semanas anteriores. Alrededor de la propiedad comenzaban a surgir los campos, de un marrón profundo y brillantes por la humedad, y se podía ver a los campesinos hundidos en la tierra hasta los tobillos, como en un trance.
—Será un año excelente —dijo Aahotep. Estaba sentada en el borde de piedra del estanque, con los dedos dentro del agua—. Podremos sembrar más que el año pasado y no habrá que enviarle a Apepa parte de la cosecha.
—Ni tampoco habrá que enviarle vino —añadió Ahmose. Tenía la cabeza apoyada en el regazo de su mujer y ella le hacía cosquillas en la nariz con un manojo de hierba—. Nuestro viñador informa de que no hay señales de nada que pueda estropear las vides. ¿Dónde está Nefer-Sakharu? ¿Por qué no se une nunca a nosotros? —Detuvo la mano de Aahmes-Nefertari y estornudó.
—Su dolor se ha convertido en odio —explicó Tetisheri. Estaba tirando papiros uno por uno en un arcón que tenía a los pies mientras su escriba flexionaba los dedos doloridos para poner la escribanía en orden—. No está agradecida por el refugio que ha encontrado aquí. Sehenat dice que la ha oído hablando mal de ti, Kamose, a Ahmose-Onkh, de manera que le prohibí que volviera a ver al niño. No sé qué hacer con ella. —Arrojó el último papiro, sacudió su falda blanca y bebió el vino que Uni le ofrecía.
—No tenemos dónde mandarla —intervino Aahotep, con la mirada clavada en las ondas rojizas que formaba su mano en el agua—. Supongo que podríamos llevarla a una celda del templo y pedirle a Amonmose que cuidara de ella, pero me parece una actitud cruel y, en realidad, ella no es responsabilidad del Sumo Sacerdote.
—No, es nuestra responsabilidad —dijo Kamose con resignación. Había estado inspeccionando los canales de riego con el inspector de Diques y Canales, y luego se había zambullido en el Nilo para quitarse el barro. Sólo cubierto por un taparrabos, descalzo y sin maquillar, con la piel brillante y el pelo todavía húmedo, no parecía tener veinticuatro años—. Lamento tener que cargaros a vosotras con su cuidado, pero no me queda otra alternativa. El río ya es navegable y Ahmose y yo partiremos muy pronto. Haced que vigilen permanentemente a Nefer-Sakharu. Está desesperada por ver a su hijo y lleva aquí tiempo suficiente para saber mucho de nosotros, de nuestro estado de ánimo, de los habitantes de Weset, de nuestras cosechas, información al parecer inútil pero importante para un estratega militar.
—¿Estratega? —bufó Tetisheri—. El único estratega de Het-Uart es Pezedkhu y se está ahogando bajo la cobardía de Apepa. Es el único hombre al que hay que temer, Kamose.
—Lo sé. No hemos recibido ninguna información sobre él. Creo que Apepa le impedirá actuar hasta que una batalla sea inevitable.
Aahmes-Nefertari suspiró.
—Ha sido un mes maravilloso —dijo pensativa—. Muy tranquilo. Ahora volveremos a hablar de guerra. ¿Cuándo me quitarás a Ahmose, Kamose? ¿Lo enviarás aquí para el nacimiento de nuestro hijo?
—No te puedo prometer nada —contestó Kamose—. ¿Cómo quieres que lo haga? Tienes a tu lado a nuestra madre y a nuestra abuela, Aahmes-Nefertari. Tendrás que ser valiente.
Ahmose cogió un mechón de pelo de su mujer y lo enroscó alrededor de su muñeca.
—Serás valiente —repitió—. Todo irá bien y me lo harás saber enseguida. No quiero tener que preocuparme por ti, Aahmes-Nefertari, y lo haré a menos que me prometas que estarás tranquila, que no tendrás miedo y que no me echarás mucho de menos.
—Estoy aprendiendo a tener una paciencia fatalista —dijo la muchacha con cierto humor—. Y ahora contesta a mi pregunta, Kamose. ¿Cuándo partiréis?
—Tybi comienza dentro de tres días —contestó Kamose—. Esperaremos para hacer ofrendas en la tumba de mi padre en recuerdo del día de su nacimiento; el primer día del mes es doblemente sagrado para mí, ya que se celebra la Fiesta de la Coronación de Horus, pero después nos iremos. Ya les he ordenado a los medjay que preparen sus armas y se apresten para partir. —Miró a Ahmose con tranquilidad—. Espero poder lograr un sitio con éxito durante esta estación.
Ahmose no contestó, continuó jugando con el pelo de su mujer, y fue Tetisheri quien rompió el momento de tensión. —¿Debemos continuar vigilando Pi-Hator?— quiso saber. Kamose negó con la cabeza.
—No, creo que ya no es necesario. De todos modos, tenemos el país en nuestro poder, desde Weset hasta el Delta, y a un heraldo de Het-Uy le resultaría casi imposible atravesar nuestras filas.
—Tal vez haya llegado el momento de ofrecerle al alcalde una mano amiga —sugirió Aahotep. Se levantó y se puso bajo la sombra ya inútil del dosel—. Se ha mantenido fiel al acuerdo al que llegó contigo, Kamose. No olvides que allí se fabrican embarcaciones de todo tipo y que además hay una cantera de piedra caliza. Ya se habrá dado cuenta de que el tiempo de rebelarse ha pasado. Podríamos utilizarlo.
—No. —Ahmose soltó el grueso mechón que acababa de enredar y se sentó—. Todavía no. No debemos dar a nadie la más leve impresión de que necesitamos algo. Por ahora dejaría en paz Pi-Hator y Het-Uy.
Durante unos instantes reinó el silencio mientras todos sucumbían a la belleza del momento. Pálidas sombras habían comenzado a deslizarse sobre el parque y ante ellos la luz roja se retiraba dejando tras de sí una neblina suave que todavía contenía el perfume de los capullos. El cielo era un arco azul oscuro que se aclaraba suavemente hacia el azul perlado antes de ponerse rosado. Entonces Aahmes-Nefertari se movió.
—Khoiak ha sido como la paz que reina antes de una tormenta en el desierto —dijo—. Precioso e inolvidable. Creo que todos viviremos de su recuerdo.
Tetisheri tragó el nudo que se le acababa de formar en la garganta.
—Se ha hecho tarde para la comida —dijo con aspereza.