Capítulo 9
El resto del día transcurrió con extrema lentitud para Ramose. Lo escoltaron a su habitación, donde permaneció estrechamente vigilado, de manera que no pudo hacer otra cosa que pasearse de un lado a otro y pensar. Estaba satisfecho por haber podido cumplir tan satisfactoriamente las instrucciones de Kamose. Había convencido a Apepa de que el ejército era más pequeño de lo que en realidad era, que estaba menos preparado para una batalla y era menos disciplinado, y convirtió la poca satisfacción de los príncipes en un motín del que Apepa estaba ansioso por aprovecharse. No era tan fácil persuadir al general Pezedkhu. Naturalmente, tenía la responsabilidad de ser cauteloso, pero a menos que pudiera presentar argumentos convincentes para apoyar su sugerencia de que todo no era tal y como Ramose había descrito, Apepa prescindiría de sus objeciones y abogaría por vaciar Het-Uart. Y Apepa tenía la última palabra. Lo peor ya había pasado.
He cumplido con mi misión, pensó Ramose mientras se paseaba por la habitación, pasando distraídamente los dedos por las paredes, mirando sin ver los escasos muebles. Y ahora, si Apepa cumple su palabra, puedo esperar el encuentro con Tani. Más allá, mi futuro es oscuro. Es evidente que Apepa no puede dejarme en libertad. ¿Me ejecutará o me mantendrá permanentemente prisionero en el palacio? ¿Será posible planear una huida con Tani? Todo depende de nuestra conversación, de que su amor por mí haya sobrevivido.
¿Y por qué no va a sobrevivir?, pensó preocupado. ¿Por qué debo suponer que sus afectos se han alterado en poco más de dos años? Por lo que vi en el jardín, se respondió, el visir se inclinó hacia ella como si se tratara de una mujer con autoridad y su séquito era grande. Bueno, el mismo Apepa dijo que se había convertido en una persona muy popular entre los cortesanos. Esa inclinación del visir puede haber sido tan sólo una muestra de respeto. ¿Y qué conclusión puedo sacar de la silenciosa protesta del joven hijo de Apepa ante su padre? «Su persona es ahora sa…». Su persona es ahora ¿qué? ¿Sagrada? Y de ser así, ¿cómo? ¿Por qué? Ramose detuvo el flujo de sus anhelantes especulaciones con gravedad. Sólo debo esperar, se dijo, y todo se aclarará.
Se acercó a la puerta, la abrió y se dirigió al guardia.
—Ordena que me traigan cerveza —dijo—. Y si en el archivo del palacio hay papiros con cuentos o con historias, también los quiero. Estoy aburrido.
Todo lo que solicitó le fue facilitado con rapidez y pasó el resto del día leyendo. Poco a poco la luz fue siendo cada vez menos intensa y por fin desapareció, pero Ramose no se molestó en encender la lámpara. Cuando por fin no pudo ver lo suficiente para seguir leyendo, se quitó la ropa y se enroscó en el lecho.
Lo despertaron con comida y luego lo escoltaron hasta la casa de baños, donde lo lavaron, afeitaron y untaron con aceite. Le proporcionaron ropa limpia y una vez más lo dejaron solo. La solitaria inactividad comenzó a pesarle y empezó a pensar que tal vez lo mantuvieran allí prisionero, y que no sólo soportaría días de soledad, sino semanas, y quizás hasta años. Preferiría morir, se dijo con furia. Hizo un esfuerzo por no perder la calma, rezó sus oraciones a Tot e hizo ejercicios físicos que había aprendido de niño para no perder la fuerza ni la flexibilidad, pero nada calmó su ansiedad. Y por fin sucumbió a ella, se sentó con las piernas cruzadas en el suelo y observó los cuadrados de luz que se reflejaban en la pared.
A mediodía le llevaron más comida, pero no tenía hambre, aunque bebió la cerveza que también le sirvieron con un alivio que rayaba el pánico; un rato después se abrió la puerta y el guardia lo llamó. Debo restablecer mi disciplina interior, se dijo mientras recorría detrás del guía los vestíbulos atestados de gente. He pasado todo el invierno en el desierto. Mi ka se ha expandido para ocupar un lugar tan ilimitado. He de prepararme para que se encoja hasta tener las dimensiones de la celda de una prisión.
Lo hicieron pasar a la misma habitación donde había sido interrogado el día anterior, pero esta vez había más hombres alrededor de la mesa. Jefes militares, juzgó Ramose por la similar vestimenta de todos ellos. La mesa estaba cubierta de tazas y platos usados, papiros y mapas. Ramose hizo una reverencia y esperó. Apepa se dirigió a él de inmediato.
—He decidido enviar veinticuatro divisiones a atacar a Kamose —dijo tajante—. Sesenta mil hombres bajo las órdenes de Pezedkhu viajarán de Het-Uart hasta Het-Nefer-Apu para enfrentarse allí a lo que él llama su armada. Los otros sesenta mil saldrán del Delta y cruzarán el desierto hacia Ta-She, y de allí al oasis, para destruir el ejército enemigo. Kethuna estará al mando de esas tropas y tú irás con él. Si todo va bien, habremos logrado una tenaza perfecta.
Veinticuatro divisiones, calculó Ramose con rapidez. Ciento veinte mil hombres divididos en dos mitades. Kamose tiene cincuenta y cinco mil en el oasis y diez mil en Het-Nefer-Apu. Son dos a uno contra él, pero si logra reunirse con Paheri y la armada, tal vez salga victorioso. Es un riesgo terrible.
—Ya he despachado exploradores por las rutas del desierto —prosiguió diciendo Apepa—. Mis generales tardarán cinco días en preparar el ejército y para entonces espero tener noticias y saber si Kamose sigue en Uah-ta-Meh o si ha salido para Het-Nefer-Apu. Tengo confianza en que todavía siga allí. ¿Tú qué crees, hijo de Teti?
Creo que te desprecio, hijo de Sutekh, pensó Ramose con tanta claridad y ansias de venganza que tuvo miedo de haber pronunciado las palabras en voz alta. Me lo estás contando porque estás seguro de que moriré en la batalla. Bueno, yo te diré lo que eres, pero no antes de haber visto a Tani.
—Es probable que todavía siga en el oasis, Majestad —contestó Ramose con tranquilidad—. Pero no por mucho tiempo, porque en caso contrario la estación de campaña estará demasiado avanzada para una batalla.
—Déjalo allí —murmuró Pezedkhu—. Deja que vaya de un lado al otro con sus ilusiones. Esto es una locura.
Apepa no le hizo caso.
—Un comentario poco comprometido —dijo—. Pero supongo que ahora ya no sabes más que nosotros. —Estudió un instante a Ramose y éste lo miró fijamente—. No te di el pésame por la ejecución de tu padre. Teti era mi súbdito fiel. Es una pena que tú hayas elegido conspirar en su caída. Mis generales borrarán del mapa a Kamose y a sus seguidores, y habrá grandes recompensas para los que hayan tenido el coraje de permanecer fieles a mí, su verdadero rey. Tú podrías haber conseguido que se te devolvieran tus tierras. Pero nos traicionaste primero a mí y luego a Kamose. No eres de confianza y por lo tanto no te necesito más.
—Entre un propósito y su cumplimiento hay un golfo que cruzar, Awoserra —masculló Ramose conteniendo su furia—. No puede ser cruzado con promesas agradables y vacías. Ten cuidado de que tus generales no caigan en ese abismo.
Los hombres que rodeaban la mesa murmuraron indignados; todos menos Pezedkhu, que seguía sentado e inexpresivo con la barbilla apoyada en una mano. Apepa no parecía sentirse ofendido. Su fría sonrisa consiguió reducir las palabras de Ramose al nivel de una simple bravata.
—No quiero mantenerte encerrado durante los próximos días —dijo—. Puedes disfrutar de la libertad de palacio, con tu guardia, por supuesto. Por ahora la princesa Tani no saldrá de las habitaciones de las mujeres. Se te enviará a verla la víspera de tu partida. Puedes retirarte.
Dudo que haya ampliado los límites de mi prisión por lástima, pensó Ramose mientras se alejaba. Voy a morir y él lo sabe. Con toda maldad le proporciona a un condenado una última visión de lo que le será arrebatado. Pero frustraré sus intenciones. Me niego a mirar los placeres de este lugar con los ojos de un muerto que camina, lo haré con la alegría de un hombre enamorado de la vida. ¡Patético pastor de ovejas! ¿Qué sabes tú del alma de un egipcio? Me niego a ser humillado. Cogeré lo que me ofreces y más, y si hay justicia entre los dioses, Kamose te aplastará como la bestia desagradable que eres. Lo único que deseo es vivir para verlo.
No volvió a su habitación. Resuelto a no hacer caso del silencioso soldado que lo custodiaba, vagó por los vestíbulos y los patios del palacio, permitiendo que sus pies lo llevaran donde quisieran. Cuando se cansó, se sentó en la hierba de un pequeño patio abierto junto a una fuente, y con sequedad le pidió a un sirviente que pasaba por allí que le llevara fruta y vino. Mientras esperaba, levantó el rostro hacia el sol de la tarde. Comió con lentitud, deleitándose, y luego se encaminó a la casa de baños y ordenó que le hicieran un masaje. Permaneció tendido en el banco mientras el masajista de manos firmes le amasaba los músculos y le calentaba la piel, inhaló el aroma de aceites perfumados y se permitió dormitar. El hombre terminó su trabajo y Ramose se lo agradeció, luego le pidió que le indicara el camino a los jardines.
Cuando salió al aire cálido de la tarde, el sol ya se poma y los árboles arrojaban largas sombras sobre los muchos senderos que corrían hacia todos lados en el dominio de Apepa. Pero algunos pájaros todavía cantaban y el tardío zumbido de abejas en los frutales en flor perseguía a Ramose mientras éste vagaba, deteniéndose para sacudir los pétalos fragantes sobre su cabeza u observar los colores de los parterres. A medida que el sol se ponía, los cortesanos se iban hacia palacio. Al pasar a su lado, miraban a Ramose y a su cansado escolta con curiosidad y lo saludaban con amabilidad. Ramose siguió adelante hasta llegar al muro. Había soldados sobre él y más allá la ciudad invisible. Ramose volvió sobre sus pasos y cuando entró en el palacio la noche había caído y las lámparas y las antorchas estaban encendidas.
Pensó en la posibilidad de mezclarse con los invitados de Apepa en la fiesta del gran salón del que surgían voces y risas. Habría distracciones. Magos, quizás, o cantantes. Sin lugar a dudas habría bailarines y buena música. Él también podía asistir si quería, pero al analizar lo que deseaba descubrió que extrañaba el silencio y la quietud que reinaban en el oasis cuando las tropas se retiraban a sus tiendas. Nada, salvo las frases desafiantes de los centinelas, rompía ese silencio soñado.
Sonriendo con ironía, buscó los pasillos desiertos. A veces su paso era impedido por guardias que custodiaban puertas cerradas y en esos momentos comprendía que estaba cerca de los aposentos reales, de la tesorería o de las dependencias administrativas, pero por lo general se le permitía recorrer con toda libertad el laberinto que era Het-Uart. Volvió muy tarde a la habitación y, en cuanto entró, oyó que el extenuado soldado le cedía sus responsabilidades a otro. Sonriente, Ramose se acostó y se durmió en el acto.
A la mañana siguiente, mientras iba a la sala de baños, se dio cuenta de que el ambiente de palacio había cambiado. Había pequeños grupos de cortesanos descuidados, hablando excitados. Los sirvientes se movían con mayor decisión. Las mujeres susurraban tapándose la boca con las manos. Al subir a un banco de piedra de la sala de baños, Ramose se encontró junto a una mujer joven y muy hermosa cuya sirvienta personal le echaba agua caliente sobre la larga cabellera negra. La muchacha le sonrió, recorrió el cuerpo desnudo de Ramose sin segundas intenciones y luego le miró el rostro con expresión de aprobación.
—Te he visto aquí varias mañanas —dijo—. No eres un invitado, porque en ese caso estarías usando una casa de baños privada. ¿Eres un nuevo criado? —Ramose sintió que el guardia se le acercaba.
—No exactamente —contestó con cautela—. Se podría decir que soy un heraldo. No disfrutaré durante mucho tiempo de la hospitalidad del rey.
—Es una pena. —Bajó de la piedra y tendió los brazos para que su sirvienta pudiera rodearle el cuerpo con una toalla—. ¿De dónde eres? —preguntó mientras se escurría el pelo empapado—. No pareces kefitiano. Siempre los hay en el palacio. Tal vez seas sureño. ¿Es así? ¿Qué noticias hay de más allá del Delta?
Ramose lanzó una carcajada.
—Hablas como si todo lo que hay al sur del Delta fuera un desierto —bromeó—. ¿No conoces el sur?
—No, nunca he estado más allá de la ciudad de Iunu. Mi padre es un escriba ayudante de la Superintendencia de Ganado, y todo el ganado del rey está en el Delta. Además, ¿qué puede haber allí, aparte de pequeños pueblos y un par de templos, y estadios y estadios de campos? Dicen que ahora ni siquiera existe eso, que el príncipe de Weset lo ha arrasado todo como una bes —tía rabiosa—. Cogió el peine que le ofrecía su sirvienta y comenzó a pasárselo por el pelo mientras miraba de reojo a Ramose. —A mí me gustaría conocer a un animal así. Pero supongo que jamás tendré esa oportunidad. El palacio bulle con la noticia de que el rey hará salir al ejército a luchar contra ese Kamose.
Ramose fingió sorprenderse.
—¿Todo el ejército?
—Bueno, no —comenzó a decir ella—, no todo el ejército, sólo… —Pero antes de que pudiera terminar la frase, el soldado se interpuso con rudeza.
—Este hombre es prisionero del rey —dijo en voz alta—. No digas nada más. Ocúpate de tus asuntos.
Ella alzó las cejas y ni siquiera se molestó en mirar al guardia.
—¿En serio? —preguntó inmutable—. ¿Entonces por qué se te permite usar la casa de baños públicos? ¿Cuando estés limpio volverán a llevarte a una celda? ¿Qué has hecho?
—Nada malo —le aseguró Ramose—. Soy del sur. —De repente se le ocurrió una idea—. Si por casualidad ves hoy a la princesa Tani, dile que Ramose está aquí. Ramose. Se me ha concedido un encuentro con ella, pero…
El soldado cogió a la muchacha del brazo y la alejó de mala manera.
—¡Basta! —aulló—. ¡Una sola palabra más y también te haré arrestar a ti!
—No conozco a nadie con ese nombre —contestó la muchacha por encima del hombro mientras la empujaban hacia la sala de masajes—. Pero yo soy Hat-Anath y si puedes huir, ven a mis aposentos. ¡Quítame la mano de encima!
El guardia la soltó y ella desapareció entre nubes de vapor.
Ramose soportó sus abluciones intrigado. ¿Cómo era posible que Hat-Anath ni siquiera conociera la existencia de Tani? Pero el palacio era grande, había cientos de cortesanos y servidores, y tal vez una pequeña princesa de una oscura ciudad lejana del sur no despertara ningún interés. Además, estaba el asunto del ejército de Apepa. Si se componía de más de veinticuatro divisiones, tal como la muchacha insinuó, ¿a cuántos hombres controlaba el rey? ¿Y de dónde salían? Ramose maldijo en su interior al soldado entrometido. Un instante más y se habría enterado de algo valioso. ¿Pero de qué me habría servido esa información si no puedo salir de aquí para transmitírsela a Kamose?, pensó. Además, tendrá que enfrentarse a Pezedkhu y a Kethuna antes de volverse hacia el resto de las fuerzas de Apepa.
A pesar de su decisión de disfrutar todo lo posible de aquellos días en el palacio, Ramose no conseguía apartar de su mente aquellos dos enigmas, ni siquiera cuando continuaba con sus exploraciones. Al final del segundo día de su relativa libertad, había atravesado el palacio de una punta a la otra, y al tercero se contentó con pasar de un rincón tranquilo del jardín, que le gustaba particularmente, a una parte del tejado, donde podía sentarse al amparo de un muro y contemplar toda la extensión del palacio. La vista incluía parte del cuartel. Una constante nube de polvo hablaba de la actividad frenética que había mientras el ejército se preparaba para movilizarse. A veces, hasta llegaba a oír las órdenes dictadas a gritos por los oficiales y, de vez en cuando, el sol se reflejaba en los radios de la rueda de algún carro.
El tejado era el lugar preferido de muchas de las mujeres, que tenían esteras y almohadones esparcidos bajo sus elegantes doseles. Al principio simularon no hacerle caso. Intercambiaban chismes, jugaban a juegos de tablero y trabajaban con pereza en sus telares, tejiendo las telas de muchos colores que usaban. Pero al cuarto día lo recibieron con calidez, le ofrecieron vino y dulces y lo incluyeron en sus charlas. Ramose hablaba con ellas con cautela, con el soldado siempre pegado a sus talones. No se animaba a preguntar por Tani, temeroso de que el soldado pasara el informe a sus superiores y Apepa le negara la entrevista prometida. Tampoco la buscaba entre esos rostros delicados y maquillados. Sabía que se le había ordenado que permaneciera en sus aposentos.
El rey no lo volvió a llamar. Sin embargo, durante la noche del cuarto día, Ramose se hizo bañar y poner ropa limpia. Pidió los servicios de un experto en cosmética y permaneció sentado con docilidad mientras el hombre le pintaba los ojos y las sienes con galena y untaba con aceite su pelo indisciplinado. No tenía joyas, ni pendientes que le rozaran el cuello, ni anillos o pulseras que resaltaran la fuerza de sus manos, pero supuso que a Tani no le importarían esas cosas. Cuando se quedó solo, prendió la lámpara y se sentó a esperar.
Transcurrió aproximadamente una hora y Ramose empezaba a preguntarse con desesperación si Apepa faltaría a su palabra, cuando se abrió la puerta. Allí estaba el heraldo Sakhetsa, espléndido con sus vestiduras blancas.
—Ahora puedes acompañarme —dijo—. A ella se le ha dicho que irás a verla.
A Ramose las palabras le resultaron ominosas, pero con el corazón palpitante se levantó y siguió a Sakhetsa al pasillo.
El camino ya le resultaba familiar. En sus exploraciones se había acercado a las imponentes puertas dobles hacia las que lo conducían. En la ocasión anterior, los guardias con distintivos blanquiazules apostados ante la puerta lo obligaron a retirarse. Pero ahora, éstos se inclinaron ante Sakhetsa y abrieron la puerta de par en par. Ramose entró.
El lugar era suntuoso. Por todas partes las lámparas reflejaban el resplandor del oro. Suaves alfombras abrazaban sus pies calzados con sandalias. Delicadas sillas de cedro con incrustaciones de plata emitían un suave perfume. Había una mesa baja de ébano con cuadrados de marfil, para jugar a perros y chacales, junto a una alta lámpara dorada, y las pequeñas figuras de animales que se utilizaban en el juego habían sido minuciosamente talladas en alabastro. Las paredes estaban decoradas con pinturas de montañas y un océano, todo en blanco, azul y verde.
A través de una abertura a su derecha, Ramose pudo ver el dormitorio, el lecho cubierto con sábanas de lino con bordes dorados, el arcón que había a sus pies descansando sobre bocas abiertas de peces de oro. En la penumbra vio una mesa de cosméticos, cuyos botes y frascos tenían la forma de caracoles y que brillaban con el destello del oro del desierto. Ramose vio el movimiento de un shenti corto y oyó un ruido ahogado, pero no se trataba de la persona a quien el heraldo se dirigía en aquel momento.
Una mujer estaba de pie en el centro de la habitación, con el rostro muy blanco pero compuesto y las manos delicadamente enlazadas. Los anillos brillaban en sus dedos teñidos con alheña. Bandas de oro rodeaban sus brazos desnudos. La túnica roja que le caía hasta los tobillos resplandecía por el hilo de oro entretejido. Una delgada banda de oro le cruzaba la frente y se internaba en su cabellera peinada en alto, con una larga gota de oro descansando entre sus negras cejas. Los labios teñidos de alheña estaban entreabiertos. Respiraba con rapidez y el temblor de sus pechos que subían y bajaban movía sus pendientes de lapislázuli.
—Majestad, éste es Ramose, hijo de Teti —decía Sakhetsa—. Ramose, inclínate en una reverencia ante la reina Tautha.
Ramose se volvió a mirarlo, indefenso. Debe de haber algún error, quería gritar. Esta persona se parece a Tani, se parecía a Tani en la distancia del jardín, por lo tanto me engañé, Apepa me ha engañado. ¿Dónde está la hija de Seqenenra?
—Gracias, Sakhetsa, te puedes retirar. —La mujer hablaba con la voz de Tani. Chasqueó los dedos y se volvió con la inclinación de cabeza típica de Tani cuando salió una sirvienta del dormitorio y se inclinó ante ella—. Tú también te puedes retirar, Heket. Espera fuera.
Mientras la habitación se vaciaba y las puertas se cerraban con delicadeza, Ramose permaneció inmóvil como un necio, con los pensamientos convertidos en un caos. Estoy soñando, susurró hablando para sí mismo. Es una pesadilla y pronto despertaré en mi pequeña celda, todavía deseando verla.
La mujer se acercó un paso, su túnica brillaba. Sonrió.
—Ramose —dijo—. Apepa me lo dijo hace un rato. Disfruta de sus pequeñas sorpresas. Es una de sus pocas costumbres que me disgustan.
El intervalo se alargó. Ramose sintió que cada uno de sus nervios se ponía tenso. Luchó desesperadamente por restablecer un equilibrio interior. Cuando lo consiguió, la realidad cayó sobre él. Casi oyó el estruendo de su caída, cuando todo lo que lo rodeaba volvió a adquirir sus dimensiones y la mujer se convirtió en… en… Terna la garganta seca como una tormenta en el desierto.
—Tani —graznó.
Ella se mordió los labios.
—Tampoco te lo dijo a ti, ¿verdad? —dijo—. Lo siento, Ramose. Fue una crueldad.
Ramose tragó con fuerza.
—¿Decirme qué? —susurró—. ¿Por qué te llamó reina el heraldo?
—Porque lo soy —contestó ella con naturalidad—. Ven a sentarte, Ramose, te tambaleas como un borracho. Permíteme servirte un poco de vino.
Obedeció con torpeza. Le parecía tener las piernas desconectadas del resto del cuerpo y estuvo a punto de caer en el sillón. La observó coger una jarra, verter el líquido oscuro en una taza y empujarla a través de la mesa hacia él. Con cuidado, Ramose se llevó la taza a la boca. El vino le pareció agrio y le quemó la garganta reseca.
—Explícamelo —graznó—. No lo comprendo.
Ella acercó otro sillón y lo miró con aire solemne. Cuando el vino comenzó a tranquilizarlo y creció su estabilidad interior, a Ramose le pareció ver piedad en aquellos ojos grandes, pintados con galena. ¿Piedad?, se repitió en su interior. ¡Oh, dioses, piedad no! ¡Cualquier cosa menos eso!
—Firmé un contrato matrimonial con Apepa —dijo Tani con voz serena—. Ahora soy una reina. La reina Tautha.
En aquel momento Ramose supo que había piedad en la mirada de Tani. Lo inundó la incredulidad y una fría desolación, pero la realidad también lo enfureció.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Te amenazó, Tani? ¿Te obligó a firmar ese contrato a raíz del levantamiento de Kamose? ¿Matrimonio o muerte, fue ésa la elección que te dio? ¿Fue una venganza contra tu hermano? De ser así, ese contrato no significa nada. Puede ser deshecho. ¡Dioses! ¡Si supieras que pensar en ti me ha mantenido cuerdo durante el terror de los últimos dos años, que los recuerdos que abrigaba han sido mi almohada durante la noche y mi espada durante el día! ¿Y te has casado con él?
Tani levantó una mano.
—No fui amenazada ni coaccionada —dijo en voz baja.
Ojalá pudiera explicártelo, Ramose, para hacerte ver… —Hizo una pausa, buscando las palabras indicadas y él fijó su atención en el rostro de Tani, a punto de explotar de furia—. Llegué aquí sin amigos, temerosa, sabiendo lo que Kamose planeaba hacer y segura de que cuando las noticias de su rebelión llegaran a Het-Uart, me matarían. Traté de vivir día a día, hora a hora. Había decidido que si debía sucumbir, lo haría con valentía. Pero él fue bondadoso conmigo. Más que bondadoso. Dijo que nada de lo sucedido era culpa mía, que yo no era culpable de la ingratitud de mi familia. Cuando cayó Khemennu se me acercó angustiado, porque sabía que te amaba, y rezó para que siguieras a salvo. Me hizo regalos, me invitó a acompañarlo al templo de Sutekh, me permitió sentarme a su izquierda en las fiestas. Me trató con honor, no como a un rehén. Yo estaba sobrecogida. Me confesó su afecto…
Ramose alzó una mano, horrorizado.
—Te sedujo —dijo con tono salvaje—. Y tú ni te diste cuenta. Llevó a cabo contra Kamose la venganza más exquisita que pudo imaginar, y a pesar de tu inteligencia, del honor que juraste conservar, ¡caíste en su trampa! Permitiste que te diera un nombre setiu. Permitiste que te condujera a los dominios de Sutekh. —Golpeó la mesa con violencia y el vino saltó dentro de la taza—. ¡Maldita sea, Tani, le permitiste que compartiera tu cama! ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido? Le diste lo que me habías prometido a mí, se lo diste a un inmundo extranjero. ¿Dónde está la muchacha honesta y valiente a quien yo adoraba? ¡Se ha convertido en setiu y la he perdido!
—No fue así. —Vaciló, pero él la interrumpió.
—¿De vendad? —preguntó con sarcasmo—. ¿Entonces cómo fue? ¿Te enamoraste de él como una pobre muchacha campesina o la codicia fue la que dictó tus acciones? ¡Tuvo que ser una cosa o la otra! —Se alejó de la mesa y comenzó a pasearse, incapaz de seguir quieto—. Veo que me he equivocado al juzgarte, Tani. Eres frívola. Confundí tu superficialidad con alegría y optimismo. Lo mismo le sucedió a tu familia. ¿Sabes el daño que esta noticia les hará a Kamose y a tu madre cuando la reciban? Y créeme que la recibirán. Apepa esperará para comunicárselo hasta el momento en que pueda hacer el mayor daño posible a la causa de la libertad de Egipto.
La rodeó, se le acercó, se inclinó sobre ella deseando herirla, deseando que sangrara como sangraba él, mientras a su alrededor giraba una tormenta de esperanzas perdidas y de desilusiones.
—No te engañes creyendo que esa serpiente te ama —aseguró—. ¡No eres nada para él, sólo un arma para ser usada contra el enemigo!
Tani lo alejó de un empujón y se levantó, agarrándose a los brazos de su sillón.
—¡Cállate, Ramose! —gritó—. ¡Basta! ¡Basta! ¡Estás equivocado! Hiéreme todo lo que quieras ya que sientes que merezco tu condena, pero te equivocas. Entonces yo te amaba. Y todavía te amo. Tú y yo teníamos un sueño, pero eso fue todo. ¡Un sueño! En otra época podríamos habernos casado y ser felices. En otra época los burros podían tener alas y levantar el vuelo. Los dioses son quienes deciden estas cosas y para nosotros dispusieron que nuestro amor no pudiera madurar. Hay en juego cosas más importantes.
—Hay en juego cosas más importantes —la imitó con brutalidad—. ¿Y cómo puedes saberlo, aquí, entre brocados y oro? ¿Abrigas la arrogante ilusión de haber hecho un sacrificio para una gran causa al convertirte en una reina setiu? ¿Qué te hace creer que eres tan importante?
—Ya sé que jamás me podrás perdonar la angustia que te he causado —dijo ella en voz baja—. Pero, Ramose, mira a tu alrededor. Hace pocos días que estás en Het-Uart. Yo llevo aquí casi dos años. Apepa lanzará ciento veinte mil hombres contra Kamose. Aquí hay más de doscientos mil acuartelados y la mitad de ellos son reclutas de Rethennu. Apepa mandó pedir refuerzos a sus hermanos del este y el Delta está lleno de ellos. Es imposible que Kamose gane. Estuvo perdido desde el principio. Empecé a darme cuenta a los pocos meses de mi estancia forzosa. Me resistí mucho tiempo a la seducción de Apepa, tiempo durante el cual pensé mucho. —De repente se le llenaron los ojos de lágrimas—. Te deseaba a ti. Quería volver a casa. Deseaba que Apepa ordenara mi ejecución. Pero cuando supe que al final Kamose sería vencido, decidí no sólo que sobreviviría sino que firmaría el contrato matrimonial. Como reina legal tengo muchos derechos que un simple rehén o una concubina no tienen. Aproveché el afecto de Apepa, sí, pero no por los motivos que supones. Kamose fracasará. Lo traerán aquí prisionero. Entonces, como reina, podré interceder por él y por mi familia desde una posición de poder. Eso es todo. Créelo o no lo creas. Como quieras.
—Pero, Tani —dijo él con urgencia—, ¿por qué crees que Kamose no tiene posibilidades de conquistar Egipto? Padeces la ceguera que parece afectar a todos en el palacio y probablemente también en la ciudad. Sólo ves la riqueza de este lugar, el número de soldados del cuartel, lo inexpugnable que es Het-Uart. ¿Estás enterada de que hoy en día Kamose es el amo de todo el país, con excepción de esta ciudad? ¿De que ha llevado a cabo una campaña intrépida y que ya nadie se le opone, aparte de Apepa? Apepa lo sabe, pero es obvio que sus cortesanos no y tú tampoco.
Abrió la boca para seguir hablando, para contarle el plan de su hermano para sacar a las tropas de la ciudad y llevarlas a la destrucción, pero de repente se dio cuenta de que hacerlo era un peligro. No podía confiar en ella, y eso le rompió el corazón. Su cólera desapareció.
—No, no lo sabía —dijo ella en voz baja—. Estaba enterada de lo de Khemennu y de la caída del fuerte de Nefrusi, pero se me hizo creer que eran victorias aisladas, que Kamose no podía controlar a los campesinos y que las ciudades y los pueblos no lo apoyarían.
—Quemó todas las ciudades y pueblos —le informó Ramose secamente—. No está dispuesto a correr riesgos.
Ella alzó hacia él sus ojos grandes y llenos de lágrimas no vertidas.
—Me alegro —susurró—. ¡Oh, me alegro tanto, Ramose! Tal vez haya sido engañada, como dices. ¿Qué hará Kamose ahora? ¿Y qué me dices de ti? —Ramose obvió deliberadamente su primera pregunta.
—Debo marchar con el general Kethuna al oasis de Uah-ta-Meh —dijo como si se tratara de algo sin importancia—. Apepa tiene la intención de que muera allí.
Ella frunció los labios y estudió detenidamente el rostro de Ramose.
—Kethuna es un general muy bueno, pero un hombre insignificante —dijo—. Pezedkhu se aseguraría de que se te diera una oportunidad de luchar por tu vida, pero Kethuna no lo hará. Puedo tratar de sobornarlo.
—No. —Ramose volvió a dejarse caer en el sillón y bebió lo que le quedaba de vino, poniendo después con cuidado la taza en la mesa—. Tal vez eso sea lo que Apepa espera que hagas y debe de querer poner a prueba tu lealtad. Créeme, Tani, no soy un necio. Haré todo lo posible por permanecer con vida.
—Si lo haces, si lo logras —dijo ella vacilante—, te pido por favor que no le digas a Kamose en qué me he convertido. Verte es suficiente castigo para mí.
Ramose se pasó las manos por la cara en un gesto de fatiga y de resignación.
—¡En qué enredo se ha convertido todo esto! —dijo con cansancio—. Como un necio, imaginé que cuando me vieras caerías en mis brazos lanzando gritos de alegría y que, juntos, planearíamos la manera de huir de Het-Uart, corriendo al encuentro de Kamose, y luego iríamos a Weset. Mi madre está allí ahora ¿sabes? —Ramose esperó una respuesta y al no recibirla se levantó—. Apepa ha cumplido su palabra. He hablado contigo. ¡Cómo se debe de estar riendo! Estás aún más hermosa que antes, Tani. Creo que ha llegado la hora de que regrese a mi miserable habitación.
—No quiero que me sigas amando, Ramose —dijo ella con sobriedad—. No hay futuro en ello. Ramose lanzó un gruñido.
—Hay un futuro —la corrigió—. Pero tal vez ninguno de los dos estemos en él. Que el tótem de tu territorio te cuide, Tani.
—Y que Tot de Khemennu esté contigo, Ramose-contestó ella con voz temblorosa. —Que las suelas de tus sandalias sean resistentes.
Si Tani hubiera dado un paso hacia él, por vacilante que fuera, Ramose la habría estrechado en un abrazo. Pero el momento pasó. Se encaminó a la puerta y miró hacia atrás. Ella estaba de pie muy erguida, con los brazos caídos, y lloraba en silencio. Él no pudo cerrar la puerta a sus espaldas.
Una vez en su celda llamó pidiendo vino y cuando se lo entregaron se sentó en el lecho y procedió a emborracharse, llenando la taza y bebiendo con fría determinación. No podía I pensar y no quería sentir.
Despertó al amanecer con la cabeza palpitante y una sed enloquecedora, y dio la bienvenida a ambos males. Es mejor sufrir dolor físico que permitir que la angustia entre en el alma, razonó mientras comía, lo bañaban y lo vestían por última vez en el palacio. En cuanto terminó de atarse las sandalias, el soldado que lo custodiaba le dio la bolsa y le ordenó que saliera. Ramose lo siguió por los vestíbulos aún adormilados hasta el jardín donde brillaba el sol naciente en el rocío. Allí se detuvieron, porque el mismo Apepa los esperaba rodeado por personajes que intentaban ocultar sus bostezos. Ramose, con la cabeza dolorida y los ojos palpitantes, no se inclinó ante él.
—No es necesario que te preocupes, hijo de Teti —dijo Apepa a modo de saludo—. La cuidaré. Mi esposa primera le tiene mucho cariño.
Ramose lo miró desafiante. Sabía que le estaban poniendo un anzuelo y que no debía responder. No quería darle a Apepa la satisfacción de saber que su golpe había dado en el blanco, pero ya no le importaba.
—Te odio —dijo con claridad—. Todo Egipto te odia. No perteneces a este lugar y un día dejarás de pisar esta tierra sagrada. —Se adelantó un paso y con una alegría casi insana vio que Apepa retrocedía—. Tu dios no tiene poder contra las fuerzas combinadas de las sagradas divinidades que han decidido apoyar tu caída. Me despido de ti.
Esperaba una reacción inmediata, que una espada le separara la cabeza del torso o por lo menos una explosión de furia, pero Apepa sólo alzó las cejas. Los murmullos de los presentes murieron en un espantado silencio. Volviéndose, Ramose les dio la espalda con desdén y se encaminó hacia las puertas del palacio, con su escolta pisándole los talones.
Lo condujeron a un carro que lo esperaba, y su guardia se lo entregó a un oficial y se retiró sin pronunciar palabra. Después le ataron las manos y lo llevaron por donde había venido, por las calles de la ciudad, directamente hacia la planicie angosta situada entre Het-Uart y su canal protector.
Entró en el caos. Nubes de polvo le oscurecían la vista y dentro de ellas hombres y caballos aparecían y desaparecían como fantasmas. En todas partes reinaba una ruidosa confusión. Los hombres gritaban, los caballos relinchaban, los burros de carga percibían la general agitación y rebuznaban constantemente. El auriga de Ramose ahogó una maldición al tratar de abrirse paso entre la chusma. En este momento podría escapar, pensó Ramose. Podría saltar de este vehículo y perderme entre esta locura antes de que este hombre lograra volver la cabeza. Pero cuando se preparaba a saltar el carro se detuvo, el auriga le entregó las riendas a un muchacho que ya sujetaba las de otros carros similares y la oportunidad pasó. Con habilidad, el oficial cogió la cuerda que colgaba de las muñecas atadas de Ramose y la ató al carro.
—Quédate aquí —dijo innecesariamente y desapareció.
Lanzando un suspiro, Ramose se dejó caer al suelo sin hacer caso de la mirada de curiosidad del muchacho. Todavía le dolía la cabeza.
No tenía manera de saber cuánto tiempo permaneció allí sentado, entre el polvo que levantaban los soldados que formaban filas, pero sus articulaciones habían comenzado a protestar contra tanta inmovilidad. Le entregaron un odre lleno de agua y una bolsa de pan, que Ramose puso en su bolsa, y luego lo llevaron a formar entre una tropa de infantería que esperaba en silencio la orden de marchar. Una de sus muñecas estaba atada a la del soldado de su izquierda. Vio a Kethuna pasar por allí en su carro, pero el general ni siquiera lo miró. Mucho más adelante se elevó un estandarte, un amplio tablero de madera pintado de rojo sobre un poste alto, y enseguida se oyó una orden.
—Por fin partimos —murmuró el soldado—. Me prometí la semana pasada y ahora, como si no tuviera ya bastante, debo vigilarte para que no trates de huir. ¿Cómo te llamas?
La columna se puso en marcha. Ramose se acomodó la mochila sobre los hombros.
—No creo que mi nombre tenga ya ninguna importancia —contestó—. Pero soy Ramose, de Khemennu, en el territorio de Un.
—He oído que Khemennu es un territorio que ya no vale nada —gruñó el soldado—. El enemigo lo saqueó. ¿Perdiste parientes en esa batalla? ¿O estabas con los que degollaban a mansalva? ¿Eres un criminal común o un espía?
—Aquí todos estamos en el territorio que no vale nada —dijo Ramose sombrío, y el soldado no insistió.
Si hubiera estado libre para mover los brazos, Ramose casi habría disfrutado de los primeros días de la expedición, en la que los sesenta mil hombres de Kethuna zigzagueaban a lo largo del Delta. Estaban a fines del mes de Phamenoth, el clima era frío, los huertos dejaban caer sus últimos capullos y los viñedos formaban dibujos de diferentes matices de verde, con las oscuras hojas de las vides cubriendo el verde más pálido de las uvas. En los canales y en sus afluentes, el agua tranquila reflejaba un cielo alto y muy azul. En los alrededores de Het-Uart, las depredaciones causadas el año anterior por los soldados de Kamose todavía se veían. Árboles quemados se alzaban negros y esqueléticos. Viñedos secos susurraban con tristeza en el aire perfumado. Parches de tierra renegrida marcaban los lugares donde se habían quemado cadáveres y, de vez en cuando, huesos de animales salpicaban los caminos, pero cuando las tropas se acercaron al límite occidental de los magníficos cultivos del Delta, la naturaleza paradisíaca del Bajo Egipto volvió a invadirlo todo.
La tarde del tercer día acamparon al abrigo del último bosque de palmeras antes del comienzo del desierto. Ramose y su guardia se unieron a un grupo de soldados que se sentaban alrededor de una de las múltiples fogatas que iluminaban el crepúsculo. Los hombres charlaban mientras comían, pero Ramose permanecía en silencio, con la vista clavada en la arena que se extendía ante él. Tenía la muñeca herida, pero no le importaba ese pequeño dolor. Sus pensamientos pasaban de Tani a Kamose, y a la posibilidad de su muerte inminente. Al examinar su corazón, no encontró resentimiento contra la muchacha a quien había amado durante tanto tiempo, comprendió que había exagerado ese amor para sobrevivir al horror de Khemennu y a los desesperados días siguientes. Sin embargo, ella todavía le inspiraba ternura, una ternura cálida y constante, y sabía que ese sentimiento sobreviviría a su muerte y al peso de su ka. Era algo eterno, destinado por la justicia de Ma’at.
Cuando la luz débil fue dando paso a la oscuridad y el desierto se convirtió en algo indistinto, tuvo la sensación de ver figuras furtivas de hombres entre las dunas. Se preguntó si Kamose habría enviado exploradores hasta el Delta. Los fantasmas se disolvieron mientras trataba de localizarlos, pero uno adquirió solidez y se convirtió en un explorador de avanzada que se les acercó sin miedo y pasó por la hilera de fogatas para ir a informar a Kethuna.
A la mañana siguiente partieron temprano hacia Ta-She. Se advirtió a los soldados que llenaran su odre de agua y que sólo bebieran durante los descansos de la marcha. El trayecto no era peligroso, puesto que el sendero era muy transitado durante las inundaciones, cuando el camino del río estaba inundado, y les esperaba un gran depósito de agua. Sin embargo, al final del primer día, había quejas entre los soldados. Muchos de ellos estaban demasiado extenuados para comer y prefirieron tenderse enseguida en la arena y dormir. Otros habían desobedecido a los oficiales y vaciado sus odres antes de que el feroz calor del desierto cediera.
Ya eran más sensatos cuando acamparon el segundo día, pero Ramose, al ver las ampollas que tenían en los pies y las desagradables quemaduras del sol en los hombros y los rostros, sintió un impaciente desprecio. Los generales de Apepa eran unos idiotas. Las tropas no habían hecho maniobras en el desierto. Nacidos en el Delta o recién llegados de la suave temperatura de Rethennu, su entrenamiento se limitaba a falsas batallas dentro de Het-Uart y eran demasiado blandos para resistir los rigores de la arena caliente y de un sol sin rastros de humedad.
Él mismo estaba cansado. Los músculos le dolían por efecto de la marcha, pero eso era todo. El soldado a quien estaba atado no había sufrido mucho, pero también se quejó a uno de los físicos del ejército, alegando que tenía dolor de cabeza y escalofríos. Cuando el físico se alejó, el hombre llamó a uno de los oficiales que pasaban y le preguntó si podían librarlo de Ramose, por lo menos durante el día, pero el oficial, al volver de la tienda de Kethuna, le informó que el general había denegado su petición.
—Al menos te podrían atar a algún otro y darme un rato de descanso —dijo el soldado con resignación—. Espero que se acuerden de cortar la cinta de cuero que nos une antes de que me hagan falta los dos brazos para blandir el hacha.
De repente a Ramose la situación le resultó cómica, pero tuvo el tino necesario para no reír. Se le ocurrió que, tal vez, el desierto resultara un enemigo más implacable que Kamose y sus tropas endurecidas.
Ta-She apareció en el horizonte al amanecer del séptimo día, pero llegaron al vasto oasis a última hora de la tarde. Los soldados rompieron filas sin esperar el permiso para hacerlo y corrieron hacia el reflejo del agua entre las palmeras sin escuchar los gritos de sus oficiales. Ramose los miró alejarse con un secreto placer. A pesar de que también tenía calor y estaba sediento, caminó con tranquilidad mientras su guarda tropezaba a su lado. Cuando llegaron a los campos cultivados, los pobladores de Tjehenu salieron a contemplar aquella oleada de militares indisciplinados, y Ramose los miró con rapidez con la esperanza de ver algún rostro familiar, seguro de que allí, en Ta-She, sin duda habría espías de Kamose. Pero no reconoció ninguno de los rostros oscuros.
El ejército permaneció en Ta-She durante el día y la noche siguientes, mientras se comprobaban los equipos y los hombres disfrutaban de un leve respiro. Nadaron, comieron y bebieron con renovado y ruidoso buen humor, pero sus heridas no cicatrizaron en tan corto periodo de tiempo y, a pesar de que la marcha comenzó siendo optimista, la tierra implacable bajo los pies llagados y el calor terrible que caía sobre los cuerpos despellejados, pronto los obligaron a un paso cansino y lento. Ramose sintió una paz cada vez mayor a medida que los estadios iban pasando bajo sus sandalias. La vida en el desierto seguía siendo vida. Consciente de cada una de sus calurosas aspiraciones, de cada grano de arena que se adhería a su cuerpo, de cada gota de sudor que caía por su espalda, se maravilló ante el misterio de su existencia, ante los recuerdos que eran sólo suyos. Aquel viaje por el desierto sería el último para él antes del que le abriría las puertas de la Sala del Juicio. Su final sería diferente al que había pensado y, sin embargo, no tenía miedo. No viviré para ver a Kamose triunfante y coronado en Weset, pensó imperturbable. No volveré a saludar a mi madre hasta que lo haga de pie junto a mi padre. Nunca tendré a Tani desnuda en mis brazos ni veré a mis hijos crecer fuertes en el jardín de la propiedad que pudo haber sido mía. Y sin embargo, estoy contento. He amado. He mantenido mi honor. He dado pruebas de lo que valgo ante hombres y dioses. El desierto, este lugar de magia única y árida, ¿conservará mi cuerpo para que los dioses puedan encontrarlo? Lo único que puedo hacer es rezar para que así sea.
Era la cuarta noche desde que el ejército salió de Ta-She listo para la batalla. El oasis de Uah-ta-Meh estaba cerca, una ominosa negrura contra un cielo lleno de estrellas. Se había corrido la voz de que los exploradores enviados por el general no habían detectado allí ninguna actividad, pero no se habían acercado mucho por temor a ser descubiertos. Nada podía ocultar la llegada de sesenta mil hombres, pero era mejor que el enemigo tuviera sólo unas horas de aviso en lugar de un día. La infantería marchaba ya en formación de batalla, cada división detrás de un escuadrón de veinticinco carros precedidos por el portaestandarte.
Los hombres durmieron sin romper filas, incómodos. Ramose no pegó ojo. Sabía que Kamose y sus tropas se habían marchado, que Kethuna no encontraría más que a los habitantes del oasis y que se vería obligado a iniciar otra larga marcha a través de la arena, esta vez en dirección al Nilo. Los hombres se habían preparado para la acción. Su decepción ante la realidad, junto a la perspectiva de más calor y dolor, les resultaría desmoralizadora. Kamose y Paheri, frescos y nerviosos, estarían esperando la llegada de aquellos hombres frustrados. Me pregunto si entonces todavía estaré con vida, pensó Ramose. Lo dudo. Kethuna ordenará que me maten en cuanto encuentre el oasis desierto. ¡Bueno, por lo menos entonces me librarán de mis ataduras!