Capítulo 15
Había algo diferente en aquel regreso a la patria. No se trataba del ancho fluir de un Nilo que todavía lamía la tierra de sus orillas, ni de la verde explosión de la nueva vida que se veía en la orilla oriental. No estaba en el brillo de las escaleras del embarcadero, donde los amarres, azules y blancos, dividían el agua en arroyos de cristal mientras su embarcación se acercaba. El emparrado todavía se arqueaba sobre el sendero que zigzagueaba hacia la casa a través de los sicomoros. La casa misma, que se vislumbraba a través de las ramas enredadas, todavía se erguía entre los parterres de flores y el césped, y sus paredes resplandecían tras haber sido encaladas por los sirvientes, como cada primavera. El muro que dividía el jardín del viejo palacio todavía se desmenuzaba, y el palacio mismo continuaba alzándose sobre él con una dignidad cansada y aristocrática. Agarrando el borde de la embarcación con las manos, con Ahmose y Ramose a su lado, Kamose sintió que se le henchía el corazón al contemplar la escena tan familiar. Un poco más al norte, alcanzaba a ver la parte superior del pilón del templo, piedra pálida apresada entre el cielo azul profundo y las hojas temblorosas de las palmeras. A su izquierda, en la orilla occidental, la arena se extendía hacia los riscos marrones, y sólo podía divisar el templo mortuorio de su antepasado, Osiris Mentuhotep-Neb-Hapet-Ra, que brillaba en contraste con las rocas.
Con el corazón palpitante de una extraña alegría estudió el panorama iluminado por el sol en busca de un cambio, de algo diferente, algo que explicara la desaparición de toda la tensión de su cuerpo y de que se le hubiera aclarado la mente, pero no encontró nada. Todo estaba como debía estar, como siempre había estado, la casa, el viejo palacio, el templo, la ciudad, unidos en una perspectiva que conocía desde la infancia. El río estaba lleno de embarcaciones de todo tipo y tamaño, y las orillas plagadas de soldados, de manera que supo que los príncipes habían llegado, pero ni embarcaciones ni hombres explicaban el alivio y el regocijo que sentía.
No, pensó. No. El bendito Weset está igual. Soy yo quien ha cambiado. Algo me ha sucedido en Wawat, un cambio tan sutil en mi ka que no llegué a detectarlo. ¿Cuándo? ¿Será un proceso que no he notado o un giro imperceptible por haber mirado de una determinada manera, en un lugar iluminado por el sol, hacia una determinada colina? ¿Será por ello que el peso que tanto me costaba llevar ha desaparecido y ahora me animo a mirar hacia delante, a conquistar Het-Uart, a traer de nuevo el Trono de Horus al Viejo Palacio y a sentir el peso de la Doble Corona en mi cabeza? Cogió la muñeca de su hermano.
—Ahmose —dijo con voz ronca—. Ahmose… —Y el nudo que se le acababa de formar en la garganta le impidió seguir hablando.
La embarcación tocó el embarcadero y a un grito del capitán bajaron la rampa. Los Seguidores formaron. Sin vacilar, Kamose corrió por la cubierta y bajó por la madera caliente hacia los escalones de piedra. En el extremo del sendero vio que sus mujeres corrían hacia él. Examinó brevemente su túnica y no encontró allí ninguna mancha, ninguna señal de que se hubiera encogido. Les tendió los brazos, sonriente.
—¡Wawat es un lugar maravilloso! —exclamó—. ¡Pero Weset es mejor! —Las abrazó con fuerza, contento de sentir sus carnes suaves, la fragancia de sus perfumes, sus voces agudas y llenas de excitación. Sólo Tetisheri lo miró con recelo. Se liberó de su abrazo, dio un paso atrás y lo estudió detenidamente.
—Pareces satisfecho con nosotras, Majestad —dijo con sequedad—. Bueno, no estarás satisfecho mucho tiempo. Los príncipes están aquí y han traído consigo muchos soldados. Muchos. El cuartel está lleno y la distribución de comida se ha convertido en un dolor de cabeza. Por cierto, ignoraba que vendrían rodeados de sus ejércitos, porque lo habría prohibido. No me gusta, Kamose.
En cualquier otro momento la habría reprendido por preocuparlo antes de tener tiempo de bañarse, pero en ese instante simplemente frunció el entrecejo.
—A mí tampoco me gusta —contestó—. Pero todo depende de los motivos por los que han considerado que deben protegerse con hombres armados. ¿Ha habido problemas, Tetisheri? ¿Apepa ha dado señales de reaccionar? ¿Y qué me dices de Pi-Hator y de Esna?
Ella negó vigorosamente con la cabeza.
—Nada de eso. Los mensajes de Abana desde el norte son buenos. El Delta ha permanecido tranquilo. Pi-Hator, también. Los príncipes no tenían ningún motivo para traer las centenares de bocas que estamos tratando de llenar.
Se detuvo. A sus espaldas, Aahmes-Nefertari lanzaba exclamaciones de júbilo por la pequeña bolsa de polvo de oro que su marido había recogido con sus manos para ella al borde del río. Ramose, con un brazo sobre los hombros de su madre, hablaba con ella en voz baja. Ahmose-Onkh los seguía con Behek a su lado. El niño le retorcía una oreja al perro.
—¿De qué se trata, abuela? —preguntó Kamose en voz baja—. ¿Qué presientes? ¿Los príncipes han sido respetuosos y obedientes?
Tetisheri se encogió de hombros.
—No he notado ningún cambio en su actitud hacia mí —declaró—, pero se negaron a aceptar la sugerencia de Ankhmahor de destacar sus tropas en la orilla oeste en lugar de hacerlo en el desierto, detrás del muro de la casa. Ankhmahor volvió un poco antes que los demás. Ha estado tratando de mantener un poco de orden pero, como es natural, los demás lo ven como uno de ellos y no tiene autoridad para darles órdenes sin tu permiso. Lo único que ha podido hacer es mantenerlos, a ellos y a sus comitivas, fuera de la casa.
Kamose sintió una punzada de verdadera alarma.
—¿Y tú no podías impartirles órdenes a través de Ankhmahor? —preguntó.
—Te aseguro que lo he intentado —contestó—, y hasta cierto punto he tenido éxito. Aahmes-Nefertari ha separado a nuestros hombres y los utiliza para que patrullen la ciudad y por la propiedad. No ha habido incidentes, Kamose. No son más que intuiciones, vagas sospechas de que no todo va bien. Me tranquiliza que hayas vuelto.
Acababan de llegar al pórtico de la casa. Kamose se volvió y le hizo una seña a Hor-Aha, que estaba muy atrás.
—Que los medjay crucen el río y se instalen —dijo cuando el general se le acercó y le hizo una reverencia—. Después deja allí a tu segundo para que se encargue de ellos. Te necesito aquí. Lleva a prisión a los kushitas. Dile a Simontu que los trate con bondad. —Se volvió hacia su heraldo—. Khabekhnet, ve al templo y dile al Sumo Sacerdote que estoy ansioso por ver mis textos tallados en piedra y que pasaré por allí mañana por la mañana. —Se volvió nuevamente hacia Tetisheri—. Esta noche celebraremos una fiesta y me dirigiré a los príncipes. Pero ahora me gustaría bañarme, comer algo y hacer un recorrido por el cuartel. Por lo visto, debo llevar conmigo a mi hermana para conocer los progresos que han hecho los hombres.
Tetisheri le dirigió una mirada astuta.
—Aahmes-Nefertari ha cambiado —dijo.
Kamose asintió.
—Así parece. —Alargó un brazo hacia su madre, pacientemente parada a sus espaldas—. Siéntate conmigo cuando vuelva de la casa de baños, Aahotep. Quiero hablar contigo.
Bañado y recién maquillado, comió bajo su dosel, junto al estanque, y poco después Aahotep se le unió y se sentó con gracia en un almohadón, matamoscas en mano. Kamose pensó en el excelente aspecto que tenía. Su piel resplandecía. La boca generosa, anaranjada por la alheña, reveló el brillo de sus dientes blancos cuando ella le dedicó una sonrisa de bienvenida. Las pequeñas arrugas que le rodeaban los ojos, parcialmente ocultas por la galena, no hacían más que realzar su belleza oscura y madura.
—Deberías volver a casarte —dijo él impulsivamente.
Ella sonrió sorprendida.
—¿Para qué? —preguntó—. ¿Y con quién?
Kamose rió.
—Perdóname, madre. Una pasajera reflexión llegó a mi lengua antes de desaparecer. ¿Quieres un poco de vino? ¿Un pastel? —Ella negó con la cabeza—. Entonces quisiera que me dieras tu opinión acerca de los informes que Tetisheri ha estado recibiendo de los príncipes durante los últimos cinco meses. Supongo que los habrás leído. Y háblame de Aahmes-Nefertari.
Aahotep comenzó a mover el matamoscas de un lado a otro, con demasiada lentitud para que la crin de caballo pudiera mover el aire cálido.
—Los informes han sido formales, obedientes y correctos en su redacción —dijo con aire meditabundo—, y sin embargo a Tetisheri y a mí no nos gustaron, pero no podemos explicarnos por qué. Algo en ellos sonaba a falso. Debes leerlos tú mismo, Kamose. Tal vez hayamos vivido mucho tiempo rodeadas de traiciones y nos asustamos de sombras que no existen. No lo sé. Desde que llegaron, nos separa de ellos una amable distancia. No nos faltan al respeto, pero hay algo que no es correcto tras sus modales finos, algo frío. Quizás hasta calculador. —El espantamoscas cayó sobre su falda y ella lo acarició distraída—. Me recuerdan a Mersu.
Se hizo un silencio entre ambos y Kamose recordó el rostro cerrado y enigmático del mayordomo de su abuela, cuya dócil obediencia ocultaba un odio criminal. Pensativo, bebió un sorbo de vino.
—Son arrogantes y muchas veces discutidores —dijo—, pero saben lo que he hecho por ellos, por Egipto. He abolido el temor de que en algún momento les sea arrebatado lo que por nacimiento les pertenece. He recompensado con oro su fidelidad. Haré más por ellos cuando hayamos limpiado Het-Uart. Y lo saben. Sin embargo, no tomo con ligereza las impresiones que tenéis. Y ahora, ¿qué me dices de mi hermana?
Aahotep movió los dedos en un gesto de perplejidad. —Habla con frecuencia de Tani. Ya no con ira, sino como en una especie de concisa despedida, y es como si el conocimiento de la traición de Tani alimentara una nueva energía en su interior. Desempeña con la misma atención de siempre sus deberes en la casa, pero los termina con rapidez, con mucha eficiencia, y luego dedica su tiempo a estar con los soldados. No— dijo enfáticamente mientras hacía un gesto. —No se trata de nada moralmente reprobable. No existe la más mínima sugerencia de eso. Se quita las alhajas, se pone toscas sandalias y se sienta en el estrado mientras los hombres practican y libran sus falsas batallas. Habla con los oficiales.
—Pero ¿por qué? —Kamose no sabía si reír o irritarse ante la imagen de Aahmes-Nefertari, delicada y exigente, entre nubes de polvo, mientras las tropas simulaban batallas y los capitanes gritaban—. No debe hacer el ridículo, madre. Sería fatal que el hombre común creyera que puede mirar a las mujeres reales con familiaridad.
—Le tienen simpatía —respondió Aahotep—. Practican mejor cuando está presente. Al ver que no podía convencerla de que no fuera, yo misma la acompañé varias veces. Ha desarrollado una faceta muy desafortunada: la tozudez. Los hombres la saludan, Kamose. Ella los llama, bromea con ellos. Creo que todo comenzó porque quería demostrarte que no te equivocabas depositando tu confianza en ella, pero descubrió que le divertía. Si fuera hombre sería un excelente jefe militar.
En aquel momento Kamose no pudo contener una carcajada.
—Ahmose ha encontrado una esposa desconocida para él —dijo con una sonrisa—. Eso debería dar más emoción al reencuentro.
De repente tuvo conciencia de que ya no estaban solos y se volvió para ver que, a una discreta distancia, lo esperaban Ankhmahor, Hor-Aha y Ramose. Suspiró, se disponía a levantarse cuando Aahotep lo detuvo cogiéndole la muñeca.
—Ya sé que tienes muchos asuntos que atender —dijo—. Pero hay una cosa más. Tal vez no sea nada, pero… —Se mordió los labios—. Desde que llegaron los príncipes, Nefer-Sakharu ha estado casi constantemente con ellos. Los entretiene en sus habitaciones, se sienta junto a ellos durante las comidas, va en su litera a Weset con aquellos que quieren divertirse en la ciudad. Ya sé que se siente sola. Ha sido todo muy frívolo y posiblemente inofensivo. No tenía ninguna excusa para tratar de impedirlo y no podía confinarla en sus habitaciones. Estuve a punto de hacerlo, y varias veces, pero después de todo no ha hecho nada malo, a menos que se considere que la ingratitud y el desagrado son una ofensa.
Kamose le cogió las manos suaves y se las besó mientras se levantaba.
—Debí de haber enviado a Ahmose al sur y quedarme yo aquí-dijo con cansancio. —Aunque dudo que hubiera podido hacer más de lo que hicisteis vosotras tres. Debo marcharme. Te veré esta noche.
Se dirigió con tranquilidad hacia los hombres.
Los príncipes y sus séquitos estaban presentes aquella noche en la sala de recepciones. La mirada aguda de Kamose recorrió las cabezas cubiertas de pelucas y de joyas, y de repente vio una figura alta, algo encorvada, que se echaba hacia atrás y tendía una taza para que se la llenaran.
—¿Qué hace Meketra aquí? —le preguntó a su madre en voz baja—. ¡No le ordené que se uniera a mi ejército!
Sentada a su lado, Aahotep partió un trozo de pan, hizo una pausa y miró a los presentes.
—Llegó con Intef —contestó—. Me ha aburrido contándome todas las maravillosas reformas que ha hecho en Khemennu. Se diría que él mismo ha mezclado el barro y la paja. Lo siento, Kamose. Ignoraba que no tema permiso para abandonar su ciudad. Hablaba como si hubiera recibido una invitación directa de ti.
Kamose lo observó pensativo. Tanto él como el resto de los nobles parecían tener un excelente estado de ánimo; compartían chistes, bebían abundante vino y arrojaban a los sirvientes los capullos de primavera que cubrían sus mesas, pero tuvo la sensación de que en ese comportamiento había un desagradable trasfondo de insolencia, como si estuvieran utilizando esa misma exuberancia para dejarlos fuera, a él y a su familia.
Después de hacerle reverencias cuando entró en el salón, no le prestaron más atención. Le contestaban cuando se dirigía a ellos pero continuaban hablando entre sí.
—Se han comportado así casi todas las noches —le susurró Tetisheri al oído—. Se emborrachan y molestan a los sirvientes como si fueran un grupo de niños indisciplinados. ¡Pendencieros! Me alegrará mucho ver que te los llevas al norte, Kamose. Unas buenas marchas calmarán el entusiasmo que les causa tanta tontería.
Pero después de estudiarlos con tranquilidad, Kamose llegó a la conclusión de que no había nada pendenciero en ese comportamiento ruidoso. Más bien, la estruendosa algarabía tenía un fondo de frialdad, como si estuviera calculada. Las mujeres tienen motivos para estar inquietas, se dijo. Algo anda mal.
Más tarde, se levantó y les habló, les explicó todo lo que había hecho en Wawat y les advirtió que al día siguiente esperaba que asistieran en el templo a la ceremonia de acción de gracias, junto a la dedicatoria de los textos tallados, y que el día después partirían para continuar la guerra contra Apepa. Lo escucharon con amabilidad, levantando hacia él sus rostros maquillados, pero tanto en sus manos como en sus cuerpos se notaba la inquietud.
—Mañana por la tarde nos reuniremos en consejo en las dependencias de mi padre —ordenó con tono tajante—. Iybi avanza. Quiero estar en las afueras de Het-Uart a principios de Mekhir.
Tenía ganas de gritarles, de romper el círculo invisible pero evidente con el que se habían rodeado, de amonestarlos por haber inundado sus dominios con soldados innecesarios, pero tuvo la sensación de que aquella manifestación de ira lo pondría en desventaja. ¿Por qué será que siento que son leones a la espera de que me rompa y huya?, se preguntó con ansiedad mientras se volvía a sentar en sus almohadones y hacía señas a los músicos para que siguieran tocando. Debo preguntarle a Ahmose si comparte mis sensaciones.
Pero aquella noche no pudo hablar con su hermano. Ahmose se retiró temprano con su mujer y Kamose no quiso molestarlos. En compañía de Ramose y de Ankhmahor hizo un lento recorrido por la casa, los tres silenciosos y enfrascados en contemplar la fría belleza de los jardines bañados por la luna. Se separaron, Ankhmahor fue a comprobar el cambio de guardia y Ramose a su lecho donde, supuso Kamose, sin duda lo esperaba la seductora Senehat. Sin embargo, no se sentía abandonado. Vagó bajo los árboles, rodeó el estanque de aguas plateadas por la luna y por fin se encaminó al pasillo que conducía a sus aposentos. Su sueño fue profundo y tranquilo.
Por la mañana, la casa y los terrenos se vaciaron y el templo se llenó, y una vez más Kamose se prosternó ante su dios en acción de gracias por el éxito obtenido en Wawat. Sus textos se habían erigido, dos gruesos bloques de granito casi tan altos como él, con la crónica de sus campañas talladas en sus superficies. Él mismo leyó el mensaje en voz alta y con un tono orgulloso que resonó a lo largo del sagrado recinto. Bajo las palabras que pronunciaba, los que lo escuchaban oyeron otras verdades. Esto es lo que yo, Kamose Tao, he hecho. He apartado la vergüenza de los hombros de mi familia. He vengado el honor de mi padre. He demostrado que soy digno de la sangre de mis reales antepasados.
Cuando terminó, se volvió hacia los seis kushitas que habían sido conducidos al templo y que en aquel momento estaban de pie entre sus guardias, con una expresión de temor religioso en los rostros, los ojos negros recorriendo con rapidez a los elegantes adoradores.
—Me he apoderado de vuestra tierra —les dijo con lentitud y tono deliberado—. También eso será tallado en mis bloques de granito para que todo el que venga pueda leerlo. Mirad a vuestro alrededor. Habéis tenido la oportunidad de ver el poder y la majestad de Egipto. Habéis comprobado que cualquier intento futuro de invadir Wawat será aplastado con todo el poder hostil de este país. Volved a vuestros hogares y decid a los de vuestra tribu que Egipto es justo y misericordioso con aquellos que lo merecen, pero que el castigo caerá rápido sobre aquellos que traten de amenazarlo. Sois libres. Mis soldados os darán comida y podréis iros.
Cuando la multitud salía del templo entre nubes de incienso y las últimas notas de los cantores, Kamose vio a su hermana a su lado. Había pasado entre los Seguidores, quienes tras una palabra suya la dejaron pasar.
—Ahmose se ha adelantado con nuestra madre —dijo—. Yo quería hablar contigo antes de tu reunión de esta tarde con los príncipes, Kamose.
—Pensaba hablar contigo antes de partir de Weset —le contestó él—. No hay mucho tiempo para nada. ¿Has podido poner espías en Het-Uart?
—Hemos comenzado a organizar algo, pero es un proceso lento —contestó ella—. Hemos estado trabajando a través de Paheri y de Kay-Abana mientras la armada estaba desocupada. Ellos deben encontrar habitantes de la ciudad en quienes se pueda confiar. En el Delta no te quieren, Kamose. Has destruido demasiado.
Se estaban acercando a sus literas. Los portadores se pusieron de pie, pero Kamose los alejó con un gesto.
—Caminaremos —les gritó—. De modo que todavía no tenéis ninguna información útil para mí. Era demasiado esperar que algún bondadoso ciudadano de Het-Uart estuviera ansioso por abrir las puertas de la ciudad. Continúa trabajando en el asunto, Aahmes-Nefertari. Llegará el momento en que la avaricia de los setiu acabará beneficiándonos. Después de todo, lo que mejor saben hacer es conseguir ganancias. —Lo dijo en tono ligero y la muchacha rió—. Me han dicho que has ingresado en el ejército. ¿Quieres que te nombre oficial?
Esta vez Aahmes-Nefertari no respondió a su broma.
—Podrías hacer cosas peores —respondió—. Precisamente necesito hablar contigo sobre el ejército, o más bien sobre nuestras tropas locales. Es evidente que nuestra madre te ha dicho que mientras tú estabas ausente yo me he interesado mucho por sus actividades. —Lo miró y bajó la vista hacia sus pies calzados con sandalias que dejaban leves huellas en la tierra del camino—. Todo comenzó porque pensé que Ahmose-Onkh podría divertirse un rato si lo llevaba al campo de ejercicios que hay junto al cuartel. Raa ha estado muy ocupada con Hent-ta-Hent. De manera que le pedí permiso al jefe para sentarme en el estrado con Ahmose-Onkh y observar lo que hacían. Naturalmente, el chiquillo se aburrió al poco rato y empezó a sollozar, pero yo estaba fascinada. Hablé con el escriba de reclutamiento, con el de asambleas, con los oficiales locales. Sé lo que los hombres comen y en qué cantidades. Sé cuántos pares de sandalias deben repararse cada mes. Sé la cantidad de flechas que se rompen durante las prácticas de tiro y sé afilar una espada. —Lo miró vacilante, temerosa de que se riera, pero lo que vio pareció tranquilizarla—. He estado inventando falsas batallas para que practiquen, pero no soy muy buena en estrategia, ya que no he tenido ninguna experiencia en el campo. Divido a los hombres y sitúo algunos detrás de rocas o en la cima de colinas, esa clase de cosas. Y me gusta mucho, Kamose. —La sorpresa de su hermano era tan grande que no supo qué responder—. Le pedí autorización al capitán de los guardias de la casa para que los hombres que han sido responsables de nuestra seguridad puedan pasar algún tiempo en el desierto con el resto de las tropas, para que ejerciten sus habilidades y sean sustituidos en turnos rotativos por soldados muy competentes que no han gozado del privilegio de custodiarnos. Él me permitió que lo hiciera. Está dando buenos resultados.
Kamose se permitió una sonrisa interior.
—Aahmes-Nefertari —dijo con suavidad—, tuviste razón en reprenderme por quitarle importancia a tu capacidad, ¿pero no crees que estás llevando esto demasiado lejos? No es necesario que me demuestres nada. Confío totalmente en ti.
Ella lo miró y se sonrojó.
—No me has escuchado —protestó acalorada—. Tu capitán aprueba que me involucre. Los hombres esperan verme todos los días. Yo disfruto. No creas que me he interesado por el entrenamiento y el bienestar de las tropas porque extraño a mi marido o porque no puedo hacer muchos trabajos domésticos. —Se adelantó dos pasos y luego se volvió a mirarlo de frente, obligándolo a detenerse—. Jamás quiero ser tan débil como Tani. No quiero despertar una mañana y encontrarme sin fuerza de voluntad o incapaz de mostrar mi coraje por haber permitido que traer hijos al mundo y practicar las suaves artes de la feminidad me hayan llevado a la sumisión. He estado cerca del peligro, Kamose. Sí, lo he estado. Pero ya no. ¡Te ruego que no me prohíbas este servicio!
Kamose se abstuvo de señalar que no eran la maternidad ni las suaves artes de la feminidad lo que habían hecho tomar el camino equivocado a su hermana, sino un adversario poderoso y decidido. Las razones de Aahmes-Nefertari eran irracionales, pero tal vez su miedo no lo fuera. Después de todo, pensó Kamose con rapidez, tiene un buen ejemplo de autoridad en su abuela.
—¿Por eso me has acosado hoy? —le volvió a preguntar—. Si es así, no debes temer. Hablaré con mis jefes y capitanes. Si te elogian con sinceridad podrás continuar tu trabajo con ellos siempre que comprendas que la palabra de mi jefe supremo es ley. De los dos mil soldados que dejé aquí, en Weset, sólo quedarán mil. Tengo la intención de llevarme al resto hacia el norte, con los medjay, por supuesto. ¿Serán suficientes para satisfacer tu sed de muerte y destrucción?
Durante breves instantes volvió a ver a la Aahmes-Nefertari de antes. Tenía los ojos llenos de lágrimas y le temblaban los labios. La joven se puso de puntillas y le besó la mejilla.
—Gracias, Majestad —dijo—. No, no te he acosado por eso, pero me alegro de que este asunto esté arreglado. Ambos reanudaron la caminata. Durante un rato reinó un silencio agradable entre ellos, sólo roto por el suave golpeteo de las sandalias de los Seguidores. A lo lejos, en el río, una pequeña embarcación pasó con lentitud, la vela triangular aleteando, su avance marcado por el rítmico golpe de un tambor que un joven sentado a popa tenía bajo el brazo. Su estela lamía la orilla arenosa en pequeñas y resplandecientes olas. Kamose no tenía prisa por escuchar lo que su hermana tenía que decir. A pesar de la proximidad de su reunión con los príncipes, era consciente de una creciente alegría. El resultado de su cosecha le sería ofrecido bajo el dosel del jardín. El vino sería abierto. Se serviría cerveza oscura para mitigar su sed. Y al día siguiente abandonaría Weset, una vez más, para dirigirse al norte. No lamentaba marcharse, pero sabía que llevaría consigo la curación tan misteriosamente lograda dentro de su alma y que mientras estuviera lejos le resultaría agradable pensar en su casa y no le causaría ningún sentimiento de culpa.
Entonces Aahmes-Nefertari le habló sin volver la cabeza.
—Debes saber que ha habido problemas entre los príncipes Intef y Meketra y yo —dijo—. La abuela, mamá y yo decidimos que puesto que podíamos contener esos problemas no te lo diríamos, pero he estado pensando en el asunto, Kamose. Durante el próximo sitio confiarás en todos los príncipes. En unos más que en otros. Si te apoyaras en una rama que se rompiera, yo me sentiría responsable. No fue una gran tormenta, sólo un soplo de viento del desierto.
—Estás pintando un cuadro confuso —interrumpió Kamose con impaciencia—. Ya casi hemos llegado al embarcadero y tengo hambre. —Lo dijo con más dureza de la necesaria, debido a un repentino presentimiento, y ella se disculpó enseguida.
—Lo siento —barboteó—. Verás, Intef y Meketra fueron un día al campo de prácticas. Creo que les sorprendió verme allí. Querían sumar sus soldados a los tuyos, mezclar las tropas y tomar el mando de los hombres. Naturalmente, habrían tenido autoridad sobre un simple jefe militar y unos cuantos capitanes, y si en la casa nadie se hubiera interesado por asegurarse de que los oficiales eran diligentes mientras tú no estabas, podrían haber entrenado a los hombres como les hubiera dado la gana. El argumento que expusieron era lógico, Kamose. Aumentemos la cooperación entre los soldados de nuestros territorios. Que se hagan amigos para mantener la solidez en la batalla. —En aquel momento miró a su hermano. Las lágrimas habían desaparecido y ya no le temblaban los labios sino que formaban una fina raya—. Meketra incluso se quejó de que al ser apartado para poner Khemennu en condiciones, se le había negado la práctica en el campo de entrenamiento y le hacía falta experiencia en una serie de mandos. Mientras él e Intef me hablaban, miré a tus oficiales. Teman miedo de que les dejara bajo el control de los príncipes. No comprendí qué podía tener de malo. Después de todo, los entrenamientos y las falsas batallas eran sólo para mantener a las tropas alerta y ocupadas. ¿Y qué sentido terna que los soldados llegados con los príncipes estuvieran ociosos? Pero la insistencia de Intef de tomar el mando me pareció muy apremiante. Había algo en aquello que no me gustaba. Así que me negué. —Lanzó una corta carcajada—. Me presionaron todo lo que se atrevieron. Noté el desprecio con que me miraron antes de hacerme una reverencia y marcharse. Ordenaron a sus hombres que instalaran blancos e hicieron prácticas de tiro hasta que abandoné el estrado. Fue como un desafío.
Kamose sintió que se le secaba la garganta. No estoy enfadado, pensó. ¿Por qué? Enseguida encontró la respuesta. Porque la cólera sólo servirá para cegarme a algo que debo examinar con frialdad.
—Aquella noche fui a los aposentos de los oficiales —siguió diciendo Aahmes-Nefertari—. Me dijeron que habían sido invitados varias veces a beber con los oficiales llegados con los príncipes y que nuestros soldados recibían regalos de los hombres que estaban en las filas de aquéllos. No sé lo que significa, Kamose. Tal vez sólo sea una cuestión de compañerismo, pero no lo creo. Tampoco lo creyeron la abuela ni nuestra madre cuando se lo conté. ¿Me estoy comportando como una tonta? ¡Todos hemos vivido con inquietud durante mucho tiempo!
Habían llegado al embarcadero y cruzaban el pavimento de piedra. Al mirar hacia la casa, Kamose alcanzó a vislumbrar la multitud detrás del emparrado y el reflejo del sol en los doseles blancos. El murmullo de muchas voces le llegó con claridad. Están esperando mi llegada para poder comer, pensó. Es un día de celebración. Seis desconcertados kushitas y la nobleza de Egipto de pie en el templo mientras yo narraba mis victorias. Tocó el hombro de su hermana.
—Procediste bien —dijo con voz tranquila—. Estoy orgulloso de ti, Aahmes-Nefertari. ¿Lo sabe Ahmose?
Ella negó con la cabeza.
—Anoche teníamos cosas más importantes que hacer —dijo en tono desafiante—. En todo caso, tú eres el rey. Mi deber era hablar primero contigo.
—Muy bien. Mañana me los llevaré a todos, pero no olvidaré tus palabras. Los utilizo, como bien sabes, pero no consigo que me gusten. ¿Qué han hecho por Egipto en el pasado sino engordar y complacerse con las migajas que les arrojaban los setiu? —Sentía que la furia crecía en su interior, ácida y desesperada—. Sin duda alguna les advertiré a Ahmose y a Hor-Aha de lo que sucede, pero no quiero enfrentarme a Intef y a Meketra por algo que tal vez no signifique nada —terminó diciendo mientras luchaba contra la corriente irracional de traición y ofensa que lo recorría—. Se han quejado, pero hasta ahora han sido obedientes y dignos de confianza. Todavía los necesito. Vamos a romper nuestro ayuno.
Y ésa es la verdadera causa de mi herida, se confesó mientras pasaban bajo el emparrado cargado de uvas y volvían a salir al sol. Los necesito, los necesito con desesperación, pero ellos no me necesitan a mí.
Comió y bebió, sonrió y charló, recibió las reverencias y felicitaciones de la alegre asamblea mientras luchaba por calmar la cólera y ver las palabras de su hermana en su verdadera perspectiva. No tenía la intención de expresar su disgusto a los príncipes, y mucho menos las nebulosas sospechas con respecto a su lealtad. Hacerlo sólo los indignaría, tal vez con razón. Sin embargo, Aahmes-Nefertari y las otras mujeres se habían alarmado por los eventos y, cuando la ira de Kamose por fin desapareció, él mismo se hizo una pequeña pero definitiva advertencia.
Adormilados y saciados, por fin los huéspedes se fueron a dormir la siesta. Kamose también se retiró a sus habitaciones, pero no durmió. Sentado en su sillón, repasó mentalmente lo que pensaba decirles a los príncipes, los planes que tenía para su tercera estación de campaña. Eran pocos y sencillos. Egipto era suyo hasta el Delta, por lo que reuniría el ejército de cada territorio a medida que viajaba al norte, rodearía Het-Uart y si fuera necesario echaría abajo los muros ladrillo por ladrillo hasta cicatrizar la última herida de su país. Se había asegurado de que Kush y Teti-en no serían una amenaza. Su flanco sur estaba seguro. Sólo Pezedkhu podía estorbar su objetivo de lograr una completa libertad y si Pezedkhu se aventuraba a abandonar la seguridad de la ciudad, lo vencería. Kamose no tenía en cuenta a Apepa. La lucha sería entre él y el general, directa y limpia. Los planes de Apepa pertenecían al mundo febril de las negociaciones y con él le resultarían inútiles. Lo único que quedaba eran las armas reales y la buena estrategia militar.
A última hora de la tarde, los príncipes acudieron a la reunión. Kamose, sentado junto a su hermano, Ramose y Hor-Aha, los observó entrar en la habitación con fría objetividad. Le hicieron una reverencia y aceptaron su invitación de sentarse. Akhtoy había preparado un refrigerio, pero nadie hizo ningún movimiento hacia las fuentes ni las tazas. Todos parecen haber estado bebiendo durante horas, pensó Kamose. Tienen los ojos turbios y la expresión malhumorada. Ocupan sus sillas como niños a punto de ser reprendidos, con las manos en el regazo, y ninguno me mira a los ojos. Ankhmahor es el único que me sonríe.
Se aclaró la garganta y se levantó. Ipi, a su lado, con las piernas cruzadas en el suelo, terminó de alisar el papiro que tenía en la escribanía y cogió el pincel.
—Servios vosotros mismos si tenéis hambre o sed —empezó diciendo Kamose—. No quiero que nos interrumpa el movimiento de los sirvientes. Lo que tengo que deciros no será largo. No tengo planes intrincados para nuestro viaje al norte, a menos que alguno de vosotros haya concebido alguno para perforar las defensas de Het-Uart. Meketra, no recuerdo haberte convocado aquí, alejándote de tus responsabilidades en Khemennu. ¿Será que tienes un plan al respecto y deseas compartirlo conmigo lo antes posible?
Meketra alzó el rostro pálido e inexpresivo, pero fijó los ojos en un punto bajo la mandíbula de Kamose.
—No, Majestad —contestó—. Lamentablemente no tengo ninguna idea. Me arriesgué a darte un disgusto viniendo a Weset porque la cosecha en mis tierras ya ha terminado y la tarea de reedificar continúa sin mi supervisión personal. Durante un tiempo no era necesario allí y quise compartir tu triunfo y tu ceremonia de acción de gracias.
—Sin duda me disgusta —replicó Kamose—. Eres necesario donde yo lo ordeno, Meketra. Antes de venir debiste enviar una petición explicando los motivos por los que Khemennu quedaría al cuidado del sub gobernador. —Deseaba decir más, castigar al hombre por su baja necesidad de hacerse ver con la mayor frecuencia posible, pero señalar los defectos de Meketra en público sólo lograría aumentar el evidente resentimiento que el príncipe sentía al verse excluido de la compañía de sus pares en Weset—. ¿Debo suponer que tu presencia aquí, junto a un insólito número de hombres, indica un deseo de viajar al norte con nosotros esta primavera? —preguntó.
Meketra parecía sobresaltado y avergonzado. Kamose no esperó una respuesta. No tenía la menor intención de incluirle en su viaje y cambió de tema con rapidez.
—Mañana, al amanecer, formaréis a vuestros hombres para la marcha —les dijo—. Los medjay irán en las embarcaciones, igual que la otra vez. Tengo la intención de llegar a Het-Uart con la mayor rapidez y permanecer allí el tiempo necesario hasta que, si Amón lo desea, la ciudad caiga en mis manos. No hay necesidad de andarse con rodeos. ¿Tenéis alguna pregunta?
Era como si se hubieran convertido en piedra. Todas las bocas permanecieron cerradas. Todos los rostros se volvieron inexpresivos y todos los cuerpos se quedaron inmóviles.
—¿Qué les pasa? —susurró Ahmose.
Al oír su voz, Intef levantó la cabeza. Su mirada se encontró con la de Kamose y de repente sus ojos se llenaron de una expresión de odio tan intenso que éste parpadeó impactado. Pero cuando el príncipe habló, lo hizo con una tranquilidad poco natural.
—Majestad, este año no deseamos ir al norte —dijo—. Hemos estado hablando y no estamos contentos. Durante dos años te hemos seguido. Nuestros hijos están creciendo sin nosotros. Nuestras esposas están cansadas de dormir solas. Nos hemos visto obligados a delegar nuestra autoridad en nuestros mayordomos y nuestros territorios sufren sin nuestra guía. Hemos estado ausentes durante las siembras y las cosechas. Concédenos el permiso de regresar a casa. Todo Egipto es nuestro, salvo una pequeña porción del Delta. Apepa no puede hacer nada. Deja que se cueza en los jugos que le queden durante una estación o dos. Nosotros somos necesarios en otra parte.
Kamose escuchó el discurso de Intef con una creciente incredulidad que le aceleró la respiración y le hizo latir la sangre en los oídos. Recurrió al borde de la mesa para apoyarse y estudió los rostros hoscos que tema delante.
—¿Tú no deseas? —consiguió decir—. ¿Eres necesario en otra parte? ¿Qué es esta tontería? ¿No acabas de oír lo que le he dicho a Meketra? ¡Sois necesarios donde yo os diga y no donde os gustaría estar! Y en cuanto a que Egipto es vuestro, ¿quiénes creéis que sois, príncipes arrogantes? ¡Egipto es mío por derecho de nacimiento y por Ma’at! Me he roto el corazón para recuperarlo para todos. ¡Cómo os atrevéis! —Había alzado la voz y estaba gritando. Sintió que los dedos de Ahmose se le clavaban en los muslos bajo la mesa y el dolor le impidió seguir—. Yo soy el rey. Olvidaré tu insolencia, Intef, siempre que no vuelvas a cuestionar mi supremacía. Nos encontraremos mañana por la mañana. Podéis retiraros.
Se sentó y apretó las rodillas para impedir que le temblaran, pero los príncipes no hicieron ningún gesto para salir. Lo estudiaron detenidamente. Entonces habló Mesehti, con el rostro curtido por la intemperie arrugado por la resignación.
—Su Majestad tiene razón —insistió—. Hemos sido egoístas, hermanos. Nuestras quejas también podrían ser las suyas. También él es necesario aquí, en Weset. ¿Sus mayordomos y las mujeres de su casa no han cargado con tanto peso como los nuestros? —Fijó en Kamose su mirada tranquila—. Es verdad que no estamos contentos, Majestad, pero hemos olvidado que tampoco tú lo estás. Eres nuestro rey. Perdóname.
—¡Traidor! —susurró alguien y Mesehti se volvió hacia él.
—¡Te dije que esto no daría resultado, Lasen! —gritó—. ¡Te dije que estábamos cometiendo un pecado! ¡Kamose merece más que nuestras quejas cercanas al motín! ¡Si no fuera por él, todavía seguiríamos bajo el dominio de los setiu! Yo no quiero tener nada más que ver con esas tonterías.
—¡Eso estará bien para ti! —replicó Meketra a los gritos—. ¡Mesehti de Djawati, viviendo cómodamente bajo la sombrilla de los príncipes de Weset! ¡Para ti no hay angustias! ¡Kamose destruyó Khemennu y luego pretendió que yo le devolviera la vida!
Ambos se habían puesto de pie y se miraban echando chispas por los ojos. Lasen golpeó la mesa con el puño.
—¡Hemos visto a Kamose y a su hermano convirtiendo Egipto en un matadero! —exclamó—. Los campos han tardado dos estaciones en recuperarse, y a los campesinos les ha costado el mismo tiempo reedificar sus casas, ¿y él nos permite ayudarlos? ¡No! Nos obligó a ser sus cómplices y ahora, una vez más, abandonamos a nuestros campesinos para seguir el camino de la guerra. ¡Ya basta! ¡Permítenos volver a nuestras casas!
Intef también se había levantado y su silla había caído ruidosamente al suelo cuando la apartó de la mesa de un puntapié.
Kamose se mantuvo rígido. Su mirada se topó con la de Ankhmahor y asintió una vez. Ankhmahor fue hacia la puerta. Hor-Aha se había puesto de pie y estaba junto a Kamose, con una mano apoyada en el cuchillo que llevaba en el cinturón.
—Por lo menos con Apepa disfrutábamos de cierto equilibrio —escupió Intef—. Él se ocupaba de sus asuntos y nos dejaba en paz para que prosperáramos como mejor nos pareciera. No se entrometía. —Señaló a Kamose—. Y tampoco se habría metido con vosotros si tu padre no hubiera cedido a su extrema arrogancia. Pero no, Seqenenra no podía aceptar su lugar. «Soy el rey», decía, pero no recurría a nosotros, sus hermanos, en busca de consejo o de ayuda. No necesitaba nuestros consejos. ¡Mandó a buscar eso a Wawat! —Esta vez señaló a Hor-Aha—. ¡Un extranjero, un salvaje negro! Tu rebelión ya ha llegado muy lejos, Kamose. Permite que Apepa se quede con el Delta. A nosotros no nos importa. ¿Por qué te va a importar a ti? Tienes Weset. Y de todos modos, ¿quién eres? No eres más que ninguno de nosotros. Un príncipe. Sólo un príncipe. Mi abuelo era el Portador de Sandalias de un rey.
—¡Cállate, Intef! —urgió Makhu de Akhmin, tirando del shenti de Intef—. ¡Estás cometiendo un sacrilegio!
—¿Sacrilegio? —gritó Lasen—. Todo el mundo sabe que los Tao tienen la misma sangre negra que corre por las venas de su favorito de Wawat. ¿Los padres de Tetisheri no llegaron a Egipto desde Wawat? —Se volvió hacia Kamose—. Envía a tu presunto general al lugar donde pertenece. Estamos cansados de seguirlo. ¡Y déjanos volver a casa!
Lanzando una maldición, Hor-Aha se arrojó sobre la mesa, cuchillo en mano, pero en aquel momento se abrió la puerta y los Seguidores entraron en la habitación con Ankhmahor a la cabeza. Con rapidez aislaron a cada príncipe y la confusión comenzó a desaparecer. Kamose se levantó con un gesto deliberado.
—Sentaos todos —ordenó.
Después de una breve vacilación, lo hicieron; Intef respiraba agitado, Lasen blanco hasta los labios teñidos con alheña y Meketra simulando una altanería que no lograba ocultar su angustia. Cuando estuvieron todos sentados, Kamose los miró con desdén.
—Sabía que teníais celos de Hor-Aha —dijo—, pero creí que llegaríais a respetar su genio militar y que olvidaríais sus orígenes. Me equivoqué. También me equivoqué al pensar que erais lo suficientemente inteligentes para comprender que vuestra prosperidad bajo Apepa era una ilusión que él podía hacer añicos cuando quisiera. Habéis demostrado que sois indignos de vuestros títulos principescos, por no hablar de ser llamados egipcios. Todos sois setiu. No hay peor insulto. En cuanto a mi aspiración al trono, mis antepasados gobernaron este país y todos lo sabéis. De no ser así, no habríais respondido a mi llamada hace dos años, ni me habríais ayudado en la guerra. No me asusta vuestra ridiculez, pero me indignan las sospechas que os atrevéis a arrojar sobre las raíces de mi abuela. Los rumores son falsos. Fueron esparcidos por los setiu por miedo a que algún día, nosotros, los herederos del gobierno de estas tierras, despertáramos y nos rebeláramos contra su esclavitud. ¡Y vosotros lo sabéis! —gritó disgustado y sin poder seguir manteniendo el control—. ¡El padre de Tetisheri, Cenna, era un smer, su madre fue Neferu a nebt-per! ¡Títulos menores, pero nombres egipcios, ingratos! ¿Por qué me defiendo de vuestras acusaciones? No valéis una sola palabra más. ¡Ankhmahor! —El capitán de sus Seguidores alzó una mano—. Khabekhnet debe de estar fuera. Hazlo entrar.
Cuando el heraldo entró y le hizo una reverencia a Kamose, éste se dirigió a él:
—Mi escriba preparará un documento que llevarás a Khemennu —ordenó—. Debe serle entregado al subgobernador del príncipe Meketra. El príncipe no regresará a Khemennu y él asumirá el gobierno hasta que se nombre otro príncipe. —Meketra lanzó una exclamación y Kamose se volvió hacia él—. Te di Khemennu en agradecimiento por tus servicios. Te volví a poner en el poder. No hables. —Con un movimiento de la mano despidió al heraldo y se volvió hacia Ankhmahor—. Arresta a Intef, Lasen y Meketra. Escóltalos hasta la cárcel y entrégaselos a Simontu.
—Pero, Majestad —protestó Mesehti con debilidad—. Se trata de nobles, de príncipes de sangre, sin duda tú…
—Son traidores y blasfemos —lo interrumpió Kamose—. Llévatelos, Ankhmahor.
Cuando los tres salieron, visiblemente aturdidos y rodeados por guardias impávidos, los restantes se miraron unos a otros presos de un gran impacto.
—¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó por fin Ahmose—. Dioses, Kamose. ¿Acabamos de presenciar un motín? Mesehti, ¿a qué se debe esto?
Mesehti lanzó un suspiro.
—Las cartas han ido y venido entre nosotros durante estos últimos cinco meses —admitió—. Estábamos contentos de estar instalados en nuestras casas. Algunos de nosotros simplemente queríamos quedarnos allí. Estábamos cansados, Alteza. No nos parecía que tuviera sentido seguir acosando a Apepa. Y eso, unido a nuestra creciente antipatía por ti, general —en aquel momento asintió como disculpándose ante Hor-Aha—, encendió las brasas del fuego que se desató en esta habitación. Yo esperaba la protesta y tu respuesta. No esperaba una furia tan venenosa.
—No ha sido tan sólo furia —le contradijo Ahmose—. Ha sido una rebelión. Y en cuanto a acosar a Apepa, ¿no os dais cuenta de que mientras un extranjero se siente en el Trono de Horus, Egipto estará avergonzado? Me cuesta creer que seáis tan estúpidos como para anteponer vuestra comodidad a esa verdad.
—¿Qué harás, Majestad? —preguntó Makhu.
Kamose sonrió. Le resultaba difícil aclarar sus pensamientos y le dolía el pecho por el impacto de lo vivido. Trató de considerar sus implicaciones.
—Si los ejecuto estaré enviando un mensaje de desunión a Het-Uart que inevitablemente dará fuerzas a Apepa —dijo—. No quiero darle esa satisfacción a ese ser viperino.
—¿Ejecutarlos? —preguntó Ramose horrorizado—. ¡No puedes!
—¿Por qué no? —preguntó Kamose—. Ejecuté a tu padre por algo parecido. Teti llevó a cabo su traición, estos tres la llevaban en sus mentes. La diferencia es mínima. —Levantó las manos—. Pero como os dije, no me atrevo a alentar a Apepa. Por lo tanto, tengo pocas posibilidades de elección. Pueden permanecer en la cárcel hasta que yo regrese a Weset antes de la próxima inundación. Hor-Aha, ¿bajo qué mando puedo poner a sus divisiones? Ramose, sírvenos un poco de vino. Tengo la garganta seca. —De repente tenía ganas de apoyar la cabeza en la mesa y llorar.
Durante la hora siguiente hablaron de sus alternativas, pero todos sufrían por la escena que se había descontrolado con tanta rapidez y las sugerencias que hacían eran apenas aceptables. Por fin decidieron que la partida se retrasaría una semana mientras pensaban estrategias alternativas.
—Siempre puedes conceder títulos a los segundos de cada división —dijo Ahmose al terminar la reunión—. Nombrar más príncipes.
—No es cosa sin importancia conceder títulos hereditarios —objetó Kamose—. Además, los linajes deben contener por lo menos un asomo de aristocracia.
—Lo hiciste con Hor-Aha.
Kamose le dedicó una leve sonrisa.
—Lo hice, pero fue una excepción. ¿Sobre qué Egipto reinaré si sus territorios son gobernados por gente del pueblo? Odio a esos príncipes, Ahmose, pero también me aflijo por ellos. ¡Qué necios son!
—En Mennofer está Sebek-Nakht —dijo Ahmose pensativo—. Tienes un acuerdo con él y me causó muy buena impresión. Podrías citarlo para que mandara una división.
—No —respondió Kamose—. Todavía no. Él y Ankhmahor se parecen mucho. No cabe duda de que parece digno de confianza, pero Mennofer está muy cerca del Delta. Demasiado cerca. Sin embargo, puedo escribirle a Paheri en Het-Nefer-Apu y preguntarle qué sabe de él. ¡Dioses, qué lío!
Canceló la fiesta de despedida que su madre pensaba ofrecer, y se negó a ver a Tetisheri cuando ella se presentó en persona en la puerta de sus aposentos exigiendo saber qué había sucedido y por qué tres príncipes de Egipto languidecían en la cárcel. Sin embargo, habló con Simontu del trato que se les debía dar.
—Concédeles los lujos que puedan necesitar —ordenó—. Permíteles caminar por el complejo cuando quieran, custodiados, por supuesto. Permite que recen. No olvides su rango, Simontu.
Detrás de la seguridad de sus puertas se obligó a comer. La comida tenía gusto a ceniza y el vino estaba ácido como reflejo de la angustia de su espíritu. Cuando los sirvientes terminaron de retirar los restos de su comida, le dijo a Akhtoy que no dejara pasar a nadie, y poniendo un almohadón en el suelo, se sentó, puso los brazos en el antepecho de la ventana y observó la quietud del jardín.
El sol comenzaba a ponerse y la luz cambiaba de un brillo duro a un suave bronce. Las sombras de los árboles se alargaban con lentitud sobre el césped del parque. Los insectos bailaban en el aire límpido, transformados en motas de oro cuando Ra moribundo los tocaba. La habitación de Kamose daba al sendero que conducía al embarcadero, por el que dos de los Seguidores iban andando y charlando. Kamose oía sus voces, pero no las palabras que pronunciaban, y un instante después desaparecieron de su vista.
Entonces pensó que en momentos de crisis similares, siempre buscaba la intimidad y el solaz del viejo palacio, pero inconscientemente eligió sentarse en el suelo de su habitación como un zorro herido. Un dolor mezclado con ira hizo presa de él y por fin se dejó llevar. La furia era segura y le resultaba familiar, una emoción contra la que había luchado desde que Apepa llegó a Weset y pronunció la sentencia contra la familia, era un oscuro cuchillo dirigido primero hacia los setiu, luego hacia los príncipes y por momentos hacia los dioses que decretaron ese doloroso destino para él. Dejarse llevar por la ira, de alguna manera, le resultaba un alivio.
Pero el dolor lo hería de una manera intolerable. Su fuente era un pozo de soledad, traición y fatiga espiritual que chorreaba quemándole el corazón, y que contenía las lágrimas que nunca se permitió derramar. En aquel momento, lo hizo; apoyó la cabeza en los brazos y lloró con libertad. Cuando volvió a levantar la vista, tenía los ojos hinchados, el rostro, el cuello y el pecho empapados por su tristeza, el sol se había puesto y el crepúsculo se arrastraba por el jardín, cálido y lleno de penumbras.
Me gustaría volver a ser un niño, se dijo mientras se levantaba. Tener seis años, sentarme al pie de un árbol con mi tutor, copiando los jeroglíficos en trozos de arcilla rota. Todavía puedo ver el pincel en mi mano, siento la lengua apretada entre los dientes por el esfuerzo de aprender a escribir. En aquellos días Amón era un ser supremo en su templo, sólo un poco más omnipotente que mi padre, que lo sabía todo y podía hacer cualquier cosa. La vida era alegre y previsible. Me daban de comer con una regularidad que yo no cuestionaba. El río fluía para mí solo, para que en él flotaran mis barcos de juguete y para jugar conmigo cuando me lanzaba, desnudo, a sus aguas. Tan irreflexivo como un animal, sano y seguro, vivía en la eternidad e ignoraba que el tiempo iba pasando.
Se acercó con paso inseguro a la jarra de agua junto a su lecho, humedeció un trapo y se lavó la cara, encendió la lámpara para iluminar la creciente oscuridad y cogió su espejo de cobre. Miró el reflejo de sus facciones, distorsionadas por el llanto pero todavía jóvenes y apuestas, la nariz aguda, la boca generosa, los ojos idénticos a los de su padre, oscuros e inteligentes. Un rizo negro había caído sobre su frente morena y lo empujó en un gesto que de repente le recordó las manos de su madre, los dedos suaves que pasaban por las trenzas indisciplinadas, la voz dulce exclamando: «Kamose, ¿quién os dio a ti y a Si-Amón esta mata de pelo tan poco habitual?». ¿Quién?, se preguntó Kamose mientras la superficie del espejo le devolvía el movimiento de sus labios. ¿Algún anónimo habitante de Wawat, quizás? ¡Mentiras, terribles mentiras!, pensó con violencia. Todos mienten. Apepa, Mersu, Si-Amón, Teti, Tani, los príncipes, sus lenguas engañan, sus sonrisas son falsas. Y tú, Amón. ¿Tú también mientes? ¿He desperdiciado mis años corriendo detrás de un espejismo?
Movió la cabeza, bajó el espejo y se examinó los largos huesos de las piernas cubiertos de músculos firmes, el pecho ancho, los brazos fuertes y las muñecas flexibles, y tuvo conciencia de que los acontecimientos del día lo habían desquiciado temporalmente, invitándolo a adquirir una nueva percepción acerca de sí mismo. Y estaba demasiado cansado para luchar contra ella, aunque presentía su peligrosidad. He vivido por Egipto, pensó aceleradamente. Me he aferrado a un ideal como una virgen se aferra a su castidad, pero a diferencia de la mayoría de las vírgenes he permitido que ese ideal se convirtiera en mi amo. He apartado todo lo demás. Despilfarrándolo. Observó con intensa concentración el juego de la luz de la lámpara en los valles y colinas de su cuerpo, su cuerpo juvenil, su cuerpo robusto. Se quitó el shenti y observó sus genitales, la mata de pelo donde descansaba su masculinidad y se sintió desesperar. También te he desperdiciado a ti, pensó. Te he sacrificado, lo he sacrificado todo a una palabra. Libertad. ¿Y qué puedo ofrecerte en recompensa? Dos años de lucha cuyos frutos fueron destruidos en un momento. No quiero reunir los pedazos y volver a empezar. No quiero seguir adelante. Estoy desconsolado y cansado hasta el fondo del alma.